«Mi problema comenzó cuando yo era aún seminarista, y acabó por dominarme sin que pudiese hacer nada para evitarlo. Como el resto de mis compañeros de seminario, yo me masturbaba porque necesitaba satisfacerme sexualmente, pero era tanta la aversión que nos inculcaban hacia la sexualidad y tanta la presión para conservar la pureza, que pronto empecé a sentirme como una rata pecadora. Intenté dejar de masturbarme, pero me era imposible. La oración y la penitencia fueron dando paso a la mortificación corporal.
»Empecé a utilizar el cilicio y las disciplinas hasta dejarme el vientre y la espalda en carne viva, pero no lograba vencer el deseo sexual. Acabé por ponerme el cilicio en el pene, pero seguía teniendo erecciones a pesar del dolor de las heridas que me producían los pinchos metálicos. Me pasaba horas enteras arrodillado sobre pequeños guijarros, rogándole a Dios que cesara en su castigo. Me convertí en el más servil y humilde de entre mis compañeros. Pero nada podía detener mi pene y mi mano. Llegué incluso a poner mi mano derecha sobre un fogón, pero no conseguí más que una dolorosa quemadura.
»Cuando me ordené sacerdote todo seguía igual; me disciplinaba a diario, el cilicio ya formaba parte de mi ropa interior, y piedrecitas o garbanzos duros dentro de los zapatos me recordaban en todo momento que yo era un pecador sin remedio. No sé cómo ocurrió, ni recuerdo desde cuándo, pero un día me di cuenta de que el dolor me excitaba aún más. De alguna manera todo se había confundido; ya no me castigaba por satisfacerme sexualmente, sino que me satisfacía sexualmente porque me castigaba.
»Estaba metido en un círculo terrible: me odiaba por lo que hacía, pero necesitaba hacerlo para poder seguir odiándome —humillándome, diría el doctor—; incrementaba el castigo, pero no disminuía el placer sino que se volvía más sofisticado. Con el tiempo comencé a emplear velas y ornamentos sacros para conseguirme placer. He cometido —y aún cometo— verdaderos sacrilegios. Y, sinceramente, si llegué a pedir ayuda clínica, quizá en un momento de lucidez, no fue por no gustarme lo que hago, sino porque intuí que estaba perdiendo el control de mi vida».
La persona que me relató esta experiencia no se identificó, estábamos en la consulta de un amigo psicólogo, que me lo había presentado con un escueto y directo «éste es el sacerdote de quien te hablé», y apenas cumplidos los saludos protocolarios empezó a relatarme, sin esperar mi petición para ello, el testimonio que acabo de reproducir parcialmente. El hombre, que dijo tener 46 años, hablaba despacio, pero fumaba rápido y sin parar; su mirada apenas se despegaba de la mesa o del suelo y sólo en contadas ocasiones se cruzaba con la de su interlocutor. Llevaba dos años bajo terapia médica y psicológica.
El masoquismo sexual es una parafilia o desviación que se caracteriza porque la excitación sexual «procede del hecho de sentir sufrimiento físico y/o psíquico; es decir, que la excitación sexual se produce cuando estas personas son humilladas, atadas, golpeadas, estranguladas o maltratadas de cualquier modo por ellos mismos o por otras personas, con su consentimiento, pudiendo llegar a poner en peligro su vida en esta búsqueda de placer sexual».[139]
En general se relaciona el masoquismo sexual con la personalidad masoquista —o masoquismo psicosocial—, pero ambos trastornos no siempre van asociados. El primero es una parafilia, mientras que el segundo es una formación reactiva de la personalidad, producida desde edad temprana, que abre la puerta a los cuadros neuróticos más diversos.
La personalidad masoquista, que conlleva una viva tendencia a «mostrar, o al menos no ocultar de ningún modo a los demás, el sufrimiento, el malestar o la humillación»[140], suele estar relacionada con la necesidad de un castigo que sirva para expiar un profundo sentimiento de culpa. Y si algo ha sabido infectar hasta los mismísimos genes la cultura judeocristiana es la conciencia de culpabilidad, uno de los resortes más importantes en que se asienta el poder y el control que la Iglesia Católica ejerce aún sobre el clero y sobre una buena parte de la sociedad.
Hace ya más de cuatro décadas que el doctor Reik[141], cuya tesis es compartida por muchos otros autores, señalaba que algunas de las enseñanzas fundamentales de la figura de Cristo, tal como han llegado a los Evangelios, denotan una personalidad masoquista tanto en su forma como en su fondo. Asertos bien conocidos como el de que «los últimos serán los primeros», o el de «pon la otra mejilla», aluden directamente al cultivo de la humillación y la vergüenza, y a la transmutación del malestar y el sufrimiento en un sentimiento o actitud de satisfacción o placer. Y el propio episodio de la pasión, visto desde una mentalidad científica, es mucho más que una declaración de principios masoquista.
«La actitud cristocéntrica hacia la vida —añade Francisco Alonso-Fernández[142], catedrático de Psiquiatría y de Psicología Médica— suele ser una de las posturas cristianas y religiosas más masoquistas. De ahí su tendencia a asociarse con el masoquismo social y psicofísico (…) En la línea del estricto masoquismo espiritual se sitúa Santa Teresa cuando refiere que el alma posee mil medios de infligirse tormentos por el amor de Dios, inmensamente más dolorosos que el sufrimiento corporal, y sólo mitigados un poco, lo que ayuda a soportar este sufrimiento, por la petición elevada a Dios para la aplicación de un remedio (…) San Francisco marcó el camino de la humillación, las privaciones y el castigo físico, administrándose sin motivo racional todo tipo de torturas».
La formación y la presión para forzar comportamientos y personalidades masoquistas es, pues, un elemento dinámico y dogmático esencial del catolicismo y, especialmente, en el ámbito de adiestramiento del clero. Si a ello le unimos la incidencia negativa de la represión sexual a ultranza y del celibato impuesto «como expresión del seguimiento a Jesús» —y por ello, según acabamos de expresar, una vía cristocéntrica en cuanto a su significado masoquista—, será lógico encontrar entre el clero muchos casos de personalidad masoquista con explícita desviación sexual igualmente masoquista.
Hoy, en algunas órdenes religiosas —masculinas y femeninas— y en bastantes cursos de formación para sacerdotes, se está imponiendo de nuevo el uso frecuente e indiscriminado de la mortificación corporal en todos sus aspectos. Aunque, sin duda alguna, el apóstol máximo de la expiación mediante el dolor producido por cilicios, disciplinas y otras torturas es el Opus Dei. Tanto es así que, en las casas donde viven sus sacerdotes y numerarios, nunca falta, en los armarios del cuarto de baño, un fármaco específico para cortar hemorragias y cicatrizar heridas.
La incidencia de este tipo de formación patógena sobre el sujeto se mantiene de por vida, agravando los cuadros neuróticos y, con frecuencia, pervirtiendo los mecanismos de obtención de placer, que acaban asociándose indeleblemente a los instrumentos y situaciones que procuran humillación, sufrimiento y dolor. En bastantes consultas especializadas en terapia sexual se hallan pacientes —sacerdotes en activo o secularizados, ex religiosos o ex miembros del Opus Dei— aquejados de esta patología.
La realización de prácticas expiatorias junto con hábitos sexuales masoquistas y rituales católicos lleva a conformar casos como el de Francisco Monsi, celador del turno de noche de los Servicios de Urgencias del Hospital Clínico de Málaga, detenido por la policía después de llevar más de veinte años corrompiendo a menores[143].
Francisco Monsi, un sexagenario conocido como El Cura, se había exclaustrado de la orden franciscana y, según la policía, ya había sido detenido por corrupción de menores en 1973. Monsi, con la colaboración de varios jóvenes —captados para su placer sexual cuando éstos eran aún menores de edad—, atraía a su casa a niños de 7 a 14 años, hijos de familias muy humildes, y, tras ganarse su confianza y cariño, les hacía ver películas pornográficas como paso previo a su inicio en las prácticas homosexuales con él.
En sus sesiones sexuales, Monsi incluía rezos, música sacra, incienso, velas, imágenes religiosas y otros elementos del ritual católico. En una de las habitaciones de su casa había montado un altar para oficiar misas, y disponía de unas cuatrocientas cintas de vídeo en las que se intercalaban escenas de ceremonias católicas —especialmente de algunas procesiones que están íntimamente relacionadas con ritos masoquistas de expiación— con escenas pornográficas, muchas de ellas grabadas por El Cura mientras corrompía a los menores.
Sin llegar a este extremo de sordidez, muchos clérigos masoquistas sexuales recurren igualmente a los elementos religiosos para procurarse placer, ya sea por sí mismos o en pareja (con otro varón o con una mujer).
«Entre mis clientes —me contaba el dueño de un negocio de prostitución sadomasoquista— tengo uno que es sacerdote, tiene unos cuarenta y muchos años y, cuando viene, cada dos o tres meses, siempre le hace poner a la chica que esté con él una sotana —que trae dentro de un portafolios—, le da un crucifijo para que lo sostenga en la mano, y le pide que le dé golpes y patadas mientras él, desnudo, se revuelca por el suelo suplicando perdón y llorando como un crío. Al cabo de un rato, con el cuerpo lleno de contusiones, se masturba en un rincón, luego reza o hace algo parecido, y se acabó. Jamás se ha acostado, ni tampoco lo ha intentado, con ninguna de mis mujeres».
Algunos sujetos, en cambio, presentan conductas sadomasoquistas, es decir, alternan el masoquismo sexual con comportamientos de tipo sádico. Diversos testimonios de mujeres que mantienen relaciones sexuales con sacerdotes —y que veremos en las partes VIII y IX de este libro— han descrito este tipo de conductas como una característica muy habitual de sus amantes.
El desencadenante de esos comportamientos sadomasoquistas, incluso en las relaciones de pareja estables, cabría atribuirlo a la mezcla explosiva de sentimientos que pueden llegar a confluir en un sacerdote con estructura de personalidad neurótica e inmadura, atrapado entre una fuerte culpabilidad por trasgredir su obligación de celibato y pureza y un tremendo resentimiento hacia la mujer que se le materializa como la causa de sus males y el origen de su «impureza y mezquindad espiritual».
Una mezcla de sentimientos a la que se aproxima Cecilia del Carpió, psicóloga y escritora, en un libro poético autobiográfico donde narra su pasión amorosa con un sacerdote jesuita[144]:
¿Pero qué tipo de mujer eres? /… me preguntaste un día asombrado, / perplejo, confundido, ante mi claridad e insistencia… / Soy la mujer que te atormenta / la que te turba / la que te hace sentir culpable / la que te hace patente tu castración / y soledad. / Soy la mujer que te estremece / la que te gusta y admiras / la que sueñas y recuerdas / la que te seduce y te hace sentir / tu humanidad tan recónditamente guardada. / Soy la mujer que te hace vulnerable / la que te lleva a romper prejuicios prefabricados, / la que silenciosamente amas, / la que irremediablemente detestas / por haber roto tu calma inerte.
El término masoquista deriva del nombre del novelista austríaco Leopold von Sacher Masoch (1836-1895), autor de obras eróticas como La Venus del abrigo de pieles, Don Juan de Kolomea, o El jesuita, donde describe con todo lujo de detalles las relaciones de sumisión sexual que él mismo practicó en privado con diferentes damas de la alta sociedad y con Rümelin, su primera esposa.
El doctor Lo Duca resume muy bien el perfil mórbido del que hablamos al afirmar que «el masoquista se envilece para aumentar la distancia existente entre él y su ideal. Sin embargo, estos seres son incapaces de sentir auténtico amor»[145].
La Iglesia Católica impone a sus sacerdotes un estándar de pureza tan elevado, inalcanzable e inhumano, que una parte de ellos sólo son capaces de enfrentarse a él desde su propia derrota; aplicándose en la anulación de su persona mediante la humillación y el sufrimiento, pretenden hacerse acreedores del más alto perdón.
Esos sacerdotes masoquistas aprendieron en el seminario que no importa cuán grande pueda llegar a ser un pecado mientras la penitencia consiguiente sea igualmente ciclópea. Por eso, en la dureza de su caída pretenden encontrar la medida de su virtud y la vía de su perdón.