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LA TRADICIÓN ECLESIAL DEL ABUSO SEXUAL A MENORES

A lo largo de toda mi vida, jamás he encontrado a nadie que haya estudiado en un colegio religioso y que no haya visto, oído o sufrido abusos sexuales por parte de algún sacerdote. Cualquier alumno de internado de esos colegios recuerda —ayer como hoy— las clásicas reconvenciones que algunos sacerdotes gustaban hacer a los niños más traviesos y guapitos, y que no tenían otra finalidad que la de servir de excusa para sobar a modo al menor.

Pero, con frecuencia, estas reconvenciones pasaban a mayores y se llegaba hasta la relación sexual más o menos completa. Jaime C. G., por ejemplo, es uno de los chavales del que se han servido para satisfacer su apetito sexual don Rufino y don Juan Carlos, dos sacerdotes salesianos de un popular barrio barcelonés. Jaime, que era sodomizado en el coro del propio colegio, acabó sin embargo, por sacarle partido a su situación y, junto con su colega B. G. M., ha estado chantajeando a ambos curas y sacándoles importantes cantidades de dinero hasta que, hace unos cinco años, acabaron todos en una comisaría por agresiones mutuas.

La experiencia de Marta A., joven periodista en la actualidad, fue muy diferente, pero expone otra práctica común entre el clero docente. Marta asistió a un colegio coruñés cuya jefa de estudios era Mercedes Morandeira —numeraria del Opus Dei— y el director espiritual y profesor de religión era el padre José Manuel, apodado el Pitoniso porque presionaba a las niñas para que pitasen, término con el que se designa, en el Opus Dei, el compromiso de afiliación a la Obra que hace un menor.

«El Pitoniso era extraordinariamente baboso. A algunas niñas [de 13 años] nos convencía —o forzaba— para ponernos un cilicio cruzado en el vientre, y luego nos hacía desnudar para comprobar —mirando y tocando— si habían quedado marcas de los ganchos en la piel. En las confesiones nos obligaba a estar frente a él, en la parte de los hombres, que no tiene rejilla separadora, y nos cogía de los hombros para mantenernos muy arrimadas a él. Era muy desagradable, pero había que aguantarse».

Anécdotas como éstas —y otros casos que irán apareciendo en el resto del libro— ilustran un comportamiento clerical que resulta terriblemente frecuente: del total de la población española que ha sufrido abusos sexuales siendo menor de edad ¡el 9% de los abusos sexuales cometidos sobre varones, y el 1% de los sufridos por mujeres, han tenido como protagonista a un sacerdote!

Félix López Sánchez, catedrático de Psicología de la Sexualidad de la Universidad de Salamanca, en un reciente estudio[85], aporta una serie de importantísimos datos que, entre otros aspectos, permiten cuantificar, por primera vez, los abusos sexuales a menores cometidos por el clero.

Del total de la población española, según el citado estudio, un promedio del 19% ha sufrido abusos sexuales (el 15,25% de los varones y el 22,54% de las mujeres). Y, del total de abusos, el protagonista ha sido un religioso en el 8,96% de los casos de varones (yen el 0,99% de los de mujeres), y el escenario un colegio abierto (8,96% de varones, 0,99% de mujeres) o, en menor medida, un internado (3,73% de varones, 0% de mujeres). El 5,69% de los abusos de los religiosos se han producido en el medio urbano, y sólo un 1,6% en el medio rural.

Las actividades sexuales realizadas en colegios abiertos son: caricias por debajo de la cintura (50%), caricias por encima de la cintura (42,86%) y masturbación (7,14%). En los internados: caricias por debajo de la cintura (60%), intento de coito anal (20%) y proposición de actividad sexual (20%). Resulta evidente, pues, que cuanto mayor es la intimidad y la confianza —internado—, más audaz resulta el tipo de abuso sexual detectado.

Por orden de preferencias, los sacerdotes han cometido el siguiente tipo de abusos a menores: caricias por debajo de la cintura (50%), caricias por encima de la cintura (28,57%), proposiciones de coito (7,14%) y sexo oral (7,14%).

Los abusos sexuales cometidos por los sacerdotes provocan en los menores los siguientes sentimientos, en escala decreciente: desconfianza (71,43%); asco (57,14%); vergüenza (35,71%); hostilidad hacia el agresor (28,57%); miedo (21,43%); ansiedad, angustia y desasosiego (21,43%); marginación, ser especial (14,29%); hostilidad hacia la propia familia (7,14%); culpa (4,14%); agrado, satisfacción (4,14%).

Y las consecuencias psicológicas más destacadas después de sufrir el abuso sexual de un sacerdote son: pérdida de confianza en sí mismo y en el agresor (28,57%); rechazo frente a la sexualidad o el sexo —varón— del agresor (21,43%); pérdida de atención en clase (15,38%); efectos diversos (14,29%); dormir mal y tener pesadillas (7,14%). Curiosamente, ninguno de los encuestados abandonó el colegio donde sufrió el abuso, lo cual ratifica que la inmensa mayoría de los abusos sexuales sufridos por los menores no se explican a los padres y, en caso de hacerlo, no son adecuadamente valorados ni creídos.

Si aplicamos los porcentajes hallados por el catedrático Félix López a la estructura de población actual, obtendremos que 2.917.630 varones y 4.478.022 mujeres actuales han sufrido algún tipo de abuso sexual mientras eran menores de edad. Y, de ese total, son atribuibles a la acción de sacerdotes 262.587 abusos sexuales a menores varones y 44.780 abusos sexuales a menores del sexo femenino.

Dicho de otro modo, lo anterior significa que la población española actual lleva sobre sus espaldas la cruz de los 307.367 abusos sexuales cometidos por el clero católico español sobre niños y adolescentes.

Con todos los datos conocidos hasta ahora, resulta prácticamente imposible inferir con exactitud el porcentaje de sacerdotes que hoy día abusan de menores, pero, partiendo de diversidad de aproximaciones, cálculos y extrapolaciones puede estimarse que, entre los sacerdotes en activo, alrededor de un 7% —es decir, unos 2.500 sujetos—, ha cometido o comete algún tipo de abuso sexual serio —masturbación, sexo oral y, excepcionalmente, coito— contra menores, y que alrededor de un 26% —es decir, unos 8.753 sujetos— ha sobado o soba a menores con finalidad libidinosa explícita e incuestionable.

Estos porcentajes citados no son excluyentes respecto a otros posibles hábitos sexuales, ya que pensamos que la mayoría de estos sacerdotes no son estrictamente pederastas y pueden procurarse satisfacción sexual manteniendo relaciones con adultos de ambos sexos.

La pederastia o pedofilia, tal como ya traté en un libro[86] anterior, es un trastorno psico-sexual que consiste en una tendencia a realizar actos o fantasías sexuales, de modo único o preferente con menores de poca edad. Es una desviación del comportamiento sexual que se da casi exclusivamente en hombres, que suele iniciarse en la etapa media de la vida y prosigue hasta y durante la vejez. Sus causas son difíciles de determinar, pero siempre se da en varones que presentan sentimientos de inferioridad sexual e inseguridad para mantener relaciones normales con adultos; son sujetos inmaduros que tienen una muy baja autoestima.

¿Aunque, ciertamente, este perfil es común a muchísimos sacerdotes —como ya vimos en el capítulo 5—, pensamos que sólo una pequeña parte de ellos padece este trastorno. La mayoría del clero que abusa de menores son sujetos que, por los condicionantes personales y eclesiásticos ya mencionados, se ven forzados a buscar esporádicas satisfacciones sexuales en aquellos objetos que menos se les pueden resistir[87].

Avala esta tesis el hecho de que la mayoría de los menores victimizados son preadolescentes o adolescentes (casi adultos físicamente, pero bien manipulables emocionalmente) y no niños/as, que serían el blanco preferido de un pedófilo. Y, también, que la práctica totalidad de los sacerdotes que han abusado —o aún abusan— de menores, según el balance de los casos conocidos que obra en mi archivo, mantienen a su vez relaciones sexuales con adultos.

En el acto de abusar sexualmente de un menor subyace siempre un ejercicio de poder, de prepotencia y hasta de magisterio —con alguna frecuencia buscan la coartada de erigirse como «educadores sexuales» del menor—, que casa perfectamente con las atribuciones incuestionables que una parte notable del clero actual cree inherentes a su ministerio sacerdotal.

Expertos como Michael Sipe, psicólogo y sociólogo norteamericano, sostienen que el 5% del clero célibe norteamericano es pederasta, pero tal cifra sólo parece lógica y plausible si se refiere al hecho genérico del abuso de menores grave y no al concepto estrictamente clínico de la pedofilia.

De todos modos, en Estados Unidos, único país donde se ha abierto públicamente la caja de Pandora de los abusos sexuales de sacerdotes católicos a menores, los datos que ya han sido comprobados son terribles. A principios de esta década, la Conferencia Episcopal norteamericana, tras verificar que en cien de sus 186 diócesis (56%) hubo denuncias por violencia sexual, tuvo que solicitar del Vaticano la posibilidad de reducir al estado laical a los sacerdotes implicados.

El papa Wojtyla, en una carta pastoral dirigida a la Iglesia norteamericana, fechada el 11 de junio de 1993, tuvo que reconocer la gravedad y dimensión del problema de los abusos sexuales a menores cometidos por sacerdotes católicos. Y no podía ser ya de otra manera: en ese momento se había juzgado y condenado por abuso sexual de menores a unos 400 curas —por casos aflorados en los nueve años anteriores—, las diócesis norteamericanas habían pagado ya alrededor de 400 millones de dólares en indemnizaciones por los daños morales causados a las víctimas, y en los procesos judiciales en curso se jugaban otros mil millones de dólares en nuevas indemnizaciones[88].

En medio de esta difícil situación para la Iglesia, el trabajo de una activa organización, denominada Red de Supervivientes de los Abusos Sexuales de los Sacerdotes, empeñada en llevar ante los tribunales a otros sacerdotes, tampoco permitía el habitual encubrimiento eclesiástico habitual. Barbara Blaine, presidenta de esta asociación, es una entusiasta de la justicia —o quizá de la venganza, que para el caso es lo mismo— que arrastra en su pasado la tragedia de haber sido forzada repetidamente por su párroco cuando apenas había entrado en la adolescencia, y la de haber intentado suicidarse en dos ocasiones debido a este motivo.

Tal como sucede en el resto del mundo, los obispos de Estados Unidos supieron siempre lo que ocurría, pero lo silenciaron y encubrieron. Casos como el de James Porter, que sodomizó a 46 menores, o el de Gilbert Gauth, que abusó de 36 monaguillos, mientras ocurrían, no tuvieron más respuesta episcopal que el simple traslado de una diócesis a otra, hecho que, por supuesto, no evitó que el sacerdote reincidiera en sus prácticas delictivas.

La Conferencia Episcopal norteamericana, de momento, reconoce públicamente que el porcentaje comprobado de sacerdotes que abusan sexualmente de menores es de un 1,2% de la totalidad. Pero todo el mundo sabe, también, que los casos comprobados no son más que la punta de un iceberg de dimensiones aún insospechadas. Si tomamos en cuenta la hipótesis habitualmente aceptada para los casos de maltrato a menores y mujeres —eso es que la cifra aflorada no representa más que un 10% del volumen real del problema—, debería inferirse que la realidad de los abusos sexuales a menores puede extenderse hasta el 12% del total del clero católico norteamericano.

Sea cual fuere la cifra real de los sacerdotes que cometen abusos sexuales serios contra menores —un 5%, un 12% o el 7% que postulamos en este libro—, lo cierto es que éste es un problema muy grave y extendido que aún permanece enquistado entre las prácticas sexuales habituales del clero actual.

La práctica totalidad de las víctimas sexuales de sacerdotes son hijos e hijas de familias católicas que llevan a los menores a colegios religiosos, o los impulsan a participar activamente en las actividades de una parroquia. Por esta razón, el prelado norteamericano Joseph Imesch declaró, compungido, que «los padres nos confían a sus hijos y a causa de estos casos de pederastia va disminuyendo cada vez más la confianza en los sacerdotes». Pero el asunto no es sólo una cuestión de confianza en el clero. Ante el problema que nos ocupa, los menores permanecen indefensos ya que suele fallar estrepitosamente todo el sistema que debería protegerles: la familia, el episcopado y los tribunales de justicia.

Cuando un menor se atreve a confesar a sus padres que está sufriendo abusos sexuales —y especialmente si se acusa a un cura— casi nunca es creído y, en todo caso, aún en menos ocasiones se adoptan medidas útiles. A lo sumo, los padres se limitan a comentar el caso con la autoridad eclesial, pero ésta sólo encubre la situación; al no apartar al sacerdote de su puesto, la rueda de los abusos vuelve a iniciarse hasta la próxima protesta familiar, y así sucesivamente.

En caso de surgir un escándalo que afecte a varios menores, lo habitual es que la mayoría de las familias dichas católicas se nieguen a indagar y/o reconocer la realidad de los hechos, y se revuelvan con virulencia contra la familia que se atrevió a levantar la liebre del pecado. Los primeros encubridores de los sacerdotes que abusan de menores son los propios padres de las víctimas. Un comportamiento que, obviamente, alientan con gusto todos los obispos. Denunciar a un sacerdote ante el obispado no sirve nunca para nada; en los casos de abuso sexual de un menor, que es un delito penal, hay que acudir siempre a los tribunales de justicia civil, aunque, tal como ya advertimos en el capítulo anterior, no siempre resulte fácil poder juzgar a un cura por este tipo de delitos.

El sacerdote Francisco Conejero Ciriza, profesor de E. G. B. en el colegio Dos de Mayo de Castejón, por ejemplo, fue absuelto por la Audiencia Provincial de Pamplona a pesar de los testimonios acusatorios de cinco alumnas —de 8 a 10 años— que sostuvieron que el padre Conejero —de 56 años— «les subía la falda cuando salían a leer junto a su mesa y les tocaba sus partes», y les efectuaba diversos tocamientos tanto en clase como en el domicilio del cura, a donde solían ir a jugar y hasta habían llegado a ver la televisión tumbadas en su cama.

Al ser detenido, Francisco Conejero, que es «muy cariñoso» según sus familiares, manifestó que la denuncia se debía a «una mala interpretación por parte de las madres de las niñas», y en el juicio la atribuyó a la «fantasía exaltada de las niñas, movida por las circunstancias ambientales» y a una «cierta rivalidad al creer que yo apreciaba más a unas que a otras». Dado que esta defensa, textual, ya la ha oído este autor en otros muchos casos parecidos, uno no puede evitar tener la sensación de que todo el clero se ha estudiado el mismo guión para intentar superar este tipo de situaciones.

El fiscal, tras oír los testimonios de las cinco niñas —y los de otras ya mayores que confirmaron que, en su día, también sufrieron abusos similares por parte de Conejero—, solicitó una pena de cuatro años de prisión para el sacerdote, al que acusó de un delito continuado de abusos deshonestos. Pero la Sala que le juzgó estimó que «de ninguna de las pruebas practicadas se desprende con la vehemencia exigible, ni siquiera con indicios, la realización de abusos» y expresó «severas dudas sobre la veracidad de las ofensas sexuales denunciadas»[89].

Sin ánimo de criticar esta sentencia judicial, deben tenerse en cuenta dos cuestiones: a juicio de todos los expertos en abusos de menores, «los niños prácticamente siempre dicen la verdad cuando comunican que han sufrido abusos»[90]; y dado que otros tribunales han dictado sentencias condenatorias en casos similares —y aun avalados con menor carga probatoria—, cabría reflexionar sobre el peso de posibles elementos extrajudiciales que pudiesen favorecer una absolución en la clerical Navarra mientras que en un ámbito laico, el mismo hecho, acaba en condena. Si ello es así, parece evidente que determinados magistrados pueden estar siendo injustos con algunos sacerdotes condenados… o estar incumpliendo su deber de administrar justicia cuando los absuelven.

Casos como el de Harry Whelehan, fiscal general de Irlanda, dan una pauta de las estrechas relaciones de subordinación que pueden establecerse entre personajes de la Iglesia Católica y de la Administración de Justicia en una sociedad clerical. El ultracatólico fiscal Whelehan demoró durante siete meses la firma de la extradición del sacerdote Brendan Smyth, reclamado por la justicia de Irlanda del Norte por un delito de pedofilia. El escándalo, en el que se documentó la relación del fiscal con un prelado católico interesado en el futuro de Smyth, afloró en el momento en que Whelehan fue nombrado presidente del Tribunal Supremo, provocando la dimisión del primer ministro Albert Reynolds y de su ministra de Justicia, además de un delicadísimo cambio de gobierno[91].

El machismo exacerbado que impera en los ámbitos clericales —y del que no escapa una parte, en recesión, de la magistratura—, influye también en que no se consideren delitos de abuso sexual los tocamientos que realizan, como mínimo, un 26% de los sacerdotes. Y dado que tampoco suelen llegar hasta los juzgados el 7% de sacerdotes que, según hemos estimado, cometen abusos sexuales serios contra menores de ambos sexos, la Iglesia descansa su falaz imagen de honorabilidad sobre un silencio social cómplice.

Los 307.367 episodios de abuso sexual que el clero ha infligido a la población española actual son demasiados para seguir callando por más tiempo. El abuso sexual de menores representa una tradición inconfesable dentro de la Iglesia, un delito terrible que —tal como demostraremos en varios de los capítulos que siguen— los obispos siempre conocen y encubren.