El padre Francisco, sacerdote y miembro de una congregación religiosa, es un hombre joven que nunca ha querido renunciar a ninguno de los dos pilares vitales que le hacen ser una persona distinta para el común de las gentes: su intensa vocación religiosa y sacerdotal, y su opción homosexual. Francisco cree que la vida consagrada y la prédica del Evangelio no son —ni deben ser— incompatibles con el uso de cualquier opción sexual adulta.
El testimonio de este sacerdote, que reproducimos a continuación, es el de uno cualquiera de los muchísimos sacerdotes y religiosos/as españoles que viven su opción homosexual de una forma madura y sana, una situación a la que nunca ha sido fácil llegar. Si aceptarse como homosexual ya suele llevar a arrostrar muchas dificultades entre la sociedad civil, hacerlo cuando uno es religioso católico supone tener que superar un mar de conflictos psicológicos —y de presiones sociales y dogmáticas— del que pocos llegan a salir indemnes.
«Mi proceso ha sido sencillo desde la infancia —cuenta el padre Francisco en su informe[118]—. No hay en él ningún momento especialmente ruidoso: ni grandes conversiones, ni hechos espectaculares. Nací hace 39 años en el seno de una familia obrera y católica practicante. Mis primeros años transcurrieron con la más absoluta naturalidad, junto a mis dos hermanas menores. La escuela parroquial a la que iba me vinculó a todos los movimientos eclesiales destinados a los niños y a los doce años ya manifesté mi deseo de ingresar en un seminario menor, pero la muerte de mi padre y, dos años después, el traslado a otra ciudad, aplazaron el inicio del noviciado en una congregación religiosa hasta que no tuve 16 años.
»Durante aquellos días, con anterioridad a mi ingreso en el seminario menor, cuando tenía alrededor de los 14 años, comencé a intuir mi homosexualidad pero, evidentemente, no lograba comprender qué me estaba sucediendo. Se lo comenté rápidamente al cura de mi parroquia y él me acogió muy afectuosamente. Nunca me hizo sentir culpable ni enfermo. Aquel buen cura supo acompañarme muy evangélicamente y, para mí, la confesión nunca me resultó un trauma, tal como tanto oigo afirmar a la gente de mi generación, sino que, por el contrario, era un momento de libertad, interiorización, discernimiento…
»Una vez iniciado el noviciado ya no volví a pensar demasiado en mi homosexualidad. La ilusión de los primeros tiempos y el descubrimiento vitalizante de la vida religiosa ocupaban todos mis espacios disponibles. Entonces creía sinceramente que la homosexualidad no me impediría ser fiel a mi consagración. Y, de hecho, no llegó a convertirse en un problema hasta que llegué a los cursos de magisterio.
»Fuertemente presionado por la concepción que la sociedad y la Iglesia en general tenían sobre la homosexualidad, no me atrevía a confesar mis sentimientos a nadie, y eso me angustiaba muchísimo. A menudo me preguntaba si mi vocación era verdaderamente auténtica y, si lo era, tal como yo pensaba, por qué el Señor permitía que tuviese aquellas tentaciones. Sentía atracción física por algunos compañeros de clase y eso me hacía sufrir mucho.
»Los confesores que fui encontrando en aquella época, con toda su buena voluntad, me hablaban de pecado, de enfermedad, de desviaciones… y yo me encontraba terriblemente solo en medio de amigos a los que quería. La falta de afecto se convirtió en algo insoportable; sobre todo cuando, tembloroso y asustado, lo buscaba en algunas ocasiones que se me presentaban en lugares siniestros. De aquel tiempo de formación lamento no haber tenido una educación afectiva y sexual seria, pero no culpo a los superiores puesto que ellos tampoco la tuvieron. Considero que todo esto fue fruto de un tiempo, y yo fui uno de los tantos que pagamos las consecuencias de esa situación institucional.
»El sufrimiento de mi drama particular se alargó hasta los 23 años, edad en que, al empezar los estudios de Filosofía y Teología, empecé a conocer nuevos ambientes y profesores, y decidí afrontar el problema cara a cara. Uno de los profesores me aconsejó que abandonase la idea de ordenarme sacerdote, pero yo, en cambio, pensaba que todo era una prueba de Dios para madurar en la vocación. Fue entonces cuando comencé un largo peregrinaje por las consultas de psicólogos y psiquiatras que no hizo más que aumentar mi confusión. Alguno de ellos hasta llegó a asegurarme que con fuerza de voluntad “podía llegar a vencer esa anomalía”, y yo me lo creí. Desde entonces la homosexualidad se convirtió en mi gran enemigo, en fuente de luchas incontables, salpicadas de constantes caídas y superaciones, y de un miedo creciente ante la posibilidad de llegar a ser un mal sacerdote.
»Lo curioso de aquellos días —Dios me llevaba cogido de la mano—, es que en ningún momento dudé de la llamada al ministerio y, luchando desesperadamente, llegué por fin al momento de mi ordenación. Era ya sacerdote, pero mi corazón siguió terriblemente angustiado hasta que una conversación con otro cura, desconocido para mí, comenzó a darme luz.
»Fue en un atardecer de otoño cuando, en el pequeño pueblo en el que yo residía entonces, se presentó un sacerdote a dictar unas conferencias a un grupo que estaba haciendo ejercicios espirituales. Yo pasaba por un estado anímico muy grave y, desolado como estaba, decidí abrirle mi corazón, a lo que él, con un respeto e inteligencia que aún hoy me conmueve, me respondió: “Mira, la homosexualidad es tu compañera de camino, y lo será hasta la muerte. De ti depende que sea una buena compañera o, por el contrario, que te amargue la vida. Aprende a convivir con ella.”.
»De esta manera comenzó un proceso de autovaloración y de aceptación de la realidad y, con él, una nueva forma de relacionarme con Dios y con los demás. Empecé a comprender que la homosexualidad no era una prueba del Señor, ni menos aún representaba un castigo, una enfermedad o una cruz. Con el tiempo, hasta llegué a saber valorar mi homosexualidad como un regalo de Dios. No fue nada fácil, naturalmente.
Y le debo mucho más a la ayuda de aquel sencillo cura que a todos los psicólogos y psiquiatras con su ciencia.
»La nueva concepción de mi vida me llevó a interesarme por el mundo de la homosexualidad: a leer sobre el particular, a escuchar a otros, a comentar sin miedos… y, finalmente, sin haberlo pretendido, a trabajar intensamente con algún joven que había venido hasta mí en busca de la paz de Cristo. Así fue formándose un grupito de chicos y chicas, gays y católicos, que fue aumentando progresivamente. Cuando me trasladé a la gran ciudad en la que resido actualmente continué con este tipo de acompañamiento con otra gente que iba llegando. Se trataba de jóvenes con mucho fondo, con grandes inquietudes de fe y con un deseo enorme de conciliarla con su opción sexual. En la medida de mis posibilidades, quería evitarles el calvario que yo había pasado.
»Dentro de la Iglesia Católica siempre me he encontrado como en casa. Es mi comunidad y la quiero, pero por esta misma razón me hace tanto daño el ver que la jerarquía de la Iglesia manifiesta un conocimiento tan reducido del hecho gay. Estoy seguro de que el Señor nos hará ir descubriendo, a todos los miembros de la Iglesia —de las iglesias cristianas—, cuál ha de ser nuestra actitud con respecto a la realidad homosexual. Creo que el Espíritu está presente en la Iglesia y que, a la larga, el diálogo y la fraternidad triunfarán».
La realidad que acaba de describir el padre Francisco —eso es la aceptación madura de la propia homosexualidad y su práctica adulta y sana—, sin embargo, tal como ya comentamos en el apartado anterior, no parece ser la pauta dominante entre el clero actual. Muchos sacerdotes viven atormentados por una homosexualidad que no pueden reprimir, ni controlar, ni expresar abiertamente, con lo que acaban protagonizando historias escabrosas como las que relatamos en los apartados siguientes.