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LA JERARQUÍA CATÓLICA CALLA Y ENCUBRE LA HABITUAL ACTIVIDAD SEXUAL DE SUS SACERDOTES

Del comportamiento hipócrita que caracteriza la actividad pública del episcopado católico, destaca el férreo encubrimiento de las actividades sexuales del clero y, en lógica asociación, la prácticamente inexistente aplicación de sanciones a los sacerdotes que trasgreden la obligación canónica de guardar el celibato y la castidad.

A pesar de que el Código de Derecho Canónico (canon 132.1) tipifica como sacrilegio todo acto de un sacerdote que atente contra su castidad, y ordena penas que van desde la amonestación, en casos leves, hasta la suspensión a divinis (expulsión) en los casos graves, el número de clérigos sancionados oficialmente es prácticamente nulo.

El patente y patético incumplimiento del ordenamiento jurídico por parte de la propia jerarquía eclesiástica tiene un claro fundamento implícito: si aplicara la ley canónica vigente a todos los sacerdotes sacrílegos —según la Iglesia los define—, tendría que expulsar del ejercicio ministerial a la inmensa mayoría de ellos —ya mencionamos que un 60% de los curas en activo mantienen relaciones sexuales y un 95% se masturban—, y debería cerrar sus templos por falta de personal, con la consiguiente y grave pérdida de fieles y de ingresos económicos.

«El encubrimiento de los obispos —sostiene el sacerdote Diamantino García[77]— existe por corporativismo. Es una postura comprensible, aunque no justificable, intentar salvar la institución cuando es manchada por un escándalo sexual, e intentar salvar al sacerdote en cuanto a tal, para recuperarlo y mantenerlo como cura, ya que cada vez es más escaso su número al servicio de la Iglesia.

»Se encubre sobre todo para salvar el prestigio de la institución, de la empresa. Pero, de todos modos, a mí me parece que el sacerdote debe asumir sus responsabilidades como cualquier otro ciudadano, no puede haber trato de privilegio con los posibles delitos que pueda cometer un sacerdote, y creo que el mejor servicio que un obispo o un superior religioso le puede prestar a la causa de la verdad evangélica es, precisamente, que nunca utilice el trato de favor para proteger a un sacerdote que haya delinquido.

»La jerarquía debería concienciar al clero para que cada uno asuma la propia responsabilidad de sus actos y, obviamente, debe facilitar la acción de la justicia con imparcialidad exquisita. La verdad nos hará libres —se dice en el Evangelio—, y la verdad sobre nuestros sacerdotes tiene que ser de la misma categoría que la que obliga al resto de los ciudadanos. Pero tengo la impresión de que la Iglesia, como institución, sale demasiado rápidamente a proteger, privilegiar y rescatar a los sacerdotes acusados de escándalos sexuales, tanto haciendo imprudentes declaraciones públicas como facilitándoles para sus defensas a caros y poderosos abogados —que suelen ser católicos practicantes—, y con ello se da un pésimo ejemplo a la sociedad».

Siendo acertada esta apreciación del padre Diamantino García, también debe puntualizarse que los escándalos sexuales públicos a que se refiere apenas representan un 0,1% de las prácticas sexuales reales del clero, que la Iglesia oculta celosamente el 99,9% restante, y que, además de salir en imprudente defensa de los casos públicos, evita imponer la sanción canónica correspondiente (expulsión) retrasándola durante años aún en caso de tratarse de curas ya condenados mediante sentencia judicial por un tribunal ordinario.

En los casos en que las relaciones sexuales de un sacerdote empiezan a trascender entre su comunidad, los obispos reaccionan trasladándole a otra parroquia que, en función de la gravedad y publicidad del caso y de la notoriedad de los implicados, puede estar situada en la misma ciudad (si es grande), en la misma diócesis, aunque más o menos alejada de la parroquia de procedencia, o en otra diócesis en cualquier parte —alejada— del país o del extranjero (habitualmente Latinoamérica o África).

En capítulos próximos veremos con detalle algunos casos personales de sacerdotes que, a pesar de haber sido pillados in fraganti durante el curso de sus escarceos sexuales, no fueron expulsados del sacerdocio sino que, por el contrario, han sido trasladados, ocultados y protegidos. La pauta habitual del comportamiento clerical la dan historias como la de Francisco Andreo, enviado a Kenia por el cardenal Narcís Jubany Arnau; Bartolomé Roselló, trasladado de Ibiza a Alicante por el obispo Manuel Ureña Pastor; Gonzalo Martín, traspasado de Toledo a Málaga por el cardenal Marcelo González Martín, etc.

El máximo castigo que recibe un sacerdote muy reincidente en lo que el clero llama «líos de faldas», es una serie de traslados sucesivos de parroquias grandes —y buenas por sus ingresos económicos— a otras cada vez más pequeñas y menos rentables. Éste es el caso, por ejemplo, del sacerdote Miguel S. P. que, a sus 58 años —ahora tiene 68—, fue desterrado como párroco a un pueblecito del interior de 320 habitantes; procedía de la parroquia de un pueblo montañés de 729 habitantes, al que había sido trasladado desde una villa costera de 2.949 habitantes, a la que previamente había llegado rebotado desde varias parroquias de una gran ciudad. Todos sus traslados han sido motivados por haber mantenido relaciones sexuales con mujeres de las respectivas parroquias por las que pasó.

Cuando un sacerdote se enamora —no digamos ya cuando gusta procurarse puros y simples alivios sexuales—, la praxis eclesiástica se limita a ordenar cortar la relación afectivo-sexual y a cambiar al sacerdote de destino y/o lugar de residencia… además de recomendarle, claro está, la práctica piadosa de «todos los medios ascéticos que tradicionalmente han apoyado el celibato: mortificación de los sentidos, modestia, distancia de la relación heterosexual y pudor»[78].

Pero el verdadero fondo de la cuestión no se resuelve enviando a un sacerdote lejos de su amada, sino replanteándose en serio la calidad de su vocación sacerdotal, que hoy por hoy obliga a la castidad y al celibato. En el otro extremo de una diócesis, o del país, estos sacerdotes suelen reincidir una y otra vez en las relaciones afectivo-sexuales con sucesivas mujeres (o con hombres o con menores, según sea el caso). Cubrir las apariencias públicas jamás soluciona el conflicto emocional del sacerdote y perjudica a muchas mujeres (y hombres o menores), aunque, eso sí, beneficia a la jerarquía, que es lo único que parece importar.

El sacerdote alemán Heinz-Jurgen Vogels, miembro destacado de la Federación Internacional de Sacerdotes Católicos Casados, expresa lo que todo el mundo ya sabe cuando afirma que «las respuestas de los curas en ejercicio han revelado el malestar que muchos de ellos sienten ante la obligación del celibato —normalmente mal observada— y ante el rigor que los obispos aplican en el momento en que un cura les expresa su miseria o bien su deseo de casarse. Se le suspende repentinamente, mientras se tolera una relación clandestina. Justamente esta desproporción entre la indulgencia de los obispos para con los curas “concubinos”, y su rigor con los que honestamente confiesan tener una mujer, ha provocado [en Alemania] la fundación de una Iniciativa de Mujeres Afectadas por el Celibato, que incluye a unas 200 mujeres que mantienen relaciones con curas en ejercicio»[79].

El encubrimiento a ultranza de los hábitos sexuales de los sacerdotes, la permisividad mostrada con los curas concubinos, y el rigor con que se presiona a los curas que desean mantener relaciones claras y honestas con una mujer, obedece a las consignas de la cúpula vaticana que, tal como ya hemos documentado en capítulos anteriores, necesita mantener la ley del celibato obligatorio como medio de control, pero no se puede permitir perder a todos los sacerdotes (60%) que la infringen y, al mismo tiempo, precisa desesperadamente frenar el incremento —y el ejemplo— de los sacerdotes que dejan la Iglesia para casarse y/o convivir abiertamente con una mujer.

Aunque tanto en España como en el resto del mundo existe una minoría de obispos que, privadamente, repudian el comportamiento que acabamos de describir, ellos mismos lo practican y fomentan públicamente por servilismo a las directrices vaticanas y, básicamente, por cobardía, por miedo a perder algunas de sus prebendas episcopales y a truncar su futura carrera eclesiástica.

La servidumbre que el episcopado actual (mundial) le debe al Papa y a los 158 miembros del Colegio Cardenalicio se explica fácilmente si tenemos en cuenta que la jerarquía católica cuando nombra a un obispo, o a un cardenal, no lo hace en función de su talla humana, intelectual, teológica o pastoral, ni, mucho menos, por su compromiso social; antes al contrario, los sacerdotes promocionados a la prelatura son aquéllos que ofrecen más garantía eclesiástica, es decir, los más conservadores y disciplinados seguidores de las directrices vaticanas y, por ello, defensores a ultranza de la organización clerical actual. Y lo mismo reza para la elección de rectores y formadores en los seminarios, o para los profesores de teología que son elegidos para ocupar cátedras clave.

Para muchos sacerdotes una de las raíces del problema que estamos tratando es la escasa cualificación de buena parte del episcopado actual; en este sentido, sacerdotes como Ramón V., por ejemplo, denuncian la situación con claridad meridiana al afirmar que «un obispo tiene que ser pastor y teólogo, pero actualmente prevalecen los canonistas [simples aplicadores de las leyes eclesiásticas], cuya formación teológica y capacidad de reflexión son muy deficientes —al tiempo que se ha silenciado a los teólogos que sí saben, mediante documentos como la Veritatis Splendor—, y que acaparan de forma totalitaria la función pastoral»[80].

Sea por los motivos aludidos hasta aquí, o por cualesquiera otros, lo cierto es que el habitual comportamiento hipócrita del episcopado le resta toda autoridad moral a sus frecuentes y duras críticas a la sociedad civil, así como también a sus injerencias en las vidas y conciencias privadas.

Cuando los obispos, tal como se muestra a lo largo de todo este libro, aceptan que la mayoría de sus sacerdotes mantengan relaciones sexuales clandestinas, encubren los abusos sexuales a menores, o recomiendan —y fuerzan— a los curas que abandonen a las mujeres que han embarazado, que las hagan abortar y/o entregar a su hijo «a las monjas», y que huyan de las responsabilidades de su paternidad, ¿qué valor pueden tener sus recomendaciones pastorales a una sociedad civil que, al menos en el ámbito afectivo-sexual, puede darles sobradas lecciones de honradez?

Dicho lo anterior, también es justo señalar que una parte notable de los sacerdotes ordenados —el 20% de secularizados que ya citamos en el capítulo 2— ha mostrado más coraje y decencia que sus obispos y se ha negado a seguir lamentables e hipócritas consejos, dados, eso sí, «en bien de la Iglesia».

De todas maneras, tampoco sería justo ni exacto cargar las tintas sobre los sacerdotes de base y mantener al margen de las prácticas sexuales a los obispos actuales. Muchos prelados católicos también mantienen o han mantenido —pensemos en la avanzada edad de la mayoría de ellos— relaciones sexuales con mujeres o con hombres.

Los obispos, antes que nada, son varones y sacerdotes, y en el terreno sexual no se comportan de forma diferente a lo dicho hasta aquí.

Los obispos castos, simplemente, no existen; aunque también es cierto que sus prácticas sexuales —tanto las anteriores como las posteriores a su acceso al cargo episcopal—, por su misma posición de privilegio eclesial, social y económico, pasan infinitamente más desapercibidas que las de sus sacerdotes. En todo caso, algunos escándalos recientes protagonizados por prelados dan la medida de la realidad que se pretende esconder.

Así, por ejemplo, las acusaciones de homosexualidad de que fue víctima Rudolf Bär, de 64 años, obispo de Rotterdam, provenientes de los sectores más conservadores de la Iglesia Católica holandesa, forzaron la dimisión de su cargo del prelado más popular, abierto y dialogante de Holanda[81].

Otro prelado muy popular, Eamonn Casey, de 65 años, obispo de Galway (Irlanda), también tuvo que dimitir cuando se supo que le pasaba dinero en concepto de manutención al hijo que había tenido, siendo ya obispo, con una ciudadana norteamericana[82].

En Canadá, Hubert Patrick O’Connor, de 62 años, obispo de Prince George, fue procesado bajo la acusación de haber violado a dos mujeres y agredido sexualmente a otras tres mientras ejercía su ministerio como sacerdote y era director de un colegio católico[83].

La muerte por infarto del prestigioso cardenal francés Jean Danielou, mientras estaba en íntima comunión con una despampanante cabaretera en el apartamento de ésta; la dimisión de Alphonsus Penney, arzobispo de San Juan de Terranova (Canadá), por haber encubierto los abusos homosexuales cometidos contra menores por más de veinte sacerdotes de su diócesis; y tantos otros casos similares, ponen al descubierto que la jerarquía de la Iglesia Católica mantiene casi tanto protagonismo al participar en las prácticas sexuales como en el encubrimiento de las mismas.

Pero los obispos no están solos, ni mucho menos, cuando se trata de encubrir y proteger al clero que protagoniza estos escándalos sexuales.

En la estructura judicial, algunos fiscales y, mayormente, magistrados, se han ocupado —y aún siguen prendidos de tan loable afán— de apurar los límites protectores de la presunción de inocencia para absolver a clérigos libidinosos por «falta de pruebas». Más adelante, en otros capítulos, estudiaremos con detalle varios casos importantes que demuestran lo que afirmamos.

En bastantes provincias españolas —obviamente en las más conservadoras y en las que aún se mantiene la influencia social del clericalismo— resulta prácticamente imposible que los abusos sexuales de un cura acaben ante un juzgado. La razón de ello es doble: la gente sencilla —habituales víctimas sexuales del clero— sigue teniendo miedo al poder de la Iglesia y no se atreve a denunciar a sus ministros, y, en caso de hacerlo, una parte notable de la misma sociedad suele fustigar y marginar al denunciante/víctima mientras loa histéricamente las presuntas virtudes del sacerdote encausado; y los tribunales acaban dando más credibilidad a la negación —en algunos casos patética— del sacerdote, que al testimonio de una víctima o de una docena de ellas.

La losa de silencio que pesa sobre el tema del celibato y de las relaciones afectivo-sexuales del clero la explicitó muy claramente Elías Yanes Álvarez, presidente de la Conferencia Episcopal Española, cuando este autor le requirió para dar su punto de vista —y los datos concretos de que disponía la Iglesia— sobre todos los aspectos tratados en este libro.

En mi cuestionario de nueve preguntas —claras, concretas y, por supuesto, comprometidas— le insistía a monseñor Elías Yanes en la importancia de incluir la visión oficial de la Iglesia en este trabajo y dejaba a su conveniencia la extensión de sus declaraciones y datos[84]. Pero, por toda respuesta, el máximo representante de la Iglesia española me remitió la carta siguiente:

Estimado señor:

Acuso recibo de su carta enviada por fax el pasado día 20 de junio. Por el mismo medio le remito mi contestación.

Siento mucho no poder responder a las cuestiones que me plantea, que no se pueden despachar con ligereza o superficialidad. Cumplimentarlas, sin embargo, exigiría un tiempo del que carezco, como consecuencia de mis obligaciones pastorales como Arzobispo de Zaragoza, a las que se suman las que se derivan de mi condición de Presidente de la Conferencia Episcopal Española.

Los datos de carácter doctrinal que usted busca están en los documentos de la Iglesia sobre el tema. Los de carácter estadístico, en los correspondientes anuarios y estadísticas especializadas. (1)

Reciba mi saludo cordial.

Elías Yanes Álvarez

Arzobispo de Zaragoza

Presidente de la Conferencia Episcopal Española.

(1) Los datos no publicados no los conozco.

Cualquiera que sepa leer entre líneas el siempre sinuoso lenguaje episcopal, habrá adivinado ya el mensaje implícito que conlleva esta respuesta: «el tema es demasiado delicado como para que a mí me pille el toro de mis colegas conservadores, léase lo que han establecido Paulo VI y Juan Pablo II, que su papel es de ley y no hace comprometer a este pobre obispo; como oficialmente no sabemos nada de lo que a usted le interesa, repase nuestras estadísticas oficiales para convencerse de que la Iglesia no sabe nada oficialmente; y de los datos no publicados —de ésos que con tanto secreto hablamos algunos de nosotros en reuniones íntimas—, ni idea, oiga usted. Y, dicho sea de paso y con cristiano respeto, ¡métase usted en sus asuntos y deje en paz la bragueta del clero y este montaje que tenemos organizado con lo del celibato obligatorio!».

Esta traducción no es literal, evidentemente, pero es exacta, tal como me lo ratificó un miembro de la Conferencia Episcopal, a quién comenté el caso, después de leer la singular respuesta de Elías Yanes. «Como sacerdote que soy —me confió el prelado, bajo demanda de confidencialidad— y como seguidor del Evangelio de Cristo, me avergüenzo de casi todo lo que tenemos que hacer y decir como obispos».

A los prelados les horroriza oír hablar de los problemas del celibato obligatorio, de los curas casados y de las relaciones sexuales del clero. Prefieren seguir escondiendo la cabeza bajo el ala, mantener la estructura clerical actual, por errónea y lesiva que ésta sea, y proteger y encubrir la agitada vida sexual del 60% de sus sacerdotes que, si bien no son ángeles, tampoco son demonios. Se limitan a ser varones, y a comportarse como tales.