La alegría del mercado atraía mucha gente todos los años; sobre todo, mocitas deseosas de lucir sus abrigos nuevos y sus pañuelos de tonos claros tu la cabeza, que algunas comenzaban a sustituir por el sombrerito coquetón, si bien con cierta timidez.
Henrik Sten, el gallardo mozo, llegó aquel año pilotando su yola. Después de amarrarla y de limpiarse los zapatos, saltó a tierra. Eide Nikolaisen, el herrero que aprendió su oficio en Tromsö, se paseaba también por el muelle, orgulloso de su cadena trenzada con pelo y con cierre de oro, que realzaba el empaque de su dueño, conquistador in corregible y amigo de pendencias; era famoso por el vigor de sus brazos, que le permitía levantar como una pluma a la moza que bailase con él. Como todos los herreros, tenía la tez bronceada.
Poco a poco, fueron acudiendo al mercado mujeres que se disponían a dar salida a sus productos y hombres deseosos de adquirir una barca. La concurrencia fue aumentando a la par que el griterío.
Augusto llegó muy de mañana, abrió su tenducho y ordenó las mercancías en los estantes; pero como tardaran en presentarse los compradores perdió dio la paciencia, cerró la tienda y se dedicó pasear, como cualquier marinero con permisos tierra. No sabiendo qué hacer, esperó en el muelle la llegada de Eduardo. Este se sorprendió al ver a su amigo. Temía que la suerte hubiese sido aciaga para él, por cuanto, de haber prosperado, hubiera estado en su sitio, en el mercado.
Desembarcaron el cargamento de la barca y trasladaron la mercancía al tenducho.
—Aquí tienes mi género —dijo Augusto a su camarada, señalándole las estanterías—. Menos de lo que yo esperaba.
Ciertamente, no había gran cosa: Unos cuantas cortes de vestido, botones, corchetes, piezas de algodón, algunos chales de lana y pañuelos para la cabeza. Era una verdadera suerte que Eduardo llegase con su barca abarrotada de mercadería. Lo colocaron todo en las estanterías y tuvieron especial cuidado en apilar las cajas vacías, consiguiendo de tal manera que su tenducho pareciera bien surtido. Augusto exclamó al contemplar el conjunto:
—¡Qué feliz sería yo, si poseyese una tienda como esta!
—En parte, es tuya —respondió Eduardo.
—Ya hablaremos de esto. ¿Dónde se ha metido Teodoro? Mejor que no haya venido hasta aquí. No me es grata su presencia… ¿No sabes que Matea está aquí?
—¿Quién dices? ¡Ah, Matea!
—Tienen un puesto de comidas. ¿Quieres que vayamos a verles?
—¿La has visto? —preguntó Eduardo.
—Sí, pero no le guardo ningún rencor, ni acostumbro a regañar con mujeres, aunque tomen el olivo llevándose mi anillo y mi reloj. ¿Traes un poco de dinero encima?
—Algo traigo.
—Entonces, dame un par de escudos. Hablando de otra cosa: ¿No sabes que los Knoff piensan establecer un molino en tu cascada?
—¿Se deciden, por fin?
—El viejo Knoff y su hijo Romeo fueron a examinar el emplazamiento. Yo les llevé en la barca. De manera que ahora va de veras. «¿Qué te parece, Augusto?», me preguntaron, teniendo en cuenta que ya he instalado varios molinos en el extranjero. Yo les di toda clase de explicaciones: una turbina, energía de balde y trigo de Rusia. Ellos aprobaban, visiblemente satisfechos. Además, les dije que tú podías convertirte en molinero y dirigir todo el tinglado, y volvieron a asentir otra vez con la cabeza. Aquí está la barraca de Matea.
Era una barraca grande, con varias mesas rodea das de taburetes; la misma donde Matea había sido camarera cuando estaba prometida con Nils. Tras alguna que otra peripecia, habían decidido hacerse fondistas, abandonando el trabajo en el fiordo de Ofot.
Augusto se sentía allí como en su propia casa, y pidió una botella.
—Este es mi compañero —dijo—. ¿No te acuerdas de él? Matea le reconoció en el acto.
—Volvemos a encontrarnos otra vez —exclamó Eduardo.
—Así parece —respondió Matea secamente.
—Todavía está en el techo la señal del taburete que un día voló por el aire —añadió Eduardo sonriente.
Augusto lanzó una carcajada, y Matea, en vez de reír, contempló a Eduardo con mirada colérica, recordando la severa carta que una vez envió a su marido.
—Aquella carta fue una vergüenza —dijo ella.
—¿De veras? Pues no la leí —contestó Eduardo evasivamente.
—¿De manera que no la leíste?
—La escribió otro por mí. Un gran comerciante de Fosen.
—Me gustaría tenerlo delante para darle dos bofetadas —repuso ella ya menos agresiva.
—En cambio, él te echaría los brazos al cuello para darte un beso. Es joven y guapo —contestó él, riendo.
—Eres siempre el mismo, bien lo veo —runruneó ella—. Pero recibiste el dinero. ¿Por qué no volviste a escribir?
—Tienes que perdonarme. Yo soy mal escribiente.
Y volvieron a reconciliarse. Ninguno de los dos era rencoroso y sabían olvidar las ofensas.
—¿Cómo estás del cuello? —preguntó Eduardo con aire zumbón.
—¿Todavía te acuerdas? ¡Pues, completamente bien otra vez!
Matea le hizo un guiño picaresco a Eduardo.
De la cocina salió Nils, el mercader ambulante de otros tiempos, invariablemente fresco, por haber endosado las preocupaciones a su padre. ¿Sabría él que su padre no había podido comprar aquel año un cargamento completo en el Lofot y que tenía el barco anclado en el secadero de la bahía con tres cuartas partes de carga nada más? A juzgar por las apariencias, Nils estaba encargado de la cocina, mientras su mujer servía a los parroquianos; así se desprendía del mandil que llevaba ceñido al cuerpo, Tampoco él había olvidado aquella carta y se apresuró a declarar indeseable a un cliente de la categoría de Eduardo. Pero Matea le interrumpió, concisa e imperativa. Nils terminó, murmurando:
—¡Como si yo no me bastase para garantizar dinero!
Ambos camaradas pidieron de comer y echaron unos tragos de cerveza, que Augusto reforzó con otros tantos de licor. También invitó a Nils a apurar un vaso en su compañía; pero intervino Mates para impedirlo:
—Nils ha de volver a la cocina —les dijo.
—Ya he terminado en la cocina —advirtió su marido.
—Entonces, sal y parte leña —respondió ella.
No tuvo más remedio que someterse a la orden de Matea, siempre contundente como un hierro, pero eso sí, joven y hermosa.
—Siéntate aquí, Matea —le dijo Augusto.
Ella accedió; pero se sentó junto a Eduardo. Augusto no cesaba de beber. Eduardo, por decir algo, le preguntó si tenía hijos.
—Tengo dos en casa de los abuelos, que no se quieren separar de ellos. Son bastante ricos para educarles bien.
—Tienes dos, pero no son míos —objetó Augusto.
—¿A santo de qué tenían que ser tuyos?
—Recuerda que fuiste mi novia.
—Ni me acuerdo de ello.
—Claro que no lo recuerdas. Pero si ahora me vieras con brillantes y con dinero, te acordarías. Desgraciadamente, soy pobre.
—Calla, Augusto, y no mientas. En la tienda, tienes una fortuna —terció Eduardo.
—Sea como sea, el caso es que fuiste mi novia, y que te besé.
Matea comenzaba a temer que la bebida le llevase a cometer nuevos desplantes, y optó por halagarle.
—La verdad es que me casé con Nils, pero créeme si te digo que después de mi marido eres tú el hombre que más he querido.
Augusto lanzó una mirada triunfal a Eduardo. El ingenuo hombre de mar apiñó un trago satisfecho y pidió que le sirvieran café.
—Bueno, no hablemos más del asunto, Matea. Después de todo, tengo a mi querida, mujer de postín, cuyo nombre no puedo revelar. ¡Si la vieras cuando sale conmigo con su elegante sombrero y la ropa fina! Que te lo diga mi amigo.
Eduardo asintió con la cabeza.
—Has pedido café, ¿verdad? —le preguntó ella levantándose.
Al cabo de un momento, sucedió algo inesperado. Matea salió de la cocina ataviada con un sombrero. Se había decidido a ponérselo para darle a atender que también era ella de buena familia y se había casado con el hijo de un armador. Sirvió los cafés y permaneció en pie junto a la mesa.
—¿Vas a salir? —le preguntó Eduardo.
—Salgamos todos a ver si ha llegado mucha gente al mercado —propuso ella.
Los dos amigos sorbieron los cafés rápidamente, pagaron el gasto y marcharon con la joven hacia el muelle, donde descubrieron varias embarcaciones recién llegadas. En el mercado no reinaba todavía mucha animación. En la playa, vieron un tiovivo un circo con cubierta de lona, en el que estaban ensayando los artistas en aquel momento.
—Vamos a nuestra tienda —propuso Eduardo.
El aspecto de la tienda, bien surtida, impresionó a Matea, con gran satisfacción de los amigos.
—Si sabes de alguien que quiera comprar bien y barato, envíalo a casa, Matea. Tenemos de todo, y no hay en Trondhjem ningún almacén que pueda competir con nosotros —dijo Augusto en tono enfático.
Matea les prometió hacerlo así, y hasta les anunció que ella misma les haría una compra importante.
Al regresar al tabernucho de Matea, había allí algunos parroquianos bebiendo café y devorando pan con mantequilla. Nils se apresuró entonces a regresar a la cocina.
Augusto se puso a beber, y animado por la presencia de aquellos hombres dio rienda suelta a su locuacidad. Aunque le hablaba a Eduardo, levantaba la voz para que los demás le escuchasen. Estaba en su elemento.
—¿Tú te acuerdas de mi faja? En el Sur me daban una enormidad de dinero por ella. Pero no la vendí porque quería el doble de lo que me pedían. Además, por aquellos días no tenía ganas de negocio. Bastante tenía con esperar a que Magno bajase al malecón una noche a despachar algún buque. Al fin, pude pasaportarlo.
—¿Cómo? ¿Le diste el pasaporte?
—No me quedaba otro remedio. ¡Valiente pelele!
—Supongo que no le pegarías un tiro.
—Pues precisamente es lo que hice.
—No lo creo. Si le hubieras matado, no estarla ahora aquí.
—¡Y por qué no, vamos a ver! La cosa tenía que acabar mal. Figúrate que no tenía bastante boca para decir que le tengo miedo al mar, yo, que he dado la vuelta al mundo y que poseo bienes en toda la tierra, te lo aseguro. Si os parece, detenedme. Pero no os atreveréis. ¿Pero recuerdas a Magno? Era el mancebo de la botica. Era torpe, y nunca daba pie con bola. Se asustaba hasta de las ratas. En cambio, su mujer era deliciosa. Yo la divertía mucho, y el idiota de su marido en el limbo. La primera noche que… ¡Pero para qué voy a revelar nada! La recordaré siempre, hasta la hora de la muerte. Llamaba chimpancé a su marido.
—¿Pero es de veras que le pegaste un tiro? —preguntó Eduardo.
—Hombre, te diré, un tiro era lo que se merecía. ¡Mira que decir de mí que le tenía miedo al mar!, pero me contenté con darle una paliza.
Como la fantástica relación de Augusto parecía que no iba a tener fin, Eduardo trató de marchar, sin que su compañero se lo permitiese. Augusto permanecía en su asiento, sin otro afán que dar gusto a su imaginación desatada. De repente, comenzó a relatar con todo lujo de detalles una excursión campestre que realizara un domingo con los Knoff. Él llevaba consigo el acordeón. En la fiesta, participa ron todos los criados y dependientes de la casa.
—Cuando más distraídos estábamos, apareció un ratón. Las muchachas se llevaron un gran susto y Magno dio un brinco, pálido como la cera. Romeo me pidió que lo matase y yo di cuenta del ratón en un santiamén.
Augusto lanzaba ruidosas carcajadas, golpeándose las rodillas, al recordar este hecho.
—Cuando llegó la hora de comer, me encargué de abrir los botes de conserva, y me las arreglé de manera que el chimpancé fuera el último en servirse. Y le di a Magno un bote con los restos de una Perdiz. Dentro había metido el ratón.
—¡Qué asco! —exclamaron varios parroquianos que estaban comiendo.
—Sucedió así, tal como os lo cuento. Y Magno se puso a comer, empezando por las mollitas que había en el bote. «¿Qué es esto?», me preguntó Magno cogiendo el trozo mayor. Es un poco de sustancia —le contesté—, puedes comértelo. Magno mordió con decisión, pero escupió el bocado.
—¿Pero no se daba cuenta? —preguntó uno de los oyentes.
—No, porque yo lo había disimulado muy bien.
La concurrencia guardaba silencio; nadie reía la gracia. Por fin, uno dijo:
—Cometió usted una gran cochinada.
—No lo niego. Pero lo hice para que se le pasara el miedo a los ratones. Es igual que cuando queremos curarle a alguien el mareo: lo que arroja, se lo volvemos a meter en el cuerpo.
—Calla de una vez, cochino —gritó Matea—. ¿No ves que están comiendo?
—¿Y cómo acabó el asunto? ¿Se te echó encima? —preguntó otro de los oyentes.
—¡Claro! Pero fue entonces cuando le di la paliza que os he contado antes.
El auditorio acogió sus palabras con absoluta frialdad. Augusto se sentía decepcionado al ver que no le instigaban a hablar. Pero, de todos modos, narró nuevas invenciones, pues la borrachera no daba punto de reposo a su desmedida lengua.
Eduardo atendía a su tienda, y aunque la venta era mala, notaba que el que entraba una vez volvía al poco rato, y no siempre solo. Esto le animó en su propósito de vender barato para dar fin a las existencias. Augusto le prestaba escasa ayuda. Cuando comparecía por la tienda, era para desarrollar una serie de proyectos fantásticos, como el de vender la barca para comprar un organillo.
—Con el organillo y un osito que compraré en el circo, me voy a hinchar. Iré por todos los pueblos, y ganaré más dinero que tú en la tienda.
—Harías mejor tocando el acordeón.
—También. Le he prometido a Matea que tocaré un día en su bodegón. Habrá baile, y esto le llevará mucha gente.
No era este el único proyecto que bullía en la cabeza de Augusto.
—Si lograse inventar unos polvos para curar la gota, me hartaría de vender en el mercado. Y aún se me ha ocurrido algo mejor. Pero no te lo diré aunque me mates.
—Procura inventar algo que impida que acabes tu vida poco menos que en cueros.
—Para que te convenzas, voy a revelarte mi secreto. Se trata de unas píldoras para las mujeres que no quieran tener hijos.
Eduardo, que creía en la capacidad inventiva de su amigo, pero que no estaba dispuesto a excitarla, le atajó, diciendo:
—Me parece que sueñas. Ya verás como no haces nada.
—¿Que no? ¿Qué te apuestas que me saldré con la mía? Y como sé tantas lenguas, entre ellas el inglés y el ruso, ya verás con qué nombre tan bonito bautizaré mi producto. Un piloto que viajaba con migo me enseñó una vez unas pastillas, blancas como la nieve, que le daba a su mujer cuando regresaba de algún viaje, pero que no dejaba nunca en casa al marchar para evitar que su mujer tuviera malas ocurrencias durante sus viajes. La cajita de pastillas llevaba una etiqueta que decía: Secale cornutum, me acuerdo bien. Nunca se me borrará de la memoria.
—Quédate un rato, y atiende a la venta.
Augusto pareció no oír estas palabras y continuó:
—Figúrate las pastillas que yo podría vender en este mercado a los mozos… y mucho más a las mozas. Tenlo por seguro.
—Augusto, quédate un momento. Necesito salir un instante a comprarme comida.
—Ahora, he de ir ahí cerca, Eduardo. Pero volveré en seguida, pierde cuidado.
Se fue, pero ya no volvió. Al anochecer, Eduardo cerró la tienda, y se lanzó a través del pueblo. En una panadería compró dos panecillos, que comió por la calle. La noche era estival. Por todas partes reinaba una insufrible algarabía. En el mercado, se había congregado una gran muchedumbre que can taba, tocaba pitos y golpeaba cajas de hojalata con loco frenesí. Grupos de mocetones, excitados por las frecuentes libaciones, se mostraban ávidos de juerga y jaleo.
Eduardo reconoció a dos individuos que mendigaban tocando un organillo. Eran el húngaro y el armenio, que repitieron por milésima vez la pantomima de los golpes. ¡Pobres bigardos condenados a su conocido truco, que sólo imponía respeto a la chiquillería! Pero después de consumada la consabida agresión, apenas si recogían ya un par de chelines.
También vio al inevitable Papa, el relojero judío Había envejecido mucho; su barba era más larga y más blanca, y su vientre aumentaba bajo su amplia casaca y mostraba, con el aumento de su obesidad mayor cantidad de cadenas. Ya no lucía el empaqué de antaño y su rostro aparecía ajado y cubierto de arrugas. Tras un instante, reconoció a Eduardo. Su memoria era tan maravillosa que no olvidaba los nombres de los millares de conocidos que tenía en todo el país.
Después de conversar cordialmente, Eduardo le mostró el reloj, que no había necesitado jamás arreglo alguno. Papa lo examinó, y dijo:
—Es lástima que lo lleves tan sucio. Es un reloj excelente. Déjamelo un par de días y te lo dejaré; más limpio que una patena.
—¿No sería mejor esperar a que sufra una avería?
—Sería una lástima no limpiarlo ahora un poco. Tienes una verdadera joya. Mientras tanto, te dejaré otro muy bueno. ¿Por qué no vendes unos cuantos relojes como la otra vez?
—No puedo. Tengo tienda propia en el mercado y necesito atenderla.
—¡Conque tienes una tienda! Lo celebro, muchacho. Veo que te has hecho un hombre de provecho. Pero podrías vender relojes por la noche.
—Me es imposible. Como paso el día ocupado, por la noche necesito un poco de libertad.
—Precisamente, tengo unos cuantos relojes buenos y baratos que necesito liquidar antes de marchar de aquí.
—¿Piensa alejarse del país?
—Puede que me vaya muy lejos. Soy viejo y temo morir. Si me vendes diez relojes como este, te regalaré uno.
—Yo no lo haré. Pero tengo un compañero que tal vez acepte. Es una ardilla, vendiendo.
—¿Quién es?
—Mañana vendrá.
Eduardo encaminó sus pasos al muelle para ver si Augusto no había cometido la locura de vender la barca. Se tranquilizó al ver que la barca continuaba donde la había dejado. Después, se dirigió al bodegón de Matea, cuya entrada estaba obstruida por compacta muchedumbre. A través de la puerta se distinguía la concurrencia, atenta a los acordes del acordeón de Augusto, que nada le había dicho de todo aquello.
Con ayuda de sus codos, Eduardo pudo llegar al interior del local, donde Nils y Matea se movían infatigablemente, sirviendo a todo el mundo. En el bodegón no cabía la gente, hasta el extremo de tener que sentarse dos personas en cada silla. El alumbrado era defectuoso. Cuando Augusto terminó de tocar una marcha arrebatadora, llamó a Matea.
—¿Qué me darás por todo esto? —le preguntó.
Matea, que no paraba mientes en lo que prometía, respondió:
—Lo que tú quieras.
Augusto inclinó la cabeza con aire satisfecho y recorriendo los dedos por los resortes de su poten te acordeón, observó a la concurrencia. El gesto de Augusto impuso silencio. Al punto, entonó una canción inglesa, matizada con vibrantes y profundos acordes del instrumento, que hablaba de amor y navajazos por una hembra, en Barcelona. Augusto era in maestro cantando y tocando.
Dejó de cantar y permaneció inmóvil en su sitio. Nadie había comprendido aquella canción exótica, que infundió en todos una inefable sensación de belleza. Algunos intentaron premiar al ejecutante entregándole metálico; pero fueron detenidos por Matea, que runruneaba a diestro y siniestro:
—¡No lo necesita! ¡Es dueño de una tienda en el mercado, que está abarrotada de mercancía! ¿No habéis ido todavía? ¡No dejéis de ir mañana mismo! Aquel es su compañero —añadió señalando a Eduardo. Llevan juntos el negocio y trafican en gran escala.
En aquel momento, apareció Teodoro, que hasta entonces no había dejado ver el pellejo intentando hacerse valer también.
—Somos tres en la barca —dijo—. Son mis compañeros. Ya podéis suponer lo amigos que somos.
Augusto se levantó y se puso a gesticular dando orden de retirar mesas y taburetes.
—¡Ahora, a bailar todo el mundo!
En un abrir y cerrar de ojos se cumplió la orden, comenzando un alborotado baile que amenazaba derrumbar las paredes del local. Entre los danzarines se hallaba Henrik Sten, que triunfaba brillantemente entre las mozas. Sin embargo, nadie era capaz de competir con la fuerza muscular del herrero Eide Nikolaisen cuando se trataba de alzar en el aire a la dama, en pleno baile. ¡Qué noche aquella! Incluso Nils y Matea, que tenían que servir a la concurrencia a lo largo de las paredes, fueron arrastrados por la vorágine de un vals. Cuando la pareja paró de valsar, Matea arrastró a Eduardo a un rincón oscuro y se arrojó a sus pies. ¡Qué noche aquella!
Cuando la concurrencia empezó a dispersarse, Augusto cesó de tocar. Nils y Matea habían tenido una velada espléndida y remuneradora, cumplida mente aprovechada para la venta de comida fría y caliente, cerveza y aguardiente de contrabando. Podían, pues, darse por satisfechos. Sin embargo, cuando Augusto se aprestó a reclamar su recompensa, Matea había desaparecido, y tan sólo pudo descubrir a Nils, dando vueltas por el oscuro local, dedicado a ordenar mesas y sillas. Augusto aguardó durante un rato largo; pero Matea no aparecía.
—¿Para qué la quieres? —le preguntó Nils.
—Pues para decirle buenas noches —respondió Augusto.
—Se habrá ido a dormir —dijo Nils.
La fiesta no podía acabar más tristemente para Augusto. Su desengaño fue tan grande que no quería seguir a Eduardo, que le atraía con halagos. Pero al fin, se fue con su compañero, diciendo como un comentario:
—Después de todo. Matea es una real hembra.
Augusto entró al servicio de Papa, sin ver en ello nada humillante. Se instaló en la plaza del mercado, donde pronto le reconocieron los mozos que habían estado en el baile la noche anterior y que, agradecidos, entablaron tratos con él.
Augusto se abstenía de decir que vendía relojes por cuenta de Papa, pues le gustaba que creyeran que eran suyos y que el puesto era una ampliación de la tienda. Esto realzaba a sus ojos el prestigio personal, y se creía a tanta altura como cuando ven día diamantes y joyas en el mercado de Levanger.
No muy entrada la tarde, fue en busca de Eduardo para decirle que no pensaba volver a las órdenes de Papa. Después de vender los diez primeros, se había reservado el último para él, tal como lo había concertado con el viejo.
Eduardo le suplicó en vano que volviera.
—No estoy dispuesto a dar vueltas por ahí para que engorde ese viejo puerco forrado de dinero. ¿No has visto nunca su cartera? Lleva tanto dinero encima que en otro país lo matarían en un decir amén. ¡Y cuánto reloj, señor! Lleva el cuerpo repleto de relojes, además de los muchos que guarda en un enorme armario de hierro que tiene en su hospedaje. Estoy seguro de que nunca has visto cosa semejante. ¿Y todavía quieres que yo dé vueltas y más vueltas por él? Además, piensa en que si toda la gente moza compra relojes, no les quedará dinero para comprar otra cosa, no podrán venir aquí. Esto lo he pensado mucho. A mí, nadie me toma la delantera. En fin, sea como sea, hoy me he ganado un reloj de manera que no hice mala jornada.
Mientras decía esto, se cepillaba las mangas, acabando por reír plácidamente, satisfecho de sí mismo.
—Ahora, deberíamos ir a comer a casa de Matea, he probado bocado en todo el día.
—No puedo cerrar tan pronto. Pero ve tú y después de comer, ven a remplazarme.
—Conformes. Pero dame un par de escudos. Me vendrán de perilla.
Eduardo comprendió el interés de Augusto en irse deseoso de lucir por todas partes su reloj nuevo, por lo que desistió de detenerle.
—Vuelvo en seguida —le dijo Augusto al marchar.
Pero no volvió. Hasta la hora del cierre permaneció Eduardo en la tienda, despachando a numerosos compradores, cuya presencia había de agradecer al concierto de Augusto y a la propaganda hecha por Matea. Nunca hasta entonces había vendido Eduardo tal cantidad de mercancía, incluso telas finas y género de punto, que hubiera sido lástima llevarse a casa en el viaje de retorno. Aquel fue un gran día de venta, motivo suficiente para que Eduardo apartase el corte de vestido para Ragna antes de cerrar.
Siguiendo su costumbre, comió los consabidos panecillos mientras vagaba por las callejas del lugar. Cuando menos lo esperaba, tropezó con Teodoro, que iba en compañía de Henrik Sten, el bailarín de la víspera. Apenas habían cambiado los saludos, cuando Teodoro le dijo:
—Mañana, empezaré a vender relojes por cuenta de Papa.
—¿De veras? —respondió Eduardo.
—Sí, por complacerle.
Eduardo reanudó su caminata, y bajó hasta el circo y tiovivo. Detrás de la lona del circo, descubrió a Augusto, que estaba abrazando a una joven de cabellos cortos que figuraba en la pandilla de los domadores y que trabajaba calzando botas de montar, entre un oso y un lobo. Augusto acababa de entablar amistad con ella, y, al darse cuenta de la presencia de Eduardo, le dijo, haciéndole señas de que se fuese:
—¡Voy en seguida!
Eduardo volvió la espalda y varió de rumbo…
A la mañana siguiente Papa se presentó en su tienda para devolverle el reloj.
—Toma. Ahora, irá bien la máquina.
Eduardo lo miró, lo acercó al oído, y dijo:
—Juraría que también lo ha limpiado por fuera. Parece otro.
—Efectivamente, también lo he limpiado por fuera. ¿Y tu amigo Augusto? Francamente, este muchacho es una veleta. Excelente vendedor, pero algo aturdido y excesivamente parlanchín. Le reconocí en el acto cuando vino a verme. Era el patrón de tu barco Kristianssund, y ya llevaba entonces los dientes de oro. No ha habido manera de convencerle para que vendiese relojes un día más. Menos mal que ahora tengo a tu hermano, que quizás sea más constante.
—¿Mi hermano? Aquí yo no tengo ningún hermano.
—¿Qué? Pues Teodoro me dijo que era hermano tuyo.
—¡Ese no es hermano mío! ¿Le dijo eso?
—Vino a verme ayer por la tarde, y me dijo que era tu hermano y que quería vender relojes. ¿Le conoces?
—Sí, pero no es hermano, ni nos une el más re moto parentesco.
—Esta mañana le entregué once relojes —le dijo Papa desde la puerta y con evidentes demostraciones de desasosiego—. La verdad, Eduardo, no acababa de convencerme. Me ha parecido que…, ¿cómo te diré?, sencillamente, que no se parece en nada a ti. Por eso he venido a informarme. ¡Oye! ¿Le crees capaz de huir?
—Eso, no. Ha venido conmigo en mi barca y no podrá irse antes que yo.
Papa reflexionó un instante, y dijo:
—¡Bueno! Entonces, probaremos a ver cómo va. ¿Qué te parece a ti?
—Creo que bien. No se atreverá a cometer la lo cura de robar once relojes.
Al día siguiente, Augusto no compareció por la tienda, y Eduardo permaneció en su puesto ocupado en la venta. Extendió cortes de vestido y algunas otras mercancías, junto a la puerta, con los precios ostensibles, procedimiento muy acertado que tuvo la virtud de detener a los transeúntes, y de invitarles a comprar. Naturalmente, su cartera se llenó de billetes y a todo esto aún le quedaba otro día de venta, el último del mercado.
Por la noche, tropezó con Teodoro, y le dijo:
—¿Es cierto que te has hecho pasar por herma no mío?
—¿Quién, yo? —respondió Teodoro sin intimidarse.
—Tú le has dicho a Papa que eres hermano mío.
—¡Ese barrigón de sebo miente descaradamente! ¡Ahora lo comprendo! —exclamó Teodoro de pronto muy aliviado—. Yo no le dije que era tu hermano sino que somos del mismo pueblo y nos queremos como hermanos.
Eduardo se puso a meditar. La aclaración no le parecía mal; como el viejo judío era extranjero, era muy posible que hubiera interpretado equivocadamente las palabras de Teodoro.
—¿Has vendido algún reloj? —preguntó Eduardo.
—Vendí ocho. Ahora, voy a verle para liquidar. Todavía me quedan dos, sin contar el mío. ¡Hacía tanto tiempo que anhelaba tener un reloj!
Un par de horas más tarde, ya de noche, iba Eduardo camino de su tienda, cuando he aquí que le ocurrió algo inesperado. A unos pasos de distancia, vio a un hombre que caminaba delante de él. Nada de particular había en ello, ni a Eduardo le interesaba gran cosa el motivo. Sin embargo, al ver que el hombre echaba a correr, en el acto acudió a la memoria de Eduardo el recuerdo de Augusto, temeroso de que hubiera cometido alguna tontería, razón esta que le impulsó a perseguirle. ¿De quién huía aquel hombre? Creyendo que sería Augusto, le llamó; pero no obtuvo contestación. El fugitivo, en vez de detenerse, desapareció tras una esquina. Eduardo vio una puerta abierta que volvía a cerrarse lentamente, quizás por el viento, tal vez empujada por alguien que había entrado y se ocultaba detrás. Eduardo traspuso la puerta, que se cerró a sus espaldas. Se halló en un corredor oscuro.
—¡Augusto! —gritó.
Nadie respondió. Eduardo avanzó a tientas por el corredor, hasta dar con una pared, llegó a una escalera, en el preciso instante en que la puerta de la calle volvió a abrirse, deslizándose por ella un hombre. Eduardo se dio cuenta de que no era Augusto pero reconoció en el fugitivo al herrero que estado en el baile de Matea. Y corrió tras él.
—¡Por todos los diablos! ¿Por qué corres de esa manera? —le preguntó Eduardo al alcanzarle.
—Y tú, ¿por qué corres tras de mí? —respondió el otro—. ¿Te hice algo?
Eduardo se excusó, declarando que le había con fundido con Augusto, su compañero.
—¡Entonces, puedes irte por tu camino! —refunfuñó el otro, algo inquieto y deseoso de echar a correr de nuevo.
De pronto, miró hacia atrás y reanudó la carrera.
—¿Adónde vas, hombre? —le preguntó Eduardo.
—¿Qué te importa? ¡Déjame en paz!
Esta contestación, proferida con entonación que desagradó a Eduardo, le impulsó a echarse sobre su interlocutor. El herrero soltó un taco y le agredió a puñetazos. Se entabló entre ambos una pelea en la que tanto el herrero como Eduardo obtenían alternativamente ventajas. Rodaban por el suelo y volvían a levantarse para renovar los golpes. Lo malo era que el herrero agredía con una llave y era fuerte como un oso. Eduardo le atacaba a patadas, y en una de estas le cogió el otro por el pie y lo tumbó de espaldas. El herrero aprovechó este momento para huir. Cuando Eduardo se puso de pie, le gritó un hombre desde una ventana:
—¿Te ha hecho mucho daño?
—No.
—Tienes sangre en la cara.
—Porque me agredió con una llave.
—No me sorprende. Ese herrero acostumbra siempre a pegar con la llave.
—¿Por qué corría? —preguntó Eduardo.
—No lo sé.
Como había perdido ya de vista al fugitivo, Eduardo renunció a la persecución. ¿Qué le importaba a él, al fin y al cabo, y por qué razón no habría de tener el otro derecho a correr a su antojo por la calle? Eduardo retrocedió por el mismo camino que había seguido, mohíno y aturdido. En el mismo punto de partida encontró al viejo Papa que retenía a Teodoro, fuertemente asido del brazo y presa de extraordinaria agitación.
—¡Menos mal que viene en mi ayuda un hombre decente! —exclamó el judío—. ¡Ven, Eduardo, me ha atracado! ¡Han intentado robarme y matarme! ¡Este es uno de ellos!
Eduardo miró alternativamente a los dos, y preguntó a Teodoro:
—¿Tú has atracado a Papa?
—¿Yo? —respondió Teodoro con gesto inocente—. Lo mismo que tú.
—También estaba este —sostenía Papa, rotunda mente—. Había otro con él, pero salió huyendo. Yo estaba en la cama, cuando vino un hombre, lo recuerdo muy bien, moreno, con barba y pelo negro. ¿A qué venía? A comprar un reloj. «¡Ahora, no! ¡Estoy acostado! Mañana». Tenía que ser esta misma noche, pues él iba a partir. Yo me atemoricé, comprendiendo su intención. Además, en el pasillo estaba el otro, pues eran dos en el asunto. Venía con el pretexto de comprar para arrebatarme la cartera en el momento de percibir su dinero, y echar a correr. ¡Una verdadera infamia, de la que querían hacer víctima al viejo Papa! Yo estaba en la cama y él podía echárseme en cima para estrangularme impunemente. El pánico me impedía pedir socorro. ¡Era horroroso! ¡Me iban a matar! Estaba esperando que me pidieran la cartera y golpeaba la cama llevado de mi temor. Un hombre comenzó a hablar en el pasillo… ¡Era este!
—¿Yo? —volvió a preguntar Teodoro—. ¿Me vio, acaso?
—¡Cállate! El otro quería comprarme un reloj a todo trance, y yo, fuera de mí, le dije:
—¡Si vienes en busca de dinero, en el arca está!
—¡No, está debajo de la almohada! —gritaron des de el pasillo.
—Yo vine a liquidar… —empezó a decir Teodoro.
—Perfectamente. Y viste que yo guardé la cartel debajo de la almohada. ¡Cállate de una vez!
—Vine mucho antes que el herrero, y me marché en cuanto acabamos de liquidar. ¿No he liquidado correctamente?
—Quería comprarme un reloj, yo temí por mi vida y me puse a golpear la cama. ¡En el arca! —le dije—. ¡En el arca que está en el suelo! Iba a golpearme con la llave, seguramente. Pero tuve fuerzas para decirle: ¡En el arca! «¡Debajo de la almohada!», volvieron a gritar desde el pasillo. ¡Momento horroroso! ¡Era mi muerte, y dos los asesinos! De pronto él oyó algo, escuchó un instante y se intimidó. «¡Corre!», gritaron desde el pasillo. Efectivamente, echó a correr, y tú, amigo mío, estabas allí.
—¡Eso es mentira! —gritó Teodoro—. ¿Me ha visto, le vuelvo a preguntar? ¿No vine a liquidar los relojes? ¿Acaso no he pagado la cuenta honradamente? Quisiera que me dijera si tuvo que poner re paros a mi liquidación.
—Liquidación… liquidación… —decía Papa—. Te digo que tú estabas con el otro.
—¿Cómo podía yo estar con el otro, si el herrero vino mucho más tarde que yo?
—¿Y cómo sabes que el herrero vino mucho después que tú? —le preguntó Eduardo.
—¡Eso mismo! —exclamó Papa—. ¿Cómo lo sabes tú?
—¿Que cómo lo sé? —Una rápida idea cruzó por la mente de Teodoro, quien se apresuró a responder—: Porque encontré al herrero al final de la calle, cuando yo volvía de liquidar. Por eso he supuesto que venía a ver a Papa. ¡Qué sé yo!
—Entonces, ¿qué hacías por aquí? ¿Subiste otra vez a ver a Papa?
—No. Pero estuve paseando por los contornos.
—Me vestí —dijo Papa—, y al bajar, encontré a este, que estaba de acuerdo con el otro y volvió para ver el desenlace. ¡Ayúdame, Eduardo!
Eduardo no podía hacer nada. Papa no había perdido dinero, pero era presa de pánico. Sus suposiciones no carecían de fundamento. El herrero había huido, perseguido por el mismo Eduardo. No cabía la menor duda de que el asaltante se había asustado mientras estaba realizando su hazaña, y se había apresurado a huir para no pasar por ladrón, en la verdadera acepción de la palabra. Probablemente, era la primera vez que se veía en tal trance. No había ladrones de verdad en el mercado de Stokmarknes; a lo sumo, mocosos y aprendices, que se asustaban en el acto y echaban a correr. Augusto, que sabía muchas historias de ladrones y salteadores, reiría a todo trapo cuando oyera contar la fuga del herrero.
En cambio, la presencia de un hombre en el pasillo imprimía gravedad al robo frustrado, y las repetidas advertencias desde el pasillo delataban al cómplice. Indudablemente, eran motivo suficiente para que la policía le detuviese. ¿Pero dónde estaba la policía? Porque en aquel apacible lugar cada individuo ejercía su propia policía; esta era la tradición en todos los mercados, desde tiempo inmemorial, y con excelente resultado. ¿Era, efectivamente, Teodoro quién estaba en el pasillo? Teodoro no era ningún ladrón profesional; pero tenía inclinaciones de ave de rapiña y era muy capaz de haberse escondido en alguna parte mientras el otro consumaba la fechoría. Por tal razón, Eduardo no creía ninguna de sus palabras. Por otra parte, ¿era posible que a él se le ocurriese un atraco semejante? Por fin, no había habido robo, ni asesinato, aunque sí un pánico irrefrenable por parte de Papa.
Mientras Eduardo se abismaba en tales reflexiones, le dijo Teodoro, con ánimo de congraciarse con él:
—Según parece has reñido con alguien.
—¿No estuviste hablando con un hombre?
—Sí —respondió Teodoro—, con uno que se llama Henrik Sten.
—¿No podría ser él quien estuviese en el pasillo?
—Tal vez fuera Henrik Sten, pues el herrero y él son muy buenos camaradas. ¿Qué dice a esto? —preguntó entonces a Papa con aire triunfal.
—Eras tú y estoy dispuesto a jurarlo.
Teodoro amenazó a Papa con los puños, rozándole la barba varias veces y amenazándole con llevarle a los tribunales por difamación.
—Usted está loco y sólo merece mi desprecio —le dijo Teodoro.
Y se marchó.
Quedaron solos Papa y Eduardo, y este se esforzó por tranquilizar al viejo.
Papa movía la cabeza gravemente, afirmando que el herrero le quería estrangular.
—Ya me figuraba yo que algo había sucedido. Precisamente ahora mismo acabo de reñir con el herrero.
—¿De veras? ¿Con ese bandido? Tiene la cara negra, de asesino. ¿Le diste una buena paliza?
—No pude. Me derribó al suelo y echó a correr.
—Vamos a denunciarle.
—Fue una suerte que tuvierais el dinero en el arca —dijo Eduardo.
—Gracias a eso…
—Porque no hubiera podido huir con un arca de hierro.
—Claro que no. De todos modos, has de saber, Eduardo, que la cartera no estaba en el arca.
—¿No? ¿Pues dónde?
—Al pie de la cama, debajo del colchón. Yo lo hago siempre así. Cuando el otro vino a liquidar los relojes y me trajo varios escudos, puse la cartera debajo de la almohada, y él se fijó en este detalle. Pero como su mirada no me pareció ser la de un hombre honrado, apenas cerró la puerta, me apresuré a esconder la cartera a los pies. Le engañé. Papa conoce a su gente. De todos modos aquellos instantes fueron horrorosos.
Papa fue recobrando la calma paulatinamente y Eduardo se dispuso a alejarse.
—¡Qué lástima que te haya arrojado al suelo! —dijo Papa—. ¿Te hiciste daño?
—Sí, pero él se fue sangrando, también.
—¿De veras? ¿Le hiciste sangre?
—Como me golpeaba con una llave, yo le pegué con una piedra —mintió Eduardo.
—¡Magnífico! ¡Eres un héroe, Eduardo!
Complaciéndose en alegrar un poco al viejo judío, Eduardo prosiguió mintiendo:
—Puede estar convencido de que le vapuleé de lo lindo. Le he debido de quebrar un brazo.
—¿Le has roto un brazo? —exclamó Papa, loco de alegría—. ¿Uno de sus monstruosos brazos? ¿Gritó mucho?
—¿Que si gritó? ¡Ya lo creo!
—¡Bravo! No te olvidaré, Eduardo, y te bendigo. ¿Se quejaba mucho?
—¡Rugía!
—¿Rugía? ¡Oh, no sabes cuánto te lo agradezco!
¡A ti te las ha pagado todas! Tú eres la única persona que me ha defendido en mi vida. ¿Qué significa la vida de Papa para los demás? ¡Nada! Mira, Eduardo —dijo Papa hurgando en los bolsillos—, tengo una cosa para ti. Aquí tienes tu reloj. Es justo que te lo devuelva.
Eduardo abrió la boca, atónito.
—Confundí los relojes y te di uno por otro. Me di cuenta de ello más tarde. Esto debes perdonárselo a un viejo. Pero aquí tienes el tuyo. Soy un alma honrada y quiero devolverte lo que es tuyo. Dame el otro reloj.
Eduardo emprendió el camino de regreso pensando que no podía creer a Teodoro; pero tampoco creía a Papa.
Halló abierta la puerta de su tienda y fracturada la cerradura… ¿Qué había sucedido, Dios santo? Entró y en el rincón donde acostumbraba a tumbarse de noche, descubrió un bulto apelotonado que parecía ser un cuerpo humano. Era Augusto. «¡Borracho como una cuba!», pensó Eduardo.
Augusto hablaba con voz desfallecida:
—Me han dado una puñalada y me trajeron aquí. No tuvimos más remedio que forzar la puerta.
—¿Qué te han dado una puñalada? ¿Dónde?
—Una cuchillada. Han ido en busca del doctor.
Augusto no podía hablar. Estaba desangrándose; pero en breves palabras pudo declarar que uno de los vigilantes del circo, loco de remate, le había apuñalado.
Augusto se extinguía, empapado en sangre. Su vigorosa naturaleza estaba vencida.
—¿Dónde tienes la herida? —preguntó Eduardo ¿En el pecho, dices? Bien, deja que te ponga una venda.
—No, no. Ya me la pusieron. Procuro estarme quieto; pero siento correr la sangre sin cesar. Voy a morir, Eduardo. Ahora, estoy pagando lo que nosotros hicimos. Estábamos locos… Ella ha muerto.
—¿Qué estás diciendo?
—Hablo de la negrita. Nosotros la matamos. Éramos cuatro para ella, y no lo pudo resistir. El último que la tuvo, dijo que murió porque le tapó la boca demasiado rato.
—Fuisteis unos cochinos indecentes.
—Sí —dijo Augusto.
Sacó fuerzas de flaqueza y, respirando dificultosa mente, dijo:
—¡Si al menos pudieras ponerme en manos de alguien…!
—¿En manos… de quién?
—En manos que puedan bendecirme. En las del párroco.
—¿Lo quieres?
—No sé. Cuando me confirmaron, cuando el párroco me acercó al altar, tendió sus manos sobre mi cabeza y me bendijo. Así me parece…
—¿Dices que han ido en busca del doctor?
—Sí. Pero de nada me servirá. Siento que me estoy desangrando. ¿No podrías ir a buscar al párroco?
—No.
—Deberías intentar buscarlo. Eduardo guardó silencio, pensando que era de noche.
Augusto intentó convencerlo, hablándole dulcemente:
—No lo harás en balde, Eduardo. Cuando esté muerto, quiero que arranques mis dientes. Te los regalo.
—¡No digas disparates! —exclamó Eduardo.
—Sé muy bien lo que digo. Bastará que los arranques con unas tenazas. Valen dinero.
—Eso no lo haré nunca.
—¿Temes que yo vuelva a molestarte por eso? No temas, Eduardo, no necesitaré los dientes para nada. Sucederá lo mismo que con el anillo de Skaaro, quien reposa perfectamente sin la sortija de oro. Quiero que me arranques los dientes, Eduardo. Es lo único que tengo para ti. No deja de ser algo, menos de lo que debiera ser, a cambio de que vayas en busca del párroco. No creo que sean de oro de pocos quilates.
Alguien traspuso la puerta de la tienda: eran dos hombres y el doctor.
—¿Dónde está? —preguntó una voz—. ¿No hay ninguna lámpara aquí? ¡Levantadlo y traedlo junto la puerta!
Augusto se llevó la mano a la herida, presa de gran temor, y el doctor se la apartó con cierta brusquedad.
—Efectivamente, un poco de sangre empapada en la camisa sobre el pecho. Pero no tiene importancia.
El doctor preguntó si el cuchillo le había penetrado muy hondo.
—¡Sí, mucho! —respondió Augusto.
—¿A qué profundidad?
Augusto lo ignoraba.
—¡Respira! —ordenó el doctor.
Augusto se puso a dar resoplidos. El doctor Introdujo una sonda en la herida, mientras el herido rechinaba los dientes, intentando contener el dolor que le producía tal suplicio.
—Es poco profunda —declaró el doctor.
Augusto sonrió al oír estas palabras, y dijo amargamente:
—¡Pues me duele hasta la misma espalda!
—Naturalmente —respondió el doctor—, porque has estado recibiendo la corriente de aire en el rincón.
La herida fue lavada con alcohol, entre gemidos del herido, debido al dolor que le producía la quemazón volvieron a ponerle el apósito y lo trasladaron al rincón, cubriéndole con toda la ropa imaginable extraída de las estanterías. Al pagarle Eduardo al doctor, le preguntó:
—¿Es grave?
—No —respondió el médico—, ni mucho menos. La herida cicatrizará pronto.
Augusto acogió con amarga sonrisa las manifestaciones del doctor y no cesó de sonreír con idéntica amargura durante los días siguientes, hasta que, al fin, al picarle la herida, comprendió que volvía a sanar. Entonces, refirió su desgracia, no sin salpicar el relato con burlas despectivas dirigidas al hombre que le había herido con un cuchillo tan torpemente.
Por supuesto, había habido faldas de por medio. La heroína era la misma domadora con quien Augusto había entablado buena amistad. Durante los últimos días, había permanecido constantemente en el circo, y, después de haberse sometido a una prueba demostrativa de su talento musical con el acordeón, fue contratado para tocar un número cada hora. La dama había extremado sus demostraciones de amistad, dejándose besar por él. Augusto tenía que amenizar con una marcha solemne cada salida de la artista a la pista e interrumpir bruscamente su música en el preciso momento en que saliese acompañada de sus dos fieras. Este sensacional truco estaba debidamente convenido con el director, que le había prometido dos escudos por día y anunciado el número de Augusto con letra grande en los carteles colgados a la entrada del circo.
Augusto tocó, pues, en el circo, donde acudieron multitud de espectadores que le conocían por su actuación en el baile de Matea. El instante sensacional en que Augusto interrumpía bruscamente la música del acordeón, como imponiendo un miedo mortal, escalofriaba a los espectadores. El director se frotaba las manos, y la dama se desvanecía de gozo.
Todo iba a pedir de boca, cuando se produjo un incidente desagradable. En la tercera sesión se le acercó un joven domador, exigiéndole que se mantuviese alejado de la dama.
—Está bien —respondió Augusto con todo el brillo de sus dientes de oro.
El domador le advirtió que la domadora era su querida.
—¡Eso es mentira! —respondió Augusto.
El otro montó en cólera y juró por todos los diablos que Augusto se acordaría de él.
—¡Te lo juro por mi honor! —le dijo.
Volvió a reír Augusto con todo el esplendor de sus dientes y le aconsejó que se abstuviese de intervenir en sus cosas.
En la última sesión Augusto puso todas sus facultades en la ejecución de su número, dispuesto a superarse, como si en ello le fuese la vida, tocando la marcha de Napoleón. Después, hizo la interrupción sensacional y escalofriante de rigor, y quedó con ello cumplida su misión. Empero, una vez que la domadora hubo dado término a su exhibición con el oso y el lobo, vino un número fuera de programa; Augusto tocó otra marcha al retirarse la artistas de la pista. Fue algo inesperado y extraordinario que provocó una tempestad de aplausos y aclamaciones entre los espectadores. La domadora hubo de presentarse varias veces a dar las gracias, mientras Augusto tocaba sin cesar. Finalmente, Augusto plegó su acordeón y se fue en busca de la recompensa.
Al verle la domadora, que le esperaba, le arrojó los brazos al cuello, rendida y emocionada, y en aquel preciso momento se presentó el domador, que, enfurecido, le dio un tajo con un cuchillo y echó a correr.
Tan vil agresión fue causa de un tumulto indescriptible. Augusto cayó desplomado, y, a pesar de su herida, pudo darse cuenta del griterío en torno suyo. Acudieron el director y un hombre que llevaba un galón en la gorra; era policía.
—¿Y cómo acabó la cosa?
—No sé más —dijo Augusto—. Varios espectadores del circo acudieron a socorrerme y me trajeron aquí. Luego, corrieron en busca del médico. Buen gente. Yo no los conocía… De no haber sido por ellos, hubiera podido quedar abandonado en el sitio donde me dieron la puñalada. Deberías ir al circo a reclamar mis dos escudos, Eduardo. No me queda ni un solo chelín.
—Ahora mismo, antes de que se vaya la compañía.
—Además, pide el reloj a la domadora. Dile que te lo devuelva. Se lo dejé prestado, nada más.
Eduardo salió y volvió al instante; el circo había partido ya. Y moviendo la cabeza, dijo a su compañero:
—De manera, que has vuelto a regalar el reloj.
Augusto maldecía su suerte; pero la cosa no tenía remedio. Ella le había manifestado su pesar por no poder saber nunca la hora exacta. ¿Cómo podía mostrarse mezquino, negándole un pequeño favor? Por lo demás —decía Augusto—, me tiene sin cuidado, pues el reloj iba mal y se paraba cada dos por tres.
Entonces, terció Teodoro:
—¡Canastos! ¡Valientes relojes hemos vendido! También el mío se para. Sólo anda cuando lo agito, ¡pensar que me he deslomado dos días seguidos para tener este reloj!
Traficantes y populacho volvieron a ausentarse del mercado, dejando sumido el lugar en silencio sepulcral. Eduardo y Teodoro hubieron de esperar hasta que Augusto estuvo en condiciones de emprender el viaje de regreso.
Augusto convaleció de su herida francamente, sanando por completo, si bien estaba apesadumbrado por la confesión que le hizo aquella noche a Eduardo. Por este motivo, acentuaba sus sarcasmos, cuando recordaba al agresor que tan cobardemente le había herido. ¡Era una lástima que aquel imbécil tuviera los dedos tan débiles! Además, se enfurecía diciendo que él estaba acostumbrado a que las puñaladas fuesen mortales, mientras que esta —decía él— es una burla, sin otro objeto que hacerle creer a un hombre que ha sido mortalmente herido. ¡Si tropezara algún día con el domador…!