«Creo que va a ser inevitable que lleguen los curas casados —afirmó el papa Juan Pablo II.[21]—, pero no quiero que ocurra en mi pontificado».
Esta terrible frase del papa Wojtyla que, como otras suyas de parecido calado, denota capricho, empecinamiento y crueldad en su forma de gobierno del pueblo católico, es también profundamente miope. Le guste o no, los curas casados hace ya años que son una realidad imparable —aunque sumergida— y creciente dentro de la Iglesia Católica de rito latino[22].
Actualmente, en todo el mundo, hay 405.796 sacerdotes en activo —de los que 36.406 son españoles (9% del total)—, pero a esta cifra, para ser exactos, hay que añadir los aproximadamente 100.000 sacerdotes ordenados que se han secularizado —sin perder por ello su carácter sacerdotal[23]— durante las últimas décadas.
La inmensa mayoría de esos sacerdotes secularizados, que suponen el 20% del total de presbíteros ordenados, se ha casado o convive maritalmente con su pareja. Pero ellos no son, ni mucho menos, los únicos sacerdotes casados. Una gran parte de los sacerdotes en activo —especialmente los diocesanos— que trabajan en Latinoamérica, Asia y África[24] también viven amancebados con una mujer —ya que no pueden contraer matrimonio legalmente—, hecho que nos lleva a añadir al menos un 10% global al porcentaje de sacerdotes secularizados citado anteriormente. De este modo, estimamos que, actualmente, un mínimo del 30% del total de sacerdotes ordenados conviven maritalmente con una mujer, ya sea estando secularizados y legalmente casados o manteniendo uniones de hecho.
Las uniones de hecho, en todo caso, aunque son la norma en los países del llamado Tercer Mundo, tampoco resultan infrecuentes entre el clero europeo y norteamericano en activo. No pocos sacerdotes, también en España, simultanean su labor ministerial con una relación de pareja estable que, según los casos, es más o menos pública para su entorno social.
Josep Camps, por ejemplo, ex párroco del barrio barcelonés de Sant Andreu, estuvo conviviendo con su actual esposa, en la casa parroquial, durante nueve años. Su situación era pública y notoria tanto para sus feligreses —que le consideraban un excelente sacerdote y apoyaban su vida en pareja— como para el propio cardenal Narcís Jubany, que conocía y aceptaba tácitamente un concubinato que se vivía con amor y responsabilidad.
«A mis 40 años —relata Josep Camps[25]—, edad casi cómica para estos menesteres, la teoría [aceptación intelectual de que el celibato sacerdotal obligatorio no tenía sentido ni legitimidad] dio paso a la práctica. Había aparecido la persona, se fue produciendo un lento acercamiento, fraternal, simpático, sin pasiones furiosas, pero de una creciente profundidad. Empezó entonces una experiencia extraordinaria, de tan ordinaria como era. Pasaban los años y nuestra relación no podía ser más visible y transparente, y eso se convirtió, al parecer, en su mejor cobertura.
»No fue sino hasta seis o siete años después que las almas caritativas de tres párrocos vecinos empezaron a presionar al arzobispo para que tomara una decisión. Curiosamente, el tira y afloja con la autoridad, poco deseosa de conflictos, duró casi tres años. Era del tipo de “piénsalo”, “ya está pensado”, “escoge una cosa u otra”, “escojo ambas a la vez”, y así. Al final me sustituyó por otro párroco y me dejó sin oficio pastoral alguno. Y así sigo desde 1981, sin penas, ni sanciones, ni tampoco prohibición ninguna para celebrar misa o administrar sacramentos».
El cese de Camps como párroco se debió, efectivamente, a las presiones bienintencionadas de dos párrocos vecinos muy conservadores, capitaneados por Josep Hortet Gausachs, ecónomo de la también vecina parroquia de Santa Engracia y vicario episcopal de la zona, que acabaron forzando al cardenal Narcís Jubany a destituirle.
Pocos años después, ironías del destino, el inquisidor Josep Hortet —que, por su cargo, había sido el responsable de forzar la secularización o regularización de varios de sus compañeros— se enamoraría perdidamente de una ex monja aunque él, finalmente, no llegó a abandonar el sacerdocio activo, en el que permanece actualmente como archipreste de Sants-Can Tunis y párroco de la iglesia de la Mare de Déu del Port, a pesar de que, en su día, llegó a iniciar todos los trámites para lograr la dispensa y poderse casar.
Mosén Josep Camps tuvo que dejar paso a otro sacerdote en su parroquia e iniciar una nueva vida civil junto a su compañera sentimental de tantos años —con la que, desde entonces, ha tenido tres hijos—, aunque nunca ha dejado de colaborar activamente, puesto que sigue siendo sacerdote, con la comunidad de fieles de su parroquia.
«Yo me niego a pedir permiso a Roma para casarme por una cuestión de pura objeción de conciencia —afirma Josep Camps en su escrito—, ya que esta autorización la dan —si la dan— con la contrapartida de aceptar la barbaridad de la llamada “reducción al estado laical”, con la obligación de abstenerse de todo ejercicio sacerdotal, de vivir alejado de las parroquias donde uno ha trabajado y otras insensateces por el estilo. ¿Por qué iba yo a renunciar a aquello para lo que estoy preparado, he deseado siempre hacer, y he hecho durante veinticinco años a plena satisfacción de todo el mundo? Estaría loco si accediera a tamaña barbaridad.
»Personalmente, me considero legítimamente casado por la Iglesia, sacramento incluido, ya que mis dos licenciaturas en teología (católica y protestante) me dan base sobrada para poder afirmarlo así. El matrimonio cristiano consiste en la unión de un hombre y una mujer basada en la fe, el amor, la indisolubilidad, la fidelidad y la disposición a la procreación, y que esto sea público para la comunidad. Pues eso es lo que hay en mi caso. Lo demás son lindezas jurídicas sobreañadidas y no esenciales.
»Pero, además, mi matrimonio es legítimo también desde el propio punto de vista del derecho canónico —asignatura en la que obtuve la máxima calificación por parte del profesor [Narcís Jubany], quien, años después, siendo obispo, me obligó a dejar mi parroquia— que, en uno de sus cánones, dice que toda pareja que, a lo largo de 30 días, no consiga un sacerdote que les pueda casar podrá contraer matrimonio sin sacerdote y con plena validez jurídica y sacramental. Y ése, y no otro, fue mi caso.
»Como sigo siendo sacerdote —aunque actualmente el obispo no me asigne ningún destino concreto—, tampoco quiero contraer matrimonio civil porque éste no es más que una mala copia de la liturgia cristiana, permite que el Estado vulnere mi intimidad, tiene un sentido meramente burocrático y, según la Iglesia, sería nulo [y merecedor de excomunión]. Para mí, los cristianos se casan in Ecclesia y no hay más, ya sea con juridicismos o sin ellos. Por eso, ante la falta de opciones para regular mi situación, prefiero vivir en la intemperie espiritual».
Otro caso con algunas similitudes ha sido el protagonizado por Luis Hernández Alcácer, párroco de Sant Ernest al tiempo que popular alcalde de Santa Coloma de Gramanet (Barcelona). Mosén Hernández empezó a convivir públicamente con Juana Forner Navarro, en 1983, en una vivienda propiedad del obispado, pero el cardenal Jubany tuvo que tragarse el sapo de tener un cura que desafiaba las directrices del Vaticano que prohibían ser político y vivir amancebado ya que, de otro modo, la mayoría de los feligreses del pueblo hubiesen tomado partido por el cura casado y se habrían enfrentado al obispo.
Luis Hernández se había enamorado perdidamente de su feligresa Juana Forner cuando ésta solicitó su mediación para intentar resolver las disputas que mantenía con su marido, y pronto empezaron a convivir maritalmente junto a los dos hijos que Juana tenía de su anterior matrimonio. No había escándalo y todos apoyaban la vida familiar de su párroco y alcalde. Pero, unos años después, la situación cambió progresivamente cuando apareció en el pueblo Nidia Arrobo Rojas, una ecuatoriana que había mantenido relaciones con Hernández cuando éste estuvo de misionero en su país.
Mosén Hernández contrató a Nidia como su secretaria particular en la alcaldía, y volvió a florecer un amor que obligaba al sacerdote a repartirse entre sus dos mujeres hasta que Juana, harta de la infidelidad con Nidia y en defensa de lo que creía suyo, acudió a las dependencias municipales y se enzarzó en una pelea con su rival. Las dos mujeres y Hernández acabaron en el Juzgado de Distrito número 1 de Santa Coloma, pero éste siguió contando con la aceptación de un pueblo que comprende el ardor y las necesidades afectivo-sexuales de su párroco quien, al fin y al cabo, no deja de ser un varón por el hecho de ser cura.
Al margen de estas situaciones de hecho, que en España pueden protagonizar, como promedio, un 1% del total de sacerdotes en activo —habitualmente curas diocesanos que viven en grandes ciudades—, alrededor del 20% de los sacerdotes ordenados, tal como dijimos, han optado por secularizarse y casarse. Así, por citar dos sociedades bien distintas, en Estados Unidos hay actualmente unos 19.000 sacerdotes católicos casados —el 50% del total de curas menores de 60 años—, y en España la cifra se sitúa alrededor de los 8.000, que en su inmensa mayoría se han casado por lo civil[26].
José Antonio Carmona, brillante teólogo que se hizo empresario después de secularizarse, ilustra[27] muy bien el proceso evolutivo por el que han pasado miles de sacerdotes antes de abandonar su ministerio y llegar hasta el matrimonio.
«Mi vida viene marcada por haber destacado en los estudios desde el principio. Hijo de un zapatero de la ciudad gaditana de Chiclana, ingresé en el seminario con sólo 10 años y después de haber sobrepasado, dos cursos antes, el nivel máximo del colegio de los Hermanos de La Salle al que asistía. A esa edad tenía mucho miedo de abandonar la casa paterna para ir al seminario, pero era mi única oportunidad para poder seguir estudiando.
»Estábamos en 1950 y la cultura de posguerra hacía aún más pobre la dimensión de la realidad que se respiraba en aquel seminario, pero me volqué en el estudio, que era todo cuanto deseaba, y acabé por asumir como propios los valores del seminario, seguramente porque no tenía otros. A los 15 o 16 años creí que tenía vocación sacerdotal, aunque nunca fui dado a la oración ni a la vida de contemplación. Ignoraba completamente mi sexualidad, la masturbación nunca existió para mí y me autocastré convencido de que era una opción necesaria por el Reino de los Cielos; de hecho, no descubrí el sexo hasta que tuve 30 años. Tanto influyó en mí la visión clerical de la vida que, cuando estudiaba Teología [en Salamanca] me hubiera gustado ser ángel y no hombre, repudiaba mi cuerpo y deseaba dedicarme a la contemplación del ser en la línea de la metafísica aristotélica.
»La brillantez de mis estudios hizo que el seminario me mandara a licenciarme en Filosofía a Salamanca, donde llegué como un tomista radical, un integrista y, por influencia de algunos profesores progresistas y compañeros de clase, salí con una visión muy distinta de la teología. En mis últimos años de carrera adquirí una concepción del sacerdocio diferente y me convencí de que mi vocación era ser sacerdote católico y propagar el Evangelio. Y a tal punto era así que tomé por lema vital esta frase: “Desde el momento de mi ordenación sacerdotal, estoy a vuestra disposición para las cosas que son de Dios.”.
»Cuando salí de Salamanca, en 1963, ya había dejado de hablar de Dios para hacerlo del Padre. El concepto de Dios responde a la mentalidad filosófica, a la teodicea, mientras que el Dios de Jesús no aparece como el Absoluto sino como el Padre que se ha entregado —no habla de cosas, sino de relaciones; la gracia, por ejemplo, no es una cosa, es un tipo de relación con el Padre—. Jesús no habla de Dios sino de Abba[28], que en arameo es el diminutivo familiar de padre, es decir, papaíto. Por aquellos días ya había descubierto que la cultura católica no era evangélica[29].
»Regresé a Cádiz siendo el cura más joven de la diócesis, con un título universitario que casi nadie tenía y con un brillante expediente académico [62 matrículas de honor y 4 notables], me sentía poderoso —y vanidoso en grado sumo—, pero el obispo Añoveros me mandó al puesto más bajo que le fue posible y me subordinó al peor estudiante que hubo en mi curso en el seminario. Intenté ser humilde, pero no lo logré, así como tampoco me adapté al estatus distante y privilegiado que la Iglesia obligaba a mantener a sus sacerdotes; yo quería estar más próximo a la gente y a sus vivencias. Duré sólo nueve meses en esa parroquia, y unos dos años en otra que estaba regida por un sacerdote mercantilista y pesetero. Me pusieron a dar clases de ética y de introducción a la teología en Cádiz pero, como mi visión chocaba con la mentalidad monolítica de la Iglesia, empecé a tener problemas con todo el clero.
»El entorno en el que tenía que moverme aceleró en mí un largo y doloroso proceso de dudas. No entendía la obediencia incondicional a la autoridad —“Tú sabes mucha más teología que yo —me decía el obispo Añoveros—, pero obedece, hombre, obedece; limítate a obedecer”—. No podía aceptar que la administración de sacramentos hubiese quedado reducida a un mero ritualismo. Y, para mayor complicación, empezaba a descubrir, a mis 26 años, que la realidad humana era hombre/mujer.
»Pasé tres años sumido en esta problemática sin vislumbrar ninguna solución. Un día, mientras decía la misa en Puerto Real, me quedé atrancado en el credo y no pude continuarla, tenía mareos y sentía un gran rechazo en mi interior. La eucaristía, según los Evangelios, debe ser un acto comunitario, y allí estaba yo, investido de poder sacro y oficiando un espectáculo en lugar de una comunión; si yo tenía el monopolio de la palabra y los sacramentos, ¿qué pintaban los demás? Me resultaba imposible seguir por esta vía. Otro día, mientras estaba confesando, fui plenamente consciente de que aquello era una intromisión ilegítima en la vida de los fieles, y me salí del confesionario para no volver a entrar nunca más.
»Tuve que ponerme bajo tratamiento médico. Empecé a perder peso y entré en una crisis de fe, aunque, en realidad, no fue más que una crisis de confianza en la estructura, no de fe; pero como la Iglesia identifica su estructura con la fe, parece que pierdas la fe cuando pones en duda sus comportamientos. Me veía como parte de una hipocresía estructural y ontológica, así que, para ser consecuente, empecé a meditar sobre mi secularización. Yo no había encontrado ningún cauce para la realización de mi sexualidad, nunca lo tuve mientras permanecí en el ministerio, pero mi realidad biológica se había despertado y me afligía una sensación de soledad tremenda, al tiempo que una persistente frustración me amargaba la vida de manera radical.
»Finalmente solicité mi secularización ya que era incapaz de seguir obedeciendo a ciegas; me parecía nefasto para el creyente el comportamiento de la Iglesia al transformar la realidad sacramental en sacramentalización; y deseaba abrirme a la posibilidad de buscar la realización personal con una pareja si se llegaba a dar el caso.
»Después de doctorarme en teología, me trasladé a vivir a Barcelona, donde, mientras daba catequesis en una parroquia, conocí a Paqui, la mujer que se había de convertir en mi esposa. Cinco meses después de conocerla, en febrero de 1973, me llegó el rescripto de secularización, y un mes después formalicé las relaciones con ella.
»Con la relación de pareja yo he encontrado una vida de fe más purificada, más evangélica, y nunca me ha supuesto un obstáculo para seguir estudiando teología tal como he hecho hasta hoy, antes bien al contrario. A mí, como persona y como sacerdote, el matrimonio me ha aportado muchas cosas fundamentales para poder crecer como ser humano: una visión de lo concreto en la vida, la necesidad de lo estético, la capacidad de atención a los mil detalles de lo cotidiano, la percepción de verdad del enriquecimiento mutuo, la necesidad de la humildad y el silencio, el erotismo como una realización en el encuentro con el otro, y el erotismo como vía de encuentro con el Padre.
»El erotismo es un don, un enriquecimiento que nos ha dado el Padre, y en la unión de dos cuerpos se produce también la fusión de dos seres; cuando el uno abarca al otro y el otro se derrama en el uno, se llega a la intimidad del Ser. Lo religioso, el arte, la belleza, el erotismo, o la solidaridad/amor nos aproximan al Padre. Son puntos de encuentro con el misterio, con lo divino, con el Padre, y todos ellos los vivo ahora dentro de la pareja.
»Muchos compañeros sacerdotes siguen la ley eclesiástica y viven el celibato. Creen vivir un carisma aunque no lo es en absoluto; en puridad teológica, un carisma es un don dado para los demás, así que, en todo caso, el matrimonio sí lo es, pero jamás puede serlo el celibato. El ser célibe no te hace más disponible para los demás, tal como sostiene la Iglesia, el principio de “indivisibilidad del corazón” [no se puede amar a Dios y a una persona al mismo tiempo] que se nos inculca en los seminarios es una solemne tontería[30]. Al amor le sucede lo que al fuego, cuanto más se comparte, más se tiene».
Esta historia personal, francamente afortunada en comparación con otras muchas, es una más entre las de ese 20% de sacerdotes ordenados que han tenido que secularizarse para poder llevar hasta su plenitud sus necesidades afectivo-sexuales. Algunos de ellos se han desvinculado de la Iglesia, pero son muchos los que, junto a su profesión civil y responsabilidades familiares, siguen ejerciendo como sacerdotes —cosa que nunca pueden dejar de ser una vez han sido ordenados—, dirigiendo comunidades católicas de base, oficiando eucaristías o colaborando activamente con la parroquia de su barrio.
A pesar de que la jerarquía católica estigmatiza a los curas casados presentándolos en sus documentos oficiales —Sacerdotalis Coelibatus, etc.— como «enfermos», los trata abiertamente como «desertores», y les priva de derechos humanos y religiosos de los que puede gozar cualquier pecador laico, la realidad es que, en general, entre sus filas hay una superior formación y cualificación humana, religiosa y teológica de la que poseen buena parte de los sacerdotes célibes en activo. No resulta desacertada la frase con la que Rosendo Sorando, abogado y sacerdote casado, me resumía la situación: «En las últimas décadas, los mejores y los peores sacerdotes se salieron de la Iglesia y sólo se quedaron los mediocres».
Aunque, hoy, al menos según las encuestas, la inmensa mayoría de los sacerdotes —entre un 70% y un 80% del total— dicen estar a favor de la derogación del celibato obligatorio[31], no son pocos, ni mucho menos, los que, en la práctica, se oponen a ello porque prefieren estar protegidos por una ley que —tal como ya vimos en el capítulo anterior— les permite tener escarceos sexuales esporádicos pero, al mismo tiempo, les da la coartada perfecta para evitar asumir las responsabilidades y cargas a que obliga la vida marital.
Buena parte de los sacerdotes en activo le siguen temiendo al mundo de lo afectivo y de la mujer (de la convivencia en pareja con ella) porque han sido educados para limitarse a la práctica de un supuesto amor dicho espiritual, que carece de componentes afectivos y humanos en su sentido más amplio, y ésta es una carencia de formación que conmueve los cimientos de la personalidad de un sacerdote desde la primera vez que se descubre a sí mismo sintiéndose vivo, con sentimientos auténticos, frente a otra persona.
El trato habitual y normalizado con la mujer —con lo femenino— es indispensable para todo varón —sacerdote o no— debido a su indiscutible peso e importancia en aras de alcanzar una óptima maduración afectiva, adquirir riqueza y matices en los sentimientos, desplegar mejores cualidades de comunicación interpersonal, etc., aspectos que, en definitiva, favorecen un desarrollo más positivo y armónico de la personalidad del varón y un mejor posicionamiento de éste ante sí mismo y frente a su entorno social cotidiano. Evitar este contacto, tal como la Iglesia Católica obliga a sus sacerdotes, genera muchos sufrimientos y, por lo que se ve, ninguna santidad.
«Yo descubrí un mundo maravilloso cuando descubrí a la mujer —me confesaba Rosendo Sorando[32]—; después de salirme de cura me enamoré y eso me humanizó muchísimo. Es brutal la prepotencia e ignorancia con la que sacerdotes y obispos hablan de cuestiones de pareja, sexualidad o afectividad; son seres de otro mundo que no tienen nada que ver con lo que nos pasa a los seres humanos.
»En mi última época de sacerdocio yo era secretario de un tribunal eclesiástico, y los abusos y malos tratos que vi cometer allí me hicieron nacer serias dudas sobre la bondad del camino en que estaba. Como esta situación de confusión me hacía sufrir mucho, un día le solicité la secularización al obispo de Lérida, Ramón Malla Cali.
»“Oye, Rosendo —me preguntó monseñor Malla—, ¿lo tuyo es cuestión de faldas? Porque, si lo es, tira para adelante y arréglatelas como puedas, pero no te salgas.” Yo no tenía ningún problema con el sexo, pero la actitud y el consejo de Ramón Malla me abrió los ojos; de repente se me acabaron todos los remordimientos y dudas, y decidí dejar el sacerdocio.
»Luego vino la guinda del rescripto de secularización que, para obtenerlo, tienes que firmar que has perdido la fe. “Pero si yo no he perdido la fe —le repetía al obispo— y lo que quiero es casarme por la Iglesia, que por eso lo he solicitado”, pero no hubo manera. Si quería casarme, tenía que pagar el precio de la humillación».
Si bien es cierto que, en los últimos tiempos, las crisis de obediencia a la Iglesia, la rebelión contra sus hipocresías e injusticias, han cobrado una enorme y creciente importancia entre los desencadenantes para la secularización de sacerdotes, también es una evidencia que las carencias afectivas que sufre el clero nunca faltan tampoco entre los motivos básicos que llevan a colgar los hábitos.
«Como sacerdote, hubiese seguido el impulso sexual de haberlo tenido, pero jamás lo tuve —me comentaba Antonio Blanco[33]—; lo que me hizo abandonar el sacerdocio fue mi total desacuerdo con la política social de la Iglesia, que ni se huele qué es la justicia, y la necesidad de afecto y de equilibrio emocional que padecemos todos los curas y que, quizás, en mi caso, me llegó a resultar más insoportable que a otros compañeros.
»Desde mis tiempos de párroco del barrio valenciano de la Fuensanta, que fue donde viví con toda su crudeza la miseria en que está sumergida una parte importante de nuestra sociedad, intenté ir de reformador dentro de la Iglesia y luché para que ésta se interesara por la justicia social, pero después de años de darme de cabeza contra un muro me di cuenta, finalmente, de que aquello no tenía remedio. Entonces pensé en secularizarme, que venía a ser como hacer una especie de huelga contra mi empresa.
»Estando en esta situación, la casualidad me hizo recuperar el contacto con Isabel, una chica de la que había sido confesor y que en aquellos días se estaba librando del sectarismo que había padecido dentro de la Iglesia. Nuestra amistad se iba estrechando cuando a mí me mandaron irme a Caracas.
»En Venezuela lo pasé muy mal, me encontraba sumido en un doloroso descontrol emocional, pero un jesuita me dio a tiempo un muy sabio consejo: “Cásate y haz feliz a esa chica —me dijo—, porque tú solo no puedes hacer feliz a todos los pobres del mundo.” Y así lo hice. Estaba ya convencido de que la Iglesia no tenía solución y de que mi lucha en su seno era inútil. Me casé e inicié mi vida y mi carrera civil alejado de una Iglesia que, como afirma el padre Duch, “está satanizada porque es una estructura que obliga a decir lo que no quieres y manda sobre las conciencias… y si no respetan sus propias conciencias, ¿cómo van a respetar las de los demás?”»
En el sacerdote, como varón que es, el matrimonio, la relación afectiva completa con una mujer, surge como una necesidad pujante que, en todo caso, se incrementa por influencia de los diferentes episodios de crisis que ya comentamos en el capítulo anterior. Y carece de todo sentido, y hasta de la más mínima humanidad —salvo si pretendemos un mundo ascético, que no es el caso en que viven los sacerdotes—, afirmar, tal como lo hace el padre Javier Garrido[34] —y la propia jerarquía católica—, que «un célibe debe reencontrar siempre en la oración lo que podríamos llamar su fondo afectivo».
La oración, sin duda alguna, puede tener muchas bondades, pero jamás puede sustituir, ni por asomo, la profundidad humana y psico-afectiva que conlleva una auténtica relación de amistad o de amor/sexualidad. Pretender igualar y confundir un mecanismo teológico accesorio y una dinámica psicológica fundamental es absurdo, peligroso y hasta malvado.
«El celibato sólo puede sobrellevarse si se sublima con sentido de plenitud y de entrega sincera —afirma el teólogo y sacerdote secularizado José Antonio Carmona[35]—, y esto, si bien puede lograrse siendo un religioso que vive aislado en su comunidad monacal, resulta tremendamente difícil para un sacerdote diocesano. A los curas que están destinados en pueblos casi perdidos les resulta prácticamente imposible guardar el celibato ya que les falta todo el sentido ascético y el apoyo grupal que puede encontrarse, con alguna facilidad, dentro de un monasterio».
Esta falta de sentido del celibato, para quienes viven entre el mundo real de las personas de carne y hueso —que nada tiene que ver, afortunadamente, con el universo de las imágenes de yeso y los mitos acunados entre parpadeos de velas—, lanza a miles de sacerdotes hacia la mediocridad humana y la soledad afectiva más atroz y, evidentemente, hacia cualquier vía, lícita o no, que sea capaz de aliviar su sufrimiento innecesario. Unos optan por mantener relaciones sexuales clandestinas, otros por casarse a la luz del sol.
Infinitas pequeñas historias personales, acaecidas dentro de la Iglesia, deberían servir para hacer reflexionar a todos sobre estos aspectos en lugar de convertirlas en objeto de chanza popular o de expediente canónico secreto. Anécdotas como la acaecida en el minúsculo pueblo murciano de Cañada de la Cruz, donde tres párrocos sucesivos se casaron con chicas del lugar y colgaron los hábitos —proceso que sólo se detuvo cuando el obispo mandó, no a uno, sino a tres sacerdotes a vivir juntos en la parroquia, de modo que se controlasen entre sí—, dicen mucho más acerca de lo equivocada que está la ley del celibato obligatorio que de la supuesta capacidad tentadora de las zagalas casaderas de Cañada de la Cruz[36].
«Quien quiera ser célibe —sostenía Julio Pérez Pinillos, sacerdote casado, coordinador del Movimiento Pro Celibato Opcional, y presidente de la Federación Internacional de Sacerdotes Casados[37]—, que lo sea, porque así entiende su fidelidad al Evangelio; quien quiera casarse, que se case, porque así entiende, también, su fidelidad al Evangelio. Ya que tan servidor y tan pastor es quien se casó como quien optó por el celibato, toda vez que lo que se le pide al servidor es "ser hallado capaz de confianza” en el seguimiento radical al Cristo».
Pero tanto miedo da hablar abiertamente del derecho al matrimonio de los sacerdotes que, en algunos medios eclesiales contrarios al celibato obligatorio, se llegó a postular, en los años setenta, la llamada tercera vía que, en suma, consiste en que un sacerdote pueda mantener una amistad absolutamente íntima, total y exclusiva con una mujer, bajo un compromiso similar al matrimonial, pero excluyendo buena parte de los deberes y derechos maritales, y permitiendo toda expresión sexual pero sin llegar nunca a la penetración.
Esta propuesta, de hecho, no hacía más que actualizar la institución del sineisactentum, bastante extendida entre el cristianismo primitivo hasta el siglo VI, y que fracasó estrepitosamente en su intención de aliviar la soledad afectiva de los célibes mediante su convivencia con una mujer bajo el compromiso de permanecer castos. La intimidad, ayer como hoy, solía desembocar en naturales y lógicas relaciones afectivo-sexuales[38].
La tercera vía pretendía basarse en dos fundamentos: primero, dado que el campo afectivo-sexual es una necesidad básica de todo ser humano, no se puede renunciar a él sin dejar de ser una persona incompleta y castrada, cosa que, naturalmente, debe evitarse; y, segundo, dado que el celibato viene justificado por la posibilidad de renunciar a las responsabilidades del matrimonio para volcarse exclusivamente en el servicio a la sociedad, éste es legítimo y bueno para los fines de la Iglesia. La tercera vía podía permitir así que una persona fuera afectivamente completa sin dejar de ser un sujeto útil para la Iglesia.
Resulta obvio, no obstante, que una solución de este tipo sólo puede imaginarse desde una mentalidad clerical, ya que, por abierta que se pretenda, sigue temiendo el mundo de lo afectivo-sexual y sus compromisos; aborda los sentimientos como si fuesen bloques sólidos que pueden manipularse de un lugar a otro; y sigue viendo a la mujer como un instrumento al servicio del varón, como un objeto de usar y tirar (en este caso de sentir y no complicar), que a nadie importa que sufra por su relación con un sacerdote. La tercera vía quiere ignorar absolutamente la posibilidad más natural: que entre los actos de consuelo y apoyo afectivo de ambos jugadores surja un amor auténtico y que, al no poderse realizar, acabe dañando aún más profundamente al sacerdote, pero, sobre todo, perjudique muy seriamente la vida personal y social de la mujer/consolador.
Hoy día ya nadie habla de la tercera vía, pero en realidad es una práctica muy frecuente entre los sacerdotes y es la coartada recurrente que justifica las situaciones que en la jerga clerical se conocen como de «doble vida». Tal como veremos a lo largo de todo este libro, los obispos prefieren aplicar de hecho la tercera vía (incluso sabiendo que lo habitual es mantener relaciones sexuales completas) y conservar así a sacerdotes que, si no dispusieron de esta posibilidad, abandonarían la Iglesia.
En los países desarrollados, las relaciones maritales de los sacerdotes se mantienen con la máxima discreción posible, pero en Latinoamérica, por ejemplo, es público y notorio que la jerarquía católica —para no perder a buena parte de su clero— tolera abiertamente la vida amancebada de la mayoría de los curas de sus diócesis. Y ello no es malo, sino todo lo contrario, tal como lo evidenció, por ejemplo, un obispo latinoamericano al comentar que «en su diócesis tenía en total a quince sacerdotes, de los que catorce vivían con su ama de llaves como esposa y que desarrollaban una tarea apostólica ciertamente sólida, mientras que el único sacerdote soltero de los quince se sentía vanidoso como un pavo real por su virginidad pero que, por lo demás, no hacía gran cosa de provecho»[39].
Pero, a pesar de la fuerza de los hechos, el papa Wojtyla, con un fanatismo integrista difícilmente comprensible a estas alturas de siglo, sigue sosteniendo un odio feroz y visceral hacia cualquier posibilidad de que se unan los conceptos de sacerdocio y matrimonio. Apenas tuvo en sus manos la tiara pontificia, Wojtyla ordenó congelar los 6.000 casos de dispensas a sacerdotes que estaban en trámite, y cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe le presentó un listado con unos trescientos casos «graves y urgentes» [en los que el sacerdote ya tenía hijos y vivía en público concubinato], rogándole alguna solución rápida, el Papa se limitó a coger el papel y romperlo en mil pedazos.
Wojtyla, habilísimo manipulador de masas a través de los medios de comunicación —y mediante el inestimable asesoramiento del opusdeísta Joaquín Navarro Valls— sabe perfectamente que todo aquello que no exista oficialmente para él dejará de tener entidad real para buena parte de sus súbditos, por eso niega la premisa mayor y practica la política del avestruz.
El papa Wojtyla —así como sus influyentes asociados del Opus Dei— menosprecia abiertamente el matrimonio —que es sólo «para la clase de tropa» en palabras de Escrivá de Balaguer—, al que sitúa muchos escalones por debajo del celibato; desdeña y margina a la mujer y su mundo; y, en consecuencia, desprecia cristianamente a los sacerdotes casados.
No obstante, a pesar de la persistente e interesada ceguera de este Papa, la evidencia real muestra que tres cuartas partes del clero actual se declaran a favor de que el celibato sea sólo opcional, y un tercio de los sacerdotes católicos ordenados están ya casados o cohabitan maritalmente con una mujer.
Aunque la Iglesia Católica sea contraria al divorcio, resulta palpable que buena parte de sus sacerdotes se están divorciando de ella. El silencio quizá pueda esconder esta situación al gran público, pero no detendrá la creciente cifra de partidarios de que los curas puedan casarse.