Hijo de una de las familias más ricas del pueblo ibicenco de San Antonio Abad, Bartolomé Roselló, ha sido y es toda una institución en esa isla mallorquina —de la que tuvo que salir por la puerta falsa en 1990, debido a sus amoríos con la esposa de uno de los empresarios más poderosos de Ibiza— donde se le conoce popularmente como Don Bartomeu.
Fiel a su origen acomodado, don Bartomeu siempre ha sabido vivir muy bien, compaginando los negocios personales con las obligaciones eclesiásticas. Su piso en la capital de Ibiza, por ejemplo, era enorme y estaba lujosamente amueblado y decorado, y su afición gastronómica le llevaba cotidianamente a los mejores restaurantes de la ciudad. Su vida personal y eclesial siempre ha sido suntuaria, tal como saben muy bien quienes se hicieron cargo de las finanzas de la diócesis ibicenca después de estar casi diez años en manos de Bartolomé Roselló.
Todo lo que hacía don Bartomeu, dotado de grandes dosis de soberbia y vanidad, tenía que ser mejor que lo que hiciese cualquier otro sacerdote —una actitud que le ha granjeado numerosas enemistades entre el clero local—; y en los últimos diez años que pasó como rector de la parroquia de Santa Cruz, la más importante de la isla, tuvo ocasión sobrada de manifestar su peculiar personalidad: nada más hacerse cargo de ésta, hizo reformar totalmente la iglesia y mandó construir un órgano carísimo, empresas que, según afirman otros sacerdotes, eran innecesarias y costaron muchas decenas de millones de pesetas a los feligreses y a los fondos de la diócesis.
Bartolomé Roselló, nacido hace unos sesenta años, ingresó en el seminario de Ibiza a edad muy temprana, y su primer destino importante fue en la parroquia de San Telmo, regida por los carmelitas descalzos, y posteriormente en el Instituto de Bachillerato Santa María, donde empezó a ejercer como profesor de religión y, paralelamente, a ganarse una fama subterránea de aficionado a los escarceos sexuales con algunas alumnas del colegio.
Pero lo cierto es que, con escarceos o sin ellos, don Bartomeu supo ganarse el respeto de todo el mundo en la isla. Su trato afable y cordial con los jóvenes, sus óptimas relaciones públicas desde la parroquia de Santa Cruz, y su modo de hacer, progresista en las formas aunque muy conservador en el fondo, le ganaron la confianza de las gentes sencillas del pueblo, pero también de la poderosa y muy conservadora burguesía local.
Entre las admiradoras de mosén Bartolomé Roselló se contaba una señora sumamente religiosa, esposa de un conocido escritor local y miembro de la alta burguesía ibicenca, y madre de Enrique F. F., importante hombre de negocios.
La señora en cuestión, al invitar al cura a frecuentar los almuerzos familiares, propició, involuntariamente, el acercamiento de don Bartomeu con Montserrat, su nuera, una bella tarraconense que rozaba los cuarenta años, los últimos quince casada con Enrique F. F., al que no había dado ningún hijo pero con quien había adoptado un niño y una niña.
El sacerdote y Montse —así se la llama familiarmente— hicieron tan buenas migas que pronto don Bartomeu comenzó a desplazarse hasta su casa para dar catequesis preparatoria para la primera comunión de uno de los niños. Nadie podía sospechar ni lo más mínimo que don Bartomeu también hacía horas extras catequizando a Montse mientras su marido, incansable trabajador, estaba ocupándose de alguno de sus muchos negocios.
De esta manera fue alimentándose y creciendo el amor entre la esposa del empresario y el sacerdote… hasta que el marido, alertado por un miembro de su servicio doméstico, entró en sospecha y decidió viajar a la península para contratar los servicios de una agencia de detectives.
Poco después, el detective le entregaba al empresario un informe, con fotografías y una cinta de casete en la que se recogían los testimonios sonoros de los encuentros amorosos, rebosantes de pasión, entre Montse y don Bartomeu, que resultó ser una verdadera furia para la cosa del sexo.
Oír esa grabación les habría resultado chocante, cuanto menos, a quienes asistían a los cursillos prematrimoniales que daba Bartolomé Roselló —que eran de obligada asistencia para todas las parejas que aspiraban a casarse en su parroquia—, y en los que siempre insistía en la prohibición de mantener relaciones sexuales prematrimoniales, y en la inquebrantable fidelidad conyugal que debía guardarse en el matrimonio. Nunca nadie le oyó manifestar excepciones a esta regla. Pero Montse, y ahora su marido, habían comprobado en la práctica cuánta sabiduría contiene ese aserto popular que afirma que «los curas ni hacen lo que dicen, ni dicen lo que hacen».
El empresario, dolido, empezó a tramitar rápidamente el divorcio de su mujer, pero no sin antes poner en un aprieto al obispo Manuel Ureña Pastor, entonces titular de la diócesis de Ibiza y hoy obispo de la de Alcalá de Henares. Enrique F. F. se presentó ante el prelado, le hizo escuchar la grabación de las dotes amatorias de su párroco y le exigió su inmediata destitución de la parroquia de Santa Cruz y su destierro fuera de la isla.
El obispo, como es natural en estos casos, se concedió un tiempo para reflexionar y, mientras estaba en ello, llegado ya el mes de diciembre de 1989, don Bartomeu y Montse decidieron también meditar en lo suyo y optaron por desaparecer juntos de la isla. A la vuelta de las vacaciones navideñas, los alumnos del instituto Blanca Dona se encontraron con que el padre Bartolomé, el profesor de religión, había sido sustituido por el padre José.
La situación había llegado a ese punto que tanto disgusta a los obispos: empezaba a dejar de ser discreta. Por eso, monseñor Ureña, tarde pero oportunamente, mandó que don Bartomeu se quedase en algún escondrijo honroso, y le relegó a la ciudad alicantina de Novelda. Oficialmente se dijo que Bartolomé Roselló se había ido a pasar una temporada de reposo en Alicante, en casa de una hermana, a causa del mucho estrés que había acumulado, el pobre hombre, durante su incansable y meritoria labor como rector de la parroquia de Santa Cruz.
Los feligreses se lo creyeron, claro está, y hasta algunos de ellos iban a verle y a consolarle, cosa que disgustaba y aburría soberanamente a don Bartomeu, que sólo tenía resuello para los asuntos de su querida Montse.
Así las cosas, la piadosa madre del empresario, que se sentía aún más traicionada que su hijo, decidió emprender una sibilina cruzada contra aquel cura al que tanto había venerado y que tan bajo había caído. La señora comenzó a invitar a sus amigas a tomar café y les fue contando, con audición de grabación incluida, la doble vida que llevaba don Bartomeu. A las pocas semanas esta historia circulaba ya por toda Ibiza, y fue desbancando a la versión del estrés ofrecida por el obispo. A los feligreses les costó muchísimo aceptar la verdadera historia de su donjuanesco párroco pero, finalmente, la verdad se impuso al burdo encubrimiento clerical.
Montse tuvo que irse también de la isla, y se instaló en Palma de Mallorca, donde su marido le compró un piso para que ésta saliera lo más rápidamente posible de su vida. Sus amoríos con el sacerdote sobrevivieron todavía un tiempo, con encuentros en Palma de Mallorca y en Barcelona, pero fenecieron definitivamente en el momento en que la mujer encontró un nuevo novio en la capital mallorquína.
Bartolomé Roselló, compuesto y sin novia, en el momento de redactar estas líneas sigue como sacerdote en la localidad de Novelda. Regularmente viaja a Ibiza y se reúne con algunos de sus feligreses que aún le son fieles, pero ya no se le ve tan orondo como antes, debe de ser cosa de la penitencia.