María Alabanza tenía apenas 16 años cuando entró a trabajar como auxiliar de clínica en el Hospital de Sant Joan de Déu de Manresa, un centro sanitario regido por la orden religiosa de los hermanos de San Juan de Dios. De familia muy humilde, María había crecido en una casona situada justo al lado de este hospital, conocido como «el de los niños», por ser un centro pediátrico.
María había sido contratada junto con su amiga íntima Remedios Riba, y ambas empezaron a trabajar en la tercera planta del hospital, pero su presencia no pasó desapercibida para el entonces jefe de personal del centro, el hermano Moisés Val Cacho, de 26 años, que casi de inmediato entabló relaciones con la adolescente María.
«Yo no sé si él [Moisés Val] había tenido antes relaciones con otras enfermeras —cuenta María Alabanza—. Yo sólo sé que decía que estaba enamorado de mí, y que se saldría de cura y que se casaría conmigo».
En poco tiempo el sacerdote sedujo a la ingenua menor, que no dudó en entregarle virginidad y afecto a quien prometía ser su futuro marido. Moisés Val la condujo hasta la piscina de la institución religiosa y allí mantuvieron sus primeras relaciones sexuales. Luego, de modo natural, las instalaciones de la piscina llegaron a convertirse en el lugar más habitual para sus escarceos amorosos durante el año 1977.
«En el fondo —afirma María Alabanza— todo el mundo sabía de nuestras relaciones. Mi amiga Remedios lo sabía y muchas veces me había servido de coartada cuando el hermano Moisés tenía ganas de estar conmigo».
Finalmente, pasado un año de relaciones sexuales entre el sacerdote y la menor, María se dio cuenta de que se había quedado embarazada de Moisés Val.
«Yo tenía 17 años, y me asusté mucho. Se lo dije inmediatamente a Moisés y él me repitió que se saldría de cura y que se casaría conmigo, pero que antes tenía que abortar, porque él no podía exponerse a una vergüenza así. Pero que después cumpliría conmigo. Y me dio unas pastillas de ésas que te hacen bajar la regla, pero no me hicieron ningún efecto. Entonces le explicó a mi amiga Remedios la forma de hacerme un aborto con una sonda, pero tampoco resultó».
Los días iban pasando y el embarazo progresaba casi tanto como los rumores que empezaban a correr por el hospital. Los superiores de la orden religiosa decidieron poner tierra de por medio y, por unos días, enviaron al hermano Moisés Val a controlar las obras de otro centro médico que estaban construyendo lejos de Manresa.
«Cuando volvió —cuenta María Alabanza— me cogió aparte, me dio cincuenta mil pesetas y me dijo: “Mira, vete a Barcelona, ponte en contacto con Rosa María Ortego, una íntima amiga mía, que te llevará a un médico que te practicará el aborto. No te preocupes, que no te pasará nada”. Yo le supliqué que me acompañara, que tenía mucho miedo. Él me dijo que no podía ir conmigo, que tenía mucho trabajo en el hospital».
Acompañada de Rosa María, la amiga del sacerdote, María Alabanza abortó finalmente en Barcelona, en la consulta del doctor Manuel Giménez[156]. Pero, tras la intervención, María se encontró muy mal y sin fuerzas para regresar esa noche a Manresa, de modo que su nueva amiga Rosa María llamó a su padre para decirle que se quedaba a dormir en su casa.
El padre de María, José Alabanza, que ya se barruntaba algo extraño entre su hija y el sacerdote, se fue inmediatamente a ver a Moisés Val que, visiblemente nervioso, le dijo: «Yo no sé nada de su hija. A lo mejor la han secuestrado». Aquella noche don José apenas pegó ojo, y el mundo se le desmoronó cuando, al día siguiente, vio regresar a su hija absolutamente demacrada.
«Mi padre me preguntó qué me pasaba y yo no pude contenerme y me eché a llorar. Y se lo conté todo. En un minuto vi envejecer a mi padre veinte años. Desesperado, me acompañó a la comisaría a denunciar el hecho. Yo era menor, Moisés tenía 30 años, pero yo había abortado y a mí también me procesaron, como a todos los que estábamos implicados».
Para una adolescente que no cometió más error que el de confiar en un sacerdote y dejarse seducir por él, éste fue el comienzo de un infierno que duraría años. Asustada por las citaciones judiciales que nunca cesaban, sin medios económicos para poder pagar a un abogado y con todo el mundo volviéndole la espalda, María quedó marcada para siempre por esta traumática experiencia.
El sacerdote, obviamente, negó las acusaciones de su amante y hasta juró no conocerla apenas. María recibió presiones para retirar su denuncia, pero se negó. Bastantes humillaciones había recibido ya de Moisés Val y de los responsables de la orden de San Juan de Dios… pero aún le quedaban tragos amargos por llegar. El colmo fue su despido del hospital acusada de haber injuriado a Moisés Val con su denuncia.
La víctima fue arrojada a la calle por los caritativos religiosos, pero su verdugo hizo carrera como director del hospital y prior de la comunidad.
María Alabanza empezó a estudiar ATS y poco después conocería a Francesc, un obrero de la construcción que acabaría siendo su esposo y el puntal sobre el que empezó a rehacer su maltrecha vida. Cuando María le confesó su «terrible secreto», Francesc le prometió que nunca se lo echaría en cara, pero…
«Nunca se lo dije, es cierto —confesó Francesc después de llevar cuatro años casados—, pero lo tenía en la cabeza muchas veces. Y al poco de casarnos cogí una llave inglesa y me fui al hospital a matarlo [a Moisés Val], Llegué a su despacho, entré y dije: “Soy el hermano de María, usted ha tenido relaciones con ella.” Y él, como un gusano, temblaba muerto de miedo y decía que no era verdad, que no era verdad, y me dio tanto asco, que no pude hacerle nada, y le dejé allí, muerto de miedo, como una rata…»
Los recuerdos de esta historia aún resultan muy dolorosos para sus protagonistas, a pesar de los años que han transcurrido desde entonces. Cuando, mientras preparaba este libro, volví a localizar a María Alabanza y le pedí que ampliara algunos datos de su experiencia, la chica palideció visiblemente mientras se apoyaba en el quicio de la puerta de su recién estrenada casa unifamiliar.
«He rehecho mi vida hace ya tiempo —me comentó— y la experiencia con el sacerdote pertenece a un pasado que intento olvidar. Hoy, lo único que me interesa son mis dos hijas, que son maravillosas, y mi trabajo [en pediatría de un ambulatorio de la Seguridad Social], Si no te resulta imprescindible no me hagas recordar todos aquellos terribles días, aún me hacen daño. En el juzgado que llevó lo del aborto seguramente encontrarás todos los datos que te hacen falta para completar tu trabajo».
En el juicio, celebrado en diciembre de 1984, en la Sección Sexta de la Audiencia Provincial de Barcelona, se declararon probados todos los hechos denunciados por María Alabanza, incluidas sus relaciones sexuales con el sacerdote, naturalmente; y fueron condenadas las seis personas que, de una u otra forma, estuvieron implicadas en este episodio de aborto[157].
La propia María Alabanza, como autora en grado de responsable de un delito de aborto (con la circunstancia atenuante de arrepentimiento espontáneo), fue condenada a dos meses de arresto mayor y a seis años y un día de inhabilitación especial para poder trabajar en centros ginecológicos.
El sacerdote Moisés Val Cacho, como autor por inducción del mismo delito de aborto, fue condenado a la pena de seis meses y un día de prisión menor y a la de seis años y un día de inhabilitación especial «para prestar cualquier género de servicios en establecimientos sanitarios o consultorios ginecológicos públicos o privados».
La Justicia, una vez más, había dejado en evidencia el apoyo incondicional —y falto de razón— del que, desde las instituciones eclesiásticas, gozan todos los sacerdotes implicados públicamente en escándalos sexuales. Antes del juicio, el provincial de la Orden de San Juan de Dios declaró que las acusaciones de María eran una calumnia; y Jaime Casanovas, director médico del hospital de la orden en Manresa, afirmó sin ambages que todo era una patraña que la chica se había inventado para sacar provecho.
A María Alabanza le costó muy caro obrar según su conciencia y probar la hipocresía de su amante, Moisés Val Cacho, un sacerdote que no sólo incumplió sus votos de celibato, sino que se comportó como un auténtico cobarde, amparado bajo la fuerza de sus hermanos de hábito.