La idea que vamos a tratar en este capítulo resulta obvia por partida doble; primero, porque los sacerdotes siempre han abusado de su posición de preeminencia social para conseguir ventajas personales de todo tipo y, segundo, porque la inmensa mayoría de las relaciones sexuales se establecen desde una posición indiscutida de poder, la del varón, que incide formal y estructuralmente sobre el conjunto de actitudes —emocionales, físicas y eróticas— que acaba adoptando la mujer.
En la primera parte de este libro, al analizar las consecuencias del celibato forzoso, ya dejamos establecido que son frecuentes los casos de sacerdotes que, para intentar compensar sus muchos problemas emocionales, utilizan la religión como plataforma para lograr el beneficio propio, como instrumento para controlar y abusar de los demás —a través de las manipulaciones y coacciones que pueden realizar sobre las personas creyentes más frágiles— y, así, poder servirse de ellos con fines económicos, de influencia social, sexuales u otros.
Aunque en los abusos de poder clericales siempre suelen ir asociadas las tres finalidades recién mencionadas —rentabilidad económica, influencia social y satisfacción sexual—, debido a la misma dinámica estructural del sistema eclesiástico católico —que penaliza el ejercicio de la sexualidad, pero no el de la ambición de poder—, no siempre aparece claramente el móvil sexual ya que éste puede estar fuertemente reprimido o sublimado en intereses materiales bastardos.
En todos los casos de abuso sexual de menores o de deficientes psíquicos —con algunos ejemplos ya estudiados en este libro— se da una importantísima componente de abuso de poder clerical en la base de dichas agresiones sexuales. En bastantes episodios de relaciones sexuales de sacerdotes con chicas jóvenes también se parte desde posiciones de abuso de poder por parte del clérigo, aunque, en esos casos, la sutileza empleada para lograr violentar sexualmente a la víctima es siempre mucho mayor y más refinada.
El abuso del poder que presta el rango clerical, para procurarse satisfacción sexual, es tan tradicional dentro de la Iglesia Católica que ya en el siglo XIII, el cisterciense Caesarius von Heisterbach, maestro de novicios, cuando escribió su texto Diálogo de los milagros (1219-1221), no pudo menos que hacer constar lo siguiente:
«Ninguna mujer está segura ante la lujuria de los clérigos —afirmó von Heisterbach—; la monja no protege su estado, la joven tampoco protege su raza; las muchachas y las mujeres, las prostitutas y las damas de la nobleza están igualmente amenazadas. Cualquier lugar y momento es bueno para la impureza: el uno la practica en los campos abiertos, cuando se dirige a la filial; el otro, en la propia iglesia, cuando escucha las confesiones. Quien se conforma con una concubina casi aparece como honorable».
Algunos autores, como el teólogo Hubertus Mynarek tantas veces aludido, citan casos recientes de abusos sexuales de curas sobre monjas —con violaciones, dentro del convento, incluidas— y describen de forma muy crítica una parte de la vida conventual femenina[158]:
«Únicamente la institucionalizada moral sexual represiva, existente en los conventos, convierte a la mayoría de ellas en marionetas envidiosas, desconfiadas, sin sentimientos, agresivas o quejosas, alegres por el mal ajeno y amargadas. Partiendo de esta base se hace plausible la inversión del fenómeno: son sobre todo las monjas jóvenes, en quienes todavía no se ha eliminado lo “vital y lo hormonal”, las que caen casi sin oponer resistencia cuando aparece ante ellas un consolador. En la mayoría de los casos el consolador es un sacerdote o un monje, porque son éstos quienes mayores posibilidades tienen de establecer contacto con las mujeres de las órdenes religiosas. Como ellos conocen la frustrante psicología y pedagogía conventual, son quienes mejor pueden ejercer la crítica e infundir un poco de valor a las deprimidas monjas. En consecuencia, es perfectamente natural que, a partir de tal situación, aparezca una simpatía completamente personal hacia el consolador, como suele suceder con gran frecuencia (…)
»Claro está que, entre los tipos de Don Juan, se encuentran sacerdotes inteligentes, llamados sementales de monjas en los círculos teológicos, que se aprovechan de esta falta de preparación sexológica de las mujeres de las órdenes religiosas. Ello produce grandes tragedias entre esas mujeres, a menudo totalmente sometidas, que se enamoran de un eclesiástico que sólo busca el sexo y no la persona humana; tragedias que también son el resultado del descubrimiento de una relación que apenas cuenta con posibilidades de permanecer oculta porque el sistema de vigilancia, que apenas deja huecos, de las hermanas interiormente frustradas y por lo tanto envidiosas, funciona a la perfección en el convento».
Entre los testimonios directos recogidos para este trabajo cabe destacar un fragmento del informe que me envió la aragonesa María Rodríguez, monja en la Congregación de Esclavas desde los 16 hasta los 29 años, en que abandonó el convento —su crítica a la vida interna de esta congregación es demoledora, pero entrar en ella nos alejaría demasiado del tema presente—, en el que habla de su relación con el sacerdote confesor de su convento[159].
«Mientras estaba en el convento este sacerdote se interesó mucho por mí, por atenderme. Progresivamente empezó a quitarme prejuicios, a desintoxicarme de las sobredosis de doctrina conventual. Por su influjo, en 1974 yo ya no veía como una infidelidad a Dios el salirme del convento e iniciar una nueva vida civil. Ya fuera de la congregación, el sacerdote prosiguió machacándome para intentar convencerme de que yo necesitaba casarme. Ante su continua insistencia, le dije que yo ya había decidido no casarme jamás y, por tanto, no mantener relaciones sexuales. Después de oír esta respuesta, me ignoró de entonces en adelante.
»Diez años después, en 1984, había terminado ya mis estudios universitarios y decidí escribir a mi antiguo confesor para pedirle información sobre puestos de trabajo relacionados con mi formación. Me contestó a vuelta de correo diciendo que deseaba hablar conmigo, a lo que accedí, naturalmente. Cuando nos encontramos le indiqué una cafetería a la que entrar, pero me hizo un gesto negativo.
»Seguimos en su coche hasta salir fuera de la ciudad y llegamos a un descampado, donde aparcó. Allí empezamos a conversar sobre los años pasados y le pregunté la razón por la que me había animado a salir del convento. “Porque tú eres muy radical e ibas a sufrir mucho en la vida religiosa”, me dijo y, sin más rodeos, intentó un lavado de cerebro para convencerme de que hiciésemos el amor. “Hacerlo es lo más natural —me decía— y así lo tienes que ver y no de otra forma.” Al no hacerle caso, empezó a describirme con todo lujo de detalles la relación sexual.
»Ante sus explicaciones, no se me ocurrió otra cosa que decirle: muchas cosas sabes tú para ser sacerdote. “Es que lo he hecho muchas veces”, respondió. Acto seguido, viendo que tampoco así lograba su propósito, sacó un fajo de billetes y me los ofreció. Los rechacé, obviamente, pero no dejé de enterarme del motivo de su pasado interés por que yo me casara: “mientras te buscas un compañero, yo lo suplo, después de casada… ya me las arreglaría para poder seguir siendo tu amigo”».
Este señor, en la actualidad, es sacerdote-religioso, formador de jóvenes religiosos, párroco y… nada radical, como puede comprobarse. Yo, por radical [se refiere en el seguimiento del Evangelio], no valgo para la vida religiosa. Él, por no serlo, puede compaginar la Santa Misa con las mozas; y lo que es más grave, la Palabra de Dios con el cinismo».
Al margen de este tipo de casos, en las relaciones afectivo-sexuales entre sacerdotes y monjas también se forman, con frecuencia, parejas que se normalizan y contraen matrimonio tras dejar la vida religiosa y secularizarse.
Entre los sacerdotes que se dedican a la docencia no son escasos los que intentan abusar sexualmente de sus alumnas bajo la coacción de aprobarles una asignatura o examen a cambio de ceder a sus pretensiones. Aunque, en todo caso, vale decir que éste es un comportamiento que también protagonizan bastantes profesores laicos.
Una amiga mía abogada, Pilar, me contó hace tiempo el esfuerzo que le costó librarse del asedio sexual de su profesor de Derecho Canónico, el sacerdote Joaquín Martínez V., cuando ella estaba estudiando, en 1985, su segundo curso de carrera, y se vio forzada a ir a casa del profesor para recoger unos apuntes de su asignatura.
«Yo estudiaba y trabajaba —cuenta Pilar en el relato que le pedí que escribiera para este libro—, por lo que no podía asistir a clase con frecuencia. De hecho, al profesor de Derecho Canónico le conocí en una fiesta de la Facultad.
»En dicha fiesta mostró un interés desmedido y poco académico por mí y anduvo rondándome toda la noche. A partir de ese día, me llamaba a casa continuamente y me invitaba a acudir a la suya al objeto, según él, de darme apuntes y ayudarme con la asignatura ya que yo no podía acudir a clase. En esas llamadas me instaba a que le tutease y hablaba con gran familiaridad y con un tono de confianza improcedente entre personas que apenas se conocen. A mí todo me resultaba sospechoso porque había oído mil historias sobre este profesor y su cariñosa actitud hacia algunas alumnas.
»Esta situación de llamadas telefónicas e invitaciones, rechazadas siempre por mí con las más variadas excusas, se prolongó durante todo el invierno. Por fin, un domingo me llamó a la hora de comer. Me presionó para que acudiera a su casa a tomar café aduciendo que, al ser festivo, no tendría obligaciones que cumplir y sí tiempo libre. Yo me encontré, realmente, entre la espada y la pared; por un lado era un profesor y no podía indisponerme con él y, por el otro, me angustiaba que intentara propasarse, tal como contaban que había hecho en otras ocasiones. Me armé de valor y me presenté en su casa dispuesta a cumplir el trámite y a salir de allí lo antes posible.
»Mis sospechas se vieron plenamente confirmadas. Cuando entré, me hizo pasar al salón y sentarme en el sofá. Se empeñó en que, “con toda confianza” hiciera yo misma un café. Acababa de entrar allí y ya me sentía mal. Rechacé la idea peregrina de meterme en su cocina y le pedí que lo hiciese él mientras yo le esperaba en el salón. Una vez servido el café, se empeñó en que tomara una copa y me fumara un cigarrillo (me ofreció una caja de tabaco con todas las marcas habidas y por haber). Yo mantenía una actitud rígida de cuerpo y de espíritu para no dar pie a la más mínima confianza. No quise beber ni fumar, pero él insistía diciendo que me había visto beber y fumar en las fiestas de la Facultad. Yo notaba que la cosa se estaba poniendo difícil para él y que le molestaba.
»De pronto, se levantó, se dirigió hacia el aparato de música, y me dijo con voz muy melosa que iba a poner “una pieza muy especial”. Ante mi estupor, comenzó a sonar Je t’aime, moi non plus y el salón empezó a llenarse de jadeos y suspiros. Me preguntó si conocía la letra y yo contesté que no sabía francés, pero él insistía diciendo que eso era imposible porque yo lo había estudiado en el colegio. Aquello era cada vez más desagradable. Sentado a mi lado, lo más cerca que podía, me decía que escuchara la canción, que había estado prohibida mucho tiempo y que era muy sensual. Yo no paraba de hablar del Derecho Canónico y del Concordato del 1954. Él se arrimaba y yo me apartaba. Para entonces me estaba poniendo muy nerviosa y no sabía cómo salir de aquella situación.
»Acabó la canción, afortunadamente, pero la suerte duró muy poco. Volvió a acercarse al tocadiscos y me espetó: “No has oído la letra, voy a ponerla otra vez.” Pero no solamente la volvió a poner, sino que, acercándose y cogiéndome del brazo, me invitó a bailar. Yo rechacé la invitación diciendo que no sabía bailar. Él tiraba de mi brazo, yo tiraba hacia el lado contrario, y la situación se hizo ya insostenible para mí.
»No pude aguantar más. A esas alturas ya me daba igual que me suspendiera o me aprobara. Di un tirón de mi brazo, que él seguía apretando, y me levanté. Le dije que me tenía que marchar y alcancé la puerta en dos zancadas; antes de salir aún pude oír cómo, desde el sofá, con desprecio, me espetaba: “¡eres una antigua!”.
»Salí de allí indignada y temblando. En junio me suspendió aunque hice un buen examen, y pensé en hacerle pagar todo aquello de alguna manera. Finalmente decidí contarle mi odisea a todo el mundo que quisiera oírla, con el propósito de que llegara a sus oídos. Y llegó. En septiembre volví a presentarme a su examen, y esta vez me aprobó».
Conociendo bien a mi amiga Pilar y también al sacerdote, con quien, siendo él ya decano de la Facultad de Derecho donde sucedió lo relatado, coincidí en un ciclo de conferencias en el que ambos éramos ponentes, la escena descrita no puede resultarme sino trágicamente ridícula. Pero Pilar, como todas las chicas que tienen que pasar por trances parecidos, sufrió horrores por culpa del desatado ardor varonil de su célibe profesor.
Finalmente, cabe destacar una de las vías que cada día es más frecuente entre los sacerdotes que abusan de su poder con fines sexuales: la conformación de estructuras grupales de tipo sectario[160].
Entre los sacerdotes que se erigen en líderes de grupos de cariz sectario abundan los perfiles psicopatológicos de personalidad —frecuentemente paranoides— que unen sus idearios sui generis —en materia religiosa, psicológica, sexual, social, etc.— a características propias como la capacidad para el liderazgo y la seducción, la habilidad para ilusionar, manipular y explotar a sus seguidores, el afán de poder y control, la falta de límites éticos, etc.
En los capítulos 9 y 10 ya vimos un caso típico del género en el campo de los menores y jóvenes. En el apartado siguiente veremos otro ejemplo clásico, pero referido a los abusos sexuales cometidos sobre mujeres adultas.