En 1984, al igual que hacían otras muchas niñas y niños, hijos de familias católicas, Asunción Pie, de 13 años, frecuentaba la parroquia barcelonesa de Sant Pius X; lo hacía desde unos tres años atrás y se sentía bien en aquel ambiente. Pero, por entonces, el párroco, Carles Soler Perdigó, encargó al dinámico diácono Albert Salvans Giralt la organización de la formación de los más jóvenes. Y las ideas más que peculiares de Salvans pronto se pusieron en práctica.
La atractiva convocatoria de un viaje cultural a Londres puso en contacto a Asunción Pie —Assun— con Albert Salvans, quien no tardó en convencerla para que se integrara de forma activa en el grupo de jóvenes que ya había puesto en marcha el diácono.
Carles Soler había dejado las manos libres al diácono Salvans para que organizara las cosas a su gusto, y éste así lo hizo, dirigiendo al mismo tiempo un grupo de jóvenes de la parroquia y otro del barrio. A la vuelta del viaje a Londres, Salvans seleccionó a unos determinados menores de la parroquia, nueve en total. Tres de ellos estaban etiquetados de problemáticos (Antonio, deficiente psíquico; Jordi, ex toxicómano; y José, que padecía importantes trastornos emocionales), pero el resto eran los más vivarachos, inquietos e independientes que pudo encontrar en el barrio: Lluís, Marc, Alex, Eulalia, Marta y Assun.
Salvans reunía cada día a su grupito —en especial a los seis últimos— en la parroquia y les daba charlas sobre cómo enfocar la vida como cristianos. La presencia en el grupo de los otros tres menores con problemas servía, principalmente, para justificar los viajes y excursiones, que se planteaban oficialmente como actividades lúdico-terapéuticas para ellos.
Albert Salvans supo camelar al grupo de menores y, poco a poco, adquirió un gran ascendiente sobre ellos. Todo era normal y agradable, y quizá por eso Assun no creyó a una adolescente de otro grupo cuando, en diciembre de 1984, le confesó que había tenido relaciones sexuales con el diácono Salvans y que éste le había propuesto practicar el sexo en grupo.
Los tres años que Asunción Pie pasó en el grupo del diácono Albert Salvans, en la parroquia de Sant Pius X, los resume ella misma en el testimonio siguiente[92]:
«Albert estuvo un año comiéndonos el coco sin que sucediera nada fuera de lo común, salvo sus personales interpretaciones de la doctrina cristiana que le llevaban a decirnos que, por ejemplo, “cualquier persona puede llegar a ser Dios como Jesús, puesto que Jesús no nació siendo Dios, sino que se hizo Dios”; o que “María no era Virgen, al menos en el sentido físico de la palabra, sino que tan sólo lo era espiritualmente”. Pero, pasado ese tiempo, Albert empezó a criticar con más fuerza a la Iglesia y a introducir el tema del sexo en sus charlas.
»—Tenéis que aprender a querer —nos adoctrinaba Albert— y como el sexo es el máximo exponente del amor, tenéis que aprender a hacer el sexo.
»Un día yo le pregunté:
»—Albert, ¿cómo ves tú el hacer el acto sexual a la luz de lo que dice la doctrina católica?
»—Practicar el sexo es otra manera de querer a la Iglesia —me respondió él.
»En sus charlas en la parroquia nos decía que en realidad todos somos bigenitales antes que bisexuales, es decir, que todos podemos funcionar con los dos sexos y que eso era el estado ideal al que debíamos aspirar. A la Iglesia, nos decía, tanto se la puede querer practicando relaciones heterosexuales como homosexuales o bisexuales.
»Poco a poco, nuestro grupo, que estaba en la órbita de la asociación Nous Camins[93], fue convirtiéndose en una especie de secta. Se fomentaba la pérdida de nuestra identidad en aras de lograr una identidad meramente grupal, se nos inducía a llevar todos el mismo tipo de peinado y a colorearnos el cabello con henna, a compartirlo todo, etc. Estábamos sometidos a un constante asedio afectivo, se nos enseñaban métodos para captar a otros jóvenes, y se nos prohibía tajantemente contar nuestras ideas y actividades a personas ajenas al grupo, especialmente si se trataba de nuestros padres o amigos íntimos.
»Albert se convirtió en nuestro líder y nosotros, críos confiados y sin experiencia de la vida, en sumisos adeptos suyos. Continuamente dejaba bien claro que él era allí la única autoridad, e incluso remarcaba a aquéllos que le merecían más confianza —que eran quienes le obedecían de una forma más ciega— y comenzó a castigar a los que se le resistían en algo. En una reunión, por ejemplo, le entregó a Lluís R. una cruz que simbolizaba la confianza que Albert tenía en él, y al resto nos dio otra cruz inferior que significaba que, como máximo, nos consideraba candidatos para ganar la otra cruz. Con trucos sencillos como éste, pero que en aquel ambiente funcionaban, nos manipulaba para que fuésemos tan sumisos como nuestro compañero Lluís.
»Un día estábamos Albert y yo solos en una sala de la parroquia de Sant Pius X, hablando de los problemas del Tercer Mundo, cuando, de repente, empezó a besarme y a acariciarme con furor por todo el cuerpo. Yo tenía 14 años y Albert 28, y no recuerdo muy bien si intenté oponerme o no. Todo era muy confuso para mí mientras sus manos me palpaban por todo el cuerpo. Finalmente caí en una crisis epiléptica (tenía ya antecedentes clínicos anteriores) y me quedé inconsciente.
»Me fui a casa muy conmocionada y sin entender nada de lo que había sucedido. Era incapaz de pensar qué significaba todo aquello. Me sentía fatal. Pero, al día siguiente, cuando le llamé por teléfono, él estaba muy tranquilo y me dijo que lo que había hecho era perfectamente lícito para la Iglesia y muy normal entre amigos que se querían. Eso me tranquilizó y dejé de preocuparme.
»Dos o tres meses después, fuimos a pasar un fin de semana a la casa que Angels Fornaguera Martí [presidenta de la asociación Nous Camins] tiene en Centelles. Allí nos reunimos tres menores de mi parroquia —Lluís, otro y yo—, Albert Salvans, y un grupo de jóvenes de la parroquia de Sant Doménec, que estaban bajo la responsabilidad de Pere Cañé [diácono acusado igualmente de forzar las mismas prácticas sexuales que Salvans].
»Después de cenar y charlar en grupo, todo el mundo se fue a dormir excepto Lluís, Albert y yo, que nos quedamos hablando un ratito más. A una señal sutil de Albert, Lluís también se fue a la cama y nos quedamos los dos solos. Acto seguido, él me llevó hasta su habitación.
»Esa noche fue la primera vez que tuvimos una relación sexual con penetración. Yo era virgen y para mí fue muy traumática. Me penetró tres veces y fue muy doloroso ya que me hizo más de un desgarro. Yo no sentía nada más que dolor y lloraba, pero Albert ni se inmutó, fue a la suya hasta que eyaculó, y luego se quedó dormido.
»Después de esto yo creía que me había ganado el cariño de Albert; de hecho, me había dejado forzar para no defraudarle. Físicamente era atractivo, es cierto, pero para nosotros era como un dios. De la misma manera que Albert nos decía que Jesús se hizo Dios a sí mismo, también nos insinuaba con toda claridad que él había logrado igualmente hacerse Dios. Y nosotros le creíamos.
»El domingo por la mañana, al levantarme, a pesar de lo mal que lo había pasado horas antes, me sentía muy bien, me sentía como una mujer. Albert sabía conseguir que todos nos sintiésemos adultos —nos dejaba conducir el coche, nos llevaba a bares, etc.— y no niños, que era como nos trataban todos los demás, y lo que en realidad éramos aunque nos empeñásemos en ser mayores.
»Medio año después volvía a no entender nada de lo que me estaba sucediendo. No comprendía por qué se tenía que querer a su manera [la del diácono Salvans] y no tal como otros lo deseaban. Y si no lo hacíamos como él quería nos castigaba psicológicamente y nos humillaba.
»“Parece que vengas aquí por mí —me increpó Albert un día—, pero a los otros también les tienes que querer”. Y eso, en el lenguaje que usábamos, tenía un significado muy claro: como eres cristiano y tienes una gran capacidad de querer, tiene que haber promiscuidad sexual entre todos los miembros del grupo. Yo debía acostarme también con otros.
»Un día, por no querer darle un beso a Jordi, uno de los chicos del grupo, todos mis compañeros me machacaron hasta hacerme sentir muy culpable, como una especie de Judas que traiciona todos los ideales del grupo y pone en peligro la vida del resto de compañeros. En un principio fue Albert el que orientaba y dirigía todas las agresiones del grupo contra aquéllos que nos saltábamos alguna norma, pero al final ya era el grupo el que atacaba por propia iniciativa. Nos habíamos convertido en sus marionetas.
»Yo sentía que todo aquello no estaba bien, que había algo que no encajaba del todo, pero, en mi estado de sumisión, no lograba atinar el qué. Desde que conocí a Albert Salvans las relaciones con mi familia fueron enfriándose progresivamente y empecé a mentirles; y mis estudios de BUP también fueron de mal en peor; suspendí casi todo a partir del año siguiente de caer en sus manos. Desde que tuve mi primer contacto sexual con él me prohibió terminantemente que comentara eso o cualquier otra cosa del grupo con mi madre. Y lo mismo les sucedió al resto de mis compañeros.
»Me sentía como atrapada y finalmente llegué a tener ocho contactos sexuales con Albert; unas veces era en la parroquia, otras en alguna casa o en el piso donde vivían los diáconos, y hasta lo hicimos en un jardín y en un cine.
»Así, un día me llevó a tomar una copa a un bar de alterne de las afueras de Barcelona y al salir, como encontramos las cuatro ruedas pinchadas y tuvimos que esperar a la grúa del Real Automóvil Club de Cataluña, hizo que me enrrollara con él en un jardincito que había junto al bar. Y otro día, en un cine, me obligó a hacerle una felación, pero como nunca la había hecho no debió resultarle satisfactoria del todo y me dijo: “Como cristianos, tenemos que aprender a hacer esto.”.
»Siempre era él quien iniciaba las relaciones, aunque a veces yo también sentía deseos de estar con él, ya que era el líder y así tú eras su preferida en ese momento. Yo sabía que él también mantenía relaciones sexuales con al menos unos diez más como yo —entre los que se contaban Lluís, Marta y Eulalia— y eso me hacía sentir celos; a todos los demás también les pasaba lo mismo porque Albert jugaba mucho con esto y lo potenciaba haciendo que todos, de una forma u otra, acabasen por enterarse de con quién se acostaba, al margen de que algunas veces forzaba a mantener actividades sexuales en grupo.
»Durante las vacaciones de Semana Santa de 1987 fuimos de viaje a Cáceres, junto a otros muchos jóvenes de la parroquia y de Nous Camins, que resultó durísimo. Durante el trayecto se nos machacaba con una lectura continua de libros sobre realismo existencial y comunas, y en las paradas realizábamos charlas grupales sobre esas lecturas, se nos forzaba a realizar confesiones públicas, vulnerando cualquier intimidad, y no se nos permitía dormir más allá de tres o cuatro horas diarias. Se implantó también una política de premios y castigos desmesurados que administraba Albert a su antojo.
»En esta excursión venía también Pere Cañé, el diácono de la parroquia de Sant Doménec, que no perdía ocasión de entrar a hablar con las chicas mientras estábamos desnudas en la ducha.
»Para mí empezó a ser el principio del fin. Albert Salvans quiso acostarse conmigo pero yo me negué tajantemente a mantener ninguna relación sexual más con él. Al día siguiente fui marginada del resto del grupo y lo pasé muy mal. Cuando regresamos a Barcelona la presión contra mí fue incrementándose progresivamente hasta que se me hizo insoportable y, en vez de ceder, que es lo que pretendía Albert, tomé la decisión de abandonar el grupo.
»Finalmente, en abril de 1988, le dije que ya no pensaba volver por el grupo y me fui. Mi amiga Marta R. me dijo, poco después, que todos en el grupo me consideraban “Satanás” y que había dejado de existir para ellos, razón por la cual dejaron de saludarme por la calle y me volvían la espalda cuando me veían. Eso me hizo sentir muy mal, con un insoportable sentimiento de culpabilidad y de traición, y dos semanas después regresé con ellos. Pero no pude soportar de nuevo la presión a la que me sometían y, pasados un par de meses, les dejé definitivamente.
»Decidí contárselo todo a mis padres, pero antes quise comentarle a Marta R., que aún estaba con Albert Salvans, todo lo que me había pasado. Ella no me rebatía nada de lo que le contaba, pero permaneció todo el rato en una actitud tirante y rígida, y en todo momento tomó partido a favor del diácono. “¿Qué es Albert para ti?”, le pregunté finalmente al ver que no conseguía dialogar con ella de una manera coherente. “Albert es el pastor y nosotros las ovejas”, me respondió Marta. Fue entonces cuando vi claramente que mi amiga no estaba normal, que algo grave estaba sucediendo y que Albert, de alguna forma, había llegado a controlar todas nuestras vidas y sentimientos.
»Además, hacía ya bastante tiempo que por la parroquia corrían rumores acerca de las actividades sexuales del diácono Salvans con muchos menores. No era fácil ocultar que se estaba acostando con no menos de diez personas en la misma época, y mi madre, como otros muchos padres y el propio mosén Carles Soler, había oído los comentarios; pero, como Salvans era idolatrado por todo el mundo, nunca nadie les concedió la más mínima veracidad ni se tomó la molestia de indagar qué estaba pasando. No lo dudé más y hablé con mi madre.
»—Mamá, en la parroquia hay mucho follón.
»—¿Con quién? ¡No me digas que con Albert!
»—Sí.
»—¿Cómo lo sabes? ¿Estás segura de lo que dices, Assun?
»—¡Lo sé!
»—¡No me fastidies, eh, Assun! —me espetó mi madre después de haber estado mirándome, durante unos segundos eternos, con cara de espanto.
»—¿Tan grave es lo que ha pasado? —acerté a preguntarle, insegura de mi propia idea de lo ocurrido.
»Yo aún no era consciente del verdadero alcance de todo lo que había sucedido durante los últimos tres años, así que no podía entender la reacción aparentemente desmesurada que había tenido mi madre. Nos sentamos y le relaté todo lo que me había sucedido con Albert Salvans y su grupo.
»Acto seguido mis padres se pusieron en contacto con los de mis compañeras Marta R. y Eulalia G., y las tres familias denunciaron los hechos ante el rector de la parroquia de Sant Pius X, Carles Soler. Mosén Carles se espantó y llamó a Albert para que diera su versión de los hechos. Obviamente, lo negó todo y lo atribuyó a nuestra imaginación, pero poco después acabó confesando que todas las acusaciones eran ciertas.
»Mosén Carles Soler Perdigó [que entonces era también Vice-Provisor y Juez Pro-Sinodal de la Curia de Justicia del Arzobispado de Barcelona y miembro de la Junta Directiva del Montepío del Clero], decidió zanjar el asunto enviando a Albert Salvans al monasterio de Montserrat e intentando convencer a las familias de que allí no había ocurrido nada: “Ya ha pasado todo —decía—, ahora vamos a olvidarlo.”.
»Pero Carles Soler Perdigó, que hoy es obispo auxiliar de Barcelona, no quería quedarse sin la parte más apetitosa del caso, así que nos dijo con semblante impertérrito: “Creo que os tendríais que confesar.”.
»Me pareció tan humillante y desvergonzada su imperativa propuesta que no me molesté ni en negarme. Fui a confesarme con mosén Soler, efectivamente, pero no le dije más que tonterías sin importancia. Si quería escuchar detalles morbosos tendría que buscar a otra chica, yo ya estaba suficientemente herida. Pasaba el tiempo de la confesión y como yo no soltaba prenda me incitó a hablar “de lo otro”. Había rebasado el límite de su decencia y de mi paciencia, así que le corté de cuajo: “Mosén Carles, hasta aquí llega mi confesión y aquí termina. Yo no soy culpable de nada más, así que me levanto y me voy.”.
»Mis padres intentaron prevenir a las otras familias que tenían a sus hijos en el grupo de Pere Cañé, en la parroquia de Sant Doménec, pero no sólo nadie les hizo caso sino que todos defendieron ciegamente a los diáconos Cañé y Salvans. Finalmente fueron mis padres quienes acabaron destrozados y llorando; fue un verdadero drama.
»Marta y yo denunciamos el caso por escrito ante el obispado, pero todo fue tan humillante como inútil. Carles Soler y el cardenal Narcís Jubany [en un ejercicio de clásico machismo eclesial] no parecían interesados más que en preguntar insistentemente si hubo penetración o no.
»Después de habernos oído, Jubany nos insinuó que tanto Albert Salvans como Pere Cañé ya estaban sentenciados. De hecho, ambos debían ordenarse como sacerdotes pocas semanas después de nuestra denuncia, pero la investigación abierta por el cardenal Jubany lo impidió entonces. No obstante, hoy, tanto Albert como Pere son ya sacerdotes y siguen gozando de la protección de la Iglesia».
Albert Salvans, efectivamente, no logró ser ordenado sacerdote en Cataluña, pero, finalmente, alcanzó su deseo de vestir sotana en Londres, ciudad donde fue ordenado, en 1992, en el seno de la misma Iglesia Católica que había encubierto sus tropelías sexuales y que no había tomado más medidas que la de recomendarle al fogoso diácono que, si deseaba hacer carrera eclesiástica, debía desaparecer de Barcelona y buscar amparo en alguna diócesis lejana. Salvans aceptó la pragmática sugerencia de su obispo —aunque no se molestó en irse demasiado lejos—, y hoy es un activo sacerdote volcado en la evangelización de los más jóvenes en el barrio londinense de Kentish Town, situado al noroeste del Regent Park.
Para arrojar más luz sobre este caso son bien ilustrativos los documentos que reproduciremos literalmente a continuación y que obran tanto en poder del Arzobispado de Barcelona como de este autor.
Pocos meses después de la denuncia, Albert Salvans, desde el monasterio de Montserrat, le escribía de puño y letra la siguiente carta a Asunción Pie:
Assun:
Estoy lejos de Barcelona, encerrado en un monasterio. No sé cuánto tiempo voy a estar aquí, pero seguramente que será mucho.
Estoy profundamente triste, pero no por estar aquí, que es un lugar lleno de paz, sino por todo lo que he hecho, que tanto me hace sufrir y que tanto os ha perjudicado a muchos.
Es extraño, la gente muchas veces cree que los monjes viven fuera de este mundo, desconectados de lo que pasa. En cambio, la presencia continua en las manos de Dios les da una clarividencia muy grande para las cosas humanas. Yo, ahora, desde este aislamiento, me doy cuenta del activismo progresivo que fue apoderándose de mí durante la última época de St. Pius X. Muy a menudo no tenía tiempo para pensar, ni para orar tanto como habría deseado.
Yo no guardo —ahora menos que nunca— ningún rencor a nadie. Estoy seguro que tú quieres ser, en el fondo y antes que nada, una buena cristiana. Te pido, pues, perdón de todo corazón por todo el mal que te haya podido hacer.
Para mí no queda más que una sola cosa: abandonarme completamente en las manos de Dios.
Os pido que me encomendéis a la intercesión misericordiosa de María.
Albert
PD: siento la necesidad de escribir también unas palabras a tus padres.
Esta carta, así como la que envía a los padres de Assun en términos parecidos, denota una personalidad capaz de protagonizar una y otra vez los hechos anteriormente relatados; sin embargo, Albert Salvans es hoy un sacerdote más en una parroquia de Kentish Town.
La actitud de la jerarquía eclesiástica, tal como siempre sucede en este tipo de casos, fue el silencio y el encubrimiento. Los propios afectados tuvieron que esperar largo tiempo antes de recibir alguna noticia sobre el desenlace de la denuncia. Las dos cartas que reproducimos a continuación, una del padre de Assun y otra del cardenal Narcís Jubany, hablan por sí mismas.
Sr. Obispo:
Largo tiempo después del hecho, que sin duda está en su conocimiento, acaecido, en la Parroquia S. Pío X, a varias niñas del barrio, entre ellas mi hija Assu, que a no ser por nuestra denuncia al obispado (Dr. Dalmau) a buen seguro en estos momentos sería sacerdote de su Iglesia [se refiere a Albert Salvans], después de insistir en que quería conocer el desarrollo de los hechos y recibir por lo menos una satisfacción, largo tiempo después, repito, aún estoy esperando.
Quiero que entienda el golpe moral y a la fe que ha recibido mi esposa y mi hija, no por el hecho en sí, sino por la despreocupación de la Iglesia hacia ellos, después de las asistencias, participación e integración a la Parroquia; el sentimiento de culpabilidad de mi esposa es notable, puesto que fue ella quien de alguna manera «empujó» a nuestra hija hacia la Parroquia pensando que era el medio óptimo para su desarrollo moral.
Quiero denunciar la ceguera por parte de los responsables de tal Parroquia, de no ver qué clase de individuos se preparaban para mañana seguir llevando por el camino del engaño a más gente; medios tendrá la Iglesia para investigar la vida personal de sus integrantes.
Defraudada ha sido mi esposa e hija, y en cierta forma también yo, por tolerar, a pesar de mis advertencias, de lo nefasto que puede ser un fanatismo hacia cualquier tipo de creencias, tolerar digo, su constante asistencia a la Parroquia.
Atentamente.
Marcelo Pie
La respuesta del cardenal Narcís Jubany al padre de la víctima de los abusos sexuales está fechada el día 3-11-88:
Apreciado señor:
Recibí su atenta carta del día 25 de septiembre último. Perdone mi tardanza en contestarle: el trabajo que ha recaído sobre mí durante estas últimas semanas, me ha impedido darle una contestación.
El asunto de que me habla es muy delicado y ha sido muy penoso para mí. Comprendo que V. desee conocer el desarrollo de los hechos denunciados. Puedo notificarle que, después de instruido el oportuno expediente, el consabido diácono ha sido reducido al estado laical, a tenor de lo dispuesto en el vigente Código de Derecho Canónico.
Con la expresión de los mejores sentimientos de estima y consideración, queda suyo affmo.
Narcís Jubany Cardenal-Arquebisbe de Barcelona
Sin embargo, tal como veremos en la continuación y ampliación de este asunto en el capítulo siguiente, Albert Salvans nunca fue reducido al estado laical. El cardenal Jubany faltó a la verdad, pero, fundamentalmente, hizo dejación muy grave de su responsabilidad como prelado.
El cardenal Narcís Jubany y otros responsables del arzobispado —que hoy son obispos en Barcelona— encubrieron, como mínimo, la comisión de un gravísimo delito de estupro[94] y, al presionar a la víctima para evitar su denuncia ante la jurisdicción penal ordinaria, ayudaron a Salvans a eludir la acción de la justicia; acto que les convirtió en cómplices morales de toda una cadena de abusos sexuales a menores.
Tan importante parece para la doctrina cristiana la protección de los menores, que tres de los cuatro Evangelios reproducen las palabras de Jesús cuando dice a sus discípulos que el que escandaliza a un niño merece ser arrojado al mar con una piedra de molino colgada al cuello. Obviando el sentido literal de la frase, queda patente que los prelados católicos actúan al margen de la doctrina cristiana y de la justicia civil.