«El motivo verdadero y profundo del celibato consagrado —deja establecido el Papa Paulo VI, en su encíclica Sacerdotalis Coelibatus (1967)— es la elección de una relación personal más íntima y más completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, por el bien de toda la humanidad; en esta elección, los valores humanos más elevados pueden ciertamente encontrar su más alta expresión».
Y el artículo 599 del Código de Derecho Canónico, con lenguaje sibilino, impone que «el consejo evangélico de castidad asumido por el Reino de los Cielos, en cuanto signo del mundo futuro y fuente de una fecundidad más abundante en un corazón no dividido, lleva consigo la obligación de observar perfecta continencia en el celibato».
Sin embargo, la Iglesia Católica, al transformar un inexistente «consejo evangélico» en ley canónica obligatoria —que, como ya vimos en el capítulo anterior, carece de fundamento neotestamentario—, se ha quedado a años luz de potenciar lo que Paulo VI resume como «una relación personal más íntima y más completa con el misterio de Cristo y de la Iglesia, por el bien de toda la humanidad».
Por el contrario, lo que sí ha logrado la Iglesia con la imposición de la ley del celibato obligatorio es crear un instrumento de control que le permite ejercer un poder abusivo y dictatorial sobre sus trabajadores, y una estrategia básicamente economicista para abaratar los costos de mantenimiento de su plantilla sacro-laboral y, también, para incrementar su patrimonio institucional; por lo que, evidentemente, la única «humanidad» que gana con este estado de cosas es la propia Iglesia Católica.
La ley del celibato obligatorio es una más entre las notables vulneraciones de los derechos humanos que la Iglesia Católica viene cometiendo desde hace siglos, por eso, antes de empezar a tratar las premisas de este capítulo, será oportuno dar entrada a la opinión de Diamantino García, presidente de la Asociación pro Derechos Humanos de Andalucía, miembro destacado del Sindicato de Obreros del Campo, sacerdote desde hace veintiséis años, y párroco de los pueblos sevillanos de Los Corrales y de Martín de la Jara.
«La ley del celibato obligatorio —sostiene Diamantino García[52]— es actualmente muy negativa y produce muchos más daños que beneficios. Desde el punto de vista histórico no se entiende, y evangélicamente no hay razones para imponer a los sacerdotes esta ley. Yo acepté en un documento el ser célibe, pero lo hice por la fuerza, no por voluntad propia.
»Personalmente aprovecho mi estado de célibe para estar más disponible para dedicarme a la lucha por la causa de los pobres, pero eso no significa, ni mucho menos, que si estuviese casado le podría dedicar menos energías. Tengo compañeros [sacerdotes] del Sindicato de Obreros del Campo que están casados, que han tenido cargos de responsabilidad como yo, y que han mostrado una mayor entrega que yo mismo. Tenían mujeres e hijos y, sin embargo, a la hora de arriesgar el pellejo lo hacían igual que yo, que era célibe. Y a la hora de ir a la cárcel, ellos han tenido incluso más disponibilidad que yo.
»El que los curas seamos célibes, según la Iglesia, es para estar más disponibles, pero esto apenas se consigue, porque yo he visto a muchos sacerdotes que no se han casado con una mujer pero que sí lo han hecho con el dinero y con intereses espurios que los han tenido más hipotecados que si hubiesen tenido familia. Yo no justifico ni comprendo la ley del celibato, y a la gente sencilla también le resulta mucho más comprensible que el sacerdote forme parte de una familia y, desde ella, dé testimonio de fe, esperanza y caridad. Me parece que esto es mucho más congruente con nuestra realidad humana y social.
»“¿Y tú por qué sigues ahí, como cura?”, me pregunta mucha gente. Pero, yo, la verdad, aunque me siento mucho más próximo de lo secular que de lo eclesial —y a mucha honra— no he pasado por dificultades insalvables. El hecho de que la mayor parte de los sacerdotes diocesanos vivan en solitario, sin familia, es bastante duro y, en general, traumatizante; pero yo, afortunadamente, pasé a vivir desde un principio con un equipo sacerdotal que ha sido fundamental para poder superar las mil contradicciones con que nos desayunamos los sacerdotes, entre ellas la imposibilidad, por decreto, de poder formar una familia y tener hijos.
»Pero conozco muchos sacerdotes jóvenes que les resulta muy dura esta vida. Sacerdotes de 25 o 30 años, personas normales, que tienen que vivir, desayunar, almorzar y cenar en completa soledad, aislados… porque, evidentemente, la mayoría de los sacerdotes no disponen de medios económicos suficientes para poder tener alguna persona que les atienda, o para traerse consigo a algún familiar —madre o hermana—, y con la escasez de medios con que viven los sacerdotes en el medio rural, tienen que comer soledad y aislamiento. Y éste es uno de los motivos por el que algunos abandonan —a menudo de modo traumático—, o se producen desequilibrios emocionales que repercuten en la vida sacerdotal y pastoral, o se viven carencias muy importantes. Si se suprimiera el celibato, los sacerdotes rurales serían mejor comprendidos y aceptados por la gente sencilla, que es la mayoría, que hoy vive con absoluta indiferencia la existencia de la Iglesia.
»Ciertamente, a un sacerdote diocesano le cuesta muchísimo más que a un fraile respetar la castidad, ya que está viviendo de lleno en un mundo donde el afecto hombre-mujer es algo cotidiano y deseable. Y yo pienso que no debería ser contradictorio con la carga pastoral el hecho de poder constituir una familia, como tampoco debería serlo el hecho de poder hacer uso de la sexualidad; el sexo no tiene por qué ser entitativamente malo, ni ser un enemigo del trabajo pastoral del sacerdote. Sería muy saludable para los sacerdotes y para la comunidad a la que deben servir —que no es precisamente la Iglesia institución, sino el pueblo— que cada uno pudiese desarrollar su vida afectivo-sexual en la medida de las propias necesidades.
»Somos muchos los sacerdotes que reivindicamos la necesidad de un nuevo modelo formativo desde los seminarios, ya que el actual, después de dar un giro involutivo, está encasquillado en un conservadurismo cerrado al porvenir y a la sensibilidad social actual. El último papa [Juan Pablo II] ha sido decisivo para esta triste situación, pero también ha contribuido la ola de conservadurismo que se ha ido extendiendo por todo el mundo y que ha cogido a la Iglesia por la barriga, que siempre ha sido su punto débil.
»Tampoco debe olvidarse que el Concilio Vaticano II no ha sido convenientemente digerido por la jerarquía vaticana ni por la Iglesia en su totalidad. Y entre las consecuencias de esta indigestión está el cerrar puertas y ventanas en las casas de formación y el cultivar la nostalgia en lugar de la utopía; la nostalgia por una Iglesia de cristiandad con un cuerpo clerical célibe, obediente y sumiso a la jerarquía. De alguna manera se pretende el regreso a los años del nacionalcatolicismo español [poder totalitario de la Iglesia a partir de su íntima alianza con el régimen fascista de Franco], en lugar de dar la cara ante lo que el mundo y el siglo XXI le está pidiendo a la Iglesia: normalización, compromiso y, en definitiva, una Iglesia profética frente a las grandes injusticias de nuestro tiempo.
»Pero la corriente política vaticana actual es absolutamente contraria a los aires del Vaticano II. El termómetro que mejor mide el grado de conservadurismo y de cerrazón a todas estas novedades y esperanzas [las del Concilio Vaticano II] son, precisamente, los seminarios y las casas de formación. Y cualquiera puede ver que, hoy día, la mayor parte de los sacerdotes jóvenes que están saliendo de los seminarios lo hacen verdaderamente acarajotados. A mí me es mucho más difícil dialogar con sacerdotes recién salidos del seminario que coa otros compañeros que llevan sesenta años ejerciendo el ministerio.
»En los seminarios actuales se han potenciado sobremanera tres obsesiones clásicas de la Iglesia: 1) formar gente muy disciplinada, muy obediente a la jerarquía, muy aseguradora del magisterio vaticano; 2) formar a gente que fomente una Iglesia de cristiandad, una iglesia de influencia; y 3) formar a gente que no se mezcle en política ni en causas sociales y que sean simples funcionarios tal como la jerarquía los quiere y necesita».
Al hilo de estas últimas reflexiones de Diamantino García, es evidente que la ley del celibato obligatorio resulta un puntal básico para generar sacerdotes acarajotados, tal como él mismo los define.
Adelantándonos a las conclusiones del próximo capítulo, daremos por sentado aquí que las condiciones en que la mayoría del clero vive el celibato obligatorio son causa de una amplia diversidad de alteraciones psicológicas, frecuentemente neuróticas que, no por casualidad, convierten a muchos sacerdotes en seres sumisos, serviles y dependientes de la jerarquía; un material humano que, obviamente, es víctima fácil del poder abusivo y dictatorial que la Iglesia Católica ejerce sobre sus trabajadores.
El cumplimiento o no del celibato por parte de los clérigos ofrece una oportunidad magnífica a los abundantes seres mediocres y serviles que salen de los seminarios: la de convertirse en delatores de los vicios ajenos ante la jerarquía para así poder gozar de sus favores.
Ha llovido mucho desde que, en el Concilio de Arlés (1234), los delatores fueron instituidos oficialmente como vigilantes de la moral presentes en cada uno de los obispados. Hoy, que sepamos, ya no existe oficialmente esta ocupación, pero decenas de sacerdotes y religiosos/as siguen denunciando con gusto las miserias de sus compañeros/as ante sus superiores.
Es de todos sabido que la delación/castigo es un mecanismo habitual de control en el seno de instituciones y sociedades de corte autoritario —y la Iglesia lo es, sin duda alguna— que, al ser alentado por sus dirigentes, acaba implantándose como una dinámica compensatoria cotidiana entre los elementos más frustrados, mediocres y ambiciosos de la comunidad.
Bastantes sacerdotes secularizados —y unos pocos en activo— me han referido episodios personales como víctimas de la delación de algún compañero. Denuncias que siempre se refieren a vulneraciones del celibato —ciertas o no—, pero que jamás ponen en tela de juicio actitudes sacerdotales tan comunes como la excesiva afición por la riqueza o la falta de solidaridad. A menudo, también, la delación le sirve al sacerdote para acceder al puesto que ocupaba el compañero denunciado.
En cualquier caso, dado que la Iglesia prefiere antes a una persona fiel que a una inteligente, la delación por motivos de celibato le permite remover de algunos puestos a sacerdotes demasiado independientes o, al menos, tener algunos elementos íntimos para poder presionarles en caso necesario.
Las habituales trasgresiones del celibato, al chocar con la agobiante formación recibida y con la prohibición canónica, suelen generar mala conciencia y sentimientos de culpa —más o menos enfermizos— entre el clero, aspectos que le convierten en más fácil de manipular, gobernar y explotar por la institución católica. Y los curas en ejercicio que tienen hijos —que los hay y muchos—, hecho que pocas veces pueden ocultar a la jerarquía, se convierten en una especie de náufragos marginados y, debido a su «mancha negra», se ven forzados a adoptar una aún mayor sumisión a la voluntad de sus obispos ordinarios.
Pero, al margen de ser un instrumento fundamental para lograr el dominio y el control del clero, la ley del celibato obligatorio es una estrategia fundamentalmente economicista, que permite abaratar los costos de mantenimiento de la plantilla laboral de la Iglesia Católica y, al mismo tiempo, incrementar su patrimonio institucional.
El obligado carácter de célibe del clero, lo convierte en una gran masa de mano de obra barata y de alto rendimiento, dotada de una movilidad geográfica y de una sumisión y dependencia jerárquica absolutas.
Un sacerdote célibe es mucho más barato de mantener que otro que pudiese formar una familia, ya que, en este último supuesto, la institución debería triplicar, al menos, el salario actual del cura célibe para que pudiese afrontar, junto a su mujer e hijos, una vida material digna y suficiente para cubrir todas las necesidades habituales de un núcleo familiar. Así que, cuando oímos a la jerarquía católica rechazar la posibilidad de que los sacerdotes contraigan matrimonio, lo que estamos oyendo, fundamentalmente, es la negativa a multiplicar por tres su presupuesto de gastos de personal.
De todos modos, el matrimonio de los sacerdotes podría darse sin incrementar ninguna dotación presupuestaria. Bastaría con que los curas, o una mayoría de ellos, al igual que hacen en otras confesiones cristianas, se ganasen la vida mediante una profesión civil y ejerciesen, además, su ministerio sacerdotal; algo que ya llevan practicando, desde hace años y con plena satisfacción de sus comunidades de fieles, de sus familias y de ellos mismos, los miles de curas católicos casados que actúan como tales por todo el mundo. Pero la Iglesia Católica descarta esta posibilidad porque piensa, de un modo tan egoísta como equivocado, que si un sacerdote trabaja en el mundo civil rendirá menos para su institución.
En el contexto católico, la aceptación del celibato viene a suponer también acatar que el sacerdote dependerá toda su vida de la institución y, por tanto, ésta se despreocupa de formarle en materias civiles, lo que repercute muy negativamente en sus posibilidades de independencia y le somete aún más a la voluntad de su único y excluyente patrón.
«Un día fui a ver al obispo Iglesias —me comentaba José Boldú[53]— y le dije: “Llevo seis años de sacerdote y se me cae la cara de vergüenza por ser un burgués; entre mis feligreses todo el mundo trabaja excepto yo, y quiero prepararme.” Le pedí permiso para ir a estudiar a la universidad, pero en lugar de eso me nombró secretario diocesano de obras pontificias. Tiempo después, cuando llegó un nuevo obispo [Ramón Malla] le hicimos explotar el problema de los curas ociosos y mal preparados y, finalmente, nos envió a cuatro sacerdotes a estudiar a Barcelona.
»Yo me matriculé en Filosofía y Letras y en Derecho, pero pronto me enteré de que el obispo quería sacarme del secretariado de misiones —que yo había convertido en un órgano eficaz y con prestigio— porque estaba estudiando en una universidad civil y eso, al margen de ser “una puerta de salida” según lo ve la jerarquía, me alejaba del cliché de sacerdote que este obispo —así como todos los demás— deseaba tener bajo sus órdenes».
Esta apreciación de Boldú encaja perfectamente con la realidad que se refleja en el último anuario estadístico de la Iglesia Católica: en 1990 sólo hubo 30 sacerdotes diocesanos matriculados en facultades de estudios civiles, eso es un 0,14% del total del clero diocesano.
A la Iglesia no parece hacerle ninguna gracia que sus trabajadores posean titulaciones con validez civil, ya que eso les confiere un grado de independencia que repercute desfavorablemente en su sumisión[54]. Por el contrario, la jerarquía católica prefiere que sus curas se conformen con las titulaciones eclesiásticas ya que, como no tienen equivalencia posible en la sociedad civil, en caso de desear abandonar la Iglesia esta pérdida de referente o estatus académico-profesional se convierte en un poderoso freno ante cualquier posible planteamiento de deserción.
«Una de las aspiraciones del cura casado —afirmaba Olaguer Bellavista, ex párroco de San Martín del Clot (Barcelona)— es conseguir un título universitario. Pero ocurre que casi nunca se nos convalidan los estudios que ya tenemos por el título de bachiller superior, y hemos de acceder a la universidad por el sistema del examen para mayores de veinticinco años. Empezar una carrera, como yo, tras diversos intentos, a los 56 años, es algo indudablemente fuera de lo común y muy difícil».
Una parte de los sacerdotes que han dejado su ministerio dentro de la Iglesia —los mejor cualificados en estudios civiles— no han tenido problemas para rehacer su vida ejerciendo la docencia, la abogacía o el periodismo, o trabajan en sectores como el de servicios o la función pública. Otros, los llamados en su día curas obreros, se han seguido ganando la vida desempeñando los oficios que les habían llevado hasta talleres, fábricas y campos agrícolas.
Pero muchos otros, alrededor de un 70% de los secularizados —los que vivieron el sacerdocio de modo excluyente—, han tenido problemas importantes al abandonar la Iglesia y sus situaciones pasan por ejercer los trabajos más precarios y mal vistos de la sociedad, y hasta por la mendicidad; excepción hecha de quienes han logrado hacerse con un puesto como profesores de religión que, a cambio de un bajo salario, deben seguir mostrando sumisión al obispo de su diócesis so pena de perder, sin más, su precario empleo.
Otra importantísima ventaja económica que la ley del celibato le reporta a la Iglesia Católica es que —tal como veremos en el capítulo siguiente— la frustración vital que padecen los sacerdotes debida a sus carencias afectivo-sexuales se traduce en que una parte de ellos se ven espoleados a acumular riqueza como parte de un mecanismo psicológico compensatorio y, al ser obligatoriamente solteros, todos o casi todos estos bienes pasan, por herencia, a engrosar el patrimonio de la Iglesia.
Si los sacerdotes estuviesen casados, es obvio que la Iglesia no heredaría sus posesiones —incluyendo las apetitosas donaciones patrimoniales de beatas/os solitarios y ricos—, ya que sus bienes acabarían, lógicamente, en manos de su esposa e hijos. Por eso, y no por razones morales, desde el medioevo la Iglesia tomó la decisión de declarar ilegítimos a los hijos de los clérigos, pues de este modo se les impedía legalmente cualquier posibilidad de poder heredar el patrimonio del padre.
En concilios como el de Pavía (1020) se llegó a decretar, en su canon 3, la servidumbre [esclavitud] a la Iglesia, en vida y bienes, de todos los hijos de clérigos. «Los eclesiásticos no tendrán concubinas —ordenaba el canon 34 del Concilio de Oxford (1222)—, bajo la pena de privación de sus oficios. No podrán testar en favor de ellas ni de sus hijos, y si lo hacen, el Obispo aplicará estas donaciones en provecho de la Iglesia, según su voluntad». La lista de decretos similares es tan extensa como cuidadosa ha sido la Iglesia en asegurarse los bienes de los hijos bastardos de sus sacerdotes.
Así, pues, aunque decenas de miles de sacerdotes abandonen la Iglesia, la ley del celibato obligatorio continúa siendo muy rentable para la institución, ya que sigue permitiendo una mejor explotación de todos cuantos aún permanecen bajo la autoridad eclesial.
El celibato obligatorio es un mecanismo de control básico dentro de la estructura clerical católica y, junto al culto a la personalidad papal y al deber de obediencia, conforma la dinámica funcional que hace posible que tan sólo 4.159 miembros del episcopado —149 cardenales, 10 patriarcas, 754 arzobispos y 3.246 obispos— controlen de forma absoluta las vidas personales y el trabajo de 1.366.669 personas que, según las últimas estadísticas de la Iglesia Católica (1989), se distribuyen entre 255.240 sacerdotes diocesanos, 146.239 sacerdotes religiosos, 16.603 diáconos permanentes, 62.942 religiosos profesos, y 885.645 religiosas profesas.
En el caso hipotético de que la Iglesia permitiese casarse a sus sacerdotes, la cifra del clero aumentaría notablemente, ya que se reduciría drásticamente el número de secularizaciones y se incrementaría la cantidad de nuevas vocaciones… pero, ante esta óptima perspectiva, la jerarquía de la Iglesia Católica, hoy por hoy, sabe perfectamente que puede sacarle muchísima más rentabilidad a cien curas sometidos al celibato por la fuerza que a trescientos casados.
La dependencia y el sentimiento de culpabilidad reportan siempre muy buenos dividendos a los gestores de las reglas de juego. La independencia y la madurez, por el contrario, acaban por arruinar el juego y a sus gestores; especialmente si el juego está trucado.