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JESÚS MADRID, ABUSOS SEXUALES EN LA CÚPULA DIRECTIVA DEL TELÉFONO DE LA ESPERANZA

El Teléfono de la Esperanza fue fundado en Sevilla por el religioso Serafín Madrid Soriano, de la Orden de San Juan de Dios, como una más de sus numerosas y notables obras de ayuda social. A su muerte, en 1972, se hicieron cargo de la dirección de la organización sus propios hermanos Pedro, Ángel y Jesús, psicólogos todos ellos y también religiosos (de la Orden de San Juan de Dios el primero, y capuchinos los otros dos). Pero, a juzgar por los hechos que hemos podido documentar, la santidad que algunos atribuyen a Serafín no es, ni mucho menos, el espejo en que se miran sus tres hermanos menores.

En la actualidad Pedro Madrid Soriano es el director nacional y secretario general del Teléfono de la Esperanza, Ángel es el director de la entidad en Valencia y vicesecretario nacional, y Jesús es el director de la zona de Murcia… y piedra de escándalo aunque sus hermanos y las autoridades eclesiásticas estén encubriendo los vergonzosos desahogos sexuales y abusos de autoridad que este sacerdote, de 57 años, viene protagonizando desde hace al menos dos décadas.

«Era de todos conocido —explica Remedios N.[161], ayudante de Jesús Madrid en el Teléfono de la Esperanza desde 1978 hasta 1981— que las entrevistas que Jesús Madrid mantenía en su despacho eran a puerta cerrada, con llave o pestillo interior, y con frecuencia las chicas o señoras salían con el pelo alborotado. La mayoría de las clientas que se entrevistaban periódicamente con Jesús Madrid tenían características en común: sexo femenino, edad alrededor de 30 años y vida sexual un tanto conflictiva».

Eran tiempos en los que el Teléfono de la Esperanza estaba instalado en un modesto piso de la céntrica plaza de las Flores de Murcia, contaba con un reducido grupo de colaboradores y Jesús Madrid aún no había acabado sus estudios de Psicología.

Muy pronto, el malestar que comenzó a invadir a algunas de las mujeres que visitaban el despacho de Jesús Madrid hizo que éstas confiaran sus experiencias a Remedios, que apenas podía dar crédito a relatos que explicaban cómo, el sacerdote, después de desplegar una afectividad arrolladora, las acariciaba, manoseaba y hacía que se desnudasen en su presencia en cada sesión, hasta que, finalmente, cuando ya había logrado enamorarlas, empezaba a mostrarse absolutamente frío y distante.

«La gente se venía a desahogar conmigo después de la consulta —comenta Remedios N. en su informe—. Jesús Madrid empleaba lo que él llamaba técnicas de apoyo, pero que en la sociedad normal no son tales ya que tienen un claro significado sexual. Creo que él es una persona enferma, que tiene algunos problemas sexuales sin resolver, y eso le hace ver como sexuales muchos problemas que nada tienen que ver con ello. Cuando me convencí de que todas esas historias eran reales hablé con él para pedirle que dejara de hacer daño a las dientas. “Jesús —le dije—, si tú quieres disfrutar de una mujer, disfrútala toda entera y no a trocitos. Desahógate como puedas, pero hazlo con gente a la que no puedas hacer daño [buena parte de las mujeres que pasaban por su consulta lo hacían por problemas de tipo afectivo-sexual], lo que no puedes hacer es ir enamorando a la gente y luego hacerles sufrir decepciones tan gordas.” Jesús no ha violado a nadie, pero ha hecho mucho daño a la gente. Conmigo también lo intentó, por supuesto, pero yo no me dejé. Su forma de dominar a la gente es de esta manera, pero cuando ve que no puede, cambia de estrategia. Es un manipulador nato».

Al no poder lograr que Jesús Madrid renunciase a sus prácticas sexuales con las pacientes, Remedios abandonó el Teléfono de la Esperanza, pero no se atrevió a denunciar al sacerdote. Tuvieron que pasar once años más antes de que otra colaboradora se atreviera a enfrentarse a Jesús Madrid por sus hábitos terapéuticos.

En 1992, un año después de haber sido nombrada subdirectora del Teléfono de la Esperanza, M.ª Ángeles Jiménez, doctora en Psicología, pasó por el mismo proceso que Remedios para, al fin, convencerse también de la veracidad de unos hechos que le parecían absolutamente increíbles. Lo que sigue es parte de uno de los informes que la Dra. Jiménez remitió a este autor[162]:

«Entre las mujeres afectadas no hay ningún perfil específico. Sus edades oscilan entre los 20 y los 50 años más o menos, guapas y menos guapas, esbeltas y menos esbeltas (una de sus estrategias es impulsarlas a adelgazar amenazándolas con que si no pierden unos determinados kilos él no volverá a recibirlas; en algún caso las mujeres llegaron al borde de la anorexia). Tampoco es un límite el estado civil, le sirven solteras, casadas, viudas y separadas. Lo único que tienen en común es: situación de crisis personal, problemas de pareja o por no tener ninguna, problemas de autoestima baja y alguna historia personal problemática.

»También recibía hombres encerrado bajo llave, pero carezco de información directa al respecto, sólo me dijo en una ocasión que había echado la llave porque el hombre había ido a confesarse y no quería que le vieran de rodillas ante él si entraba alguien de repente. Sin embargo, su lugarteniente, Salvador V. V. [omitimos sus apellidos por no ser una figura relevante para el tema de este libro], de unos cincuenta años, que está contratado como administrativo aunque básicamente se dedique a hacer terapias individuales y de grupo a pesar de no tener titulación académica para ello —recientemente se ha sacado un simple diploma de “orientador familiar”—, daba mucho que pensar por las frecuentes terapias que practicaba con jovencitos hasta que se confirmaron mis sospechas gracias al relato de una psiquiatra amiga que salvó la vida de un adolescente que se intentó suicidar en casa de Salvador. Los intentos de suicidio, las separaciones matrimoniales y los casos de desestructuración personal en el transcurso de los cursillos impartidos por Jesús Madrid, fueron los datos iniciales de lo que sin lugar a dudas confirmaría posteriormente».

En términos generales, el modus operandi de Jesús Madrid, aunque podía variar de un caso a otro, era como sigue:

«En los cursos [del Teléfono de la Esperanza dados por Jesús Madrid] se alternaban las charlas de psicología con diferentes ejercicios de sensibilización que afectaban bastante a la mayoría de los asistentes, creando un clima muy especial, propicio a las lágrimas y a los abrazos. Esto se alternaba con una o dos sesiones de grupo —reducido— al día (los cursos duran tres días y medio en régimen de internado).

»Todos los días del curso, después de comer, Jesús Madrid se reunía con los coordinadores de grupo (que éramos 8 o 9, responsables, a su vez, de 8 a 10 personas cada uno). En esa reunión Jesús nos pedía información sobre las personas del grupo. En una ocasión tuve una discusión con él al acabar la sesión porque me reprochó que yo no le daba información de las personas y que yo tenía deformación profesional porque sólo hablaba del funcionamiento del grupo y a él lo que le interesaba era la historia y situación de las personas, ya que sólo así podría ayudarlas[163]. Con esa información reciente, Jesús se hacía el encontradizo, en el jardín o por los pasillos, con las personas que le interesaban y, entre abrazos y gestos afectuosos, se interesaba por algunas circunstancias de su vida, o bien se sentaba cerca de ellas a la hora de comer y lanzaba mensajes que asombraban a sus destinatarios. En varias ocasiones me dijeron algunas personas que estaban sorprendidas de la clarividencia y dotes de adivinación de ese hombre que les había dado justo en el clavo y parecía adivino.

Y la verdad es que no había tenido mucho que adivinar ya que se lo había contado un rato antes algún coordinador y, de todos modos, los datos personales de cada asistente quedaban reflejados en las fichas.

»Cuando le interesaba algún caso en particular, le citaba en su despacho del Teléfono de la Esperanza, después del curso, para hablar de su situación personal, entonces se iniciaba el ciclo de las entrevistas. Debo matizar aquí algo que creo que es importante para entender el clima de los cursos y el del Teléfono de la Esperanza en sí: durante los cursos se fomentaban los abrazos, besos y caricias, estimulando su práctica y reprochando la “sequedad y frialdad” de quienes se resistían a este clima acusándoles públicamente de reprimidos —“volcanes nevados” llamaba a algunas mujeres en particular— y de tener miedo a desbordarse si se dejaban llevar. La traca final del curso era y sigue siendo una eucaristía [misa] en la que la gente cantaba, lloraba, enviaba mensajes de todo tipo, se abrazaban y besaban, y concluían profundamente conmovidos.

»Después de esto, una entrevista con el líder [Jesús Madrid] quedaba abierta a todo tipo de gestos afectuosos. Las mujeres le hablaban de sus sentimientos, de sus problemas y de sus inseguridades, tampoco faltaban las preguntas sobre su vida sexual y casi nunca dejaba de indagar sobre si se masturbaban o no.

»Resulta sintomático que todas las mujeres que me han referido sus experiencias me hayan comentado que Jesús Madrid les sacaba a relucir el problema de la autoestima y de la valoración del propio cuerpo. Como la aceptación física es muy importante —les decía el sacerdote— él les proponía empezar a aceptar juntos su cuerpo: primero era la chaqueta, luego la camiseta y finalmente la ropa interior. Una chica me contó que cuando llegó a este punto —quitarse la ropa interior— se resistió, pero entonces Jesús Madrid, muy ofendido, se levantó y le dijo que si no confiaba en él lo mejor era que no volviera. Una persona en situación de crisis es muy vulnerable, y esta mujer, ante la idea de no volver a la terapia, aceptó desnudarse completamente. Cuando le pregunté qué pasó, la respuesta fue: “menos el virgo me lo quitó todo”.

»En unos casos esto ocurría tras varias entrevistas, en otros ya sucedía en la primera y se podía prolongar durante varias horas y luego repetirse durante semanas y meses. Yo conozco a mujeres que están yendo periódicamente por allí [despacho privado del religioso] desde hace ocho o diez años. Lo que ocurría después varía según los casos: desfiles ante él, sin llevar ropa alguna, por supuesto, mirarse juntos en un espejo [estando la mujer desnuda], toques de todo tipo, incluidos los vaginales, besos de todo tipo y por todas partes, adopción de posturas de todas clases, etc. Jesús Madrid lo más que hacía era desabrocharse un botón de la camisa, en ningún caso conocido por mí hubo coito o similar. La explicación que me dio Jesús Madrid, cuando le interrogué para conocer su versión de los hechos, es que “se controlaba mucho”.

Y recuerdo que a continuación me dijo: “qué fuerte estás, cómo se nota que me has pillado”.

»El caso es que, debido a estas prácticas, muchas de las mujeres, cuando salían del despacho de Jesús Madrid, estaban bastante alteradas. Una psiquiatra, que colaboró hace años con esta organización, me confirmó que en ocasiones tenía que darles tranquilizantes al salir, pero nunca llegó a intuir lo que les había provocado ese estado. Desde luego que Jesús Madrid no emplea la violencia física, le basta con actuar con mucha sutileza y crear el clima adecuado para la persona propicia en el momento oportuno».

Pero las terapias de Jesús Madrid van mucho más allá del abuso sexual. Así, por ejemplo, el neuropsiquiatra y psicólogo clínico Román Moreno, en un informe (fechado el 26 de mayo de 1994), describe los problemas sufridos por dos de sus pacientes después de pasar por la consulta del sacerdote/psicólogo. La primera, una mujer soltera de 45 años que padece esquizofrenia paranoide, después de las propuestas de Jesús Madrid para que se desnudara y de seguir su consejo para que abandonara la medicación que tomaba (y que le era imprescindible para vivir normalizada, tal como era su caso hasta ese momento), «presentó una reactivación de su sintomatologia psicótica y unas ideas delirantes, angustiosas, de estar sometida a pruebas y vigilancia de los “curas” para denunciarla como inmoral».

La segunda, una mujer casada, de 35 años, con personalidad neurótico-obsesiva, después de haber estado desnuda con Jesús Madrid llegó a la consulta médica mostrando «una reactivación de sus ideas obsesivas, un grave estado de ansiedad por sentimiento de culpa [por su creencia de haber roto la fidelidad a su esposo] y un estado depresivo con ideas de suicidio».

A juicio del doctor Román Moreno, el método empleado por Jesús Madrid con estas dos mujeres fue «ineficaz y peligroso», al tiempo que «pone de manifiesto su escaso conocimiento de la psicopatología y la psicología clínica». Este médico concluye su informe apuntando: «como profesional de Salud Mental debo expresar mi crítica y desacuerdo con las intervenciones terapéuticas realizadas en el Teléfono de la Esperanza [de Murcia] motivadas por intereses distintos a los propuestos por la Salud Mental».

De entre todos los informes remitidos a este autor por víctimas de Jesús Madrid, resulta altamente clarificador el escrito por una mujer de 37 años, con formación universitaria y buena situación socioeconómica, que denominaremos Rosa ya que, por motivos lógicos, solicitó que su identidad permaneciera oculta.

En el relato que Rosa hace de su amarga experiencia —y que reproduciremos prácticamente íntegro pese a su extensión—, se muestran varios de los comportamientos que Jesús Madrid ha prodigado desde su despacho del Teléfono de la Esperanza de Murcia: su desmesurado afán por manipular y controlar a los demás, que le ha llevado a conformar una especie de secta a su alrededor e, íntimamente relacionado con ello, los abusos sexuales a mujeres que habían solicitado su ayuda. Lo que sigue es el informe de Rosa[164]:

«Aterricé en el Teléfono de la Esperanza más o menos un año y medio antes de cuando comienza mi relato, con un matrimonio que hacía aguas por todos lados y una situación personal de frustración y desánimo ante mi vida personal, laboral y de pareja. Era el último tren que podíamos coger como pareja para intentar salvar nuestro matrimonio, así que mi marido y yo asistimos a una serie de cursos que se imparten en esta institución y que nos ayudaron a parchear la situación, pero la verdad es que nuestra vida en común seguía haciendo aguas.

»Estos cursos se realizaban en régimen de internado, creando un ambiente íntimo, cálido y propicio para establecer lazos y vínculos de profunda amistad entre todos los participantes. Y fue en uno de ellos, en el denominado “Relación de Ayuda”, cuando, a raíz de una serie de ejercicios que se hacían siempre en grupo, pero de gran tensión emocional y psicológica, sufrí una crisis muy fuerte y quedé totalmente desestructurada, nada tenía sentido y yo sólo quería morirme; llegué a la conclusión de que llevaba toda mi vida en guerra conmigo misma, de que no me gustaba nada, de que no me quería a mí misma y no tenía capacidad alguna para querer a los demás.

»En esos momentos de verdadera angustia, Jesús Madrid, director del curso, se acercó a hablar conmigo y se ofreció para que, una vez regresáramos a Murcia, si yo quería, pudiéramos hablar más tranquilamente sobre mis problemas y abordar la manera de solucionarlos. Se mostró muy entrañable y cariñoso, algo que para mí no supuso nada fuera de lo normal por tratarse del clima general en el que se desenvolvían aquellos cursos, y que él mismo propiciaba.

»Además, me agradó sobremanera que él, que para mí y para todos los que allí estábamos era alguien muy especial, con un carisma muy particular, alguien más bien inaccesible, se fijara en mí y mostrara interés por mi persona; y a partir de ese momento empezó mi turbulenta andadura junto a esta persona que tan desinteresadamente se ofrecía a ayudarme, a ser mi punto de apoyo para salir de esa crisis; es más, me hacía sentirme especial, distinta, el hecho de que él, Jesús Madrid, se hubiera fijado en mí y me hubiera elegido para ser su paciente. Él, que vendía tan caro su tiempo, que no podía tratar a nadie, sí tenía tiempo para mí; podía dedicarme parte de su valioso quehacer y yo me sentía alguien especial e importante para él, una privilegiada.

»Desde el primer momento confié ciegamente en él, estaba en sus manos y para mí no había duda de que eran las mejores, las únicas a las que yo me podía confiar, la única persona de este mundo a la que yo me podía abandonar, ser yo misma, mostrar toda mi debilidad y vulnerabilidad; él no me iba a hacer daño jamás.

»Un mes y medio después del curso comenzaron las entrevistas de manera periódica, aunque no cobraron un carácter asiduo y estable hasta un mes después, cuando ya empecé a ir a verle, con regularidad, una vez por semana; en algunas ocasiones, por circunstancias muy concretas, fui dos días por semana.

»Desde el primer día que entré en su despacho, me sentía como en otro mundo, creaba un clima tan propicio, tan agradable, que hubo momentos que yo los comparé a como debe sentirse un niño en el claustro materno. Allí estaba él, sin prisas, sonriente, afable, tranquilo, dispuesto a escuchar, era otra persona distinta a la que acostumbrábamos ver por los pasillos del centro del Teléfono de la Esperanza y en cualquier otra actividad, cuando se mostraba como un dirigente nato, autoritario y distante. Era tan agradable estar con él, te hacía sentir persona, sentirte viva, te repetía una y otra vez “yo te acojo, te acepto, te quiero, y te trato con cariño”, era como un mantra[165] de introducción que repetía hasta que se grababa en tu mente y llegabas a creerlo de verdad. También te decía que se alegraba mucho de que hubieras nacido, tú, especialmente tú, y no otra cualquiera; realmente te sentías reconocida como persona, incluso como persona valiosa y valorada.

»Ya la primera vez que nos entrevistamos, pasamos rápidamente de la mesa de despacho al pequeño sofá que había junto a su mesa, argumentando que así estaríamos más cómodos; también cerró la puerta con llave mientras me decía que de este modo estaríamos más tranquilos sin nadie que nos molestara. Inmediatamente pasó su brazo por encima de mi hombro y yo pude recostarme sobre su pecho y llorar y llorar para desahogar toda la tensión que llevaba dentro. Al principio yo estaba asustada, ciertamente, pero enseguida me relajé; él me acariciaba la cara, la cabeza, el cuello, los hombros y la espalda y me repetía que confiara en él una y otra vez, que aquello no era el punto de partida de nada, sino todo lo contrario, era la estación final.

»Yo, entre sus brazos, me sentía especialmente feliz, me sentía como una niña en brazos de un padre que la mima y la arrulla, y me aterrorizaba que llegara el momento de partir, de terminar; me hubiese quedado allí de por vida. Un hombre al que yo admiraba me tenía entre sus brazos, me hacía sentirme querida y valiosa y, además, no existía la amenaza de que se fuera a producir nada más, no habría «sexo», algo que a mí me horrorizaba, luego era feliz. Para terminar esa primera sesión me hizo una pequeña relajación y yo salí de allí flotando en una nube y totalmente agradecida. Había podido, por una vez en mi vida, a mis años, abandonarme a una relación así, de cariño y de ternura, de los que tan necesitada estaba. Podía bajar mis defensas, podía ser mimada sin tener que llegar a nada más. Podía estar entre los brazos de un hombre sólo como amigos, sin pedir nada a cambio, sin nada más. Eso era algo que también Jesús me recalcaba, podía haber amistad profunda, intimidad, confianza absoluta, entre un hombre y una mujer, sin llegar necesariamente a la cama.

»Después de esa euforia inicial, empecé a sentirme mal; ¿qué habría pensado de mí? Yo no era una cualquiera. ¿Se habría creído que podía aprovecharse de mí? ¿Le habría dado yo pie a que adoptara esa actitud? Le daba vueltas y más vueltas y realmente agobiada le llamé para plantearle lo que estaba pensando; me tranquilizó, me dijo que yo no había hecho nada malo, que no me agobiara ante algo sin importancia, que no pensaba nada negativo sobre mí y que me seguía queriendo. La venda se implantó definitivamente ante mis ojos, confiaba ciegamente en él, no quería hacerme daño.

»En dos o tres entrevistas más yo ya estaba totalmente enganchada a él, tenía muy claro que no me podía enamorar, pues él dejaba bien sentado desde el principio que todo aquello no era para llegar a nada ni a ningún final concreto, sino para demostrarme que podía confiar en él, que se alegraba de que existiera, en resumen, que por lo menos para él era importante, que estaba conmigo porque así lo quería y así ]o había elegido. Yo sabía que no me podía enamorar, pero mi corazón, mis sentimientos, iban por otro lado, me desbordaban como un caballo desbocado que yo no podía controlar.

»Me había embrujado y así se lo decía, él me repetía que no me preocupara, que eso era normal al principio en una relación de ayuda pero que cedería con el tiempo, cuando ya no lo necesitase tanto, pero sucedía todo lo contrario. Yo sólo pensaba en estar con él, pasaba la semana viviendo de los recuerdos de la anterior entrevista y soñando con la siguiente; mi trabajo, mi familia, mis hijos, mi marido, mi casa, mis amigos… ya nada me importaba, era como una zombie viviendo entre la gente; no les hacía caso, no hablaba, eran como un estorbo para mí ya que me hacían distraer de lo único importante de mi vida de entonces que era estar con él, abandonarme en sus brazos y sentirme querida.

»Todo esto podría ser la lectura bonita de aquella relación, pero existe otra, sobre lo que pasaba dentro de aquel despacho entre Jesús y yo, a la que yo no me podía sustraer, aunque no me gustara. Era como una droga de la que cada vez necesitaba más y más; la dependencia era cada vez mayor, y el índice de tolerancia también, con lo cual estaba dispuesta a pasar cualquier humillación o vejación a cambio de unas migajas de su cariño, que yo, en aquellos momentos, creía auténticamente sincero.

»Las entrevistas solían discurrir del siguiente modo: yo llegaba puntualmente a su despacho con una carga de ansiedad bastante fuerte, nunca sabía lo que iba a pasar y eso me producía un gran desasosiego. Nos sentábamos en el sofá, hablábamos de cómo me iban las cosas, e invariablemente yo le decía cuán atada me sentía a él, cómo lo echaba de menos, cómo sufría cuando no estaba con él… y el ciclo siempre era el mismo, me contestaba que no me preocupara, que era normal, que yo me encontraba desestructurada, rota, y él era mi único punto de apoyo, mi tabla de salvación, y por eso me apegaba tanto a él, pero que poco a poco iría pasando y yo me integraría en la vida para dar todo lo que había dentro de mí y sería feliz.

»Me encontraba tan comprendida, tan protegida, tan a gusto, que hubiese querido que aquellas horas que me dedicaba cada semana no se hubieran acabado nunca. Y aún hoy, después de transcurrido cierto tiempo y con mi vida destrozada, las echo de menos y, en el fondo, desearía que volvieran, aunque sé que ya no es posible.

»En esta situación de entrega total a esa persona —yo habría dado mi vida por él, si me lo hubiese pedido— comenzaba el otro ritual: él me desnudaba poco a poco, un día la blusa o jersey, otro día el sujetador, otro día también la falda, y me acariciaba, me tocaba, me besaba en todo el cuerpo, y siempre repetía: “te quiero y te acepto tal como eres, tienes michelines y yo los acepto ¿ves?, te doy un beso. Confía en mí, tienes que aceptar tu cuerpo”. Yo sufría y sentía verdadera angustia, me daba vergüenza, me avergonzaba de mi cuerpo y no quería que lo viera; Jesús me prometía que no iba a mirar y sólo me acariciaba con los ojos cerrados y decía que sus manos se conocían ya palmo a palmo mi cuerpo, los defectos de mi vientre, mi pecho, mi espalda.

»Yo, al mismo tiempo que disfrutaba de aquellas caricias —ya que no había amenaza de llegar a más, o por lo menos yo creía lo que él me decía, es decir, que no tenían ninguna carga sexual—, sentía tanto pudor y angustia que se me creaba un nudo en el estómago que, a veces, me impedía hasta respirar con normalidad. Era una constante contradicción, las quería, las necesitaba, pero, al mismo tiempo, me daban vergüenza, no entendía lo que me pasaba. Él me aseguraba que nunca había estado así con ninguna mujer, lo cual me hacía sentirme aún más importante para él.

»Este tipo de prácticas se prolongaban durante todas las sesiones, llegando cada vez más lejos, hasta que llegué a estar completamente desnuda frente a él; en ciertos momentos se producían ligeros forcejeos entre los dos, yo no quería que siguiera o que me observara, y Jesús me decía que era necesario, que debía confiar en él, y que si oponía resistencia le hacía sentirse muy mal, como si me estuviera forzando y no era eso; me pedía que le dejara hacer y entonces yo me sentía culpable.

»Yo nunca me planteé si aquello podía ser o no un abuso sexual, pero lo que sí es cierto es que Jesús creaba un clima de juego amoroso idóneo para poder haber concluido en una relación sexual completa; la intimidad, el deseo, el ambiente, el juego previo a…, todo estaba dispuesto. Él llevaba siempre la iniciativa y yo no hacía sino seguir sus instrucciones; aunque hubo situaciones en que lo pasé verdaderamente mal, era incapaz de negarme por temor a perderle. Era una alfombra a sus pies, dispuesta a que me pisara y me escupiera si así lo deseaba; era una especie de mujer kleenex, que se usa y se tira, y no me importaba.

»Me tenía totalmente dominada, me preguntaba: ¿te gustaría dormir junto a mí sin hacer absolutamente nada? ¿qué sientes cuando notas mis genitales? ¿me deseas? y me besaba con verdadero fervor. Yo sentía por él un amor incondicional, aunque otras veces le odiaba por lo que me hacía sentir; era como una droga, una dependencia total, sólo deseaba agradarle como y cuanto fuese necesario para que no me abandonase nunca, cosa que siempre me prometió no hacer, pero que luego, con el tiempo, sí hizo con absoluta tranquilidad.

»Yo, en ocasiones, también le acariciaba a él, a mí me gustaba mucho, disfrutaba acariciándolo y él se abandonaba a esas caricias como un niño, me dejaba que le acariciara y le besara, me pedía que lo hiciera. En esas circunstancias, como se puede comprender, yo no podía soportar el más mínimo contacto con mi marido, no aguantaba que me tocara, no podía evitar compararlos, aunque eran incomparables, y no teníamos relaciones sexuales por negativa mía; Jesús me aconsejaba que le explicara que estaba atravesando un mal momento, que él tenía que entender, que le explicase cómo me sentía y cómo vivía un problema de rechazo por mi cuerpo y por el sexo, y que le pidiese que tuviese paciencia conmigo.

Y la verdad es que la tuvo, pero yo cada vez estaba más lejos de él y sin el menor deseo de volver.

»Mi vida, mis pensamientos, mis sueños, mis ilusiones, estaban entre las cuatro paredes de aquel despacho al que acudía una vez por semana, y eso me bastaba. No me importaba que me desnudara, que me usara para obtener placer, ya que ésa debía de ser la única manera que él se permitía de satisfacerlo dada su condición de célibe, aunque yo estaba dispuesta a entregarme totalmente a él. Hubiera hecho lo que me hubiese pedido, lo imposible, por obtener cinco minutos más de su tiempo, que cada vez me iba acortando más, creo que a partir de cuando se dio cuenta de que los acontecimientos se le estaban escapando de las manos, de que ya no controlaba la situación. Yo estaba cada día más obsesionada y dependía más de él, me puse a dieta sólo y exclusivamente para agradarle (él me lo pidió) y conseguí lo que no había logrado nunca, pero puse mi salud en grave riesgo ya que no comía absolutamente nada, y todo para agradarle, para gustarle más.

»No me importaba la diferencia de edad, de situación social, de estado civil, yo sólo quería estar más y más con él, hubiera dejado todo por estar a su lado aunque fuera unos minutos al día, por verle aunque fuera desde la distancia. Mi marido me acosaba y le echaba la culpa de todo lo que nos estaba pasando, pero a mí todo me daba igual. Era su esclava, y hubiera querido ser su hija, su madre, su compañera, su mujer, su amante. Un día le planteé que era mi enfermedad, pero también mi medicina, y yo creo que se dio cuenta realmente de cómo me encontraba y empezó a dar marcha atrás. En algunas entrevistas se dedicaba a castigarme sin hacerme ni siquiera una caricia, me reñía por haber adelgazado de esa manera tan salvaje, sin ningún tipo de control médico, que me hacía sentir muy floja y débil; se mostraba distante, y yo me humillaba más y más para que me diera unas migajas de su cariño.

»Estaba al borde del precipicio, veía cómo me deterioraba día a día y me daba igual; me quería morir cuando no me hacía caso, y en esa situación de piltrafa humana en que me había convertido, daba una imagen lamentable, patética. Mis amigas intentaron abrirme los ojos sobre lo que me estaba pasando, pero yo no lo quería creer, me repetía una y otra vez que Jesús no podía hacerme eso a mí, que tanto había confiado en él; acabaron por aconsejarme que fuera a la consulta de un psiquiatra y, aunque al principio me resistía, por fin decidí ir (Jesús también me lo recomendó, pero yo creo que era porque ya tenía claro que me iba a dar la patada e iba a necesitar medicación).

»Durante la entrevista, el psiquiatra me dijo aquello que yo no quería oír: que lo que estaba haciendo era lo menos parecido a una terapia; era, simple y llanamente, un abuso por parte de ese hombre hacia mí, que, amparándose en su condición de orientador, me estaba usando para satisfacer sus necesidades afectivo-sexuales. El mundo se me vino abajo y, en esas circunstancias, Jesús, acosado por la situación surgida en el Teléfono de la Esperanza [su propio equipo técnico había empezado a acusarle de estar cometiendo abusos sexuales a pacientes], me dijo que todo se había terminado, que ya no podía volver a verme.

»Gracias a que tuve el apoyo del psiquiatra en aquellos momentos no me quité la vida enseguida, pues estaba muy deprimida y hundida, y para tomar una decisión así hay que estar algo más fuerte de lo que yo estaba. No podía creer lo que me había pasado, no podía y no quería. Todavía creía en él, quería confiar en él, quería que me dijese que todo era mentira, que todo era una farsa, que él no me quería hacer daño, que era necesario el abandono pero que contara con él a pesar de todo… pero no, su actitud fue la contraria y se dedicó a ignorarme, a despreciarme y a abusar de toda la confianza que yo había depositado en él, rompiendo todos los códigos éticos posibles, rompió el anonimato, la confidencialidad y el secreto profesional, habló de mí todo cuanto quiso y yo ni siquiera tuve la posibilidad de defenderme, o incluso de apoyarle, algo que en aquellos momentos habría hecho con los ojos cerrados.

»Mi psiquiatra se portó maravillosamente conmigo, me apoyó en todo momento y, poco a poco, con una infinita paciencia, ha ido consiguiendo que yo recobre por lo menos la capacidad de sentir que estoy viva en este mundo que no me gusta y que no comprendo, pero estoy en él. Mi mundo anterior se vino abajo, hoy vivo separada de mi marido y con nuestros hijos a mi cargo; mi modo de vida ha cambiado tanto que me siento muy sola y sin fuerzas para luchar, espero que con la inestimable ayuda de este maravilloso profesional [el psiquiatra] que todavía confía en mí, pueda salir adelante de este turbulento período de mi vida y que algún día no muy lejano comience el primer día del resto de mi vida».

Este desgarrador testimonio no precisa más comentarios. Se necesita mucho valor para escribirlo, y máxime cuando Rosa, a pesar de todo, tiene aún muy abiertas las heridas infligidas en su alma por el sacerdote Jesús Madrid y, al mismo tiempo, aún teme poder hacerle daño dando publicidad al relato de cuanto aconteció entre ambos. Un relato que, por lo que conoce este autor, ha sido suavizado con mucha elegancia y se han excluido de él episodios notables como, por ejemplo, un intento real de suicidio por ingestión de psicofármacos.[166]

Este caso, por duro que sea afirmarlo así, es uno más dentro de la larga lista de casos de mujeres que han sufrido tratos similares por parte de este sacerdote capuchino que, escudado bajo su condición de religioso y armado con el poder que le confiere ser directivo del Teléfono de la Esperanza, abusa impunemente de las mujeres más frágiles que encuentra a su paso.

Pero Jesús Madrid no sólo abusa de sus pacientes, también lo intenta con algunas de las mujeres que trabajan con él. Ya citamos al principio de este capítulo el testimonio de Remedios N., y en su misma situación se vio, por citar sólo un caso más, Juana (seudónimo), psicóloga y colaboradora, junto con su marido, del Teléfono de la Esperanza. Juan J. M., esposo de Juana y hombre muy católico, me contaba en su informe[167] el acoso sexual al que Jesús Madrid Soriano —en esos días «muy querido amigo»— sometió a su mujer y, sobre el caso en general, comentaba:

«Realmente pienso que Jesús Madrid padece alguna enfermedad mental, ya que de otro modo no se explica que un hombre religioso, que se entregó en vida a la ayuda al prójimo, haya degenerado en tales excesos y abusos. Mas mi acusación principal y contundente la dirijo contra sus hermanos [Pedro y Ángel], quienes conocedores de la gravedad y realidad de las acusaciones, se han negado a retirar a Jesús Madrid de sus funciones, mostrando escasa caridad cristiana y muy poco talento político. Un lamentable comportamiento en hombres de la Iglesia. Y también acuso a aquellas autoridades y personas que, conociendo la enfermedad de Jesús Madrid, por miedo o conveniencia, no han actuado con valentía ni consecuencia. En verdad, las asociaciones escasamente democráticas y con evidentes matices sectarios [se refiere al Teléfono de la Esperanza] son muy peligrosas y capaces de desfigurar el desarrollo de los acontecimientos en favor de sus intereses».

Este libro no es, obviamente, el lugar para dictaminar si este sacerdote padece o no trastornos mentales. Independientemente de la propia personalidad, ya hemos estudiado en capítulos anteriores los aspectos que hacen que, debido a concepciones estructurales altamente erróneas y lesivas de la Iglesia Católica, los sacerdotes que abusan sexualmente de mujeres (y de menores) abunden entre el clero de hoy día.

A la luz de lo estudiado en la primera parte de este libro, es todo un marco de referencia —básico para comprender casos como éste— el saber que, tal como cuenta el propio Jesús Madrid, es hijo de una viuda con siete hijos, de los que cuatro se hicieron religiosos, que se fue al seminario, junto con uno de sus hermanos, con sólo 10 años y que ya no volvió a ver a su madre ni a tener contacto alguno con figuras femeninas hasta después de los 15 años, cuando volvió a casa (durante unas cortas vacaciones del seminario) y su madre no les reconoció la voz ni a él ni a su hermano y no quiso abrirles la puerta.

La búsqueda desesperada del afecto femenino que nunca se tuvo, dentro del ambiente eclesial, fabrica todo tipo de desviaciones psico-afectivas y sexuales.

De todos modos, nada ni nadie puede quitarle imputabilidad y responsabilidad (incluso penal) a los actos que Jesús Madrid ha venido cometiendo desde hace al menos dos décadas, y que él mismo se vio forzado a reconocer ante un grupo de profesionales del Teléfono de la Esperanza[168]. Pero tanto o más responsables que él son las autoridades religiosas que, como es norma en este tipo de historias, encubren a machamartillo a los sacerdotes que protagonizan abusos sexuales.

Los documentos de que disponemos demuestran que todas las autoridades con posible competencia sobre este asunto conocen fehacientemente la veracidad y gravedad de estos hechos desde, al menos, principios de 1993, pero todos se han inhibido de actuar.

El obispo de Cartagena, monseñor Javier Azagra Labiano, aún está meditando si, tal como informó a un grupo de ex colaboradores del Teléfono de la Esperanza y denunciantes de estos hechos, suspender a divinis o no a Jesús Madrid, «el problema más grave de la diócesis», según este obispo que, por otros casos que conocemos, tiene ya una probada experiencia en proteger a los sacerdotes que vulneran el celibato en la región murciana.

Cuando la denuncia llegó hasta Pedro Hernández, provincial de los capuchinos (orden a la que pertenece Jesús Madrid), éste se limitó a hablar con Pedro Madrid —director nacional del Teléfono de la Esperanza— que le quitó importancia al asunto diciendo que los murcianos eran muy provincianos y que se asustaban por cualquier cosa y que él, en Madrid, también hacía ese tipo de terapia y no pasaba nada. La única acción manifiesta que ejerció Pedro Hernández fue presionar a un periodista para evitar la publicación de la noticia sobre las denuncias que empezaban a circular contra su subordinado.

Tanto Pedro Madrid como todos y cada uno de los directores regionales y componentes de la Junta Directiva del Teléfono de la Esperanza (todos católicos y la mayoría de ellos religiosos o ex religiosos/as) han sido informados con detalle de las andanzas de Jesús Madrid —y de otros compinches que actúan de modo parecido—, pero se han limitado a ratificarle en su cargo[169] y a lanzar campañas difamatorias contra todos aquéllos que le han denunciado.

También han recibido denuncias formales contra Jesús Madrid el Colegio Oficial de Psicólogos de Murcia (en abril de 1993); el director del Instituto Teológico de Murcia y de la Escuela Universitaria de Ciencias de la Familia, dirigida por franciscanos y donde Jesús Madrid Soriano aún imparte clases de terapia familiar… pero nadie ha movido ni un solo dedo para evitar que este sacerdote siga haciendo daño a más mujeres.

Actualmente, el Teléfono de la Esperanza ya no tiene apenas nada que ver con los objetivos que soñó su fundador, Serafín Madrid, ni con la bien merecida fama que se ha ganado durante años de ayuda a los demás. El caso de Jesús Madrid, visto con sentido global, no es más que una anécdota, y ni siquiera es la más representativa de lo que está sucediendo actualmente en esta asociación moldeada a la medida de las necesidades de los hermanos Madrid.

Lo reseñado hasta aquí evidencia también la existencia de rasgos inequívocamente sectarios —denunciados también por muchos de los críticos del Teléfono de la Esperanza mencionados en este capítulo— en la concepción estructural y funcional de esta organización supuestamente no lucrativa y de ayuda social.

El modus operandi de la asociación que dirige actualmente Jesús Madrid cumple en buena medida los diez puntos definitorios del sectarismo destructivo[170], al actuar como una organización totalitaria, sometida absolutamente a la voluntad del líder, que no permite la disensión interna, fomenta la adhesión y fidelidad absoluta al grupo/líder instaurando una dinámica maniquea respecto al resto de la sociedad ajena a ellos, emplea la manipulación emocional para intentar generar fuertes lazos de dependencia en sus asociados y, en muchos casos, lograr adeptos fanatizados y acríticos, mantiene una importante actividad proselitista con fines visiblemente económicos, dirigiendo sus cursillos más bien a la captación de recursos (humanos y económicos) que al servicio social que pretenden ser, etc.

En todo caso, hoy, en Murcia, una lujosa mansión de cuatro plantas, con sótano y jardín —situada en el número 8 de la calle Ricardo Zamora— que representa un auténtico derroche de dinero y confort —del que sabe también mucho Pedro Madrid—, difícil de casar con el espíritu asistencial que declara tener esta asociación, recuerda a muchas mujeres vejadas moral y sexualmente que los sacerdotes también son hombres, aunque suelen gozar de una increíble impunidad a la hora de procurarse satisfacciones sexuales. El silencio cómplice protege sus actos. El miedo acalla a sus víctimas.

«Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho», le hizo exclamar Miguel de Cervantes, en 1605, a su Don Quijote. Hoy apenas nada ha cambiado en esta tierra de hidalgos hipócritas.