Cuando, en diciembre de 1989, Daniel M. A., deficiente mental interno en la Asociación de Padres y Amigos de Deficientes Mentales de Cuenca (ASPADEC), le contó a Matilde Molina —presidenta de la entidad— que «un cura le había obligado a bañarse en su casa», ésta le quitó importancia al asunto y se limitó a aconsejarle que no volviera con ese sacerdote ni se bañara fuera del centro. Pero, poco después, al oír rumores entre los internos acerca de que otro deficiente, Juan Andrés S. P., había estado en casa de un cura, Matilde recabó de Daniel los detalles de su encuentro con el sacerdote.
Daniel M. A., de 27 años y un coeficiente intelectual de 5060, se había encontrado al sacerdote Ignacio Ruiz Leal en la catedral y éste le prometió una Fanta si se iba con él a su casa[127]. Una vez en el piso, el cura aprovechó la circunstancia de que Daniel se rascaba una pierna para convencerle de que si no se duchaba no se le iría el picor. Acto seguido, Ignacio Ruiz obligó al deficiente mental a desnudarse y ducharse con agua fría para, después, hacerle tumbar en el sofá, sobre sus piernas, en donde lo estuvo secando con una colcha mientras le acariciaba todo el cuerpo y sus genitales al tiempo que le decía que le quería y le preguntaba si él también sentía lo mismo. Finalmente Daniel se fue de la casa sin haber obtenido el refresco pactado, pero el sacerdote le prometió que se lo daría en su próxima visita.
Con otra excusa, pero con el mismo fin, días después el sacerdote atrajo hasta su piso a otro deficiente interno de ASPADEC, en este caso a Andrés S. F., de 22 años y con un coeficiente de inteligencia de 34-41. Andrés conocía a Ruiz Leal por haber sido alumno suyo y, por tanto, no se extrañó cuando el cura le abordó y le prometió regalarle ropa si le acompañaba hasta su casa. Ya en el piso, el sacerdote hizo desnudar al deficiente varias veces bajo el pretexto de tener que probarle diferentes prendas de vestir, aprovechando tales ocasiones para acariciarle y tocarle los genitales.
Ignacio Ruiz Leal, de 37 años, canónigo de la catedral de Cuenca y párroco de Valdecabras, apenas tardó unos días más en volver a la carga con otro deficiente mental de ASPADEC que se cruzó en su camino en la propia basílica conquense. Esta vez le tocó el turno a Juan Andrés S. P., de 17 años y con un coeficiente de inteligencia de 47-57.
La noche del 28 de enero de 1990 Juan Andrés llegó al centro de ASPADEC jadeante y nervioso, y al rato le dijo a su monitor que «le escocía el culo» y le pidió algo para mitigar la molestia, pero el responsable del centro no le dio importancia y le dijo que esperase a la enfermera que vendría por la mañana. Dos días después, el rumor de que Juan Andrés también había estado con el cura comenzó a extenderse entre sus compañeros de internado hasta que llegó a oídos de un educador.
«En la catedral —según acabó confesando el propio Juan Andrés S. P.[128]— se le acercó Ignacio y le dijo que lo esperara, que lo iba a llevar a su casa y que le iba a regalar un reloj y ropa, que lo esperó y lo llevó a su casa [que la describió igual que sus otros dos compañeros], que le probó un bañador, un pantalón y dos camisas que le eran pequeñas, que le tocaba por todo el cuerpo y que le llevó a la habitación de las dos camas, que lo tumbó en una, que le hizo ponerse a gatas, que le sujetó las manos y que le hizo mucho daño en el culo, que lloraba y gritaba, que cuando terminó le dijo que se vistiera y se fuera, y que si contaba algo a alguien lo mataba, y que volviera otro día a por el reloj, que entonces él buscó a dos compañeros para que le acompañaran y que el cura no le volviese a hacer daño y le diera el reloj, pero no encontraron a nadie cuando volvieron».
Una vez segura de los hechos, Matilde Molina, como responsable del centro de deficientes, se personó ante la Fiscalía de Cuenca y presentó denuncia contra Ignacio Ruiz Leal, que acabaría ingresando en la cárcel el día 14 de febrero, por orden del juez Mariano Muñoz, que consideró que existían indicios claros sobre su culpabilidad.
El escándalo sacudió hasta los cimientos de la muy conservadora sociedad conquense, y las fuerzas vivas de la Iglesia cerraron filas rápidamente en defensa de don Ignacio. El obispado hizo pública una nota envenenada en la que, entre otras sutilezas, se decía que «no cabe excluir la probabilidad de que todo sea una fabulación (bien por confusión inocente, bien por malicia espontánea, bien por inducción)…». Fue el pistoletazo de salida para que, desde los poderosos sectores clericales de la ciudad, se iniciara una vergonzosa campaña de desprestigio personal contra Matilde Molina, la «inductora del montaje», según se la señaló subrepticiamente desde el propio palacio episcopal.
Tras trece días de prisión, el padre Ignacio Ruiz salió en libertad provisional —previo pago de una fianza de 65.000 pesetas y el depósito de otros cuatro millones de pesetas en concepto de fianza civil— y toda Cuenca fue vivamente informada de la razón: varios dictámenes forenses sostenían que el sacerdote tenía un prepucio con fimosis, característica que le imposibilitaba para cometer una violación anal. Muchos suspiraron aliviados; por aquellos días aún eran muy pocos y escogidos los que sabían que había comenzado una maniobra, en el seno de la Administración de Justicia, para salvar el honor mancillado de los acólitos de monseñor Guerra Campos.
Momentos antes de dar comienzo el juicio oral contra el sacerdote, la Sala de la Audiencia que iba a juzgarle notificó un auto[129] por el que mandaba que las sesiones se realizasen a puerta cerrada; una medida lícita y justa si lo que se pretendía era proteger la intimidad de los disminuidos psíquicos durante sus declaraciones, pero que se convirtió en una burla a la Ley cuando la Sala amparó también al sacerdote y a los peritos para que declarasen asimismo a puerta cerrada.
Los magistrados infringieron la legislación procesal en favor del sacerdote, pero también lograron evitar el bochorno público de los peritos que habían facilitado la rápida excarcelación del padre Ignacio Ruiz Leal al dictaminar que éste padecía fimosis.
Tras la declaración del perito de la acusación, el doctor Antonio Bru Brotons, reconocido urólogo y médico forense del Juzgado número 4 de Alicante —venido de otra ciudad ya que en Cuenca había una sospechosa y uniforme propensión a ver las cosas del modo más favorable para el sacerdote y sus protectores—, los otros peritos (el forense titular y la médica suplente del Juzgado) se vieron obligados a retractarse de sus opiniones profesionales y tuvieron que reconocer que el sacerdote no padecía la oportuna fimosis que ellos habían certificado. Celebrar el juicio a puerta cerrada evitó que toda la ciudad se enterase de este escándalo.
Por otra parte, los magistrados de la Sala de la Audiencia, en su sentencia[130], después de hacer una larga, farragosa y confusa alusión a las características del pene del sacerdote, interpretaron a su aire y matizaron las conclusiones de los peritos hasta dejarlas casi en un sinsentido ya que, aunque hubo acuerdo unánime de los médicos en que Ignacio Ruiz no padecía fimosis y, por tanto, estaba capacitado anatómicamente para poder realizar una penetración anal [que ya había sido descrita con detalles exactos por la propia víctima de la violación anal], la Sala acabó su argumentación con una pirueta torera: «Desde otro punto de vista, en forma alguna se ha acreditado que el procesado presente tendencias homosexuales». Un cambio de tercio que daba por olvidado todo lo dicho y, para colmo, omitía cualquier referencia al detallado informe pericial del psiquiatra Mariano Marcos Bernardo de Quirós, que sí hablaba de las tendencias homosexuales de don Ignacio Ruiz.
El doctor Mariano Marcos, tras mantener varias entrevistas en profundidad con el sacerdote, describe a don Ignacio como una personalidad siempre sometida a su madre y con notables deficiencias en su proceso de maduración. Este psiquiatra, entre las conclusiones de su dictamen, afirma que «su identidad psico-sexual se realiza a través de identificaciones con objetos desexualizados alcanzando así sólo una parcial e incompleta identidad psico-sexual masculina (…) desde estas perspectivas podemos entender una posible relación no heterosexual: no por la búsqueda de objetos homosexuales, con los que él se identificaría, sino más bien como consecuencia de un fracaso en la propia discriminación psico-sexual que le llevaría, por tanto, a no discriminar tampoco los posibles objetos sexuales, como comentario clínico cabría sospechar tendencias homosexuales …[131]
»Vemos en D. Ignacio Ruiz Leal —prosigue este informe pericial psiquiátrico en sus conclusiones— un déficit de este proceso [se refiere a la adquisición del primer código social de conducta, base que permite al niño discriminar entre aquello que le es permitido y aquello que le está prohibido], posteriormente él lo sustituye o complementa adquiriendo códigos provenientes de su educación social y religiosa, sin embargo admitimos como posibles la presencia de “fallas o huecos” en su estructura mental, por los que pudiera ceder a necesidades biológicas instintivas o psicológicas pulsionales de una manera transgresora e impulsiva, donde las pulsiones no se detendrían debido a la ausencia o debilidad de ese código o censura psicológica que, en un momento [determinado], puede detener y guiar de forma adecuada socialmente cualquier deseo pulsional, mientras que en este caso la pulsión se satisfacería sin tener en cuenta la realidad externa, es decir el mundo real [y sus normas y consecuencias]».
Ante este elocuente dictamen —y en el mismo acto ante el juez instructor— el médico forense del Juzgado, Juan Ángel Martínez Jareño, que ni había explorado en profundidad al sacerdote, ni poseía especial cualificación psiquiátrica, defendió vehementemente la absoluta normalidad del desarrollo de la sexualidad de don Ignacio y pretendió desautorizar al doctor Marcos con el argumento de que el enfoque psicodinámico —que ha sido fundamental para el desarrollo de la psiquiatría y la psicología modernas— no era correcto para explicar la formación y desarrollo de la personalidad. El médico forense Martínez Jareño, crítico ilustre aunque demostrara ser un hombre más ducho en cuestiones de fe que de ciencia, había sido ya proverbial para el sacerdote cuando, meses antes, le había dictaminado una fimosis inexistente… aunque imprescindible para la estrategia de la defensa del padre Ignacio.
Volviendo a la sentencia que estamos comentando, dado que los magistrados gozan de libertad en la apreciación de las pruebas[132], la Sala no dio credibilidad a las declaraciones de las tres víctimas (a pesar de que demostraron un conocimiento exacto del domicilio del cura y se reafirmaron una y otra vez en los detalles fundamentales de sus historias), ni tomó en cuenta las pruebas y testimonios que avalaban la posible veracidad de los hechos enjuiciados[133]… aunque sí consideró muy importante el testimonio de un cuidador de ASPADEC que compareció ante el Juzgado «por problemas de conciencia» y declaró que había oído cómo Juan Andrés (la víctima de la violación) negaba los hechos. Quizá no fuera baladí —ni ajeno a su conciencia— señalar que tan noble ciudadano es profundamente católico… y que no había logrado la prolongación de su contrato laboral con ASPADEC antes de que sucedieran estos hechos.
El fallo de la sentencia fue, obviamente, la absolución del sacerdote Ignacio Ruiz en virtud del precepto constitucional de la presunción de inocencia. «Aun admitiendo la existencia de algún indicio —concluye la sentencia tantas veces citada—, como puede ser el del conocimiento de la vivienda por los supuestos ofendidos, falta el nexo que enlazara tal conocimiento con el comportamiento que se atribuye al procesado, por lo que procede no hacer un pronunciamiento condenatorio en base al referido principio constitucional».
El juicio había empezado el 13 de diciembre, día de Santa Lucía, una santa que, según la Iglesia Católica, es portadora de claridades y magisterios, amén de protectora de los asuntos de la vista. Y la sentencia fue dictada en otra fecha no menos simbólica ni elocuente: el 28 de diciembre ¡día de los Santos Inocentes! Un guiño que monseñor Guerra Campos sin duda valoró en su justa medida, máxime cuando provenía de magistrados tan ilustres como los señores Vesteiro, Teruel y Bahíllo, bien conocidos en Cuenca por su profunda religiosidad y respeto a las tradiciones.
Pero el culebrón del padre Ignacio Ruiz Leal no acabó en un tan glorificado acto jurídico. Los recursos de casación planteados por el Ministerio Fiscal —avalado por la junta general de fiscales del Tribunal Supremo— y por la letrada de ASPADEC, provocaron una contundente sentencia del Tribunal Supremo que anuló la dictada por la Audiencia de Cuenca y obligó a repetir el juicio.
Han de estimarse los motivos primeros de ambos recursos [por quebrantamiento del principio de publicidad] de las acusaciones y casarse la sentencia por ese quebrantamiento formal —ordenó el Tribunal Supremo[134]—. El procedimiento ha de reponerse al momento procesal de la infracción celebrándose de nuevo el juicio oral conforme a la ley, de acuerdo con lo expuesto. Por elemental garantía de imparcialidad objetiva, habrá de ser distinta la composición de la Sala que va a ver y fallar el asunto.
El padre Ignacio Ruiz volvía a ser un presunto culpable ante la sociedad; debía volver a ser juzgado, pero esta vez aireando sus vergüenzas en público; y, lo que parecía aún peor, su nuevo juicio no podrían repetirlo aquellos magistrados que tantos desvelos se tomaron para que la Iglesia obtuviese su justicia. La noticia sentó como un mazazo en el bando clerical y, como última vía para anular la orden del Tribunal Supremo, acudieron al recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional[135].
Como el tiempo pasaba, los magistrados de la Sala no se abstenían[136] y el caso seguía en vía muerta, Araceli de la Fuente Soliva, letrada de ASPADEC, presentó lo que en términos jurídicos se denomina un incidente de recusación contra los magistrados Joaquín Vesteiro Pérez y Humberto Bahíllo Rodrigo [Teruel Chamón, el tercer firmante de la polémica sentencia está actualmente en la Audiencia Provincial de Valencia], para que fueran apartados definitivamente de este caso[137].
Estando así las cosas, llegó la sentencia del Tribunal Constitucional que, como no podía ser de otra forma, ratificó la orden de repetir el juicio con otros magistrados. La más alta instancia de la nación no admitió el recurso de amparo del sacerdote «por carencia manifiesta de contenido (…) y puesto que este pronunciamiento [se refiere a la sentencia del Tribunal Supremo], lejos de atentar a la imparcialidad o de aparecer como irracional o arbitrario, responde precisamente a la legítima necesidad de preservar la garantía institucional de la imparcialidad judicial, en su dimensión objetiva».[138]
Pero ni aun así. En el momento de redactar este capítulo, los magistrados Vesteiro y Bahíllo —a quienes falta poco para jubilarse— se resisten numantinamente a que otros jueces analicen las aventuras sexuales del padre Ignacio Ruiz Leal. Probablemente deben encontrar en su inquebrantable fe católica la razón que ya todo el mundo les ha quitado.
El sacerdote Ignacio Ruiz Leal sigue actualmente con su vida normal dentro de la Iglesia. A nadie parecen importarle demasiado las supuestas vejaciones sexuales que, en 1989, sufrieron tres deficientes psíquicos con mentalidad de niño. La caridad cristiana, según demuestran este y otros casos parecidos, obliga a los obispos a mirar lejos de la bragueta de sus sacerdotes.
El padre de Andrés S. F., uno de los disminuidos, agente de la Guardia Civil y, por ello, conocedor de los usos sancionadores de su comunidad, se curó en salud cuando afirmó:
«Estoy convencido de que, si es culpable [el sacerdote], la Justicia le condenará, y si no [le condenan], la justicia de arriba se encargará de hacerlo».
Pero, viendo tal como han ido las cosas, es casi seguro que cuando Andrés estaba en casa del padre Ignacio Ruiz, «probándose ropa», Dios también giró la cabeza para mirar hacia otra parte.