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JERÓNIMO CARELA, EL PÁRROCO QUE SE FUGÓ CON UNA DIPUTADA

En Báguena, el penúltimo día de agosto de 1987, San Ramón Nonato, patrón de ese pueblo turolense, tuvo que llevarse un disgusto de muerte. En la parroquia local debía consagrarse su altar, pero el párroco había desaparecido una semana antes y, por su causa, negaron también su asistencia al acto el obispo de Teruel, Antonio Algora Hernando, y el presidente de la Diputación provincial.

En toda la comarca turolense del alto Jiloca —y, de hecho, en todo Aragón— hacía días que no se hablaba de otra cosa: el párroco de Báguena, Jerónimo Carela, se había fugado con su prima segunda, María Dolores Serrano, diputada por el PSOE en las Cortes de Aragón, y casada con el empresario hostelero Dámaso Paricio desde hacía veinticinco años.

Jerónimo Carela, de 47 años, menudo, delgado, con un tic que le obligaba a ladear el cuello continuamente, introvertido, bastante autoritario y notable predicador, llevaba tres años como párroco de Báguena (460 habitantes) y de la cercana Ferreruela (120 habitantes). Había logrado caerle bien a las peñas juveniles de la zona y también a los muchos simpatizantes que el Opus Dei tiene en esas conservadoras tierras, pero a don Jerónimo no se le veía contento, más bien parecía estar harto de quién sabe qué.

El 23 de agosto, festividad de San Roque, patrón de Ferreruela, el padre Carela ofició la tradicional «misa baturra», tomó un vino en la recepción del ayuntamiento, pero excusó su imposibilidad de almorzar con el alcalde alegando que tenía que ir a ver a su madre. Una vez en su coche Renault 5, Carela, sin embargo, tomó la dirección opuesta y le vieron pasar por Daroca y Calatayud. Nadie sabía aún que se dirigía hacia Madrid.

Mientras, en Calamocha, María Dolores Serrano había dado por terminada su jornada laboral en el restaurante Zeus, de propiedad compartida con su esposo Dámaso, del que se despidió diciendo que aquella tarde de domingo tenía una reunión de UGT en Daroca. La diputada se endomingó con su traje rosa pálido, y se subió al taxi de El Borrascas con un juego de maletas y un neceser verde caqui. Pero el taxista no se detuvo en Daroca, sino en la estación de tren de Calatayud. Eran poco más de las cuatro de la tarde y su destino real era Madrid.

María Dolores Serrano, con 43 años a punto de cumplir por esos días, había trabajado muy duro toda su vida hasta llegar a ser propietaria del restaurante Zeus y del pub Calamocha, y también para poder consolidar el partido socialista en un feudo tradicional de la derecha. Fue concejala en el Ayuntamiento de Calamocha desde 1979 hasta junio de 1987, cuando fue la única mujer elegida diputada de las Cortes de Aragón. Había logrado tocar el cielo con sus manos, pero eso no le bastaba. Después de haberle rebajado quince kilos al centenar de ellos que enmarcaba su humanidad, la Dolores —tal como la llaman sus convecinos— decidió ir a por todas o, mejor dicho, a por el cura.

María Dolores y Jerónimo se habían criado en pueblos vecinos, ella en Huesa del Común y él en Plou. Tuvieron una historia de amor adolescente, pero el cambio de residencia de la familia de ella y el ingreso en el seminario de él lo relegó todo al recuerdo. Sin embargo, los rincones de la memoria habían vuelto a cobrar vida cuando Jerónimo Carela fue destinado a Báguena y se reencontró con María Dolores.

El párroco comenzó a frecuentar el bar restaurante Zeus y el trato con su antigua novia, de la que, según su marido Dámaso, Jerónimo se sentía muy orgulloso y la ayudaba dándole «clases de política en el bar y le dejaba libros». María Dolores tuvo que empezar a trabajar desde muy joven y sus estudios se vieron muy limitados; Dámaso Paricio, diez años mayor que su mujer, no había adquirido conocimientos extraordinarios cuando, durante su juventud, iba de pueblo en pueblo tocando el acordeón en fiestas; pero el cura sí que sabía cosas, había estudiado Filosofía y, según se vería más tarde, también sabía latín.

Cuando ambos desaparecieron al mismo tiempo, toda la comarca se olió el pastel, pero el bueno de Dámaso negó el abandono de su mujer durante días, hasta que la evidencia le abocó a emplear los medios de comunicación para suplicar desesperadamente a Dolores su regreso y ofrecerle su perdón incondicional. Pero la pareja se había instalado ya en Madrid y no pensaba variar sus planes.

Jerónimo Carela había llamado a su hermana para confiarle que su decisión había sido muy meditada y que «quería cambiar de vida, pues el sacerdocio ya no tenía sentido para él». María Dolores Serrano, a su vez, había telefoneado a sus compañeros de partido para confirmarles que «estaba en Madrid con quien ellos ya se imaginaban» y que ya se replantearía su futuro como diputada regional.

Con el paso de los meses fue haciéndose más patente el silencio de los enamorados, y el PSOE de Teruel comenzó a mostrarse más desesperado que el marido de María Dolores Serrano. Razones políticas no les faltaban a los socialistas, ya que su compañera, al huir, no había renunciado formalmente a su escaño en el Parlamento aragonés, y dejaba al PSOE con un diputado menos y sin posibilidad de sustituirla por José Ramón Ibáñez, el siguiente candidato de la lista electoral.

Año y medio después, el Grupo Socialista tuvo que solicitar a la Mesa de las Cortes de Aragón que se iniciaran los trámites para retirar la condición política de aragonesa a la aún diputada —en paradero amoroso desconocido— María Dolores Serrano; era ya la única posibilidad que tenían para forzarla a abandonar oficialmente su escaño.

Para la diócesis todo había sido menos traumático y, sobre todo, más silencioso. A monseñor Antonio Algora no le hizo ninguna gracia la deserción de su párroco y el escándalo público consiguiente, pero a ningún obispo le sorprende en absoluto que un cura se fugue con su novia. De hecho, a Jerónimo Carela le habían intentado convencer para que no se secularizara, para que tuviese paciencia pero, a los 47 años y con novia, ¿quién, salvo un masoquista como Job, puede tener esa clase de paciencia?

El obispo sustituyó rápida y discretamente al párroco, y Dámaso Parido se quedó compuesto y sin esposa. En la comarca del alto Jiloca había vuelto la paz, pero el sacerdote Jerónimo Carela había alcanzado la gloria en brazos de una mujer, casada, eso sí, pero el amor fue más fuerte que el sacramento. Humanos, al fin y al cabo.