Joaquín trabajaba en el ensanchamiento del establo, habilitándolo para dos vacas más y un caballo, Augusto intentó inmiscuirse en la obra, proponiendo la instalación de un pesebre destinado exclusivamente a dos terneras; pero su consejo fue desatendido. Tal desaire no llegó a molestar a Augusto, que ya estaba acostumbrado a ello, si bien hubo de condolerse del comentario de Joaquín, que le preguntó si no sería más prudente construir un pesebre para canarios. Augusto quería, asimismo, ayudar a construir las paredes por habérsele metido en la cabeza que con ello recuperaría fuerzas. Pero también este ofrecimiento fue declinado. Augusto vio con gran dolor que Joaquín recurría a un carpintero forastero.
Incapaz Augusto de permanecer inactivo, construyó un día un buzón para cartas, que pintó de rojo vivo, obteniendo de Joaquín que escribiera en él la palabra «Correo» con grandes caracteres, hecho lo cual colgó el buzón junto a la puerta de la tienda, orgulloso de su obra. La gente le preguntaba para qué serviría el buzón sin tener estafeta de Correos. Augusto, a su vez, preguntaba por qué razón en Australia había buzón de cartas en las tiendas rurales y qué impedía que ellos hicieran lo mismo: esto serviría para que el vecindario depositase en el buzón de la tienda las cartas destinadas al Lofot y también las misivas amorosas, que luego serían re expedidas a la estafeta parroquial. Además, decía Augusto, era una previsión para obtener estafeta propia en la ensenada, cuando el lugar se ensanchase.
Indudablemente, era un hombre impetuoso, al que ni siquiera una peligrosa cuchillada en el pecho era capaz de abatir. No en vano era Augusto, por encima de todo, el único Augusto de la comarca. ¿Por qué, entonces, las mozas de varios años atrás, que a raíz de su primer retorno al pueblo se mostraron unánimes en admirarle, no le hicieron luego mayor caso? Quizá porque no podía ofrecerles sustento seguro. ¿Pero quién, en toda la comarca, podía vanagloriarse de ello? No obstante, las mozas no se recataban de bromear con él, diciéndole que le amarían hasta la hora de la muerte, con gran alborozo j de Augusto, que sonreía y perdía el aplomo en presencia de ellas.
Sin embargo, justo era reconocer el mérito, ingénito en él, de crear riqueza y actividad en torno suyo, dejando siempre huellas de su paso. Su estrella brillaba a veces en las alturas para apagarse seguidamente en las tinieblas; de haber salvado él su riqueza del naufragio del bergantín Alegría del Sol, quizás hubiera llegado a ser el faro más resplandeciente de la ensenada y de todo el distrito. Cierto que la vida aventurera no siempre conduce a la fortuna; por eso, en el decurso de los años no había sido Augusto favorecido por la suerte, si bien jamás se dejó enmohecer por la holganza, desplegando siempre su actividad aun en plena desgracia. Aquel buzón de cartas rojo, ideado por él, lucía como una llama destinada a atraer las miradas de la gente hacia la tienda, y más tarde, llegado el verano, junto al buzón aparecían pegados los edificios del prebote o del párroco y también los exhortos judiciales encabezados con el león noruego. El buzón contribuía a popularizar la tienda en toda la comarca.
La pequeña Paulina era dueña absoluta de la tienda, y única en disponer compras y ventas, conduciendo su negocio con tacto prometedor de prosperidad. Al regreso del mercado, Eduardo hizo entrega a su hermana de la mercancía sobrante y del importe de la venta, con lo que pagaría con creces los desembolsos de Joaquín, quedando de nuevo Eduardo único dueño de la tienda. Pero él no estaba dispuesto a quedarse con la tienda.
—¿Qué piensas hacer Eduardo? —le preguntó su hermana.
¿Qué se proponía hacer Eduardo? Deprimido su espíritu, deambulaba todos los días por los contornos, sin rumbo fijo, presa de invencible holganza, dejándose crecer el pelo, sin otra ocupación que la de dormir, desde que anochecía hasta la mañana siguiente. Todo lo contrario que Augusto. Una vez dio cima este a la construcción del buzón, procedió a fabricar un malacate para extraer agua de la fuente, con gran satisfacción de Paulina, que, en invierno, tenía que atender a varias vacas. Terminado este trabajo, Augusto subió al establo, y, sin andarse en explicaciones, se puso a trabajar en la pequeña construcción, haciendo innecesaria la presencia del carpintero forastero. Augusto se arrogó facultades directivas y procedió a ensanchar el emplazamiento por su propia iniciativa. Joaquín había llegado a ser de la misma opinión suya, comprendiendo, al fin, que necesitaría espacio para las terneras; pero, empeñado en no dar el brazo a torcer, preguntó a Augusto con fingida dureza:
—¿Qué diablos estás haciendo ahí?
—Necesito sitio para dos terneras —respondió Augusto.
—¡Pero esto será enorme! —exclamó Joaquín.
—¡Aquí cabrán por lo menos seis terneras!
Augusto se limitó a refunfuñar, dispuesto a salirse con la suya, no sin recibir serias advertencias de Joaquín.
Con todo, Augusto no renunciaba a su actividad, dando rienda suelta a sus inteligentes energías, con ímpetu arrollador.
¿Y Eduardo? Acaso terminaría un día por subir a la granja de Hosea y Ezra para implorar un rincón donde resguardarse y la limosna de un mendrugo, hasta el fin de sus días. Era indiscutiblemente apto para toda empresa que se propusiera llevar a cabo; pero su voluntad desfallecía en seguida. No era el trabajo de un solo día lo que podría despertarle de su marasmo; necesitaba algo que distrajese su pensamiento de lo que le obsesionaba desde que se marchó Luisa Margarita.
Un día, recibió carta de Romeo Knoff preguntándole si le vendería su propiedad de Doppen, puesto que la tenía abandonada.
Carel, el granjero vecino, tenía ya dos hijos mayores y seguramente le agradaría comprar Doppen para el mayor. Romeo se ofrecía a aceptar la devolución de las dos camas, apenas usadas, que Eduardo aún debía, y asimismo estaba dispuesto a poner todos los medios posibles con el fin de que la deuda de la tienda quedase casi saldada. La barca debería ir comprendida en la venta de la alquería, por serle indispensable al presunto propietario, dejando, en cambio, la catarata, cuya propiedad podría conservar Eduardo. Si tal vez, más adelante, le pareciese bien desprenderse también de la cascada, Romeo no ten dría inconveniente en tratar personalmente la adquisición, para establecer un molino, en cuyo caso pon dría Romeo con sumo gusto el funcionamiento de la nueva empresa en manos de Eduardo, conformo había sugerido su compañero Augusto.
Era una carta extensa y bien escrita, con recuerdos de los Knoff, padre e hijo. Eran tan frágiles, por no decir nulas, las raíces que ligaban a Eduardo a su propio terruño natal, que la lectura de una carta procedente de gente extraña también tuvo In virtud de despertar un sentimiento adormecido en su alma, y, olvidando los días y años malbaratados allá, sintió bruscamente la nostalgia de aquellos lugares. Joaquín quedó encargado de responder por él, dando la conformidad a la venta de Doppen y reiterando su agradecimiento por las atenciones recibidas.
Así quedaba desde ahora desposeído de su granja del Sur, poseyendo, en cambio, en su pueblo, una tienda que no quería conservar para sí. Pronto carecería hasta de hogar. Puesto al corriente Augusto de los acontecimientos, asintió con la cabeza, y dijo:
—Vente conmigo, Eduardo. Nos iremos los dos.
Al cabo de cierto tiempo, quedó terminada la techumbre del establo, faltando tan sólo la distribución de los pesebres. La víspera, Paulina le pidió a Joaquín que le trajera al día siguiente varios besugos, pues necesitaba hacer un convite. Joaquín receló algo; pero se brindó a pescarlos él mismo. Augusto y Eduardo estuvieron trabajando toda la noche en el establo, empapados en sudor, sin dar explicaciones de su faena a nadie. Allí acudió Paulina, se sentó un rato para verlos trabajar, y cuando juzgó próximo el regreso de Joaquín, se levantó, diciéndoles que se iba para no estorbar.
Al llegar Joaquín, por la mañana, Augusto y Eduardo habían dado cima a la construcción del pesebre para dos terneras, aprovechando el emplazamiento sobrante para otro pesebre destinado a un caballo. No contentos con esto, quisieron que el caballo tuviese acceso independiente, y construyeron una puerta ex profeso para tal objeto.
Joaquín quedó boquiabierto al ver aquello. Posiblemente, había tenido ya algún presentimiento de la sorpresa que le aguardaba, lo que no impidió que por poco se desmayase de la impresión.
—¡Estáis locos de remate! —gritó al ver la obra.
Los otros guardaron silencio.
—Os pregunto qué significa esto.
—¿Que qué significa esto? —repitió Augusto, acobardado.
Eduardo se disculpó alegando que no había sabido hacerlo mejor, limitándose a ejecutar las órdenes recibidas.
Augusto tomó la palabra, para decir, con acento razonado y zalamero:
—Mira, Joaquín. Al fin, me di cuenta de que tenías razón cuando decías que el pesebre de las terneras era demasiado grande; por eso lo hemos habilitado para tres. ¿Lo encuentras suficientemente grande? Haz el favor de darme tu opinión.
Joaquín le lanzó una mirada fulminante, y le dijo:
—Si no llevara en las manos estos besugos, ya verías qué contestación te daba.
—Hemos construido un pesebre de más, es ver dad. Pero está aquí, no nos lo hemos llevado —advirtió Augusto.
A juzgar por las apariencias, Joaquín hacía esfuerzos sobrehumanos para no estallar de indignación.
—Aquí no habéis hecho más que una cuadra, ni más ni menos.
—Eso mismo. Hemos querido hacer una cuadra para el caballo.
—¿Para qué caballo?
—¿Pero es posible que no lo supieras? —exclamó Eduardo—. Yo creí que estabais de acuerdo. De haber sabido que no querías la cuadra me hubiera, abstenido de poner mis manos en la obra.
Joaquín no pudo reprimir su cólera y le echó a su hermano un besugo a la cara. Augusto dio varios, pasos atrás para substraerse a idéntica caricia, mientras Eduardo se limpiaba el rostro con la manga, sin dejar de lamentarse.
Joaquín se acercó lentamente a Augusto y encarándose con él, le dijo:
—Mañana mismo desharé todo lo que habéis hecho. No soy tan loco que pretenda tener cuadra sin caballo.
—Naturalmente, necesitas un caballo —advirtió Augusto.
—¿Qué caballo ni qué niño muerto?
Augusto retrocedió al ver que Joaquín se dirigía hacia él.
—Me dijo Eduardo que no podrías mantener cinco cabezas de ganado si no tenías un caballo —le recordó Augusto.
—¿Quién, yo? —exclamó Eduardo asombrado.
—¿Pero cómo es posible que haya dicho eso? Además, sólo tengo tres vacas.
—Y otra en el establo de Hosea.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Así es que tienes cuatro —observó Augusto.
—Cuatro, que no son cinco —replicó Joaquín.
—Y otra que tendrás el año que viene, cinco —comentó Eduardo.
—¿Pero quién cuenta con la vaca del año que viene?
Así me lo ha dicho Paulina —añadió Eduardo—. De manera, que ya tienes los pesebres que necesitas.
—¿Qué sabe Paulina? ¡De manera, que te lo ha dicho ella! Pues que espere sentada los besugos. Antes los doy a un cualquiera que a Paulina.
Joaquín salió de allí, no sin darle antes a Augusto con un besugo en la cara.
Joaquín se dirigió a la casa de Martín y, sin decir nada, colgó los besugos del picaporte de la puerta.
Pasaron varios días sin que Joaquín se decidiera destruir el establo. Durante este tiempo, tuvo que soportar otras genialidades de Augusto, cuya cabeza era un generador de locuras. Así, no pudo impedir que en una noche construyera junto al establo un espléndido gallinero, provisto además de un aseladero entre pared y pared, con un acceso que permitiría a las gallinas pasar a la cuadra. Paulina, en funciones de ama de casa, exteriorizó su agradecimiento a Augusto con promesa de recompensarle, y como Joaquín intentase exigir explicaciones por ello, respondió Augusto breve y conciso:
—¿Es que sólo Gabrielsen puede tener gallinas?
No depuso Augusto su actividad hasta el último día de su permanencia en la ensenada, ni quiso irse sin antes visitar a Carol, el alcalde, en demanda de una estafeta de Correos que justificara el buzón. De ninguna manera quería tolerar Augusto que el buzón permaneciese colgado, semanas enteras sin que fuese depositada carta alguna por no haber allí estafeta. Por qué tenía que ir Joaquín todos los domingos a parroquia, en busca de un periódico al que estaba suscrito. ¡Diantre! Bien podía evitarse esta molestia habiendo estafeta. Por consiguiente, era indispensable que el asunto llegase a conocimiento de la autoridad del distrito. Joaquín, en funciones de secretario, se cargaría de redactar la solicitud, con el mejor estilo de que fuese capaz. La ensenada era un importante lugar adonde afluían los vecinos de los distritos circundantes; el párroco, el preboste y otras personalidades, que seguramente también cursaban correspondencia, deberían elevar su voz en demanda de una estafeta de Correos, especialmente Carol, el alcalde, que frecuentemente dirigía comunicaciones a la autoridad de la provincia y al Gobierno, como asimismo el comerciante Eduardo Andreassen y la misma Paulina, que todo el año expedía cartas y valores a sus provee dores.
—No hay que darle vueltas al asunto, Carol —sostenía Augusto—. La ensenada tiene derecho a una estafeta de Correos propia.
Efectivamente, Carol se hizo perfecto cargo de los razonamientos de Augusto y prometió dar estado oficial a la petición en la primera sesión convocada por la administración del distrito.
—Todos debemos estarte agradecidos, Augusto, por habérsete ocurrido tal idea. Casi todos los días me sucede que tengo que llevar en los bolsillos cartas sumamente importantes, que se ensucian y arrugan hasta que son expedidas. Nada, nada. Me ocupare del asunto con la mayor urgencia.
El caso era que el pobre alcalde, si bien estaba dispuesto a hacer las cosas de mil amores, nunca tenía la cabeza muy despejada que digamos, por lo que el asunto de la estafeta se acumuló sobre los otros muchos que pesaban sobre él. Tenía que atender a los quehaceres de la granja, la época de la recolección se le estaba echando encima y no contaba con otra ayuda que la de Teodoro, que tenía una hernia y para nada le servía. Además, Carol había recibido noticias fidedignas del próximo retorno de Ana María, acontecimiento este que le sumía en un mar de confusiones cuando meditaba sobre la actitud que debería adoptar el día de la llegada de su mujer.
—Es indiscutible que necesitamos una estafeta. Espero que ya sea un hecho el día que yo vuelva aquí —le dijo Augusto.
—¿Piensas partir?
—Sí.
—¿Adónde vas?
—En primer lugar, pienso dar un saltó a la India y a América del Sur. Tengo allí intereses y quiero dar un vistazo por todo aquello.
—¡A la India y América del Sur! —repitió Carol—. Entonces, tardarás mucho tiempo en regresar a la bahía.
—Naturalmente. Cuando escriba una carta o mande un arca de hierro o algo parecido, lo consignaré sencillamente a: «Ensenada, estafeta de Correos». De aquí a entonces, os habrán concedido la estafeta.
Augusto partió sin conseguir arrastrar consigo a Eduardo, quien, sin embargo, no pensaba recluirse en la ensenada, que nada significaba ya para su espíritu errabundo y ansioso de aventuras. Pero no se atrevía a pedir dinero a Paulina, de cuya caja había salido el dinero para el viaje de Augusto.
Augusto marchó a Bergen, resuelto a alistarse en la tripulación de algún buque dedicado a la navegación de altura, Paulina, Ezra y Hosea bajaron a decirle adiós; el padre le estrechó la mano largo rato, invocando la bendición divina para el viaje, y Joaquín y Eduardo lo acompañaron al embarcadero.
Eduardo, su camarada fraternal, a quien casi ningún lazo le retenía a su tierra, le dijo:
—Espero que te decidirás a embarcar de veras y; que no te descarriarás.
En vez de responder a la admonición de su compañero, Augusto dijo:
—Siento no haber hecho mayor el establo, ni haberme acordado de construir una pocilga para los cerdos.
Joaquín permaneció callado.
Al llegar al embarcadero descubrieron el vapor, fondeado ya en el fiordo. Las precipitaciones del momento no impidieron que Augusto llevase a Eduardo Hiparte, para decirle:
—Lo que te dije aquella noche en el mercado de Stokmarknes respecto a la negrita era pura palabrería.
—Así lo creí yo.
—Naturalmente. ¿Cómo podías creer lo contrario?
Figúrate tú… Cuatro hombres no íbamos a… No se te ocurra hablar del asunto.
—Pierde cuidado.
—Y te agradezco mucho que no corrieses en busca del párroco. Quedamos en que no dirás nada a nadie.
—No te preocupes, hombre.
—Aquello sucedió tal como te lo conté una vez. De otra manera, hubiera sido vergonzoso. Sería motivo suficiente para que no se me admitiera en ninguna parte. Yo sé de un individuo a quien le sucedió una cosa parecida y al que rechazaban en todos los buques, pues nadie quería navegar en su compañía.
—Te repito que no debes preocuparte por eso —le dijo Eduardo.
—¡A bordo! —gritó una voz desde el muelle.
Joaquín y Eduardo bogaron de regreso a su en; e nada, comentando la partida de Augusto.
—Es un hombre maravilloso —decía Joaquín—. ¿No será un Mesías…?
—¿Qué quiere decir eso?
Joaquín no supo explicarlo; pero le parecía que era algo así como un ser sobrenatural. Lo cierto era que los progresos que se habían operado en la ensenada durante los últimos doce años, habían sido obra de Augusto, el generador de todo, fausto e infausto, Desde el primer día en que aquel marinero surgió en la ensenada, comunicó la inquietud de su espíritu todos los pobladores de la comarca, con la misma eficaz vitalidad que infundiera la linfa de una fuente maravillosa.
—Augusto ha hecho cosas magníficas —dijo Eduardo, cuya opinión fue francamente compartida por hermano Joaquín, que era un muchacho tan inteligente que estaba suscrito a un periódico—. ¿Pero quién podría afirmar que no fuese sino un instrumentó…?
Los dos hermanos bogaban con mano recia y tenaz para avanzar sin demoras, pues si bien el tic era bonancible, la embarcación iba muy cargada las mercaderías retiradas del embarcadero.
Como remaban sentados, uno detrás de otro, Joaquín veía a su hermano de espaldas, circunstancia que le permitía hablar con mayor libertad que si Eduardo hubiese vuelto la cara. Se expresaba con desacostumbrada locuacidad y acento fraternal, y, más que fraternal, dulce, lo que causaba la admiración de su hermano mayor.
—Él ha tenido la virtud de transformarnos a todos —decía Joaquín, con frase torpe—. Y ese poder suyo personal es lo que nos hacía ascender o descender. ¿No te parece a ti así también?
—Es muy posible que tengas razón —respondió Eduardo.
—Yo, por ejemplo, podría prescindir del caballo.
—No lo creas —replicó Eduardo—. No podrás prescindir del animal.
—¿De veras lo crees así? Bogaban y bogaban sin cesar en su plática.
—La granja nueva puede decirse que es obra suya —decía Eduardo.
—¡Es magnífica! —exclamó Joaquín—. Lo maravilloso era que, al llegar, cesaba la paz entre nosotros. Era un ser extraño que introducía cosas extrañas en nuestra vida. En la comarca del Norte han comenzado a criar terneras, las ceban durante algún tiempo y después las venden para sacrificarlas en el interior de la región. Naturalmente, esto les hace ganar dinero.
—¿Te parece mal?
—Quizás no lo sea —opinó Joaquín.
—Puede que sí. En nuestra ensenada vivíamos antes en paz. Nuestro padre era pobre, pero no se la mentaba. Y madre, igual. ¿Te acuerdas que cuando le regalábamos algo no sabía qué hacer con el regalo? ¿Te acuerdas, además, que cuando le llevábamos algún cubo de agua decía que la hacíamos holgar demasiado? Imagínate, esto lo decía nuestra madre, que estaba enfermiza.
Eduardo rememoraba el pasado.
—Juzgo inhumano lo que hacen con las terneras —decía Joaquín—. ¡Criarlas y hacer buenas migas con ellas para que luego sirvan de pasto a la gente rica! En otros tiempos, criábamos a nuestros anima les cobrándoles cariño, y nunca se nos ocurría vender una vaca sin informarnos antes del trato que le aguardaba, con mayor celo que si nos desprendiéramos de un niño. Ahora, no somos iguales. Nos hemos transformado.
Eduardo, que no acertaba a comprender del todo el proceso discursivo de su hermano, se limitó a responder:
—Efectivamente, nos hemos transformado.
Unos instantes después, dijo Joaquín:
—Él no tenía padre ni madre. Carecía de hogar. Cuando llegó al pueblo, era un extraño.
En el cerebro de Eduardo comenzaba a clarear la idea que su hermano menor perseguía en su discurso, y la visión fue más lúcida al preguntar Joaquín bruscamente:
—¿Qué imaginas, Eduardo, que hubiéramos sido nosotros si no hubiésemos tenido padres ni hogar? Seguramente, no habríamos sido más afortunados que Augusto. —Y estrechando tenazmente el cerco puesto a Eduardo, prosiguió—: Yo creo que nadie puede hallar felicidad en la vida errabunda, sin un hogar propio. Debemos permanecer fieles a nuestro terruño.
—¿Acaso no está nuestro sitio dónde hemos nacido y nos han criado? Augusto no tuvo quien velara por él, y he ahí su mala suerte. Tú sabes que vivía no sé dónde, al amparo de unos padres de adopción, y cuando sus medios no les permitieron conservarlo a su lado, se fue a otro lugar, donde vivía mejor que antes. A pesar de todo, a las tres semanas huyó de allí para volver a su hogar adoptivo. Él mismo nos lo contó. ¿No te acuerdas cuando nos decía que nunca en su vida ha sentido mayor tristeza que el día en que tuvo que ausentarse de nuevo de su pobre hogar?
Efectivamente, Eduardo lo recordaba.
—Siempre buscó el sitio más adecuado a su persona. A él no le faltaron ocasiones para encontrarlo. ¿Está acaso nuestro lugar allí dónde comemos con abundancia, vestimos mejor y ganamos más dinero? De ser así, ni nuestro padre ni nuestra madre hubieran sido nunca más felices en la ensenada que Augusto y… otros que merodean por esos mundos sin arraigar en ninguna parte. ¿Qué opinas tú de esto?
—No opino nada —musitó Eduardo.
—Ahora, resulta que en la comarca son varios los que quieren emigrar y han empezado a ahorrar dinero para el viaje. Por eso son tan inhumanos con las terneras, e incluso hay quien ha vendido su vaca obsesionado por el afán de irse a América, desde que oyó los fantásticos relatos de Augusto.
—Son muchos los que piensan emigrar allá —dijo Eduardo.
—Supongo que tú no habrás pensado en ello.
—Pensarlo es una cosa y hacerlo, otra muy distinta.
—Más vale así. Augusto hablaba de campos de trigo y ríos de oro porque él no nació aquí; y Dios quiso que vagabundease siempre a su antojo. Yo creo que nuestra felicidad no depende de una doble ración de tocino en la comida.
Eduardo se volvió en el banco de cara a su hermano, y, mirándole de hito en hito, le dijo:
—Entonces, no comprendo para qué quieres tener cuatro vacas, ya que nuestros padres se daban por satisfechos con dos, nada más.
—¡Hombre! Tú mismo te harás cargo de esto. En primer lugar, nuestros padres eran dos personas solas, mientras que nosotros somos cuatro hermanos. Por consiguiente, necesitamos más de dos vacas. Además, tenemos que labrar nuestra propia tierra, que es tierra dé Noruega, si queremos evitar que gran parte de nuestro alimento venga del extranjero. Si todos trabajamos no tendremos que suspirar tanto bajo el peso de las contribuciones y demás cargas por el estilo. Y esto no es todo, pues lo más importante estriba en que, dé tal manera, nosotros nos alejamos del sino que acompaña a Augusto desde su infancia, al arrancar las raíces de su pobre tierra, para trasplantarla a otro terruño más graso…, sin perjuicio de sentir luego la nostalgia de la mísera tierra primera. He leído que no es nunca la grasa la que origina la erupción.
—Tú lees mucho —dijo Eduardo—. ¿Crees que eso basta?
—Algo enseña. Yo abono mi campo con algas. Así lo aprendí en mis lecturas. ¿Grasa? No sé si habrás observado que en el vado crecen cinco álamos blancos, pequeños. Tal vez no, pues no has vuelto a acercarte por allí. Pues bien, allí hay cinco álamos pequeños; de ellos, cuatro se desarrollan magnífica mente y tienen rico follaje, mientras que el quinto permanece pequeño y enteco. Me daba tanta lástima que decidí fertilizarle, y, un domingo, llevé una es puerta llena de fiemo de vaca, revolví la tierra y la aboné hasta las raíces, teniendo buen cuidado de regarla antes de volver a plantar la hierba. Esto era en otoño; ahora, estamos en verano… Y, sin embargo. ¡Dios santo!, el álamo se ha vuelto más raquítico todavía y todo el tronco se ha cubierto de una capa tiñosa, blanca como la nieve. El follaje es más mísero todavía que antes. Ya ves que, a pesar de todo lo que he hecho, no ha podido prosperar. Y es que al árbol no le ha favorecido la materia extraña a los agentes naturales.
—¿Y antes crecía?
—Sí, pero crecía en su ambiente propio. Era un retoño pequeño, nada más. No todos podemos ser grandes en la vida.
Al entrar en la segunda mitad del año, cuando daba principio la labor de la recolección, Eduardo traba jaba prestando ayuda ya a Joaquín, ya a Ezra. Se entregaba a la faena con el entusiasmo de un trabajador excelente. Parecía resuelto a echar raíces en la ensenada, renunciando a ejercer la pretenciosa profesión de patrón de barco o de traficante, feliz en su ignorada humildad. En vez de permanecer en la tienda, salía de buen grado al campo, impresionado por las palabras de su hermano menor; y huelga decir que, un día, contempló los cinco álamos blancos del vado.
Así transcurría la vida en la ensenada. Vida monótona y sin emociones en toda la extensión de la parroquia, donde ninguna figura de relieve se destacaba entre los moradores, acaso con la sola excepción de Carol, que vivía sin familia, tenía muy desarrollado el abdomen y era dueño de una granja sin deudas ni hipotecas. De haber habido allí un doctor, él hubiera sido el primero, pues un doctor tiene que estudiar siete años completos para aprender su arte milagroso, circunstancia que no concurría en el administrador del Correo y en el organista. Pero carecían de doctor propio y tenían que recurrir al de la parroquia vecina, lo que no les impedía seguir adelante, pues todo marcha en este mundo. Compraban en el interior las terneras de la comarca norteña; Johnsen, el sacristán, fumaba todos los domingos su pipa camino de la iglesia, y el párroco trabajaba para hacerse trasladar al Sur, siempre más al Sur.
¿Por qué no habían de marchar las cosas?
En agosto, acabaron de secar la pesca en las peñas, y el patrón del Ofot pagó los jornales, poniendo así otra vez chelines en circulación. El pobre armador del fiordo de Ofot sólo había podido comprar aquel año una tercera parte de carga para no carecer de dinero al llegar la hora de satisfacer los jornales del secadero. Esto era lo triste.
La indiferencia y la despreocupación se albergaban en el hogar de Ragna y Teodoro. Este ayudaba en la siega al alcalde Carol, trabajando sin matarse, convencido de que no era el peor de los segadores, por lo que si Carol no le hubiera querido no faltaría quien le llamase. Así es que no se preocupaba por nada. Además, su habilidad en el corte de cabello le valía solicitaciones de toda la comarca, los domingos, después del servicio religioso, este trabajo le aportaba alguna que otra taza de café y también algún bocado. La aparición fanfarrona de su físico, lívido y desnutrido, ataviado con botas altas y un reloj en el bolsillo, que no andaba, era la personificación exacta del quiero y no puedo del que pretende brillar en la miseria.
Ragna, la pequeña Ragna, su mujer, le juzgaba inferior a ella en varios aspectos, sin que tal concepto originase agresividad alguna por parte suya; además, no dejaba de darse por satisfecha, sobre todo ahora que había recibido de manos de Eduardo el regalo de un corte de vestido, lo que le permitía ir a la iglesia debidamente ataviada; esto era algo, al fin y al cabo. Cierto que cada dos años daba a luz; pero a los pocos días, volvía a levantarse y era otra vez la Ragna de siempre. Cuando su marido le refirió su aventura en el mercado de Stokmarknes, Ragna lanzó un salivazo, y exclamó:
—¡Canastos! ¡De manera que casi tuviste la cartera en la mano y has regresado a casa con los bolsillos vacíos!
—¡Tienes razón! —respondió Teodoro—. Es preciso que entre los dos hagamos algo de mayor provecho que hasta ahora.
En el lugar acontecieron algunos hechos de carácter extraordinario.
Estaba Joaquín un domingo leyendo el periódico que había traído, según costumbre, de la parroquia, cuando he aquí que su mirada tropezó con una noticia sensacional:
—¡Papa ha muerto! —exclamó.
—¿Cómo? ¿Papa ha muerto? —preguntó Eduardo—. ¡Léemelo!
El periódico dedicaba un espacio extenso al falle cimiento de Papa, comentándolo con palabras de con dolencia.
El anciano relojero era una figura popular en todo el litoral, donde, seguramente, al fallecer, no ha dejado ningún enemigo. Cierto que en algunas ocasiones había cometido picardías y se le conocían determinadas tretas, que el viejo Papa solía jugar a los fanfarrones que se le acercaban, llamándole Moisés y jactándose de entender de relojes. También era notorio que había lanzado al mercado profusión de relojes que sólo andaban un día y se paraban para siempre. Pero Papa nunca era el mismo, lo que significaba que, a veces, en él, junto al pícaro anidaba otro ser muy distinto. Así, por ejemplo, un día había dado un precioso reloj de plata a un muchacho, desconocido para él, alegando Papa, ante la sorpresa del favorecido, que se lo entregaba en premio a su honradez y buenos sentimientos. En todas partes eran conocidas acciones semejantes, consumadas por Papa. A veces, solía reincidir en picardías desvergonzadas, que contrastaban con rasgos inesperados de esplendidez. Con frecuencia, se conmovía ante las modosas maneras de su comprador, renunciando a una ganancia segura especialmente, cuando se las había con la juventud, la que sabía juzgar con ojo experto y descubrir el valor que una cadena de reloj representaba en el chaleco de un mozo. Tampoco vacilaba en abrirle crédito a cualquiera cuando se daba cuenta de sus grandes deseos de adquirir un reloj. Nunca más volverá a aparecer por los mercados del litoral la figura patriar cal de aquel mercader que ha exhalado el último sus piro en Trondhjem, a mediados de mes. Se dice que el difunto poseía grandes riquezas y que un conocido abogado ha acudido al lecho del enfermo con bastante anticipación a su fallecimiento.
Otro acontecimiento fue que Paulina entró una noche en el aposento de Joaquín para decirle:
—En el buzón había una carta. Se me ocurrió mirar y la he descubierto por casualidad. Es para ti, toma.
Era una minúscula misiva femenina, muy estruja da, que, seguramente, había sido deslizada en el buzón tiempo atrás. Joaquín se puso colorado como un pavo al recibir la carta, y salió en el acto a la calle. A la mañana siguiente, no le vieron por ninguna parte.
—Seguramente, habrá ido a la comarca del Norte —dijo Paulina—. Allí hay alguien que ha pensado emigrar a América. Pero, probablemente, habrá desistido, al fin, de su propósito. Son muchos en la comarca los que están ahorrando dinero para el viaje a América. Ahora, falta saber si conseguirá definitivamente que ella renuncie a partir.
A juzgar por las apariencias, Joaquín se salió con la suya, pues llegó cantando.
Al cabo de algunos días, se produjo la más inesperada de las sorpresas: el correo llevó una voluminosa carta de valores para Eduardo. Procedía de un abogado de Trondhjem y contenía cuatrocientas coronas.
Era un legado fabuloso e insospechado de Papa. ¡De Papa!
El caso era que tal suma de dinero, que Eduardo hubiera recibido alborozado y con exclamaciones de agradecimiento al Altísimo algún tiempo atrás, cuando pensaba emigrar a América, fue acogida con frialdad, en un momento en que el favorecido ni siquiera acertaba a discurrir un empleo adecuado para tanto dinero. Se había hecho el propósito de buscar paz en la ensenada y vivir en ella hasta la hora de la muerte. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—¿Qué motivos de agradecimiento tenía Papa para contigo? —inquirió Joaquín.
Eduardo respondió, al tiempo que movía la cabeza:
—¡Lo mismo te pregunto yo a ti!
Procedieron a leer la carta del abogado, concebida en términos breves y concisos; dos líneas nada más:
Cumpliendo la última voluntad del relojero Papa, manifestada en su lecho de muerte, remito a usted un legado da cuatrocientas coronas. Sírvase acusarme recibo.
Joaquín se encargó de escribir dando las gracias.
Ezra bajó un domingo a preguntar por Eduardo. Este no estaba. Seguramente, había salido al campo, como era su costumbre siempre que se iba solo, a su antojo. Ezra venía de la iglesia trayendo consigo el consabido periódico para Joaquín, y, además, una carta de América para Eduardo, que los dos estuvieron examinando un instante. Era un sobre de color de cuero, con muchos sellos y las señas escritas con caracteres rápidos y finos.
Llamaron a Paulina para enseñarle la carta.
—¿No te parece que deberíamos quemarla? —preguntó Joaquín.
Los otros dos le miraron, y Paulina dijo asustada:
—No… eso no estaría bien.
—¿Qué dices tú a eso, Ezra? —volvió a pregunta Joaquín.
—Yo no sé —respondió Ezra.
Paulina insistió:
—No… no podemos hacer eso.
—¡Pues lo haré yo! —exclamó Joaquín. Hizo que le entregaran la carta y se dispuso a salir; pero Paulina le siguió, obligándole a detenerse:
—¿Qué habrías dicho tú si hubiésemos quemado la carta que estaba en el buzón?
Reflexionó Joaquín un segundo, entregó rápido la carta a su hermana, y dijo:
—Haz lo que tengas por conveniente.
Paulina hubiera dado los cinco dedos de la mano por ver la cara de Eduardo en el momento de leer la carta; pero él se retiró a su alcoba, permaneciendo encerrado mucho rato. Al volver al aposento a tomar café al caer de la tarde, apareció imperturbable, lacónico y distraído como siempre. Luego, volvió a salir al campo.
Pronto volvieron a olvidar la carta de Eduardo, reclamada la atención por la llegada de Carol, que también venía de la iglesia presa de extraordinaria agitación, pues, al fin, había recibido noticias de Ana María, que estaba de regreso y que llegaría en el primer vapor. Carol se abismó en un mar de confusiones, pues la cosa no era para menos, y necesitaba la ayuda de Joaquín, su mano derecha, para ir al encuentro de su mujer, en el embarcadero.
Naturalmente, Joaquín no podía desairar la petición.
—Iremos pasado mañana —dijo—, en la barca de Eduardo.
—No hace falta —observó Carol—. Tengo la mía. ¿No sería mejor si sacásemos mi nave de ocho remos de la atarazana para ir al embarcadero?
—No. ¿Para qué?
—¡Qué sé yo! Tal vez ella traiga mucho equipaje.
Joaquín guardó silencio con gesto de incomprensión.
—Ella vendría mejor en la nave de ocho remos —dijo Carol, que había perdido por completo el tino, no obstante haber pensado antes muchas veces en el regreso de su mujer.
—Iremos en la barca de Eduardo —insistió Joaquín.
El martes por la mañana bogaron los dos en la barca de Eduardo, y durante toda la travesía, Carol dio muestras de irrefrenable desasosiego. Una hora después, saltaba a la barca Ana María, muy jovial y decidida, con un hato de ropa debajo del brazo. Tendió la mano a los dos hombres, y Carol, tímido y enrojecido, la invitó a sentarse en el banco de popa. Acto seguido, remaron camino de casa.
Ana María regresaba muy bien, poco desfigurada por los años transcurridos, vistiendo la misma ropa pulcra y severa, que se había llevado el día de la partida. Como Carol no acertase a dirigirle la palabra, Joaquín se decidió a preguntar:
—¿Qué tiempo habéis tenido durante la travesía?
—Buen tiempo —dijo ella—. Tú eres Eduardo, ¿verdad?
—No —intervino Carol—, es su hermano Joaquín.
—¿Joaquín? —dijo ella—. Eres ya un hombre. ¡Cómo pasa el tiempo!
¡Qué magnífica mujer, que ni lloraba ni reía, y volvía joven y guapa como antaño! Seguramente, le había ido bien.
—Has engordado —le dijo a su marido.
—Poco me falta para estar hecho un cerdo —exageró él, con gesto desconsolado, no obstante parecer muy de su agrado poder ostentar panza, lo mismo que los señores distinguidos.
Ella se interesó por las novedades de la ensenada, y su curiosidad apenas podía ser satisfecha por los dos hombres sin aludir a cada paso al número de años que Ana María había permanecido ausente.
—Todos los años viene un cargamento de pesca al secadero —le dijeron.
—Ya lo sé —interrumpió ella.
Unos vecinos habían fallecido; otros se casaron… Martín murió; Teodoro y Ragna se habían casado. Además, Gabrielsen quebró. Pero ahora tenemos tienda en el poblado.
Ana María inquirió, empezando a interesarse:
—¿Es tuya, verdad, Carol?
—No, no es mía, sino de Eduardo y Paulina.
—¡Caramba! ¡Paulinita, que era tan pequeña! ¡Cómo pasa el tiempo!
Carol iba cobrando ánimos.
—Además, pronto tendremos estafeta de Correos propia, en la ensenada. La solicité de la autoridad de la comarca. ¿Por qué no hemos de tener también nosotros correo, lo mismo que las comarcas del interior?
A Ana María la tenía sin cuidado la estafeta de Correos. Joaquín intervino:
—Hace poco tiempo, Augusto partió de la ensenada.
—¿Quién es Augusto? ¡Ah…! ¡Ya caigo!
Así, fueron poniéndola al corriente de todos los acontecimientos, siendo atentamente escuchados por aquella mujer magnífica y jovial, que no parecía cohibida, ni mucho menos, al regresar de cumplir su condena. Ana María, que siempre había sido inteligente y dueña de sí, no tardaría en volver a ocupar su puesto, lo mismo que antaño, con gran contentamiento de Carol, que tanto había temido las lágrimas y abrazos y escenas sentimentales de su mujer al regresar a casa. Lo único que no le parecía bien fue que ella no llegase con un equipaje más voluminoso, por el bien parecer, después de una ausencia tan prolongada.
La acentuada misantropía de Eduardo hacía temer que, a lo mejor, volviese a las andadas. Un día, fue a la granja nueva de Ezra, tomó a la niñita en brazos y le dio un billete de diez coronas para que su madre o le comprase lo que quisiera.
—Tú siempre has sido muy espléndido con todos ir nosotros —le dijo Hosea.
Estas palabras conmovieron a Eduardo, llegándole hasta el corazón y, bruscamente, volvió la espalda y se alejó sin decir adiós.
Joaquín y Paulina mantuvieron un conciliábulo, ha blando en voz baja por temor a ser oídos.
—Te digo que hubiéramos hecho mejor quemando la carta —decía Joaquín.
—Tienes razón —asentía Paulina.
—No le ha reportado nada bueno.
—Nada.
—¡Ojalá podamos retenerle durante algún tiempo hasta que, haya olvidado la carta!
—Estoy pensando —dijo Paulina, la juiciosa Paulina—, que lo más prudente sería pedirle prestado su | dinero por algún tiempo.
—No me parece mal, con tal de que lo consigas.
—Puedo decirle que lo necesito para la compra de género para Navidad.
—Sí, muy bien pensado. Esto sería la salvación. Eduardo no se negará a ello. Es incapaz de negar nada.
Y Joaquín se sintió aligerado de un gran peso al aprobar la excelente ocurrencia de su hermana. Era indiscutiblemente la mejor solución. Acto seguido, advirtió que iba a la compra del Norte para un asunto de la mayor urgencia: se trataba de reclutar un equipo para salir con la red. Estaría de vuelta a la mañana siguiente.
Al amanecer, Eduardo había desaparecido. Segura mente, había oído que Paulina tenía intención de pedirle prestado su dinero, o lo sospechó por lo menos. Cuando Joaquín, a su regreso, se dio cuenta de la ausencia de su hermano, corrió a toda prisa a la atarazana y quedó estupefacto al ver que la barca no estaba en su sitio.
Él siempre partía así, sin decir adiós.
Fue un día de duelo. Llamaron a Ezra y le dieron la noticia al viejo, agobiados todos por la pesadumbre, como sí alguien hubiese muerto. Pero, ¿no podría ser también que hubiese ido a alguna parte en la barca y que volviese?
Pero no volvió hasta muchos años después.
FIN