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PROBLEMAS PSICOLÓGICOS Y SOCIALES CAUSADOS POR LA LEY DEL CELIBATO OBLIGATORIO

«Cuando decidí dejar el sacerdocio y secularizarme —me confesaba el abogado Manuel Castellá[55]— acababa de pasar por un calvario de varios años de dudas, angustias, soledad terrible y frustración, y, a mis 36 años, debía enfrentarme al hecho de verme en la calle, sin recurso alguno, teniendo que buscar algún trabajo y empezar a estudiar Derecho… y todo ello en medio de la incomprensión y oposición de todo el mundo. Mi propia madre me dijo: “Hijo mío, ¿por qué has dejado a Dios?” Y mi hermano, sacerdote del Opus Dei, no perdió ocasión de zaherirme con una frase tan absurda y malévola como inolvidable:

»“¿Ya sabes que tus futuros hijos serán sacrílegos?”

»Yo abandoné el ministerio porque me hice consciente de que la función del sacerdote, tal como la entiende y obliga a ejercer la Iglesia, está absolutamente descentrada y es inútil; porque ya no podía soportar más la hipocresía de la institución católica; y porque necesitaba compartir con otros mis sentimientos: me resultaba dramática la soledad y el aislamiento humano al que me habían condenado una serie de decretos canónicos absurdos. Otros muchos sacerdotes, en cambio, siguen en su puesto, a pesar de lo que sufren, por pura cobardía, porque, debido a su inmadurez, a la formación recibida en los seminarios, y a su nula cualificación civil, no se atreven a vivir fuera de la madre Iglesia.

»La ley del celibato obligatorio es la peor que puede existir para mantener y dignificar el celibato religioso, ya que ahoga a los curas bajo todo tipo de miserias psicológicas y, además, nadie o casi nadie la cumple. La inmensa mayoría de los sacerdotes acaban por llevar una doble vida para poder satisfacer sus necesidades de afecto y de sexo, pero también arrastran problemas de personalidad muy importantes».

Defensores del celibato como el sacerdote Javier Garrido proponen mantenerlo a través de una vía psicológica que lleve a «la espiritualización de lo pulsional-afectivo sin caer en la represión»[56], pero este hipotético camino para guardar el celibato —que aunque no es imposible por definición, sí resulta altamente improbable en la práctica, tal como veremos en este apartado— se desdibuja a sí mismo cuando el propio Javier Garrido afirma que «les ocurre a muchos profesionales de la psicología, aunque acepten una cosmovisión religiosa. Inconscientemente, suponen que Dios no es Alguien real. Ciertamente, si Dios no es más que la Idea sublime de lo mejor de nosotros mismos, el celibato es sólo una sublimación alienante del deseo. Una idea no puede llenar necesidades básicas, las psico-afectivas. Si Él no es un Tú viviente, el celibato es una ilusión»[57].

Esta concepción basada en un deísmo objetivo —absolutamente rebatible desde el punto de vista de la antropología cultural y religiosa— viene a situar la fe como única base para el celibato: si Dios no es un ente vivo, tal como se propugna, el celibato será «sólo una sublimación alienante del deseo». Y, sea Dios «Alguien real» o no, la cuestión fundamental será: ¿es sana una fe que impida el desarrollo normal de la personalidad de un sujeto y llegue a anular y sustituir todo su mundo afectivo y sexual?

La fe es un concepto tramposo y vacío cuando se emplea como un supuesto elemento objetivo para justificar comportamientos humanos que, en puridad y rigor, pueden y deben ser contemplados y explicados únicamente desde la psicología, la antropología, la sociología u otras ramas del saber objetivo y objetivable.

«El celibato hace posible en el hombre/mujer lo mejor y lo peor —reconoce el propio Javier Garrido[58]—. Nada más peligroso que disparar el deseo hacia ideales inalcanzables, comprometiendo el fundamento del psiquismo, la afectividad. Si ésta se engaña y encubre motivaciones sospechosas, la sublimación puede transformarse en mecanismo neurótico de defensa, muy difícil de atacar: rigidez perfeccionista, delirio de autograndeza, desviaciones subrepticias de las pulsiones (obsesiones sexuales, fobias…), intolerancia ideológica, etc. Caben formas más suaves: pasividad y dependencia, incapacidad de entrega afectiva, manipulación de personas, jugar a gratificaciones indirectas (fantasías, flirteos…), etc».

Lo mejor del celibato, según prosigue Garrido, es el logro de «libertad interior, no dependencia de necesidades inmediatas, amor desinteresado y fiel, nobleza y anchura de corazón, concentración de la existencia en la fe, y vida de alianza con Dios».

A partir de este momento daremos ya por conocidas las dulces mieles que promete el celibato católico y nos concentraremos en el estudio de las amargas hieles que suele reportar a sus forzados seguidores: problemas de inmadurez afectivo-sexual, culpabilidad existencial, fobias, parafilias, depresión, estrés, neurosis, ansias de poder y control, inseguridad y temor ante las personas del sexo opuesto, fracaso vital…

Antes de entrar a fondo en el análisis de las consecuencias psicológicas del celibato obligatorio, habrá que tener en cuenta un elemento básico como es la personalidad previa del futuro sacerdote, que, a menudo, presenta una estructura emocional inmadura y frágil y —aspecto fundamental— un apego a la figura materna que pasa, progresivamente, de una actitud infantil a un comportamiento adulto netamente psicopatológico; una buena parte de los casos de sacerdotes que figuran en este libro le deben el primer núcleo de sus problemas de personalidad, e incluso su vocación, a la errónea y lesiva relación/formación recibida de su madre[59].

La experiencia de este autor, así como la de diversidad de psicólogos, expertos en cuestiones de Iglesia, teólogos y sacerdotes con los que he analizado este tema, coincide en buena medida con el parecer del doctor Hubertus Mynarek cuando afirma que:

«Las personalidades vitales, biológica y éticamente fuertes, raras veces se quedan en el seminario. Deciden finalmente seguir otra profesión porque rechazan la atmósfera santurrona, amanerada, ungida, o bien autoritaria e intrigante que domina en muchas instituciones dedicadas a la formación de futuros sacerdotes. Pero es precisamente esta atmósfera la que aceptan aquellos jóvenes con extremada unión maternal, sin quejarse por ello, porque, en el fondo, representa como una continuación de la atmósfera hogareña en que han crecido (…) algunas tragedias de sacerdotes tienen sus raíces en esta fijación a la madre. En aquellos casos en los que la madre se siente llamada (pero, desgraciadamente, no es un hombre), proyecta su frustrado afán sobre el hijo y lo sujeta a ella hasta que éste ha interiorizado su deseo y, por decisión propia y libre, quiere llegar a ser sacerdote[60].

»Algunos seminaristas que me consultaron —añade Mynarek—, me informaron que habían llegado a comprender el mecanismo de la interiorización, pero que no se sintieron lo bastante fuertes para renunciar a todo aquello que se les había dado abundantemente hasta entonces, tanto en lo material como en lo sentimental, en la casa de sus padres, y especialmente por parte de su madre. Y todo aquello se cortaría inmediatamente en cuanto se enfrentaran con el deseo materno».

De esta manera se han creado cientos de sacerdotes forzados desde su más tierna infancia y obligados, posteriormente, a acatar leyes eclesiásticas inhumanas —como la del celibato— que ni han asumido con madurez, ni pueden compensar desde una vocación de la que realmente carecen. Y en parecido caso están el resto de clérigos que adoptaron esta profesión por tener problemas económicos familiares, por no saber negarse a las presiones recibidas mientras cursaban sus estudios en un seminario menor, o porque, tal como se reconoce en el Diccionario de Teología e Iglesia, el sacerdocio es un cómodo medio de subsistencia que asegura el futuro material en la vida.

Pensar que todos estos sacerdotes hayan podido llegar a ser personas realizadas con su estado es tan absurdo como creer que un pájaro puede llegar a alcanzar su plenitud viviendo dentro de una jaula. Y, de la misma forma, sólo un ignorante, un ingenuo o un cínico puede llegar a pensar que estas situaciones vitales no perjudicarán el psiquismo de quienes las sufren. Por eso, tal como veremos, las habituales transgresiones de la ley del celibato obligatorio no sólo son lógicas, sino que vienen forzadas por la propia estructura eclesiástica represora.

«A diferencia de otros impulsos en los que el principal placer deriva de su satisfacción —afirma Helen Singer Kaplan, psiquiatra y reconocida autoridad mundial en materia de terapia sexual[61]—, la sexualidad ofrece placer incluso cuando se está acumulando la tensión sexual. Se ha especulado acerca de que la sexualidad goce de una íntima relación con los centros de placer del cerebro. Parece que sólo la estimulación química directa de estas áreas del placer, mediante narcóticos o electricidad, puede rivalizar con la intensidad del placer erótico y producir un ansia similar de satisfacción. No es extraño, pues, que el hombre busque constantemente el placer sexual desde la infancia y no abandone esta búsqueda hasta el momento de la muerte».

Por otra parte, sigue apuntando la doctora Helen Singer, la educación represora «es una fuente muy importante y muy difundida de los tipos de conflictos que producen alienación y disfunciones sexuales. Una y otra vez las historias clínicas de los pacientes que presentan problemas sexuales revelan que la actitud que prevalecía en su familia durante la infancia era una actitud extremadamente punitiva y moralista. Las familias muy religiosas imbuyen en sus hijos una serie de conflictos sexuales muy graves»[62].

Los efectos patógenos de una educación familiar represora en extremo se arrastran de por vida —salvo que medie una terapia adecuada— y se agravan, obviamente, cuando el sujeto continúa madurando en el seno de ambientes igualmente castrantes, especialmente cuando éstos son muy cerrados, excluyentes respecto al otro sexo, y es sumergido en ellos siendo aún muy joven, caso que es bastante frecuente entre los seminaristas.

Aunque no siempre haya una correlación positiva entre la entrada a edad temprana en un seminario y la inmadurez afectiva, lo cierto es que en la educación de los futuros sacerdotes no intervienen figuras femeninas, y éstos acaban por temerlas de un modo irracional, por mitificarlas (asimilándolas al mito de la pureza mañana), o por sentirse atraídos hacia ellas de un modo enfermizo debido al halo de misterio con que las conciben desde la distancia física y afectiva.

El sacerdote Javier Garrido se refiere a este aspecto del problema cuando apunta que «es muy importante cómo se ha internalizado la imagen del otro sexo. Es bastante frecuente la dicotomía que vive el varón respecto de la mujer: por un lado, la mujer ideal, pura, maternal; por otro, la mujer-objeto erótico. Consecuencia: desintegración de afectividad y genitalidad, con connotaciones obsesivas. Así como es frecuente, en la mujer de formación tradicional, separar la ternura y el deseo sexual»[63].

Durante los años de formación religiosa se vive inmerso en una absoluta —y potenciada— falta de afecto, e incluso los educadores han visto hasta hace muy poco con sumo recelo las relaciones habituales con los familiares (recomendando u obligando a no abrazar ni besar a la madre, hermanas y demás) y con más recelo aún los contactos amistosos con jóvenes de uno y otro sexo.

El teólogo Giovanni Franzoni, ex abad de la basílica romana de San Pablo Extramuros y uno de los eclesiásticos más influyentes en la Roma de Paulo VI —aunque posteriormente fue suspendido a divinis y reducido al estado laical por sus críticas a la Iglesia—, poco después de haberse casado hizo un comentario tan demoledor y doloroso como el siguiente:

«Estoy recuperando la relación con mi madre, muerta hace ya muchos años —explicó Giovanni Franzoni[64]—. Una vez me reprochó que nunca le decía “te quiero”. Yo le respondí: “pero es que eso no se dice”. Ahora tengo remordimientos y lo entiendo mejor desde que tengo a una mujer a mi lado».

Como consecuencia del aperturismo del Concilio Vaticano II este tipo de educación represora, culpabilizadora y maniquea, que anulaba los sentimientos en lugar de ayudar a formarlos con madurez, fue desapareciendo de muchos centros de formación religiosa que, además, por lo general, han potenciado que las últimas promociones de sacerdotes hayan mantenido un contacto normalizado con personas del otro sexo. Pero, en la actualidad, debido a la política ultraconservadora reinstaurada por el papa Juan Pablo II —y capitaneada por grupos como el Opus Dei o Comunión y Liberación que, especialmente el primero, han conquistado un poder e influencia inusitados en el seno de la Iglesia—, se está volviendo a las peores costumbres formativas de antaño y de nuevo cobra vigencia aquella clásica norma que rezaba: «entre santa y santo, pared de calicanto».

En este aspecto, cualquier analista religioso serio debe coincidir con el jesuita Alvaro Jiménez cuando afirma que «la formación en los seminarios y en las casas religiosas se ha centrado excesivamente sobre los aspectos académicos, con descuido inexplicable de la formación humana y psicológica de la personalidad»[65].

Sin embargo, este descuido puede ser fácilmente explicable ya que ha servido para formar el tipo de personalidad que más interesaba a la jerarquía católica: personas apocadas, sin asertividad, sumisas hasta el servilismo, controlables sin dificultad alguna, incapaces de tomar decisiones y asumir riesgos, perfectos elementos de rebaño… Y, en todo caso, también debe señalarse que el logro de este tipo de personalidad gris y servil se ha potenciado mucho más en la formación de mujeres religiosas que en la de los hombres.

«En los seminarios —me comentaba el teólogo José Antonio Carmona— la madurez no cuenta para nada. No se apoya la capacidad crítica, sino todo lo contrario. Se machaca al futuro sacerdote con la virtud de la humildad, pero los formadores la confunden con el defecto de la simpleza y presionan en el sentido de que cuanto más infantil se sea más cerca se estará del camino de la santidad. Ponen la obediencia como la gran virtud del religioso, pero pervierten su verdadero significado; etimológicamente, obediencia viene de ob audire, que significa «el que sabe escuchar», pero en los seminarios no te educan para saber escuchar porque el que escucha se hace crítico, y la jerarquía quiere sacerdotes acríticos e infantiles. Lo terrible es que, como la sotana imprime carácter, esos sacerdotes incapaces convierten sus consejos a los fieles en lamentables actos de prepotencia y soberbia».

Resulta chocante —aunque clarificador para ver cuán alejada está la Iglesia Católica de los textos dichos sagrados en que pretende ampararse— saber que en el Evangelio jamás aparece el término obediencia como actitud interpersonal dentro de la comunidad de fieles. Su sentido es el de abrirse y saber escuchar la palabra de Dios, cuyo seguimiento conlleva, automáticamente, a la rebelión, a la desobediencia contra la autoridad humana y religiosa. La Iglesia, sin embargo, ha pervertido el término y ha convertido la «santa obediencia» en simple sumisión a la voluntad humana, que no divina, de la cúpula clerical.

La imposición a sacerdotes y religiosos/as de una obediencia irracional y servil —que, afortunadamente, no siempre se logra—, conlleva consecuencias frecuentemente nefastas para la personalidad del clero obediente. Formar —amaestrar— para la obediencia supone fijar en el sujeto estructuras de personalidad infantiles que permanecerán de por vida, coartando seriamente el proceso evolutivo de la persona y limitando gravemente sus posibilidades vitales. El culto a la obediencia, por otra parte, va siempre unido, necesariamente, al culto a la personalidad y a los mecanismos de culpabilidad.

La fijación del culto a la personalidad —de la de cualquier figura investida de autoridad pero, en todo caso, en función de su peso específico dentro del organigrama jerárquico del clero que encabeza el Papa— conduce a pautas de idealización infantiles (asociadas a sumisión extrema) y/o a comportamientos serviles y dependientes originados en el temor que infunde toda figura autoritaria, especialmente si, tal como sucede dentro de la Iglesia, ésta viene validada por la presión sociocultural. En este contexto, para muchos sacerdotes y religiosos/as la búsqueda y consecución de la felicidad sólo pasa por su obligación de obedecer, eso es, de convertirse en sujetos mentalmente castrados.

La presión ilimitada que se ejerce hacia la consecución de la obediencia, además, desencadena a menudo comportamientos agresivos que, al no poderse materializar contra la autoridad victimizadora, se transforman en hábitos autodestructivos, pues se vuelven contra el propio sujeto. Este sistema patológico cierra su círculo —y se protege a sí mismo— mediante el mecanismo jurídico de la sanción y el neurótico de la culpabilidad. Cualquier desobediencia, aunque sólo sea imaginada o deseada, es reprimida o sancionada —también autorreprimida o autosancionada— por un fuerte sentimiento de culpa (la noción católica de pecado es básica para ello) y/ o por el miedo a ser descubierto y sancionado por la jerarquía (con el consiguiente demérito y pérdida de prebendas eclesiales). El sistema clerical queda así siempre a salvo, pero a costa de dañar gravemente la personalidad de sus componentes.

La educación en los seminarios tiende a teñir de negativismo mecanismos psicológicos básicos como el autoconcepto y la autoestima, con lo que se modelan seres humanos descontentos de sí mismos, que se rechazan y desprecian, personas más influenciables, que tienen mayores dificultades para establecer relaciones interpersonales, que son más propensas a las alteraciones emocionales, están abocadas a padecer sentimientos generadores de sufrimiento, tienen más o menos mermadas sus capacidades para madurar correctamente y poder realizarse en su vida, etc.

En el otro extremo, como consecuencia del concepto de sacerdote que se transmite en los seminarios —y que suele ser el de un sujeto adornado por designio divino de una cualidad y misión superiores al del resto de los humanos—, también se crean individuos con complejo de superioridad, afectos a una autoimagen engreída, que son egocéntricos, autoritarios, demagogos, más o menos fanáticos, incapaces de reconocer errores o responsabilidades personales, seres mezquinos e interesados que desprecian a los débiles y adulan a los poderosos, etc. Cualquier conocedor del clero puede darse cuenta de que muchísimos sacerdotes se mueven entre estos dos tipos de personalidad.

Evidentemente, todos estos aspectos reseñados tienden a agravarse cuando, como es habitual, los propios formadores de sacerdotes presentan una personalidad inmadura en el plano afectivo-sexual, son autoritarios y represores, y tienen más conflictos emocionales sin resolver que sus propios pupilos.

Centrándonos ya en el aspecto específico de la ley del celibato obligatorio, hay que decir que su imposición, tal como se hace hasta hoy, suele acarrear una serie de problemas graves y poco menos que insalvables para la maduración de la personalidad del sacerdote. A continuación analizaremos algunos de los aspectos más importantes y lesivos.

En la formación de los sacerdotes, salvo excepciones, se desconoce absolutamente todo lo que se refiere a los aspectos biológicos y psicológicos de la sexualidad, se ignoran también todas las posibles desviaciones y pautas psicopatológicas que se pueden dar en este terreno, y se descontextualiza la afectividad de la esfera integral e integradora de lo sexual, con lo que se impide la posibilidad de acceder a un desarrollo psico-sexual adulto y maduro.

Ésta es la causa, por ejemplo, de la adopción de actitudes propias de ingenuidad adolescente, que se dan a menudo en sacerdotes cuarentones que acaban de descubrir los valores del otro sexo y la pujanza de la atracción sexual. Son manifestaciones que pueden implicar una adolescencia retardada y que los propios compañeros del cura implicado suelen vivir con sonrojo y aun calificar de ridículas, pero que no se deben más que a la ignorancia —hasta ese momento— de la riqueza de factores que caracteriza a la esfera afectivo-sexual humana.

«Del seminario recuerdo el sexo como una auténtica obsesión —me comentaba el sacerdote Diamantino García[66]—, en torno a la cual giraban todas las tentaciones, preocupaciones e inquietudes, que a su vez le restaban importancia a asuntos tan básicos como la preocupación por la justicia, la solidaridad o la sensibilidad social. En primer plano siempre estaba el objetivo de procurar ángeles castos, aunque éstos fuesen seres insolidarios e infantiles.

»En el seminario nos han educado fundamentalmente para ser personas castas y célibes, cosa que ha sido contraproducente ya que creaba tanta obsesión y deformación de la conducta afectiva que, en cuanto te veían hablar tres veces con el mismo compañero, ya te acusaban de tener amistades peligrosas; te llamaban los encargados de vigilarnos y te decían que tú tenías una “amistad particular” con un muchacho y que debías ponerle fin. Y tú realmente lo vivías también con auténtica obsesión, con lo que salía muy mal parada la formación de la personalidad y de la esfera afectiva que estaba creciendo en ti.

»La cuestión de la sexualidad, de la que no llegas a conocer nada objetivo en el seminario, acaba por obsesionarte y, cuando te lanzan a ser sacerdote y tienes que buscártelas por ti mismo, no posees la madurez afectiva, humana, ni sexual, como para saber relacionarte de un modo normalizado con las demás personas. Y ésta es la causa de la existencia de sacerdotes muy desequilibrados, agentes de la pastoral muy poco maduros y, desde luego, de curas propensos a convertir las relaciones afectivas y sexuales en atropellos de todo tipo, en excesos sexuales que jamás cometería una persona madura y equilibrada».

La educación sexual y afectiva en los centros religiosos debería plantearse como algo más normalizado, conforme a la mentalidad actual y mucho más integrado a la personalidad. Hay que dejar de tildar a la sexualidad de malvada y hacer ver a los futuros sacerdotes que lo único malo es estar obsesionado por ella y convertir la búsqueda de afecto y sexo en manía persecutoria o en una auténtica pesadilla. Pero, además, fundamentalmente, lo que hay que hacer es un replanteo mucho más liberador e integrador de la afectividad y del sexo entre los sacerdotes y religiosos/as y, paralelamente, derogar la obligatoriedad del celibato y convertirlo en opcional.

Así mismo, dado que la mayoría del clero ignora el sentido preciso del compromiso de castidad y del celibato, éste se vive como una renuncia dolorosa, como el precio que hay que pagar para poder ser sacerdote o religioso/sa, como una imposición canónica que añade frustración y castración al ministerio sacerdotal o a la vocación religiosa.

La gran mayoría de los sacerdotes que aún se mantienen célibes —no digo castos, ya que la masturbación es un hecho habitual en la práctica totalidad del clero masculino— suelen confundir la sublimación de lo sexual con la falta de actividad genital con una pareja, y eso es un error que se acaba pagando caro, generalmente cuando se llega a la mitad de la vida.

Sublimar, desde el punto de vista psicológico, supone una forma de desplazamiento en el que la energía se desvía hacia un objeto que tiene unos valores ideales; es, por tanto, un mecanismo psicológico complejo —cabría entrar a discutir si es también sano, útil y recomendable— que difícilmente puede abordarse sin tener una personalidad madura y estable y una situación social gratificante, especialmente en lo que hace al ámbito intelectual y a la interacción con el entorno.

Dado que los requisitos anteriores no se dan en la mayoría del clero y que, además, éste naufraga en una crisis institucional caracterizada, entre otras, por la pérdida de referencias y de ideal, la máxima sublimación que puede lograrse es la simple y pura represión del instinto sexual; un mecanismo defensivo que consiste en rechazar «fuera de la conciencia» todo aquello que resulta doloroso o inaceptable para el sujeto. Se entra así en una situación patógena que, además, no puede mantenerse indefinidamente y acaba por estallar de una manera directa o indirecta. Cruchon, superior jesuita, pone el dedo en la llaga cuando afirma que «para muchos, el voto se confunde más o menos con la obligación de luchar contra el pecado de la carne Se les ha presentado la castidad como puramente negativa y como una renuncia a todo amor humano profundo. Pero algunos se preguntan si esto agrada a Dios. Algunos tienen miedo de amar, pensando que esto es contrario al voto de castidad. Ven en el amor conyugal solamente el placer de los sentidos. Otros han fundado la castidad sobre el desprecio a las mujeres y no ven que se puede amarlas sino por pasión. Ellas son objeto de tentación y son peligrosas»[67].

De esta manera, el clero llega a identificar amor con acto sexual, de modo que —piensan— debe renunciarse al amor para guardar la castidad, con lo que su desarrollo afectivo y las vivencias subsidiarias quedan muy mermadas o, simplemente, adoptan pautas psicopatológicas. «Muchos sacerdotes no quieren a nadie, salvo a sí mismos —me explicaba un párroco barcelonés— y, cuando sienten deseos sexuales, esos curas nunca hacen el amor sino que, simplemente, follan; se desahogan con una mujer con tan escaso afecto como cuando se masturban».

Un número notable de sacerdotes acaba arrastrando importantes problemas psico-sexuales incluso después de haberse secularizado. Algunos, a pesar de haberse casado, continúan viendo la esfera de la sexualidad como algo sucio, pecaminoso y culpabilizador, por lo que tampoco acaban de lograr la plenitud afectiva con sus parejas y, en el mejor de los casos, pasan largos períodos de sesiones de terapia en consultas de psicólogos o psiquiatras.

Como varón sexuado que es, el sacerdote no puede evitar la existencia de impulsos sexuales que pugnan por aflorar y realizarse, y ello, naturalmente, al confrontarse con la prohibición canónica, se convierte en una poderosa fuente de angustia, estrés y neurosis. Una de las vías para intentar obviar esta angustia es mediante el recurso a los mecanismos, casi siempre complementarios, de la negación y de la represión, pero sus consecuencias son siempre nefastas para el equilibrio psíquico, y máxime cuando se dan en perfiles de personalidad inmaduros y problemáticos, casos muy comunes entre el clero.

Al sacerdote lo educan para ser una especie de ente angélico, sin embargo, su biología le desmiente a cada momento y le ancla aún más en una situación de crisis permanente. Pero en la formación de la mentalidad pro angélica no influye sólo la educación maniquea y puritana del seminario o del convento; con frecuencia esta mentalidad ya se había estructurado en el propio hogar familiar, especialmente por acción de un tipo específico de madre que, tal como ya citamos, aparece con claridad y muy a menudo cuando se investiga en profundidad la vida de los sacerdotes más problemáticos.

La pulsión sexual, la atracción hacia el otro sexo y la inseguridad que ello produce en la persona que quiere ser casta desde la inmadurez, también puede llevar al aislamiento emocional como mecanismo defensivo, es decir, a intentar protegerse de cualquier posibilidad de relación interpersonal profunda encerrándose bajo un escudo de frialdad y pose que, no por casualidad, todos hemos podido apreciar en bastantes curas. De este modo, una parte del clero malogra sus posibilidades de llegar a ser personas con capacidad de amar, de comprender, de brindar amistad, de saber estar afectivamente cerca del prójimo… y se convierten en funcionarios sacros fríos, distantes e inútiles para la comunidad en la que viven.

Entre el clero de mediana edad, la práctica del celibato y de la castidad potencia el desarrollo de personalidades más egoístas y estériles para todo y todos, siendo habituales los comportamientos compensatorios que llevan al sacerdote a cultivar en exceso placeres permitidos —comer, fumar o la buena vida en general—, a obsesionarse por hábitos íntimamente alentados por la jerarquía —como acumular riqueza y poder—, o a convertirse en seres autoritarios y egocéntricos que no sirven a nadie salvo a sí mismos.

En este contexto, son frecuentes los casos de sacerdotes que encauzan su desequilibrio psíquico utilizando la religión como plataforma para lograr el beneficio propio, como instrumento para controlar a los demás y abusar de ellos mediante manipulaciones y coacciones que, en general, llevan a la práctica con los creyentes más frágiles y les permiten servirse de éstos para fines personales de tipo económico, sexual o de influencia social.

Muy a menudo los sacerdotes viven de un modo ambiguo la castidad; desean guardarla, pero sueñan y añoran todo aquello a que ésta obliga a renunciar, con lo que se cae en un estado de tensión y de estrés tremendo que, si no se resuelve hacia alguno de los dos extremos, lleva a padecer existencias mediocres y amargadas, a la búsqueda de dinámicas sustitutivas (gula, ansia de poder y/o dinero, etc.) o al establecimiento de lo que entre el clero se define como «amistades pegajosas», relaciones obsequiosas y hasta cierto punto afectivas (abrazos, besos… frecuentes y cordiales) que no se definen hacia ningún lado y que, en caso de enamoramiento no asumido, suelen acabar por dañar al sacerdote y a su pareja (siendo un caso similar, aunque no tan institucionalizado, como la tercera vía, que ya citamos en el capítulo 2).

El sacerdote y psicólogo Alvaro Jiménez expone con claridad meridiana este aspecto cuando afirma que «pretender guardar una castidad ambigua sería como aplicar el freno en el último metro de terreno firme antes del abismo, cuando el coche va corriendo a 100 kilómetros por hora; marchar a toda velocidad con el acelerador hundido hasta el fondo (la rama simpática del sistema nervioso autónomo, cuya función es estimulante) y al mismo tiempo apretando el pedal del freno con todas las fuerzas (la rama parasimpática y los controles córtico-cerebrales que inhiben la acción externa). Tal remedo de castidad, la castidad ambigua, es un absurdo psicológico que puede dar origen a mucho estrés y a serios trastornos de personalidad; y es también un absurdo, desde el punto de vista de la espiritualidad, como muestra de profundo egoísmo totalmente opuesto a la entrega generosa que implica la castidad consagrada»[68].

Algunos clérigos propugnan la licitud del erotismo pero descartan totalmente la sexualidad; apuestan por que un sacerdote pueda tener amigas íntimas con las que vivir una relación de «erotismo elevado y sacro», pero sin llegar al uso de la sexualidad genital, y hablan de «amor platónico», de «vivir el ideal de María encarnado en una mujer viva y actual», y ponen como modelo las relaciones mantenidas por personajes históricos como Santa Clara y San Francisco de Asís o por Francisco de Sales y Jeanne-Françoise de Chantal, pero, tal como comenta acertadamente el teólogo Hubertus Mynarek[69], «quien conozca algo la vida y el intercambio epistolar de las dos personas últimamente citadas, le resultará imposible creer que no se produjo entre ellas ningún amor físico».

Dado que, tal como ya mencionamos anteriormente, es imposible para cualquier ser vivo poder acallar las pulsiones sexuales e impedir que se manifiesten mediante alguna de sus formas de expresión —a través de actos físicos o ensoñaciones eróticas—, y vista la educación maniquea y lesiva que ha recibido el común de los sacerdotes, no debe extrañar a nadie que sean tan habituales los casos de clérigos que malviven atenazados por sentimientos de culpabilidad más o menos morbosos.

La culpabilidad es un comportamiento neurótico clásico y muy común dentro de los sistemas de valores que son muy rígidos y/o excluyentes —tal como es el caso de una religión—, y de él pueden derivarse problemas tan lesivos como la pérdida de autoestima, angustia intensa, agresividad, tendencias autodestructivas, neurosis de tipo obsesivo-compulsivas, etc.

Estrechamente relacionada con los sentimientos de culpa está la personalidad masoquista, bastante común entre el clero, aunque habitualmente se la haga pasar por una actitud de santidad. Este tipo de neurosis, caracterizada por la tendencia a sentirse culpable y por los anhelos de dependencia, lleva al sujeto a no saber autoadministrarse sus fuerzas psíquicas y, acuciado por un incontrolable deseo de sufrir en aras de una necesidad de autosacrificio que se cree noble y deseable —y la «purificación» lo es y mucho en un ámbito religioso—, acaba por traspasar de modo cotidiano los límites de su seguridad física y psíquica.

En la IV parte de este libro veremos algunos casos de sacerdotes que padecen esta psicopatología y que, en el terreno de lo sexual, sólo son capaces de obtener placer dentro de una rueda que empieza por el alivio sexual/pecado/dolor, y concluye con la catarsis posterior del arrepentimiento/sometimiento a los dogmas y a la institución que dominan su personalidad.

La jerarquía católica y el común de los creyentes se engañan a menudo cuando equiparan el hecho de ser una persona religiosa a ser una persona equilibrada y, por ello, buena. En nuestra sociedad existe una presión cultural que fuerza a rechazar la idea de que un sujeto religioso pueda ser una mala persona, sin embargo, esta posibilidad es tanto o más real que la atribución —casi siempre gratuita— de santidad que habitualmente suponemos en cualquier religioso o creyente. Las razones son diáfanas para todos los que hemos analizado y trabajado casos de religiosos o creyentes con problemas derivados de su inmadurez.

Son muchos los psicólogos notables que advierten de los riesgos que, en un ámbito de religiosidad inmadura e infantilizante, puede correr el proceso de formación de una personalidad. Pero —para evitar suspicacias de anticlericalismo— nos limitaremos a comentar aquí la opinión del sacerdote y psicólogo Alvaro Jiménez, citado con frecuencia en este texto.

«En ningún área de la personalidad se encuentran tantos residuos infantiles como en el aspecto religioso —sostiene Alvaro Jiménez[70]—. Muchas personas cultas, universitarios y profesionales quedan estancados en una religiosidad juvenil, mientras la maduración intelectual, emocional y social se desarrolla de una manera más o menos satisfactoria (…) Hay que conceder que no solamente son frecuentes los casos de religiosidad inmadura, sino que en muchos pacientes se presentan elementos patológicos de carácter religioso (…) Este hecho no es de extrañar, dada la profundidad religiosa en la personalidad humana; la religión, lo mismo que el sexo y la agresividad, por su papel decisivo en la psicología humana, son energías potentísimas, que lo mismo pueden canalizarse para la autorrealización del individuo y el bien de la sociedad, o desviarse para el daño o destrucción propia y ajena».

Lamentablemente, no sólo una parte del laicado católico puede verse reflejado en este retrato, también una porción muy notable del clero vive instalada en un infantilismo religioso que, sumado a todo lo dicho hasta ahora, explica sobradamente sus frecuentes comportamientos reprobables. «La religión inmadura, en el niño o en el adulto —sostiene Alvaro Jiménez[71]—, está impregnada de pensamiento mágico y busca satisfacción de la propia comodidad; la religión inmadura está al servicio de los motivos, las pulsiones y los deseos corporales».

Una visión como la anterior es completada por Johnson[72] cuando afirma que «un dogmatismo rígido y compulsivo, la intolerancia de quien se cree mejor que los demás, una insaciable necesidad de seguridad, el ritualismo obsesivo, el temor al pecado imperdonable y la dependencia regresiva, son actitudes religiosas inmaduras».

Parece evidente que el sistema de formación de los religiosos —y la propia vivencia de la religión— merece un replanteamiento urgente y profundo en toda su dimensión, y en esta reforma deberá tener un lugar destacado la introducción de una educación positiva de la esfera afectivo-sexual y la derogación de la lesiva ley canónica del celibato obligatorio.

Wilhelm Reich sabía muy bien lo que afirmaba cuando, hace más de cinco décadas, escribió que «la represión sexual sirve a la función de mantener más fácilmente a los seres humanos en un estado de sometimiento, al igual que la castración de potros y toros sirve para asegurarse bestias de carga»[73].