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LA MAYORÍA DE LOS SACERDOTES CATÓLICOS MANTIENEN RELACIONES SEXUALES

Cuando Matilde Molina, presidenta de la Asociación de Padres y Amigos de Deficientes Mentales de Cuenca (ASPADEC), fue a solicitarle a monseñor José Guerra Campos, obispo de la diócesis, que pusiese bajo tratamiento psiquiátrico al sacerdote Ignacio Ruiz Leal[8], acusado de haber abusado sexualmente de tres disminuidos psíquicos de ASPA-DEC, el prelado ultraconservador le respondió:

«¡Señora, lo que usted me cuenta es imposible, los sacerdotes no tenemos sexo!»

Monseñor Guerra Campos faltaba a la verdad a sabiendas cuando asemejó los sacerdotes a los asexuados ángeles de la tradición cristiana. Los sacerdotes, evidentemente, tienen sexo —eso es que son seres vivos sujetos a los impulsos de la sexualidad— y buena parte de ellos lo usan para procurarse placer, tal como lo hace cualquier otro varón de este planeta.

Otro sacerdote, José Antonio Navarro, párroco de la pequeña iglesia de Santiago Apóstol, situada en la parte alta de la ciudad de Cuenca, fue, en cambio, infinitamente más sincero que su obispo cuando mantuvo el siguiente diálogo con Jenny, una joven prostituta de la ciudad de las casas colgantes[9]:

JENNY: Siento tener que decirle que yo he tenido clientes sacerdotes y no han venido precisamente a bendecirme. Me parece curioso que los curas condenen la prostitución y que algunos participen en ella (…). Padre: usted, como ser humano, ¿no siente nunca apetito sexual?

JOSÉ ANTONIO: ¡San Pedro tenía suegra! En un concilio español nació el celibato de la Iglesia Católica. Nosotros tenemos votos de castidad, pero… castidad no es lo mismo que virginidad.

J.: ¡Al grano, padre! ¿No siente las mismas necesidades que el resto de los hombres?

J. A.: Pues claro que se sienten. Cuando nos hacen curas no nos castran, ni nos cortan nada; tenemos las mismas necesidades. Nos aguantamos o… nos masturbamos.

J.: ¿Los curas también hacen esas cosas?

J. A.: Sí, pero en ese caso es un pecado mortal y nos tenemos que confesar porque no podemos celebrar misa en pecado.

J.: Entonces, ¿a los curas también les gustan las mujeres?

J. A.: ¡Hombre, no nos gusta un elefante! Tendríamos un grave problema de aparcamiento. Lógico que nos gusten las mujeres. No somos marcianos. Somos personas normales con sus sueños, sus pesadillas… y en este pecado caemos y nos levantamos. Lo que ocurre es que nosotros sabemos que hemos pecado y por ello tenemos que confesarnos. De lo contrario, hemos de apartarnos de la Iglesia.

Pero la Iglesia Católica —que sabe desde hace siglos que una gran parte de sus clérigos seguirán manteniendo relaciones sexuales a pesar de las prohibiciones canónicas que pesan sobre ellas— supo armarse del mecanismo de la gracia del perdón, a través de la confesión, y convertirlo en un instrumento utilitarista e hipócrita que protege a los sacerdotes que vulneran la ley del celibato obligatorio.

De este modo, tal como expresa gráficamente el padre José Antonio Navarro unas líneas más arriba, el clero católico «cae y se levanta» tantas veces como su apetito sexual se lo demanda, pero todo vuelve al orden después de una simple confesión y un acto de contrición que, si bien puede acallar la culpabilidad de la conciencia, pocas veces logra aplacar la pujanza de la bragueta. Este mecanismo real —que corrompe la hipotética función de la gracia del perdón— ha llevado a miles de sacerdotes a la íntima convicción de que lo que no pueden hacer nunca, de ningún modo, es casarse, pero sí pueden mantener relaciones sexuales con más o menos frecuencia, ya que éstas, en suma, no pasan de ser un pecadillo más que se lava definitivamente en la colada de la confesión regular y obligatoria.

El propio Código de Derecho Canónico, en su canon 132/1, especifica que «los clérigos ordenados de mayores [se refiere a la ordenación sacerdotal u órdenes mayores] no pueden contraer matrimonio [a nuptiis arcentur, eso es, deben mantenerse alejados del matrimonio] y[10] están obligados a guardar castidad, de tal manera que, si pecan contra ella, son también reos de sacrilegio».

Así, pues, en su sentido más estricto, este canon sólo prohíbe a los sacerdotes contraer matrimonio, ya que la interpretación del concepto de castidad (castitas), a pesar de corresponderse con una prohibición absoluta en el lenguaje moral, en su uso cotidiano permite una amplia indefinición que va desde la continencia sexual absoluta a la continencia relativa (esto es que el uso de la sexualidad es lícito cuando se emplea correctamente y, por eso, dado que la esfera de lo afectivo-sexual es básica en el ser humano, la sexualidad puede ejercerse sin dañar la «castidad» sacerdotal) y, por ello, en la práctica, no prohíbe expresamente los desahogos sexuales de los sacerdotes, ya sean en solitario o en pareja.

De hecho, buena parte de los prelados no tiene ningún escrúpulo en recomendar a sus sacerdotes «en riesgo» que echen una canita al aire en lugar de plantearse el abandono de su ministerio. Entre las muchísimas anécdotas similares, mencionaremos el caso del conocido paleógrafo Manuel Mundo.

En un momento de su vida, Mundo sintió la necesidad de intentar realizarse a través de la relación afectiva con alguna mujer y, en consecuencia, se planteó abandonar el sacerdocio antes de tomar este camino. Al encontrarse en un mar de dudas, Mundo le pidió consejo a un cardenal de la curia vaticana, pero éste, después de escuchar con mucha atención sus cuitas, le espetó: «Mundo, no te salgas, ve con mujeres». Pero Mundo, hombre honesto, en lugar de seguir el camino de la hipocresía —habitual en la vida sexual del clero—, acabó secularizándose.

Resulta muy difícil establecer con exactitud la cifra de sacerdotes que mantienen relaciones sexuales de forma habitual, pero diferentes estudios realizados por expertos, y las apreciaciones fundamentadas que los propios sacerdotes tienen de su colectivo, pueden acercarnos a esta realidad de una forma bastante aproximada.

La práctica totalidad del casi medio centenar de sacerdotes a quienes hemos preguntado sobre esta cuestión[11], han cifrado en «muchos más de la mitad» el número de curas que mantienen relaciones sexuales con alguna regularidad y han concretado su estimación en un porcentaje del 60% aproximadamente. Sólo un cura obrero del campo ha limitado la cifra a un 20% «entre los que yo conozco», y algunos más han apuntado hacia un 80% como posibilidad más realista. Y ello sin mencionar las prácticas masturbatorias, que se atribuyen, en mayor o menor medida, al 95% del clero.

«Como sacerdote que sigo siendo, aunque esté actualmente secularizado —me decía Manuel C.—, sé que apenas nadie cumple con la ley del celibato. Respecto al hecho de mantener relaciones sexuales, yo no confío en la castidad de casi ningún cura; pero en lo que hace a la masturbación, mi desconfianza es absoluta y total. La mayoría de los sacerdotes se acuestan con alguien y todos sin excepción se masturban».

En el extremo opuesto, un sacerdote como Diamantino García, obrero del campo sevillano, de 51 años, sostiene una opinión bastante más moderada que la anterior, aunque no menos inmisericorde con una realidad que la Iglesia se empecina vanamente en negar:

«Desde mi experiencia personal, yo creo que los sacerdotes viven el sexo de una forma tan frustrante y limitada, y con rasgos tan obsesivos, que no son tantos los que, finalmente, llegan a materializar prácticas sexuales extra-celibato. Entre los curas que conozco personalmente, creo que no más de un 20% de ellos se relacionan sexualmente con otras personas. Para mí, el primer pecado del clero es la soberbia y la falta de compromiso con la justicia social, luego vendría su apego por el dinero y en tercer lugar situaría el tema de la sexualidad. Lo más normal entre el clero que yo conozco es no tener relaciones sexuales, aunque la masturbación sí que es muy corriente, la mayoría se desahoga sexualmente de forma solitaria. De todas formas, a mí me preocupa más el hecho de que un celibato no asumido y obligatorio dé como resultado seres humanos tan complicados, tan frustrados y tan poco serenos como son la mayoría de los curas que yo conozco».

La investigación realizada para este libro nos ha conducido a una serie de estimaciones que, aunque se valorarán en cada uno de los capítulos específicos, adelantamos ahora en el gráfico sobre los hábitos afectivo-sexuales del clero en activo que figura en la página 22.

Según nuestro estudio, estimamos que, entre los sacerdotes actualmente en activo, un 95% de ellos se masturba, un 60% mantiene relaciones sexuales, un 26% soba a menores, un 20% realiza prácticas de carácter homosexual, un 12% es exclusivamente homosexual y un 7% comete abusos sexuales graves con menores.

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A estos porcentajes de práctica afectivo-sexual, sólo referidos a los sacerdotes actualmente en activo dentro de la Iglesia Católica, habría que añadir el notable 20% de sacerdotes ordenados que —tal como veremos en el capítulo siguiente— se han secularizado y casado, o viven amancebados sin más.

Como complemento a estos datos, resulta interesante el gráfico que mostramos en la página 23, elaborado a partir de una muestra de 354 sacerdotes en activo que mantienen relaciones sexuales, donde se dibuja el perfil de las preferencias sexuales del clero analizado, con el siguiente resultado: el 53% mantiene relaciones sexuales con mujeres adultas, el 21% lo hace con varones adultos, el 14% con menores varones y el 12% con menores mujeres. Se observa, por tanto, que un 74% se relaciona sexualmente con adultos, mientras que el 26% restante lo hace con menores; y que domina la práctica heterosexual en el 65% de los casos, frente al 35% que muestra una orientación homosexual.

El elevadísimo porcentaje de sacerdotes actuales que mantienen relaciones sexuales tiene su origen en muy diferentes causas que iremos viendo a lo largo de este libro. Uno de los primeros motivos a valorar es el sentimiento de crisis estructural y de falta de sentido vocacional que se ha instalado progresivamente entre los clérigos durante la segunda mitad de este siglo, y que se ha ido agravando a medida que su inmersión en una sociedad de libertades les ha acentuado la realidad larvada de sus profundos problemas afectivo-sexuales.

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Esta dinámica de crisis ha sido el motor que ha provocado un flujo inaudito de secularizaciones que, en España, durante las tres últimas décadas, ha hecho abandonar la Iglesia a no menos de 25.000 sacerdotes diocesanos y religiosos/as (y un fenómeno análogo se ha producido en el resto de la Iglesia Católica del mundo occidental moderno, que ha sido abandonada por unos 100.000 sacerdotes y no menos de 300.000 religiosos/as). El gráfico de la página 24, que recoge los datos oficiales disponibles (y probablemente incompletos) sobre el número de secularizaciones habidas en España entre los años 1954 y 1990, refleja muy bien la dinámica seguida en este proceso de crisis.

La tendencia secularizadora fue en aumento hasta el año 1975 y desde entonces ha ido decreciendo hasta estabilizarse en la década de los años noventa. Durante el período 19541959 se secularizó un 1% del total de religiosos/as, en 1960-1969 un 25%, en 1970-1979 un 54%, en 1980-1989 un 19%, y en el año 1990 un 1%. El gráfico de la página 25 expone esta realidad en forma de porcentajes:

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Entre las muchas razones que pueden explicar este comportamiento cabe citar las salidas masivas de clérigos a medida que fue aumentando entre ellos la frustración y el desencanto ante la evidencia de que los aires renovadores del Vaticano II (1962) no llegaban a ponerse en práctica; el progresivo incremento de la edad media de los clérigos, que incide negativamente en sus posibilidades de sobrevivir por sus propios medios fuera de la Iglesia y, por ello, hace decrecer las secularizaciones; y, por último, el incremento de la permisividad de la sociedad y de la jerarquía católica, que facilita que los sacerdotes puedan tener una vida afectivo-sexual más o menos apañada y, en consecuencia, permite mantener su doble vida sin necesidad de secularizarse.

Esta situación acomodaticia ha llevado a que sean legión los sacerdotes supuestamente célibes que mantienen relaciones sexuales con cierta frecuencia. Una realidad que, sin embargo, ya no parece escandalizar a casi nadie desde hace bastantes años. Buena parte de la sociedad —católica o no— asume como algo lógico e inevitable que los sacerdotes mantengan relaciones sexuales.

«—¿Y qué esperabas encontrar? —me han contestado muchos católicos practicantes cuando les he interrogado sobre la doble vida sexual de los sacerdotes—. Debajo de la sotana siguen siendo tan hombres como el que más, y si no pueden casarse es lógico que se alivien de alguna manera. Siempre lo han hecho a escondidas y así seguirán hasta el fin. Si el cura se comporta bien dentro de su parroquia, y no abusa de menores o desvalidos, a nadie debe importarle lo más mínimo lo que haga o deje de hacer con su vida sexual».

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Esta forma de pensar, que parece mucho más extendida que su contraria, adquiere un significado mucho más llamativo si la analizamos a la luz de la afirmación del sacerdote Javier Garrido: «cuando la gente es anticlerical, es que todavía el rol religioso tiene un peso efectivo importante. Cuando deja de escandalizarse por nuestras conductas, por ejemplo, por “ligues sexuales”, es que hemos dejado de significar»[12]. Y la verdad es que resulta obvio, para cualquier observador imparcial, que la inmensa mayoría de la sociedad (incluyendo a los creyentes) no sigue ni tiene en cuenta buena parte de las recomendaciones morales que emanan de la jerarquía católica vaticana.

El jesuita y psicólogo Álvaro Jiménez tiene mucha razón cuando señala que «así como la falta de oficio, la vagancia y la desocupación originan muy serios peligros para la castidad, de la misma manera la entrega entusiasta y plenamente responsable al cumplimiento de una misión apostólica, con pureza de intención, crea un clima muy favorable para que florezca la castidad y defiende [a los religiosos/as] contra los peligros del ocio y de la pereza que “es madre de todos los vicios”»[13].

Pero ¿cómo mantener este ánimo favorable a la castidad en una Iglesia burocratizada[14], donde buena parte de los sacerdotes están desanimados y viven instalados en una rutina personal y religiosa muy mediocre? Hoy día es prácticamente imposible encontrar el “ardor adolescente” que recomienda el padre Jiménez en sacerdotes de mediana edad, que son, no por casualidad, los que más relaciones sexuales mantienen.

Los expertos religiosos suelen atribuir las secularizaciones y las transgresiones del celibato a la incidencia de diferentes tipos de crisis durante la vida del sacerdote. Javier Garrido, por ejemplo, distingue entre las crisis de autoimagen, de realismo, de reducción y de impotencia[15].

La crisis de autoimagen suele desencadenarse entre los 20 y los 25 años, produciéndose un desajuste entre el ideal del yo y el yo real que se traduce en frustración, insatisfacción, culpabilidad generalizada, incapacidad de autoaceptación, estado de confusión e inicio de una fase de autoconocimiento que, entre otras cosas, lleva hasta un primer intento de posicionarse ante el sexo opuesto (que a menudo suele estar aún bajo una imagen demasiado idealizada).

La crisis de realismo atraviesa el ciclo de los 30 a los 40 años (aunque en la mujer suele adelantarse) y lleva a una crítica sistemática del pasado, a desear vivir lo no vivido y a poder ser uno mismo —y no lo que el dogma religioso dice que se tiene que ser—, a la desorientación sobre el sentido de la propia vida, al cuestionamiento vocacional… y a la valoración de la vida afectiva como algo fundamental y particularizado (es decir, objetivado en una mujer u hombre en concreto, mientras que en la etapa anterior se pretendía amar a todos en general) que suele conducir a experimentar relaciones sexuales más o menos esporádicas, enamoramientos y al abandono del sacerdocio para casarse o, más comúnmente, a llevar una doble vida que compagina sacerdocio y prácticas sexuales ocultas.

La crisis de reducción es el momento culminante de la anterior, entre los 40 y los 55 años, y conlleva la desesperanza existencial, el distanciamiento de todo, la frustración y el relativismo feroz. «Tampoco de la afectividad se espera tanto —señala Javier Garrido—: Ni se sueña con la mujer, ni brilla el rostro de ningún tú con fuerza de vinculación vital. Pero uno daría cualquier cosa por una sola caricia. Y se aferra al calor de las viejas amistades. Y se pueden hacer las mayores tonterías, como un adolescente: encapricharse con una chiquilla, jugar al amor con una viuda desolada…»

La crisis de impotencia, por último, corresponde a la enfermedad y la vejez, y conlleva diferentes tipos de balances vitales y actitudes frente a una muerte que se intuye próxima.

En todo caso, habrá que tener en cuenta que los grupos de edad apuntados para cada una de estas crisis no son matemáticos, puesto que la edad cronológica de una persona no siempre coincide con la madurez psico-afectiva que le correspondería y, además —tal como veremos en el capítulo 5 de este libro—, la formación religiosa de los sacerdotes tiende a retrasar sus procesos de maduración de la personalidad. Sin embargo, la realidad demuestra que la mayoría de los sacerdotes rompen el celibato en el transcurso de la citada crisis de reducción (40-55 años)[16].

Al valorar los datos conocidos de los 354 sacerdotes en activo que constan en el archivo de este autor como sujetos con actividad heterosexual u homosexual habitual, se llega a la conclusión de que el 36% de ellos comenzó a mantener relaciones sexuales antes de los 40 años, mientras que el 64% restante lo hizo durante el período comprendido entre los 40 y los 55 años.

El gráfico que sigue ilustra claramente este hecho.

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Si analizamos los datos oficiales disponibles sobre el ritmo de las secularizaciones del clero en relación a su edad en el momento de abandonar la vida religiosa, comprobaremos que el 80% del clero que abandona la Iglesia lo hace entre los 30 y los 55 años de edad, es decir, durante los ya citados períodos de crisis de realismo y reducción. El gráfico siguiente es bien explícito al respecto.

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Estos mismos datos, en porcentajes, indican que el 16% del total se seculariza entre los 21-29 años, el 45% lo hace entre los 30-39 años, el 29% entre los 40-49 años, el 9% entre los 50-59 años y el 1% entre los 60-69 años. Y dibujan la gráfica que mostramos en la página siguiente.

De todos modos, con crisis o sin ella, también es cierto que para bastantes sacerdotes mantener relaciones sexuales después de su ordenación no es más que una mera continuación de los hábitos que ya tenían cuando estaban en el seminario, en el convento o en el ejercicio del diaconado. Sin embargo, a pesar de que dentro del marco eclesial se sabe casi todo de todos —pues el nivel de delación es muy notable entre los clérigos— y, por ello, se conoce perfectamente la vida y milagros de los seminaristas y diáconos, la ordenación de sacerdotes cuyo historial humano previo les señala como incapaces de mantener el celibato, es un hecho muy común en la Iglesia Católica.

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Los obispos suelen pasar por alto de forma flagrante la doctrina que estableció Paulo VI en su Sacerdotalis Coelibatus cuando afirmó que «los sujetos que hayan sido reconocidos como física, psíquica o moralmente ineptos, deben ser inmediatamente apartados del camino del sacerdocio; se trata de un deber grave que incumbe a los educadores. Estos deben tener conciencia de ello, no deben abandonarse a engañosas esperanzas y a peligrosas ilusiones, ni permitir de ninguna manera que el candidato alimente ilusiones semejantes, vistas las consecuencias peligrosas que resultarían de aquí para el sujeto mismo y para la Iglesia (núm. 64)».

Las razones para que se impida el paso hacia el sacerdocio a bien pocos candidatos se deben a motivaciones bien fáciles de comprender: las vocaciones no abundan, escasean aún más los sacerdotes que sepan motivar y movilizar a la gente (a los jóvenes en especial), y se prefiere pensar que el tiempo —y el silencio institucional— obrarán un milagro que casi nunca se produce… pero qué más da si así se dispone de un nuevo sacerdote; lo que le importa realmente a la jerarquía no es lo que hace un cura, sino el nivel de discreción en que permanecen sus actos. Más adelante, en los capítulos 9 y 10 —que estudian los casos de Salvans, Cañé y otros—, veremos ejemplos patéticos de esta hipócrita y lesiva mentalidad prelaticia.

A este respecto, es acertada la acotación del psicólogo jesuita Álvaro Jiménez cuando recuerda que «muchas veces ha insistido la Iglesia en que es una compasión mal entendida admitir a la profesión perpetua o a la ordenación sacerdotal a un candidato que es incapaz de guardar la castidad. Bajo la capa de misericordia, se ocultaría un acto de crueldad para con él y para con la Iglesia»[17].

Pero la Iglesia Católica está mucho más preocupada por el balance negativo de sus estadísticas de personal que por la posible dignidad e idoneidad de sus religiosos. El último anuario estadístico de la Iglesia Católica española[18] muestra claramente las dificultades que ésta atraviesa para poder mantener un número suficiente de funcionarios clericales.

De los 20.441 sacerdotes diocesanos censados, sólo 17.925 están incardinados en diócesis españolas y son residentes en ellas; y de las 22.305 parroquias existentes, sólo 10.797 (un 48%) cuentan con párroco residente. Además, mientras que, entre 1986 y 1990, el promedio anual de ordenaciones fue de 216 personas, el de fallecidos fue de 350, el de jubilados, de 171, y el de secularizados de facto de 50; un descenso absoluto y progresivo de sacerdotes que es tanto más amenazador si tenemos en cuenta que la edad media del clero diocesano en activo era de 56,8 años en 1988 [fecha del último estudio oficial publicado] y habrá envejecido cuatro o cinco puntos en la actualidad, situándose entre los 60 o 61 años como promedio.

Y en parecida situación están los 27.786 miembros varones de congregaciones religiosas (de los que sólo 18.557 residen en España), 15.965 de los cuales (un 57%), han sido ordenados sacerdotes y, los que están en activo, tenían una edad media de 53,67 años en 1988 (58 o 59 años actualmente).

Así las cosas, la Iglesia Católica se encuentra atrapada, más que nunca a lo largo de su historia, entre la lesiva imposición del celibato obligatorio —que, como veremos en el capítulo 3, carece de legitimación evangélica— y la hipócrita costumbre de encubrir a los sacerdotes que mantienen relaciones sexuales para no perder a una buena parte de sus sacros empleados.

Hoy ya pasó oficialmente a la historia la institución de la barragana (concubina) que durante siglos satisfizo las necesidades sexuales de los sacerdotes católicos a pesar de los anatemas que, desde decenas de sínodos (entre los siglos III y XVI principalmente), pretendieron acabar —sin éxito alguno— con una práctica cotidiana entre sacerdotes, obispos y papas. Decretos como el de Trento, que obligaba a que las amas de llaves de los clérigos tuviesen más de 40 años, no son más que una anécdota en la profusa e intensa historia sexual del clero católico.

De todos modos, muchísimos sacerdotes supieron convertir en barraganas a sus amas de llaves y mayordomas parroquiales; mujeres jóvenes o de mediana edad, a menudo viudas y/o con escasos recursos, que estaban contratadas como empleadas para ocuparse de la intendencia de los párrocos.

En la España anterior a la muerte de Franco, en muchísimos pueblos era vox populi la relación de amantes que mantenían el sacerdote y su mayordoma (una mujer que, con frecuencia, ni estaba contratada ni vivía en la casa parroquial, pero iba unas determinadas horas al día para arreglar la vivienda del cura, ya fuera cobrando una pequeña cantidad o en concepto de ayuda voluntaria a la parroquia local).

«Yo me quedé viuda muy joven, con 31 años —me contaba Julia M. G.[19]—, y el párroco de mi barrio, el padre Antonio, me ayudó muchísimo a superar aquel doloroso trance. Entre él y mi trabajo pude salir adelante psicológicamente y el agradecimiento que sentía hacia él me llevó a ofrecerle mi ayuda para mantener en orden su vivienda. Hacía cosa de un año que había dejado de ir la asistenta que tenía y la verdad es que Antonio era un desastre.

»Como yo sólo trabajaba por las mañanas, y no tenía hijos, le propuse ir un par de horas cada tarde para asearle la casa. Al terminar siempre me invitaba a tomar un café con leche y galletas y charlábamos un poco de todo. Había mucha confianza entre nosotros y por eso no me extrañó nada cuando empezó a preguntarme si siendo yo tan joven no sentía necesidades sexuales. Yo le dije la verdad, que sí, que las sentía, pero que era incapaz aún de acostarme con un hombre ya que mi marido hacía apenas un año que se había matado en un accidente. Algunas tardes yo lloraba por sentirme sola y Antonio me reconfortaba y abrazaba.

»Durante medio año la cosa no pasó de aquí, pero una tarde, mientras estaba haciendo su cama, Antonio entró en la habitación y me violó. Estaba como fuera de sí y fui incapaz de zafarme de él o de resistirme lo suficiente. Cuando se hubo aliviado, empezó a llorar y me pidió perdón. Yo seguía sin saber cómo reaccionar y empecé a acariciarle la cabeza para tranquilizarle. Entonces me dijo que él necesitaba desesperadamente acostarse con una mujer y que desde que se había ido María [su asistenta] no lo había vuelto a hacer con nadie. Y, después de soltarme ese rollo de que los curas también son hombres y necesitan amor y poderse desfogar con una mujer, me pidió que yo fuera su amante.

»No volví a su casa en un mes ni quise verle, pero al fin accedí a sus deseos. Durante cuatro años fui su criada y su amante. Él decía que me amaba… hasta que me dejó embarazada. Cuando le dije que iba a ser padre por partida doble se puso hecho una fiera, me trató de puta, me golpeó varias veces e inmediatamente se arrodilló y empezó a llorar y a suplicarme que abortara. En aquel instante sentí tanto asco por Antonio que le di una patada en los genitales y me fui para siempre. Evidentemente aborté, y jamás he vuelto a pisar una iglesia.

»Eso ocurrió a finales de 1986 y entonces no tuve valor para denunciarle ante el obispo. Hoy me arrepiento de no haberle hecho encarcelar por violación, pero ya es tarde, estoy casada de nuevo y no quiero complicarme la vida. El padre Antonio sigue en la misma parroquia y todo el barrio sabe que se acuesta con una mujer que tiene una parada en el mercado. ¿Cómo podrá ser tan cínico para hacer lo que hace y seguir de cura?»

Este tipo de doble vida, con todas las variantes posibles, está más o menos instaurada en un 60% o más de los sacerdotes católicos y, tal como afirma Ayel, «resignados, con la muerte en el corazón, con una apariencia de fidelidad jurídica, encuentran más cómoda esta mediocre situación»[20].