Hoy día, a nadie puede sorprender ya la afirmación de que la Iglesia Católica, que se autoproclama —inmerecidamente— paladín de la defensa de los derechos humanos en el mundo, sea una institución que no respeta esos mismos derechos de su plantilla laboral, formada —según los últimos datos estadísticos oficiales de la Iglesia (1989)— por 1.366.669 miembros.
La Iglesia Católica, entre otros muchos agravios, mantiene un trato discriminatorio para la mujer —a pesar de que este colectivo representa el 65% del total de la plantilla de religiosos[74]— y se le impide ejercer los derechos civiles y religiosos que están reconocidos para el resto de la sociedad. Se impide a la totalidad del clero el desarrollo de su vida afectivo-sexual, vulnerando con ello todos los derechos humanos —y mandatos constitucionales— que la convierten en un bien fundamental protegido. Se coartan igualmente otros derechos fundamentales como son la libertad de expresión, de cátedra, de conciencia, etc.
Esta situación, monolítica y abusiva, no admite ningún tipo de cambio en la actualidad, así que, los sacerdotes —y el resto del clero— que no están de acuerdo con este estado de cosas no tienen otra alternativa que salirse de la Iglesia dando un portazo (secularización de facto), o intentar iniciar un proceso jurídico de secularización, trámite que debe solicitársele al obispo ordinario y que se resuelve en Roma. Aunque, de todos modos, mientras Paulo VI sí daba salida a las peticiones de secularización de los sacerdotes, Juan Pablo II ha estado siempre cerrado a esta posibilidad y archiva —sin resolver— la práctica totalidad de las demandas que recibe.
Pero, secularizarse, en todo caso, no deja de ser un proceso humillante y degradante para la persona que quiere verse jurídicamente dispensada de todas las cargas inherentes a la ordenación sacerdotal. El trámite lo realiza la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe (nombre actual del nefasto Tribunal de la Sagrada Inquisición) que, como una «gracia», puede conceder —o no— a un sacerdote su «reducción» al estado laical, sin permitirle opción alguna para poder volver al estado clerical.
Para mayor humillación, el candidato, además, está obligado a firmar una serie de motivos para su secularización (pérdida de la fe, incontinencia sexual, problemas psicológicos graves…) que casi nunca son ciertos, pero que deben aceptarse como prueba de sumisión a la jerarquía.
Paulo VI, en su encíclica Sacerdotalis Coelibatus (núms. 83 a 90) califica a los sacerdotes que solicitan su secularización de personas fracasadas e incapaces de juzgar lo que les conviene, y establece el procedimiento —«fuerte y al mismo tiempo misericordioso», «de la máxima discreción y cautela»— a seguir en este supuesto:
«Mientras alguien, en algún caso individual, no pueda ser ganado de nuevo para el sacerdocio pero muestre una voluntad correcta y buena de llevar una vida cristiana como laico —se dice en la encíclica papal—, la Sede Apostólica, situando el amor por encima del dolor y tras un escrupuloso examen de todas las circunstancias y con el asesoramiento del ordinario o de los superiores de la orden correspondiente, concederá la dispensa solicitada. Al hacerlo así, se impondrán algunas obras de piedad y de expiación, para que quede en el hijo desgraciado, pero querido, un signo saludable del dolor maternal de la Iglesia, así como un recuerdo vivo, y porque así lo necesitan todos los actos misericordiosos divinos».
Con el habitual lenguaje cínico que caracteriza los actos y hechos de la Iglesia Católica, esta encíclica pretende hacer pasar por «dolor de hermano» y «caridad» lo que no es más que un castigo inhumano e inmerecido para todos aquellos sacerdotes que se atreven a dejar de ser sumisos y discrepan de sus obispos y, sobre todo, para todos aquellos clérigos que desean vivir su esfera afectivo-sexual a plena luz del día, respetando a la mujer y con honestidad, rechazando la brutal hipocresía de los obispos que les recomiendan e imponen la obligación de mantener sus relaciones sexuales a escondidas para no tener que dejar de ser sacerdotes.
Dado que los documentos de secularización son secretos y pocas personas, al margen de los propios interesados, han visto alguno, hemos juzgado interesante transcribir textualmente uno de ellos. El siguiente rescripto ha sido traducido de su original en latín, y se han resaltado en cursiva algunos de sus párrafos más reveladores.
Cádiz y Ceuta.— Sagrada Congregación en defensa de la Doctrina de la Fe (Pro Doctrina Fidei).— Prot. N. 2.643/73.— Excelentísimo Señor, El Señor J. A. C. B., sacerdote de la Diócesis de Cádiz y Ceuta ha pedido la reducción al estado laical con la dispensa de todas las cargas que emanan de las sagradas Órdenes (y de la Profesión Religiosa), sin exceptuar la carga de guardar la ley del sagrado celibato.— El Santísimo Señor Nuestro Pablo, por la Divina Providencia Papa VI, el día 1 de Febrero de 1974, teniendo en cuenta el informe del caso emitido por la Sagrada Congregación Pro Doctrina Fidei, se ha dignado concederla, como una gracia, de acuerdo con las siguientes Normas:
1. El Rescripto concede de forma inseparable la reducción al estado laical y la dispensa de todas las cargas emanentes de las sagradas Órdenes. Nunca podrán separarse ambos elementos, o aceptar uno y rechazar el otro. Si, además, el peticionario es religioso, se le concede también la dispensa de los votos.
En cuanto sea necesario, conlleva también la absolución de las posibles censuras contraídas y la legitimación de la prole.
El Rescripto entra en vigor en el momento en que sea dado a conocer al peticionario por el Prelado pertinente.
2. Si el peticionario es sacerdote diocesano, incardinado fuera de su Diócesis, o religioso, el Ordinario del lugar de la incardinación o el Superior religioso mayor notificarán al Ordinario del lugar la dispensa pontificia, y si fuera necesario, le pedirán que haga llegar el texto de este Rescripto al peticionario, junto con la delegación necesaria para que pueda contraer matrimonio canónico. Sin embargo, si las circunstancias así lo aconsejaran, dicho Ordinario recurra a la Sagrada Congregación.
3. En principio el sacerdote reducido al estado laical y dispensado de las cargas unidas al sacerdocio, y a fortiori, el sacerdote unido en matrimonio, ha de ausentarse de los lugares en los que sea conocido su estado sacerdotal. El Ordinario del lugar puede dispensar de esta cláusula si no prevé que la presencia del peticionario pueda ser motivo de escándalo.
4. En cuanto a la celebración del matrimonio canónico, cuide el Ordinario que se celebre sin pompa, ni aparato, y delante de un sacerdote (bien probado) de confianza para el obispo, y sin testigos, o si fuera necesario, con dos testigos, cuya acta se conserve en el archivo secreto de la Curia.
Al Ordinario del lugar corresponde determinar el modo de la dispensa. Y si la celebración del matrimonio ha de ser secreta o pueda ser comunicada, con las precauciones necesarias, a los amigos y allegados, con el fin de salvar la buena fama del peticionario y para que pueda gozar de los derechos, económico-sociales, emanados de su nueva condición de seglar y casado.
5. Se ha de anotar en el libro de bautismos de la parroquia, tanto del peticionario como de la cónyuge; pero se ha de consultar al Ordinario cuando se haya de examinar los documentos.
6. El Ordinario, al cual se refiere este Documento, ha de hablar con el peticionario, y lo ha de exhortar a que lleve una vida de acuerdo con su nueva condición, contribuyendo a la edificación del Pueblo de Dios, y a que se muestre amantísimo hijo de la Iglesia. Y a su vez le notifique lo que le está prohibido:
a) ejercer cualquier función de las sagradas Ordenes, excepto las que se contemplan en los cánones 882 y 892, par 2 [y que se refieren a la obligación que en conciencia tiene cualquier sacerdote —y el secularizado lo sigue siendo— de administrar la penitencia, en caso de necesidad, a un moribundo];
b) participar en cualquier celebración litúrgica ante el pueblo, que conozca su condición, y que nunca pueda predicar la homilía;
c) actuar de Rector, Director Espiritual, Profesor… en los seminarios, Facultades Teológicas… y similares Instituciones;
d) Igualmente no puede ejercer como director de una Escuela Católica, ni de profesor de Religión, etc. Sin embargo, el Ordinario, bajo su prudente criterio, puede en casos particulares permitir que un sacerdote, reducido al estado laical y dispensado de las cargas inherentes a la sagrada ordenación, pueda enseñar Religión en escuelas públicas, no excluidas las escuelas católicas, siempre que no sea causa de escándalo.
Finalmente, el Ordinario imponga al peticionario una obra de piedad o de caridad. Y en el tiempo lo más breve posible envíe a la Sagrada Congregación la notificación de que se ha llevado a cabo lo mandado. Y si lo exigiera la estupefacción de los fieles, déles una prudente explicación.— Sin que pueda obstar nada en contra. S. C. pro Doctrina Fidei, a 1 de Febrero de 1974. Firma y sello.
Este documento, absolutamente inapelable por el sacerdote al que se dirige, es suficientemente elocuente por sí mismo pero, en todo caso, deja patente que el sacerdote, al ser reducido al estado laical (siempre muy inferior al clerical a ojos del conjunto del clero católico), está sufriendo un proceso de degradación social y personal en toda regla; pasa a ser una especie de apestado peligroso que hay que esconder y «en principio» forzar al destierro.
El matrimonio canónico de un sacerdote secularizado, aunque autorizado por el propio Papa, debe celebrarse en condiciones clandestinas —mientras que el mismísimo Evangelio llama al regocijo general en estos casos—, no vaya a ser que algún que otro cura oprimido por la ley del celibato tome su ejemplo… y que las feligresas dejen de acostarse con esos sacerdotes célibes si no se animan a formalizar sus relaciones ocultas, tal como lo ha hecho el cura recién casado.
Al sacerdote secularizado, que se supone que debe estar bien formado en materia de liturgia y religión, se le prohíbe participar públicamente en actos litúrgicos en los que cualquier laico puede hacerlo y, por supuesto, se le impide enseñar religión que es la única cualificación y posibilidad profesional que, en principio, puede tener un sacerdote que abandona su ministerio; una estrategia que, como lo deja en la calle, sin nada, y sin futuro, hace que muchos sacerdotes antepongan su panza a su conciencia cuando piensan en la secularización.
El supuesto rasgo de humanidad que muestra el rescripto al permitir la excepción de que «en casos particulares» se permita trabajar en la docencia a curas secularizados tiene una penosa trastienda: quienes lo hacen —siempre porque no han logrado otro tipo de trabajo mejor— dependen de su silencio y sumisión hacia el obispo para conservar su precario empleo. Durante la investigación básica llevada a cabo para escribir este libro me he encontrado con muchos profesores de religión que no se han atrevido a firmar las acusaciones que me hacían contra los obispos y la institución porque sabían que serían despedidos fulminantemente de sus puestos docentes si hacían pública su actitud crítica hacia la Iglesia.
«Mi caso debo silenciarlo por motivos de tipo práctico —me rogaba el sacerdote casado J. A. F.—, yo estoy dando clases de religión y como, desgraciadamente, los hombres a veces somos vengativos, el hecho de que yo pueda airear y contar cosas puede hacer que el obispo diga: “tú estás dando clases de religión con nuestra ayuda y benevolencia y ahora te pones a decir cosas…” La venganza puede venir en cualquier momento por ahí. De momento yo aún dependo de un sueldo como profesor de religión, y hasta que no consiga ganarme la vida de otro modo tengo que permanecer con la boca bien cerrada».
El proceso que tiene que sufrir un sacerdote para acceder a su secularización lo resume con claridad Ramón Alario Sánchez, presidente del Movimiento pro Celibato Opcional, cuando señala que «en el fenómeno de los curas casados en el occidente católico —con o sin papeles, con permiso canónico o con rescripto negativo— se hace ostentosa en forma llamativa la violación de una serie de derechos»[75], y describe la situación como sigue:
«Tremendas dosis de oscurantismo y clandestinidad: lo que para cualquier otra persona es motivo de alegría, expresión y comunicación, es vivido en ocultamiento y sigilo clandestino. Cuántas libertades quedan relegadas y pisoteadas en un proceso como éste. Cuánto tapujo y mentira obligados.
»En caso de decidir la salida ‘legal”, el procedimiento para obtener la secularización —el permiso— puede ser analizado como un ejemplo difícilmente superable de aplastamiento personal: presunción de culpabilidad, interrogatorio humillante, mentiras sutilmente aconsejadas, juicio encubierto con culpable sumiso y resignado a lo que sea para obtener los papeles. Y en caso de aventurarse por las sendas de la “irregularidad”, la situación no es más halagüeña: pasas a cargar con una doble rebeldía, rompes una relación legalizada con la institución; los más radicales se tranquilizarían endosándote una excomunión.
»Después del proceso, lo normal y habitual es que te encuentres de golpe “en la calle y con lo puesto”. Los años de trabajo a tiempo pleno, la dedicación total y sin condiciones, quedan recompensados, en algunos casos, con un “que Dios te ayude”; en otros, ni siquiera con esta limosna eufemística. ¿Dónde quedan el derecho a una seguridad, a un despido digno, a una jubilación apropiada en ciertos casos?[76]
»Quien haya estudiado detenidamente el rescripto de secularización podrá constatar con nosotros el autoritarismo paternalista que condena al solicitante —“reducido al estado laical”— a una situación sublaical: le quedan vetadas hasta las tareas y cometidos que puede realizar cualquier creyente… Esto sí, para amonestarle finalmente sobre la importancia de que siga siendo miembro fiel de la Iglesia».