14
LAS PRÁCTICAS HOMOSEXUALES ENTRE EL CLERO CATÓLICO

La Iglesia, en su documento titulado Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, aprobado en 1986 por el papa Wojtyla y firmado por el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), condena tajantemente no sólo la práctica homosexual sino también su mera inclinación.

La condena está hecha con evidente irracionalidad y cae de lleno en lo acientífico y anticonstitucional cuando afirma lo que sigue: «el homosexual manifiesta una ideología materialista que niega la naturaleza trascendente de la persona humana, como también la vocación sobrenatural de todo individuo»; «la práctica de la homosexualidad amenaza seriamente la vida y el bienestar de un gran número de personas»; «la homosexualidad pone seriamente en peligro la naturaleza y los derechos de la familia»; «la actividad homosexual impide la propia realización y felicidad, porque es contraria a la sabiduría creadora de Dios» y un largo etcétera de afirmaciones de parecido tenor, que llegan al despropósito de señalar que, cuando la «actividad homosexual es tomada por buena», nadie puede extrañarse de que «aumenten los comportamientos irracionales y violentos»…

La profunda y venenosa visceralidad con que los jerarcas de la Iglesia Católica abordan la cuestión de la homosexualidad contrasta significativamente, sin embargo, con el gran número de homosexuales que hubo, hay y habrá entre el clero católico. El que la Iglesia denominó crimen pessimum, es un comportamiento sexual muy querido para una cuarta parte o más de los sacerdotes.

Valorar la cifra de curas homosexuales no resulta fácil, pero es de destacar la proximidad de los porcentajes —siempre muy elevados— que ofrecen todos los que han estudiado este tema. En diferentes estudios clínicos o sociológicos se citan índices de homosexualidad que oscilan entre el 30% y el 50%% del clero católico. Porcentajes que son equiparables a los detectados en iglesias hermanas como pueda ser, por ejemplo, la Iglesia de Inglaterra, en la que, según un estudio realizado entre el clero de la zona de Londres, un 40% del total de sus ministros son homosexuales[112].

En una investigación realizada por la propia Iglesia Católica en la diócesis canadiense de San Juan de Terranova, en 1990, se llegó a la conclusión de que el 30% de los curas de la misma eran homosexuales (y también demostró que su arzobispo Alphonsus Penney, que fue forzado a dimitir, había encubierto los abusos homosexuales cometidos por más de veinte sacerdotes sobre unos cincuenta menores, alumnos de un colegio de esa ciudad).

Hubertus Mynarek, teólogo y psicólogo, apunta que «un cálculo por encima (sobre la base de los casos que me son conocidos), a la vista de la tendencia dominante hacia el mismo sexo entre los sacerdotes católicos, indica que aproximadamente una tercera parte [33%] de ellos son principal o exclusivamente homofílicos u homosexuales».[113]

Michael Sipe, sociólogo y psicólogo, afirma —en su libro En busca del celibato— que el 20% de los sacerdotes católicos norteamericanos son homosexuales, y que la mitad de ellos son activos. En Estados Unidos, en 1990 ya se conocían más de treinta casos de sacerdotes homosexuales que habían fallecido a causa del sida.

Los datos recogidos durante la investigación realizada para escribir este libro me inclinan a valorar también en alrededor de un 20% del total el porcentaje de sacerdotes que han mantenido o mantienen algún tipo de relación homosexual, ya sea ésta habitual o esporádica, o realizada como actividad sexual excluyente o complementaria. Y, de ellos, en torno a un 12% serían estrictamente homosexuales (con tendencia exclusiva a mantener relaciones sexuales sólo con varones, ya sean éstos mayores o menores de edad).

Si tenemos en cuenta que, entre la población en general, la media de varones con tendencia exclusiva hacia la homosexualidad se cifra entre un 4% y un 6% del total, los porcentajes estimados para el clero son anormalmente altos, aunque no por ello injustificados ni difíciles de explicar.

Tres bloques de elementos pueden justificar, en buena medida, la razón por la cual entre el clero católico existe el doble o el triple de homosexuales que entre el resto de la sociedad. A saber:

1) Las circunstancias estructurales de la propia Iglesia Católica —cuyas consecuencias ya analizamos en capítulos anteriores—, que inciden sobre la formación de los sacerdotes potenciando estructuras de personalidad inmaduras, problemas de definición psico-sexual, limitaciones serias para poder entablar relaciones normalizadas de confianza y afecto con figuras femeninas, etc.

2) Los conflictos de personalidad derivados del crecimiento en el seno de familias católicas muy represoras, moralistas y culpabilizadoras (con especial incidencia negativa del apego psicopatológico a un cierto perfil de madre, tal como ya vimos en el capítulo 5).

3) El aislamiento físico y emocional en un universo de varones donde la mujer y lo femenino son satanizados, mientras que todo lo masculino resulta glorificado, y donde no hay otra posibilidad para la gratificación de la dimensión afectiva y erótica que la relación, en cualquier grado de intensidad, con los compañeros varones.

«El enemigo número uno en la formación eclesiástica del sacerdote —mantiene el teólogo Hubertus Mynarek[114]— es y continúa siendo la “mujer”. No resulta extraño que algunos candidatos al sacerdocio busquen y encuentren una salida en los contactos con personas del mismo sexo. En esto debemos tener en cuenta la siguiente diferencia: hay jóvenes con una caracterizada tendencia homofílica, que precisamente ingresan en el seminario sacerdotal porque, desde el principio, sospechan de la existencia allí de gran número de jóvenes con sus mismas inclinaciones. Los internados, seminarios, conventos y prisiones son lugares privilegiados para contactos con personas del mismo sexo, en el más amplio sentido de la palabra. Otra categoría la forman aquellos jóvenes que son de tendencia heterosexual, pero para quienes la homofilia y la homosexualidad se convierten en una válvula de sustitución para la relación con el otro sexo, reprimida y prohibida por parte de la Iglesia».

No parece desacertada la apreciación de Mynarek cuando afirma que algunos jóvenes católicos ya homosexuales acuden al seminario en busca de iguales; pero probablemente sería más exacto hablar de jóvenes católicos pusilánimes y afeminados que, moldeados por una madre castradora[115] y presionados —por esa razón— por un entorno machista, acaban por encontrar un refugio en un ambiente clerical, protector y varonil, que, con el tiempo, le generará definitivamente su orientación homosexual.

«Yo entré en el seminario a los 21 años —me confesaba Rafael, un sacerdote malagueño[116]— y era tan virgen como la nieve… o casi. Mi única experiencia del sexo era la masturbación, y la realizaba pensando en chicas, aunque por mi terrible timidez nunca llegué a salir con ninguna; pero eso tampoco me afectaba demasiado. A los 19 años decidí hacerme cura, que era algo que a mi madre siempre le había gustado, pero como no quería precipitarme, tardé aún un par de años en ingresar en el seminario.

»Me costó un poco aceptar todo aquel mundo, pero al cabo de unos seis meses me empecé a sentir tan a gusto entre mis compañeros que mi carácter fue cambiando y empecé a abrirme a los demás, cosa que nunca antes había podido hacer. Allí seguía masturbándome, bastante menos que antes, eso sí, pero de a poco dejé de hacerlo pensando en mujeres; las charlas que nos daban sobre el sexo y la mujer me hicieron empezar a verla como una especie de ente borroso y hasta aborrecible, como una tentación sutil pero poderosa que podía apartarme de mi misión para con el reino de Dios.

»Un día, finalmente, me di cuenta de que me estaba masturbando pensando en un compañero de curso con el que había llegado a intimar mucho. Y me asusté tanto que paré de golpe. Eso es cosa de maricones —me dije— y yo no lo era, pero algo me estaba pasando. No pude seguir masturbándome, pero tampoco pude dejar de pensar en lo atractivo que me resultaba mi compañero.

»Pasé meses enteros aterrorizado, sin atreverme a confesar a nadie lo que me estaba sucediendo: ¡me había enamorado de un hombre! y lo peor era que no me parecía mal del todo, pero no sabía qué hacer ni por dónde salir. Mi confesor me lo notó, pero yo se lo negué y le insistí en que mi problema eran las mujeres. Él no debió creerme nada y me largó un discursito benevolente sobre lo natural que había sido la homosexualidad en la historia del hombre; “léete el libro segundo de Samuel y a lo mejor te sorprendes” me dijo. Los consejos que me dio me tranquilizaron mucho —tiempo después sabría que él era homosexual— y comencé a aceptar mis sentimientos poco a poco.

»Conforme fui relajándome, encontré el valor para confesarle mis sentimientos a mi amigo. Él se puso a reír y luego me abrazó y me besó en la mejilla. Ya lo sabía, él ya lo sabía, parece que lo sabía todo el curso excepto yo mismo; me dijo que hacía un mes que había roto con su novio —otro compañero de curso— porque él también se había enamorado de mí. En el seminario tuve mi primera relación homosexual y las sigo teniendo hoy como sacerdote que soy y seré. Ahora ya no podría renunciar por nada del mundo ni a mi condición de homosexual ni al ministerio sacerdotal».

Historias como ésta, muy abundantes entre el clero, hacen pensar que, en cualquier caso, la dinámica formadora de futuros sacerdotes en la Iglesia Católica es antes una vía para fabricar nuevas orientaciones homosexuales que no un simple receptáculo de acogida para gays huérfanos de ambiente.

En 1987, durante los días que pasé grabando largas horas de entrevistas para escribir la biografía —aún inconclusa— del sacerdote Juan Manuel R. L. —homosexual y prostituto, aunque considerado como un santo varón por todos sus feligreses, que había sido corrompido, durante años y desde su niñez por el cura de su pueblo—, éste me contaba escenas como la que sigue:

«Durante aquellos años [segunda mitad de la década de los años setenta] hubo mil anécdotas definitorias de la doble vida que se lleva habitualmente dentro de los seminarios. En una ocasión, por ejemplo, recuerdo que me topé, casi ya en la puerta de salida, con otro muchacho que se deslizaba tan silenciosa y sigilosamente como yo. Después de rehacernos mutuamente del sobresalto me preguntó que adónde iba a esas horas de la noche.

—Es que tengo que hacer un recadito de pastoral —le dije con la más absoluta normalidad.

—Una pastoral un poco tarde, ¿no? —me objetó con una más que fingida expresión de sorpresa.

—Sí, pero es que siempre hay gente que te necesita —le contesté—, y ya sabes que vamos para sacerdotes y nuestra misión pastoral no debe entender de horarios. ¿Y a dónde vas tú?

—Pues a algo parecido a lo tuyo —comentó pacificador—, tengo que hacer una visita para ayudar a un alma necesitada.

»Nos marchamos cada uno por un lado, pero dos horas después nos volvíamos a encontrar, esta vez en un conocido lugar de ligue homosexual. Ese día me di cuenta de que no estaba solo, de que no era la única alma podrida de aquel seminario. Con el tiempo vería por mis propios ojos que éramos muchos los que íbamos a esos peculiares recados de pastoral. Descubrir esta realidad redujo sustancialmente mi carga de culpabilidad».

Sin embargo, aunque la formación clerical tiene mucho que ver con la etiología de miles de comportamientos homosexuales, la madre Iglesia rechaza vehementemente no ya su responsabilidad en el tema, sino su mismísima existencia. La jerarquía católica pretende ignorar el comportamiento de cerca de una cuarta parte de sus sacerdotes, pero no lo desconoce, ni mucho menos.

A pesar de que el Código de Derecho Canónico impone a los reos de homosexualidad la pena de infamia —pérdida del honor en sentido canónico—, la suspensión sacerdotal y la expulsión de la Iglesia (también para el caso de los creyentes laicos), la realidad es que la legión de sacerdotes católicos homosexuales no sufre castigo alguno mientras mantenga sus prácticas sexuales en la más absoluta reserva.

Sirva como anécdota la llamada de atención que el arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Carles, le hizo a un grupo de gays católicos que publicaron —y firmaron como tales— un anuncio proclamando una misa para un sacerdote homosexual que acababa de fallecer: «está muy bien que hagáis misas —les vino a decir— pero no es bueno que la gente se entere de lo que no debe».

La discreción a la que se debe el sacerdote homosexual —muy superior a la que deben observar sus compañeros que se acuestan con mujeres—, la presión culpabilizadora que recibe desde la doctrina católica y la amenaza del siempre potestativo castigo canónico hacen de esos curas, en general, personas más angustiadas y cargadas de neurosis. Los casos en que la homosexualidad se vive de una forma madura y sana —como el citado de Rafael, o el de Francisco, que veremos en el capítulo siguiente—, son bastante excepcionales.

La presión ejercida desde la propia jerarquía católica más la marginación social que todavía estigmatiza al homosexual hacen que esos sacerdotes se vean forzados a menudo a buscar su satisfacción erótica abusando de menores. Éste es un dato que, si bien no exculpa al cura que abusa de un menor, sí debe servir para entender mejor los motivos que le llevaron a cometer tal delito; y, también, para extender la responsabilidad moral de tan reprobable acto hasta la propia cúpula eclesiástica, que mantiene a ultranza un sistema represor perjudicial para todos.

Por algún motivo que se nos escapa, aunque sin duda lo conoce y emplea con rentabilidad la jerarquía católica, resulta significativo el elevado número de sacerdotes homosexuales que existe entre los funcionarios de los tribunales matrimoniales eclesiásticos (en los que, también, como conocen perfectamente todos los abogados matrimonialistas, abundan las corruptelas económicas y no faltan las proposiciones sexuales a mujeres).

Es anecdótica, pero descriptiva, la frase que pronunció hace algunos años un funcionario de uno de los más importantes tribunales eclesiásticos: «el único hombre que hay allí [en el Tribunal] soy yo», afirmó el sacerdote ante unos amigos. Quizá no en balde, a su jefe, respetado en sociedad y en el mundo académico como «don Francisco», se le conoce también como «la Paca».

El padre Juan Manuel R. L. que, a principios de la década de los ochenta, fue amante de un obispo católico en Puerto Rico, me contó la historia de la negra Isabel.

Isabel, o la negra Isabel, tal como la llamaba todo el mundo, era la conocidísima dueña de un burdel y, cuando murió, dejó toda su herencia al obispado. Pero, a pesar de haber legado todo su dinero al obispo, éste se negó a darle sepultura cristiana alegando que la mujer había sido una pecadora pública. Ante esa situación, los curas de la diócesis, clientes en su mayoría del prostíbulo de Isabel, se revolvieron contra su obispo y le amenazaron con hacer pública su vida de pato [homosexual] si no permitía que la enterraran en un cementerio católico. Y allí reposa actualmente la negra Isabel, claro está; aquel obispo tenía demasiado que ocultar, y mucho que perder si seguía negándose.

El teólogo Hubertus Mynarek, varias veces citado a lo largo de este trabajo, hace un buen resumen de la situación por la que atraviesan los sacerdotes católicos homosexuales cuando afirma lo que sigue[117]:

«Los homoeróticos forman un campo objetivamente fértil para la manipulación por parte del poder eclesiástico. Su servilismo, su renuncia a todo despliegue individual que se aparte de las normas educativas de la Iglesia, su renuncia a todo uso de la autonomía e incluso de la rebelión, resultan especialmente notorios. Su temor a ser descubiertos les conduce a una represión hipertrofiada, a una creciente represión neurótica del propio comportamiento sexual, a una agresión, por así decirlo, de carácter sádico-masoquista contra sí mismos y contra la propia esfera de sus impulsos.

»Nada tiene de extraño que, sobre esta base y tras la salida del seminario y la ordenación sacerdotal, se llegue a frecuentes corrupciones de menores por parte de sacerdotes homosexuales. La energía sexual, remansada, reprimida, vuelta sobre sí misma durante tantos años, surge entonces en los encargados de ejercer la acción de padre espiritual, no haciéndolo ya directamente bajo los ojos de los encargados de su formación espiritual, y busca un anhelado desquite para su propia represión, encontrando su víctima entre individuos jóvenes y sumisos».