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EL SILENCIO DE LOS OBISPOS: O CUANDO FRANCISCO ANDREO, PEDRO CAÑÉ Y OTROS APÓSTOLES DEL SEXO CON MENORES Y ADOLESCENTES LOGRARON LA IMPUNIDAD

La historia de Albert Salvans y sus tropelías sexuales y sectarias no fue un acto aislado, ni mucho menos. Forma parte de un escándalo mayúsculo que tanto las familias afectadas como el episcopado barcelonés se han cuidado muy mucho de ocultar a todo el mundo.

El origen del caso se sitúa en la llamada Casa de Santiago, una residencia-seminario ideada por el cardenal Narcís Jubany para fomentar las vocaciones sacerdotales tardías. Al frente de la misma puso al sacerdote Alfred Rubio de Castarlenas y éste, a finales de la década de los setenta, decidió reorganizar la Casa de Santiago bajo una estructura piramidal.

Entre la media docena de formadores que Rubio incorporó al seminario estaba Francesc Andreo García, sacerdote de 38 años que había desarrollado una activa labor entre los jóvenes de parroquias de la periferia barcelonesa como la de Santa Coloma (Santa Coloma de Gramanet) y la de Santa María (Badalona).

Alfred Rubio es un conocidísimo sacerdote barcelonés, licenciado en Filosofía y Teología y doctor en Medicina, padre teórico del realismo existencial, una peculiar filosofía de la vida que se promueve desde entidades como Universitas Albertina o el Ámbito de Investigación y Difusión María Corral, y propagador de una discreta «doctrina del desnudamiento espiritual y físico ante Dios» que postula, en sus últimas consecuencias, hábitos sexuales promiscuos y dinámicas de vida comunitaria sectarias. De su mano e inspiración nació también un sistema organizativo basado en casas y casitas que ha dado lugar a diversidad de entidades que, salidas de la Casa de Santiago, han expandido su peculiar doctrina entre sacerdotes y familias católicas catalanas.

Paco Andreo, fiel seguidor de las doctrinas de Rubio, organizó rápidamente su área mediante un sistema de cuatro casitas —células o grupos— autónomas entre sí, y puso a otros tantos jóvenes al frente de las mismas. Así entraron en escena Albert Salvans Giralt, Pere Cañé Gombau, Lluís Bulto Serra y Jesús Navarro Lardies, todos ellos discípulos de Andreo en la parroquia badalonesa de Santa María, con edades comprendidas entre los 22 y los 25 años, y sin vocación sacerdotal por aquellos días (Cañé, por ejemplo, tenía novia formal).

Después de un tiempo de estudios, los cuatro fueron ordenados diáconos y, en calidad de tales, empezaron a trabajar en diferentes parroquias. Salvans fue destinado a la parroquia de Sant Pius X —como ya vimos en el capítulo anterior—, Cañé a la de Sant Doménec de Guzmán, Navarro a la de Santa María (Vilafranca del Penedés), y Bulto se quedó en su parroquia originaria de Badalona.

Los jóvenes diáconos comenzaron a organizar grupos idénticos en cada una de las parroquias, y también a extender el concepto sui géneris de «crecimiento personal» de Alfred Rubio y de Paco Andreo, materializado organizativamente en la constitución, en 1981, de la asociación Nous Camins, que es presidida por María Ángels Fornaguera, también discípula de Andreo en la parroquia de Badalona.

Cuando Paco Andreo tuvo problemas en Badalona —debido a las denuncias de algunas familias que se percataron de que sus hijos eran manipulados y dominados por el sacerdote— y fue trasladado a la parroquia de Sant Nicasi, en Gavá, por decisión de Narcís Jubany, nadie pareció reparar en que sus cuatro pupilos aventajados, que trabajaban con grupos parroquiales de postconfirmación (14 a 17 años) y aún con chavales de 12 años, estaban actuando de la misma forma que su maestro: llevaban a los menores a casas de colonias y reinterpretaban las Escrituras a su conveniencia para demostrarles que había «una nueva manera de vida cristiana».

Al igual que ya vimos en el testimonio de Asunción Pie sobre su relación con Albert Salvans, los diáconos modifican progresivamente la moral sexual de los menores hasta convencerles de que no se puede amar a los demás sino dándose plenamente, eso es en alma y cuerpo, manteniendo relaciones sexuales. Poco a poco, la dinámica manipuladora sectaria y despersonalizadora de los diáconos fue logrando que algunos jóvenes —a su mayoría de edad, o con permiso paterno cuando eran menores— pasaran a vivir con ellos en dos pisos que, aunque separados por sexos y con entradas diferentes, se comunicaban internamente.

En síntesis, la doctrina sexual propagada por el sacerdote Paco Andreo, tal como me la han explicado ex miembros del grupo, es un amasijo de dogmas que no persiguen otra cosa que la sumisión sexual de quienes los aceptan. Así, por ejemplo, se postula que «la pareja estable debe ser rechazada por ser una manifestación nefasta del egoísmo, que limita el dar amor a una sola persona, excluyendo a todas las demás».

El inicio de las relaciones sexuales, según ha enseñado Paco Andreo, «le corresponde solicitarlo al varón, ya que por naturaleza es más activo y menos constante [infiel], mientras que la mujer es más pasiva; por ello debe ser el varón quien decide con quién, cuándo y de qué manera quiere hacer el amor».

«El pastor de cada casita tenía el privilegio de desvirgar a las chicas —según me contaba una ex miembro del grupo de Pere Cañé[95]—; hasta antes de los 16 años sólo podías hacer el amor sin penetración, pero cuando llegabas a esa edad te decía “venga, que ya te toca”, y tenías el primer coito completo. Las relaciones sexuales se mantenían en el momento y lugar que el líder decidía; él escogía a la chica y cada una se sentía muy contenta por ello ya que, al haber fomentado previamente una gran competitividad entre nosotras, en éste y otros terrenos, la elección comportaba llegar a la cima de las preferencias del pastor. Mientras que a los chicos del grupo les podíamos negar una relación sexual, debíamos aceptar todas las que nos hacía el pastor».

En esos días, en cada una de las cuatro casitas había entre 10 y 15 chicas y 6 o 7 chicos. Y en las parroquias movilizaban a grupos de más de 20 jóvenes que se mostraban encantadísimos con aquellos diáconos tan abiertos y activos.

«Al principio te chocaba todo lo que ibas viendo —sigue contando la ex seguidora de Pere Cañé—, pero al ser un grupo tan atractivo te lo ibas tragando todo poco a poco. Los adultos del grupo presionaban y tutelaban en todo momento, era obligatoria la confesión permanente y teníamos que explicárselo todo al monitor. Había una gran seducción dentro del grupo. Te llamaban por teléfono continuamente, y si dejaban de hacerlo un día te sentías muy mal, como excluida. No se podían tener actividades o amistades fuera del grupo, así que vivíamos en una especie de aislamiento que acabó por repercutir muy negativamente en los estudios y en nuestra propia vida».

Cuando, en 1988, las familias de Asunción Pie y de su compañera Marta R. —como ya comentamos en el capítulo anterior— optaron por denunciar las prácticas de Salvans y de Cañé, muchos padres cerraron filas alrededor de ambos y negaron lo evidente.

Esas familias católicas, de clase media más o menos acomodada, siguen confiando aún, obstinadamente, en la limpieza del entorno en el que se desarrollan sus vástagos. Otros padres, aunque ya hace tiempo que intuyeron trastienda en los grupos organizados por los clérigos citados, han preferido seguir callando resignadamente y no alimentar un escándalo dentro de la Iglesia; «así veo a mi hija al menos una vez al mes —ha expresado un padre—, cuando viene a comer y a buscar el dinero que le paso para su manutención». Pero el silencio mayor, el mutismo más terrible y lacerante proviene del mismísimo corazón del episcopado barcelonés.

Joan-Enric Vives i Sicilia, nombrado obispo de Nona y auxiliar de Barcelona el 9 de junio de 1993, era, en la época de los hechos apuntados, el rector del Seminario Conciliar de Barcelona y conocía perfectamente a los seminaristas de la Casa de Santiago que, por otra parte, le informaban puntualmente de todo lo referente a las andanzas de Paco Andreo, sus diáconos, y los miembros de Nous Camins. El obispo Vives siempre se manifestó, privadamente, horrorizado por lo que estaba pasando y era contrario a la actividad de esta gente, pero jamás movió un dedo para impedir unos abusos sexuales de los que tenía cumplido conocimiento.

El cardenal Narcís Jubany, después de que le estallara en las narices el caso de Albert Salvans, llamó a su presencia a los otros tres diáconos y les hizo jurar ante la Biblia que ellos no habían hecho lo mismo que Salvans, y que no tenían nada que ver con Nous Camins, ni lo tendrían en el futuro. Todos hicieron juramento solemne, obviamente. Y Jubany, hombre de fe —aunque, como clérigo, sólo valore la palabra de sus colegas, pero no la de sus víctimas—, les creyó oficialmente.

Luego el tiempo se encargaría de demostrar cuán falsos habían sido aquellos juramentos: así, por ejemplo, la Junta Directiva de la asociación Nous Camins, ratificada el día 12-7-93, sigue contando aún con Francisco Andreo y con Pere Cañé entre sus vocales; y en la revista oficial de la entidad figuran Andreo, Cañé y Salvans como corresponsales de Nous Camins en Kenia, Estados Unidos y Gran Bretaña respectivamente, que publican algunos de los artículos de mayor peso de la citada revista.

Pero creer oficialmente que nada había pasado no impidió que el cardenal Jubany les abriera un expediente a cada uno, y también a Paco Andreo que, para darle un respiro a su obispo, aceptó su sugerencia de tomarse un año sabático y marcharse a las instalaciones que Nous Camins tiene en Kenia[96].

En medio de todo el escándalo —que se mantuvo en secreto de cara al exterior—, Jubany había autorizado, en mayo de 1988, la ordenación sacerdotal del diácono Jesús Navarro, contra el que no se había presentado ninguna denuncia formal, y le destinó a la misma parroquia de Vilafranca en la que había estado hasta ese momento.

El primer expediente incoado fue contra Albert Salvans, pero fue tal el desaguisado que, al recibirlo, Narcís Jubany puso el grito en el cielo contra su responsable, Joan Benito Tolsau, al que culpó de haberle dado el peor verano de su vida.

Y no había para menos: el sumario era informativo en lugar de instructivo y, por tanto, no tenía valor jurídico ninguno.

El cardenal Jubany había suspendido ya a divinis a Salvans, pero la medida disciplinaria nunca llegó a publicarse, ni tampoco a ejecutarse. Dado que una suspensión sólo puede derivarse de un sumario instructivo, pero jamás de uno informativo, el defecto formal cometido protegía a Salvans de su expulsión del clero.

El autor de tan providencial error, Joan Benito Tolsau, vicario judicial adjunto, era también sacerdote de la parroquia barcelonesa de Sant Joan de la Creu que, por una feliz casualidad, era la iglesia a la que asistían los seminaristas de la Casa de Santiago, ubicada a escasa distancia en la misma calle. Así todo quedaba en familia.

Cuando, en 1990, Jaume González-Agapito Granell se incorporó, como fiscal, al tribunal eclesiástico, tuvo que poner en orden todo este asunto, pero vio muy claro que era un proceso inútil, ya que Salvans podía recurrir la suspensión y ganar, y así lo manifestó; en respuesta se le encargó rehacer todo el expediente instructor y actuar… aunque se le ordenó amainar su ímpetu investigador por un tiempo. Con la jubilación de Jubany y la aún reciente llegada de Ricard Maria Carles Gordo al arzobispado, los aires más conservadores y clericales volvían a pintar bastos.

Las aguas parecían haber regresado a su cauce. Salvans había quedado marcado internamente como el único pecador del grupo, y el arzobispo Carles asumió el mismo planteamiento que se hizo su antecesor, Jubany, cuando expresó a sus colaboradores que: «por una manzana podrida no vamos a tirar todo el cesto; son jóvenes y quieren ser sacerdotes, así que vamos a darles un compás de espera de dos o tres años».

Mientras Navarro seguía ejerciendo de sacerdote, sus compañeros Salvans, Cañé y Bulto habían quedado a la espera de tiempos mejores. Y el cambio llegó, finalmente, en 1991, cuando el arzobispo Carles levantó el veto y autorizó que Lluís Bulto fuera ordenado sacerdote, pasando a ocupar su primer destino sacerdotal en la parroquia de Santa Coloma, la misma en la que, años antes, Paco Andreo había comenzado su ascenso entre los jóvenes. Sus otros dos compañeros quedaban en lista de espera para un próximo y discreto acceso a las órdenes mayores.

Pero, el día de su ordenación, en la iglesia de Santa María de Badalona, origen fundacional de Nous Camins, Bulto cogió el micrófono y, envalentonado, lanzó un discurso en el que profirió amenazas poco disimuladas contra «aquéllos que nos han perseguido y difamado».

La salida de tono —pero, especialmente, la ruptura del pacto de discreción— alarmó y enfadó al arzobispo Carles hasta el punto de hacer reabrir el sumario instructor para todos los miembros del grupo. Para Salvans y Cañé se había cerrado de golpe la posibilidad de ser ordenados en Barcelona, pero ambos hacía ya tiempo que movían sus contactos fuera de España.

Un año después, en 1992, Albert Salvans era ordenado sacerdote en Londres y Pere Cañé lo era en Wisconsin (Estados Unidos). Ambos habían entrado en la Iglesia Católica por una puerta falsa y, sin duda alguna, alguien les había dado, desde dentro, las llaves para poder abrirla.

Las diócesis respectivas de Londres y Wisconsin, en su día, oficiaron un escrito rutinario al arzobispado de Barcelona recabando antecedentes de Salvans y Cañé, pero esas cartas nunca se contestaron. El silencio tácito, según costumbre, hizo creer a la Iglesia Católica inglesa y a la norteamericana que no había obstáculos para la ordenación de los dos diáconos, por lo que procedieron a ello.

El cúmulo de errores beneficiosos para todos los implicados en este escándalo es tan enorme, que nadie en su sano juicio puede dudar ya de que, desde el arzobispado, se haya actuado con grave ligereza e irresponsabilidad en algunas ocasiones, con cobardía en otras más, y con vergonzosa astucia encubridora las más de las ocasiones.

Pere Cañé es miembro de una familia acomodada de Badalona, con buenas influencias y, en la época, profundamente implicada en la asociación Nous Camins —su padre era el tesorero y su hermana la psicóloga de la organización—, pero también ha contado siempre con buenos amigos en el arzobispado de Barcelona, como, por ejemplo, Jaume Traserra Cunillera, nombrado obispo de Selemsele y auxiliar de Barcelona el 9 de junio de 1993.

Jaume Traserra, desde su capital e influyente cargo de vicario general —tanto con Narcís Jubany como con el actual arzobispo Ricard Maria Carles—, recibió siempre con los brazos abiertos a Pere Cañé en los momentos más conflictivos, y no dudó en mostrarse como valedor suyo y de Nous Camins cuando hizo falta.

Así, por ejemplo, Jaume Traserra, un eclesiástico melómano y de gustos caros, fue quien, en una reunión de obispos, mantenida en septiembre de 1993, intentó detener la redacción de una nota oficial en la que se decía que Nous Camins no tenía nada que ver con la Iglesia y, al no lograrlo, se ofreció a escribirla él mismo, cosa que no hizo, naturalmente; aunque sí tuvo energías, poco después, para intentar parar de nuevo la publicación de la nota que el arzobispo había encargado redactar a otro. Había que guardar las formas, al menos, y salvar la imagen de la Iglesia ante posibles futuros escándalos. La nota se hizo pública el día 6 de octubre de 1993.

Perder el paraguas protector de la Iglesia le podía costar muy caro a Nous Camins, una asociación que, bajo la cobertura de diversos programas de ayuda al Tercer Mundo, maneja elevados presupuestos anuales —que oscilan entre los 30 y los 150 millones de pesetas, según fuentes de la Administración catalana, que en el momento de escribir estas líneas está investigando si es correcto o no el destino de las subvenciones que les ha concedido—, que son la base de subsistencia del grupo.

En medio de este complicado baile de intereses y de rencillas palaciegas, las denuncias han ido goteando de nuevo sobre la mesa del fiscal Jaume González-Agapito Granell que, con un exquisito secreto, tramita esta causa con la intención de llegar hasta las últimas consecuencias. Pero, seis años después de conocido el escándalo por la autoridad eclesiástica, todavía no se ha tomado medida canónica alguna[97].

Tal lentitud, en todo caso, contrasta vivamente con la rapidez con que, apenas reabiertos los expedientes, le llegó a González-Agápito una sabia y cristiana advertencia: «si le das salida a este asunto, no llegarás nunca a ser obispo».

Sin embargo, los implicados en uno de los escándalos sexuales más importantes de la Iglesia Católica española actual siguen ejerciendo el sacerdocio como si nada hubiese pasado, como si las varias decenas de jóvenes que presuntamente fueron corrompidos sexualmente, cuando eran menores, ya hubieran dejado de existir para la jerarquía eclesiástica.

En la curia de gobierno del arzobispado de Barcelona todos los prelados conocen perfectamente los detalles de esta historia de corrupción de menores, pero al menos cinco de ellos han tenido responsabilidad directa en su encubrimiento: los cardenales Narcís Jubany Arnau y Ricard Maria Carles Gordo, y los obispos auxiliares Carles Soler Perdigó, Jaume Traserra Cunillera y Joan-Enric Vives Sicilia.[98]

El silencio de los obispos, en casos como éste, ilegitima y desautoriza la propia integridad moral de la Iglesia como institución.