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LA OTRA PUERTA PARA ACCEDER AL MATRIMONIO: MANTENER RELACIONES SEXUALES CON LA ESPOSA AJENA

«Si tienes que acostarte con alguna mujer procura que sea casada, que con ésas no se nota».

Este sabio consejo, tradicional entre el clero, lo dan todavía muchos obispos a sus sacerdotes cuando éstos les confiesan dificultades prácticamente insalvables para seguir guardando el celibato.

La mayoría de los prelados, como ya hemos visto repetidamente, respetan poquísimo a la mujer y su mundo, pero, además, quienes hacen este tipo de recomendaciones, tampoco estiman en demasía el «sagrado sacramento del matrimonio».

Y no podría ser de otra manera entre una elite clasista y alejada del mundo real que piensa y defiende que el celibato es un estado superior al matrimonio, y que este último está reservado «a la clase de tropa» y con la única finalidad de procrear futuros fieles católicos.

Poco más de mil años después de que el papa Juan XII, en el año 964, fuese muerto de un martillazo en la sien por un marido que lo pilló en la cama con su esposa, el clero actual aún sigue con su rutina histórica de procurarse placer con la mujer ajena, beneficio que, por otra parte, no le supone asumir ninguna responsabilidad.

Un amigo mío, gallego, oía con frecuencia cómo un paisano hablaba de sus dos hijos, hasta que un día, sumamente intrigado, se atrevió a preguntarle: «¿pero cómo habla usted siempre de dos hijos si tiene cinco?». A lo que el paisano, después de apurar su orujo, le respondió con aplomo: «non, fillos eu non teño mais que dous; os outros tres son da miña muller e do señor cura».[148]

En toda España, tal como las maledicencias populares —casi siempre bien fundamentadas— se han encargado de fijar en la pequeña historia de sus comunidades, los «hijos de cura» habidos dentro de matrimonios ya establecidos son un hecho común.

Hasta hace unos pocos años, la mayoría de los maridos burlados, si se enteraban, asumían la infidelidad de su esposa con el sacerdote —y el embarazo, de haberlo— y la encubrían, como si nada hubiese pasado, con el fin de evitar alimentar el fuego de su propia descalificación pública, o para ahorrarle un escándalo a la Iglesia Católica, de la que solían continuar siendo fieles.

En la actualidad, en general, esta situación se mantiene aún entre las capas más humildes de la población, pero en las clases media y alta lo más habitual es que a la reacción —discreta, eso sí— del marido le siga el divorcio. Las palizas a la esposa o al cura tampoco son una excepción. Y matar al sacerdote pillado en acto amatorio adúltero, en el más puro estilo de lo sucedido al papa Juan XII, es algo ya impensable, aunque, sin embargo, sucedió hace muy poco en Madrid. De unos y otros casos veremos ejemplos, más adelante, en esta misma parte del libro.

Los motivos por los que un sacerdote llega a acostarse con una mujer casada son tan obvios que no merecen comentario alguno: o se enamora de ella, o la ve como un mero desahogo sexual que mitiga su doloroso celibato. Los sacerdotes, en cuanto a su comportamiento sexual, tal como ya ha quedado bien probado, no son diferentes en nada del resto de los varones humanos. La ordenación sacerdotal podrá imprimir carácter, pero el torrente hormonal del cura sigue siempre su curso habitual.

En el caso de la mujer casada, existen muchas causas —que no vamos a entrar aquí a enumerar ni valorar— que inciden en el hecho de que se decida a tener relaciones sexuales con otros hombres; pero, en el tema particular que nos ocupa, merecen destacarse un par de aspectos específicos y diferenciales.

En primer lugar, cabe citar que bastantes mujeres son más o menos vulnerables a la erótica de la sotana, a la atracción/sumisión que emana del poder e imagen sacra de los que está investido el sacerdote. En no pocos entornos católicos, las feligresas sienten agitar su ánimo ante la presencia de un clérigo apuesto y varonil; y son incluso frecuentes las disputas entre mujeres, casadas y solteras, para ver quién será invitada la primera a acostarse con el sacerdote, o quién gozará más a menudo de sus requerimientos sexuales.

No faltan tampoco las mujeres casadas que se ofrecen de buena fe a un sacerdote para intentar aliviarle su soledad afectiva y sexual.

«Llevaba menos de medio año en mi nueva parroquia —me contaba un sacerdote célibe de verdad, «por el momento», tal como me puntualizó— cuando, un día, una mujer de mediana edad y bastante hermosa, me pidió hablar en privado conmigo.

»—Yo sé que ustedes, los curas, se lo pasan muy mal —me dijo la señora— y que no les resulta fácil apañárselas, pero yo soy una buena feligresa y estoy dispuesta a complacerle en todo lo que necesite…

»Temeroso de no interpretar bien su oferta y de meter la pata, le corté cortésmente su parrafada para preguntarle:

»—¿A qué se está refiriendo usted exactamente, señora?

»—¿A qué va ser? —me respondió ella—. ¿Es que usted no tiene necesidades conyugales?, pero no se preocupe por nada, que yo estoy casada y conmigo podrá usted aliviarse con toda confianza.

»Me salí de la situación como pude, creo que haciendo un ridículo espantoso, y la mujer se fue sin comprender del todo mi negativa.

»—¿No será usted de ésos [homosexual]? —me preguntó varias veces.

»Después de esta escena, aunque la veía algunas veces por el barrio, ya no volví a verla por la parroquia. Probablemente había sido la amante del cura que estuvo antes en mi lugar, ¿y quién sabe a qué compañero estará consolando hoy?»

En un caso similar, el sacerdote Rafael Medina Marín, párroco de la Inmaculada, en el pueblo malagueño de Mijas, salió mucho peor librado que el cura recién citado. Medina fue acusado por una mujer casada de haber abusado sexualmente de sus dos hijos menores y pasó treinta y dos días encarcelado[149]. Finalmente se vio que la denuncia presentada no tenía fundamento y que su origen estaba en el despecho de la mujer, rechazada anteriormente por el párroco cuando ésta le propuso mantener relaciones sexuales.

«Si me hubiese acostado con la mujer que me denunció se hubiese solucionado todo —me contó Rafael Medina[150]—. Fue un montaje con muy mala intención. No hubo nada de nada. En un primer momento, cuando me detuvieron, el obispado reaccionó extrañado, pero luego el obispo Ramón Buxarrais me ofreció si quería irme a América. Yo me negué a irme porque eso no era ninguna solución. Una vez todo aclarado, pedí mi secularización y me casé con una chica del pueblo de quien estaba enamorado. Yo sigo pensando que soy y seré sacerdote hasta la muerte, y mi mujer es una muchacha muy piadosa, por eso, ojalá algún día pueda volver a ejercer mi ministerio estando casado como estoy».

Por otra parte, muchas mujeres casadas, durante la confesión, suelen contarle al sacerdote aspectos íntimos, y hasta escabrosos, de su vida afectivo-sexual conyugal —detalles que, con frecuencia, han sido requeridos bajo la curiosidad morbosa del propio cura—, con lo que le abren sus puertas al clérigo para que pueda planificar futuros requerimientos sexuales, tanto en el caso de que la mujer afirme estar desatendida o insatisfecha sexualmente, como en el extremo contrario de definirse como insaciable.

Desde cualquier punto de vista, las mujeres casadas creyentes suponen los objetivos sexuales más cómodos y posibles para cualquier sacerdote que desee romper su celibato. Y la razón es bien evidente: son sexualmente activas, están comprometidas afectivamente (lo que evita problemas posteriores y reduce la relación al puro sexo), su posición permite encubrir cualquier fallo anticonceptivo, su trato no levanta tantas suspicacias como el de las chicas solteras, suponen la mayoría de las feligresas, están siempre cercanas y existe una inigualable relación de confianza. Como diría un criminòlogo, existe un móvil claro y una oportunidad espléndida, ¿de qué extrañarse pues?

«A nadie se le puede tener soltero a la fuerza —le argumentaba Manuel Pérez Cortés, gitano lúcido y trabajador, a su entrevistador[151]—. Yo me dedico al deporte de la pica (colombicultura), y para que mis palomos ganen, los tengo tres meses encerrados sin ver ni hacer nada de nada con una hembra. Y cuando llega el día de la pica (competición) y los suelto, ¡hay que verlos! ¿eh? Se comen lo que se les ponga por delante, aunque sea una piedra… No sería yo quien dejara a mi mujer ir, como van otras, a ayudar a los curas fuera de las misas… Y digo esto porque yo, aunque no he robado nunca, hubiera sido capaz de robar si hubiera tenido hambre…, y un cura no es más que un hombre con hambre, con otra clase de hambre si usted quiere, pero con hambre al fin y al cabo. Y lo que les hace más peligrosos, a mi entender, es que, teniendo hambre, tienen abundancia y variación de comida a su alrededor… Yo creo que el hombre debe tener una mujer y la mujer un hombre, y si se pueden casar mucho mejor. ¿A saber qué sería de mí si no me hubiera casado?»

Quede esta gráfica —y machista— reflexión de Manuel Pérez para los obispos… y para los maridos.