Capítulo XVIII

Y a bordo del buque que les llevaba al Norte, esperaba una sorpresa a Eduardo, quien no volvía de su asombro al descubrir en la entrecubierta; una caja con su nombre impreso; y al proceder al examen de la carga, descubrió varias cajas, barriles y pacas, también consignadas a él. Seguramente, era mercadería de repuesto. Creyendo estar soñando, llamó a Augusto para preguntarle su opinión, y su amigo dijo:

—Esto debe enviarlo ella, aquella mujer que se marchó.

—Esta mercancía viene de Trondhjem —aclaró Eduardo.

Eduardo hurgó en su bolsillo, convenciéndose de que todavía llevaba encima la lista redactada por Paulina. Era, por consiguiente, imposible que hubiera ido a parar a manos de Luisa Margarita… Además, ¡cuanto dinero habría invertido en la expedición! El diablo aclararía aquel enigma.

Al dar su nombre para la compra del pasaje, el empleado del barco le dijo:

Iba Eduardo a advertir que nada sabía de aquel cargamento, cuando Augusto intervino:

—No es la primera vez que este muchacho recibe consignada toda una tienda.

A bordo, les trataron con suma deferencia, no obstante llevar mero pasaje de cubierta, convencidos de que esto sería una genialidad del gran comerciante El enigma quedó despejado cuando llegaron a su fiordo, donde descubrieron a Joaquín y a Teodor que habían acudido en la nave de ocho remos de Carel en busca de la expedición. La aclaración fue suministrada por Joaquín, quien al regresar a casa con abundante dinero procedente de la pesca del arenque en el fiordo de Kavae, había resuelto salvar la tienda.

Así lo comprendió Augusto en el acto, sin exteriorizar asombro alguno por ello ni ocurrírsele ponerse de rodillas. Y como el consignatario del buque opinara que aquella mercancía valdría, mal contada, unos diez mil chelines, Augusto se apresuró a declarar:

—¡Ya lo creo! ¡Cómo que Eduardo es el rey de la ensenada! Quiera o no quiera Gabrielsen tendrá que reconocerlo —adujo el interlocutor.

—Naturalmente —afirmó Augusto—. No le queda otro remedio.

Falto Eduardo de valor en tal ocasión, no se atrevió a terciar en la conversación; además, se sentía humillado y no conseguía ocultar este sentimiento. Augusto se esforzaba en infundirle ánimos, diciéndole que habiendo llegado los dos, la última vez, a la ensenada en son de grandes personajes, no podían presentarse en esta ocasión como dos vagabundos:

—Ya saldremos adelante, no te apures —exclamaba Augusto, consolándole.

Joaquín se les acercó algo cohibido.

—He venido con Teodoro en busca de tus mercancías —le dijo—. Paulina no nos dejaba en paz un solo momento.

Augusto se animaba, y riendo bondadosamente con la mayor inocencia, preguntó:

—¿Cómo sabías que íbamos a llegar, precisamente hoy, con la mercancía?

—Porque Paulina recibió ayer el telegrama, —respondió Joaquín.

Eduardo se sentía anonadado. A bordo de la nave de ocho remos, llegaron a la ensenada. En la travesía, Joaquín refirió que el viejo patrón del barco de Ofot había zarpado sin pagar los jornales del secadero, pero bajo promesa de mandar el dinero desde el Sur. Inútil era decir que los trabajadores de las peñas se habían quedado chasqueados y sin un chelín en los bolsillos, después de todo un verano de trabajo y afanes.

—¡Ya lo podéis ver! —terció Teodoro, alzando su voz—. ¡A no ser por nosotros, que hemos ganado algunos chelines en el fiordo de Kavae, a estas horas todo se hubiera hundido en nuestra ensenada!

Teodoro estaba hinchado de orgullo, por haber obtenido su buena parte en la pesca, lo que procuraba no ocultar, como lo demostraban sus botas altas, con el borde encarnado, que le realzaban extraordinaria mente. Pero Augusto no paró mientes en ello.

Lo lamentable era que Joaquín había invertido su dinero en la tienda en vez de emplearlo en un establo nuevo; pero esta impresión poco grata se desvaneció poco a poco. Cuando Eduardo llegó, entregó a Paulina la sortija de perlas, de manera que no venía con las manos vacías. Eduardo esperaba que algo inesperado le devolviera el aplomo. Joaquín, que nada dejaba traslucir, se apresuró a alquilar un caballo Para trasladar la mercadería desde la atarazana hasta la tienda, donde abrió las cajas, deshizo las pacas y metió los barriles en la bodega entre bromas y risas, diciéndole a su hermano mayor que le exigiría un jornal crecido por su trabajo. Paulina se dedicó a llenar cajones y estanterías, moviéndose con impecable distinción detrás del mostrador.

—Habéis comprado una gran partida de género —dijo Eduardo.

—Ha sido Joaquín —respondió Paulina.

—Ella no me dejaba en paz.

—¿Cómo que no te dejaba en paz?

—Créeme, Eduardo, me lo pedía a gritos.

—¡Embustero! —dijo Paulina, riendo.

—Si no hago esto, le hubiera dado un patatús —prosiguió Joaquín, imperturbable.

No les abandonó el buen humor. Tan pronto Joaquín hubo terminado el desempaque, volvió a salas hacia el campo, diciendo:

—Uno, a su campo y el otro, a su negocio… ¡Pero no me cambio por vosotros!

No era Joaquín hombre que se ahogase en poca agua. Por tener su henal abarrotado hasta la techumbre, no podía adquirir ni una carretada más. Pero como se las había con otro individuo no menos avisado que él, llamado Ezra, este vendió a Joaquín una casa que tenía, capaz para otro tanto de heno y una vaca. Así se acomodaba todo de la mejor de las maneras.

No era de esperar que Augusto permaneciese sentado en un rincón, con gesto sombrío, y empequeñecido. ¡Ni pensarlo! La ensenada, tras dos años de ausencia, ofrecía un nuevo espectáculo, y por ella merodeó, impulsado por su instinto, acudiendo a todas partes. Durante algún tiempo, prestó primero ayuda a Joaquín; pero como tuviera noticias de que los prados de Carel aún no habían sido segados, se dirigió allá, y, hoz en mano, segó la hierba en dos días tan sólo. Augusto proseguía siendo lo que siempre había sido: un hombre extraordinario, inteligente y dinámico, y embustero hasta lo inconcebible, bienquisto de todos, leal y servicial, a veces en perjuicio propio, lo que no le impedía obrar sin escrúpulos, como un vulgar delincuente, en caso de suprema necesidad. Al volver de nuevo a la ensenada, se había presentado sin botas altas con palas orilladas; traía la ropa bastante destrozada, y una mochila marinera, escuálida, por todo equipaje. ¡Bien! ¿Y qué significaba todo esto? Augusto dio a comprender que había dejado sus baúles en el Sur, trayendo tan sólo lo estrictamente indispensable.

Subió a inspeccionar los predios de Ezra. Augusto era quien, con sus consejos y ejemplos, había conseguido que se construyera la nueva alquería en un páramo, trocado ya en vergel maravilloso y que en el decurso de los años habría de ser la admiración propios y de extraños. Por eso fue Augusto acogido con los honores merecidos.

—¡Vuestra obra es admirable! —declaró Augusto dirigiendo en torno suyo una mirada de complacencia—. Yo no hubiera sido capaz de hacer tanto en tan poco tiempo. ¿Y tú, qué sabes hacer? —preguntó a Hosea, con fingida extrañeza.

—Meterse en todo, es lo único que sabe hacer —terció Ezra, a tono del otro.

—Me han dicho que os casasteis.

—Ya te lo digo, se propuso dejarme en paz.

Hosea interrumpió a su marido:

—No es cierto. Déjame que le diga la verdad a Augusto, para que sepa que yo no quería saber nada de ti. Pero me dijo que si no me casaba con él acabaría por ahorcarse. ¡Ja, ja, ja! ¿Viste alguna vez a un hombre más tonto?

—Efectivamente, me admira que os hayáis casado —dijo Augusto.

Le hicieron entrar en la vivienda y le obsequia ron; él alabó la estancia.

—Fuiste muy tonto no construyendo una casa mayor desde un principio —le dijo a Ezra. Y observando a Hosea, añadió—: Veo que la familia está a punto de aumentar.

—No lo creas —dijo Ezra, denegando con la cabeza inocentemente—. De tan gandula, está echando tripa.

Hosea lo agarró por el pelo, y exclamó, bromeando con tono amenazador:

—¡Ya te enseñaré a ti a ser gandul y gordinflón!

Subieron por la ladera a ver los patatales. Ezra revolvió la tierra hasta las raíces para mostrarle el espesor del tubérculo. Las patatas estaban casi maduras. Luego, bajaron al pantano… a la gran maravilla bendita. El grano había alcanzado ya tres pies de altura y las espigas comenzaban a doblegarse acá y acullá.

Augusto prodigaba sus gestos de admiración, carraspeaba, aprobaba con la cabeza; pero guardaba silencio. Se adentró por el pantano y quiso ver si bajo el peso de su persona cedía el suelo; se convenció entonces de su solidez. El agua corría juguetona por la enorme acequia central, desparramándose por las numerosas zanjas diagonales que habían motivado el desecamiento del pantano, en cuya superficie asomaban ya pequeñas matas de follaje, enraizado en lecho firme.

La contemplación de la maravillosa labor realiza, da, despertó en el ánimo de Augusto un profundo y respetuoso sentimiento admirativo que nadie como un trotamundos podía experimentar tan intensa, mente.

—Esto me hace recordar un lugar donde estuve en Australia, pero mucho mayor que este paraje, con más agua. Allí, la acequia central era como un canal y la corriente movía un molino. Cuando llegaba el otoño, no nos llevábamos el grano, sino que lo molíamos primero en el molino y, después, acarreábamos la harina. Vosotros me preguntaréis qué hacíamos con tanta harina. Pues debéis saber que con ella cebábamos millares de cerdos, que, luego, vendíamos a carretadas.

Sus interlocutores movieron la cabeza, asombra dos. Augusto añadió que su campo era suficientemente grande, y abundante también el agua que corría por las zanjas.

—Después de lo que acabo de ver, a simple golpe de vista, debo deciros que la obra que habéis llevado a cabo me deja atónito. Que conste así para vuestro conocimiento.

El matrimonio se avergonzaba al ver que acudían lágrimas a sus ojos; pero Ezra contuvo a duras penas su emoción para preguntar:

—¿Lo dices de veras? ¡Eso, sí! ¡Aquí hemos echado los bofes!

—¿Cuántas vacas tenéis?

—Dos, y una ternera.

—Bueno, dentro de un año serán tres —dijo Hosea.

—Lo que sucede es que la señora quiere muchas vacas, mientras que el marido quisiera tener un caballo. No sé por qué decidirme.

Hosea murmuró algo, que seguramente había repetido ya cien veces.

—Un caballo no me dará leche ni manteca.

Augusto meditaba. Porque, si bien era cierto que no era capaz de dirigir la peregrinación de los peces por los océanos, ni la trayectoria de los astros en el infinito, nadie como él, sin embargo, para acertar con una idea. Ezra necesitaba un caballo.

—Vamos a ver, ¿vuelven a oírse gritos en el pantano? —preguntó Augusto.

—No —respondió Ezra—, enmudecieron para siempre aquel domingo que resonaron dos veces.

Los tunantes se miraron con absoluta inocencia, observando a Hosea, que, poseedora del secreto, no se atrevía a levantar los ojos.

Regresaron a la alquería y Augusto procedió a inspeccionar el establo y el cobertizo. Las dimensiones del pesebre merecieron su conformidad, y probando con el propio peso de su persona la solidez del suelo del granero, se convencieron de que podría soportar al caballo. Todo le pareció bien.

Al disponerse a salir, le preguntó Ezra, deseoso de resolver su indecisión:

—¿Qué te parece si pasado el año comprase un caballo?

—¿Pasado el año? No podréis dar pienso a tres vacas y un caballo con lo que, hoy por hoy, rinde vuestro campo.

—Es verdad —exclamó el matrimonio.

—Pero —repuso Augusto—, os hace falta un caballo.

La actividad de Augusto contagiaba a todo el mundo en la ensenada, que parecía rejuvenecida, destacándose entre todas la granja nueva de Ezra, por cuya prosperidad formulaba Augusto vehementes votos en su fuero interno.

Deseoso de proporcionarle el caballo a Ezra, Augusto se fue a ver a Eduardo.

—Tu cuñado necesitará un caballo el año que viene —le dijo—. Con tal motivo, iremos los dos al Pantano, cada uno con su pala, para cavar la extensión de campo indispensable para criar el pasto necesario para un caballo. ¿De acuerdo?

Eduardo titubeaba. Acudió Joaquín, quien aceptó la proposición; pero Eduardo, el corpulento mozo que comenzaba a echar su panza, titubeaba todavía.

—Tú no eres ningún pelele —le dijo Augusto—. Según has contado, en una noche segaste todo Doppen. Ezra dispone de dinero para comprar simiente de forraje, Joaquín, y te dará pasto para una vaca En cambio, tú le darás abono para su tierra nueva. También ha ganado con la red el dinero suficiente para comprar un caballo, ¿no es verdad? Pues este caballo os lo prestará para acarrear vuestra mercancía. ¿Estamos de acuerdo? ¡Aquí está la pala!

Efectivamente, ambos camaradas se lanzaron de lleno a la faena, como dos fieras, apelando al vigor de su energía en vez de valerse de la paciencia La labor realizada por ambos en un día fue asombrosa. Ezra se limitó a seguirles, esparciendo con un leño el surco que abrían furiosamente los dos mozos, y Hosea tenía que estar cocinando todo el día para acallar el hambre devoradora de los tres.

Aquellos fueron los días más alegres vividos por Ezra hasta entonces, en su pantano. Los momentos de mayor algarabía tenían lugar por la mañana, cuando se reían de Eduardo, que se lamentaba de dolores en la espalda hasta que el trabajo le desentumecía.

Cercano ya el otoño, ambos amigos mataban el tiempo vagabundeando por la comarca sin ganar un solo chelín. ¡Vida aborrecible para hombres como ellos! Y la maldecían. Paulina se afanaba detrás del mostrador de la tienda mientras los pescadores poseían dinero, que, al fin y al cabo, siempre iba a parar a la tienda del caserío. Pero esto no era ningún consuelo para los dos camaradas desocupados. Eduardo era mero asociado nominal en el negocio de Paulina, del que se desinteresaba en absoluto. Por otro lado, Augusto se negaba a aceptar remuneración alguna por su trabajo, alegando enfática mente que no la precisaba.

Sin embargo, ambos se hallaban necesitados. Donde eran acogidos, se les trataba como mendigos. Eduardo era el más despiadadamente zaherido por la desgracia. El armador de Ofot volvió a partir de la bahía sin devolverle el dinero recibido a título de préstamo; por otro lado, Eduardo debía a los Knoff más de lo que poseía, y, por si esto no bastase, le reclamaban también el resto de la deuda de Martín.

Consultó el trance con Augusto, y este le dijo:

—¡No tienes más que decir al propio que te remites a la tienda! ¡Escribe en seguida un vale!

—¿Cómo voy a suscribir un vale contra mi propia tienda? —exclamo Eduardo.

Pero escribió el documento, que era algo así como un recibo a favor de sí mismo: «Recibido de la tienda la suma de tanto y cuanto, en metálico y mercancía. Firmado, Eduardo Andreassen».

El menor incidente que volviera a ocurrirle, sería suficiente para helarle la sangre en las venas. Augusto solía decirle:

—¡No te amilanes tanto, hombre!

—¡Quisiera que me tragase la tierra! —respondía Eduardo, que pasaba las horas ensimismado en hondas reflexiones, diciéndose que no podía volver a empezar, yendo otra vez a la pesca al Lofot.

¿Qué hacer, si no? ¿Partir de nuevo con la mochila al hombro? Esto no le arredraba, si bien lo juzgaba depresivo para un comerciante con estable cimiento abierto. Y así pasaba el tiempo, rompiéndose la cabeza sin cesar.

—De buena gana me dedicaría otra vez a la venta ambulante —le dijo a Augusto—. Pero no sé cómo salir de aquí, sin género.

—Lo mismo he pensado yo —respondió Augusto—. No te preocupes por el género. Eso es muy sencillo. Te apoderas en la tienda de las telas y de más efectos tuyos, y nos los repartimos los dos.

A Eduardo le humillaba la idea de proseguir saqueando la tienda, y se lamentaba de la carencia de dinero.

—Dinero, ¿para qué?

—Aunque sean unos cuantos chelines. No podemos irnos como unos pordioseros. A lo mejor, se le ocurre a alguna buena mujer pagarnos con un billete de un escudo, y nos encontramos sin dinero para devolverle el cambio.

—Ya encontraré remedio para eso —respondió Augusto.

Efectivamente, a Augusto no le desagradaba la perspectiva de reanudar la venta ambulante, en la que ya había pensado, como labor nueva para él. La vida de vagabundo le atraía. Al día siguiente, dijo a Eduardo:

—¡Figúrate que el imbécil de Teodoro pretende comprarse un anillo de oro!

—¡Caramba! ¿De veras?

—Me lo ha dicho a mí.

—Pero, ¿acaso dispones tú de un anillo de oro?

—Ya lo creo —respondió Augusto—. No lo entiendes, porque eres extraordinariamente corto de alcances, como siempre fuiste. Yo me encargaré de procurarnos moneda para el cambio, si tú me ayudas esta noche.

Eduardo movió la cabeza, barruntando algún entuerto.

—No vayas a creer que piense robar el anillo —advirtió Augusto—. Además, tú sólo tienes que espiar si llega alguien.

—No sé si me atreveré a ir contigo —dijo Eduardo, indeciso.

—Entonces, no tienes más que pudrirte en la ensenada.

La noche era obscura, pero bella, cuando se pusieron en camino. Augusto llevaba una pala y el hacha pequeña que usaban en la tienda para abrir los embalajes. Eduardo le seguía con paso precavido.

Tomaron el camino de la iglesia. Augusto iba casi siempre delante, resueltamente presuroso y cuidando de dar un rodeo al pasar cerca de alguna alquería.

—¿Adónde vamos? —preguntaba Eduardo.

—Es mejor que guardemos silencio —respondía Augusto.

Anduvieron una hora a través de la comarca, dejando a sus espaldas una granja tras otra, y, atravesando el bosque parroquial, salieron al campo. Al llegar al portal del cementerio, Augusto se detuvo y dijo en voz baja:

—Espérame aquí. Si viene alguien, no tienes más que buscarme en el cementerio. Nadie se atreverá a entrar detrás de ti.

—¿Para qué necesitarás la pala? Me causa pavor pensar que vas a profanar la iglesia —dijo Eduardo preocupado.

—¡No digas tonterías! —respondió Augusto—. No pienso poner los pies en la iglesia.

—Entonces, ¿qué te propones?

—¡Silencio! Yo sé dónde está. Escarbaré entre las hierbas y volveré a cubrirla.

—¿Vas a abrir una sepultura?

—¡Eso mismo! Está enterrado con mi anillo de oro, que me costó tres escudos. Sé perfectamente dónde está la mano y el dedo. No tendré necesidad de revolver mucho la tierra.

A Eduardo se le heló la sangre en las venas:

—¡Augusto, no harás tal cosa! —dijo a su compañero, con voz apagada.

—¡Cierra el pico de una vez y no te muevas! —le siseó Augusto, volviéndole la espalda y echando a andar.

En medio de las tinieblas de la noche, nada podían distinguir los ojos de Eduardo, a cuyos oídos llegaba el ruido de los golpes que daba Augusto con la pala. A duras penas podía dominar su inquietud, y se estremecía asustado cada vez que creía percibir pisadas en el camino, no pudiendo substraerse al remordimiento de encubrir la profanación de una sepultura. Pero, a medida que fue transcurriendo el tiempo, sus pulmones fueron respirando con mayor desahogo, hasta que, al fin, se sentó junto a la verja. En las tinieblas vio acumularse la sombra creciente de la tierra amontonada junto a la zanja donde cavaba Augusto. Al cabo de una hora, oyó el chirrido espeluznante de un féretro que se abría. Eduardo se alzó como impulsado por un resorte.

Como idiotizado, se dirigió hacia su compañero, que se había herido la mano con un clavo y que no se atrevía ni a quejarse, comprendiendo que era preciso proceder con rapidez. Su deseo era gritar hasta que retemblaran los ventanales de la capilla del cementerio, mas se contuvo. Pero le faltaba realizar la parte más penosa de su labor, y, con mano afanosa, comenzó a hurgar en el ataúd. De habérselas con un cadáver reciente, hubiese terminado en seguida, pero tenía que buscar el anillo en un revoltijo de ron, y huesos, y no encontraba las manos.

Como la búsqueda se prolongase excesivamente Eduardo renunció a esperar y echó a andar a través del camposanto, diciéndole a su amigo:

—Vámonos, Augusto. Yo no sirvo para asalta, tumbas.

—Vete con todos los diablos, si quieres.

—Mejor será que vendas mi anillo.

—No seas idiota. Si dejo el mío aquí, el enterrador se aprovechará algún día.

Por fin, después de mucho rebuscar, Augusto halló el anillo. Su alegría fue tan grande, que olvidando toda prudencia, gritó:

—¡Ya lo encontré!

Eduardo volvió a percibir el crujido del ataúd al ser cerrado por Augusto y el ruido de las paletadas de tierra.

Para borrar toda huella del hecho, Augusto aliso la superficie con la mano y esparció el césped sobre la sepultura.

Cuando todo estuvo en regla, emprendieron la marcha juntos, sin mediar una palabra. Al cruzar el bosque parroquial, empezó a llover. El aguacero otoñal duró tres días, con gran alegría de Augusto. Aquella bendita lluvia mantendría a la gente aparta da del cementerio y pondría buen fin a la aventura.

En aquel sombrío octubre, el mes de cosechar la patata, deambularon de nuevo con la mochila a la espalda.

Augusto quería seguir la costa, hacia el Sur, con lo que Eduardo abrigó la sospecha de que su compañero deseaba llegar a la región de Fosen, donde residía la elevada dama de sus pensamientos, lo que le tendría sin cuidado siempre que le prometiese no pegarle un tiro al marido.

—Pronto tendrás que reponer existencias —le dijo Eduardo.

—No te apures por ello —le respondió Augusto.

Y se separaron para no volverse a encontrar hasta el verano, en el tradicional mercado de Stokmarknes.

Eduardo fue con su barca al Norte, hacia el fiordo de Kavae, con la esperanza de que en aquella comarca aún quedaría algún dinero del arenque vendido recientemente.

Entre la tienda de la ensenada y la de Gabrielsen se entabló una viva competencia que hacía temer acabase con una de las dos. Gabrielsen había fortificado su situación gracias al apoyo económico prestado por unos parientes de su mujer; pero Paulina demostraba, en cambio, una gran actividad y dotes de previsión que la llevaban a adquirir el género que exigía cada temporada, absteniéndose, por ejemplo, de adquirir petróleo en verano, cuando lucía el sol de medianoche, y tabaco en invierno, cuando los hombres se iban al Lofot.

La próspera marcha del comercio espoleó el entusiasmo de Joaquín, quien había puesto su parte en la tienda, resuelto a no ceder ante la competencia de Gabrielsen. Efectuaba sus compras con moderación sin consentir en rebasar su capital líquido disponible, y lo mismo él que Paulina extremaban la prudencia al formular los pedidos sugeridos por ella a los almacenistas de Trondhjem, quienes tenían que supeditarse a los precios y condiciones demandados por el comprador o prescindir del encargo.

Paulina se mostraba muy inteligente y se abstenía de extremar la complacencia desde el mostrador de su tienda, evitando así las desmedidas pretensiones de la clientela necesitada de crédito, como había sucedido en tiempos de Eduardo. Este perdonaba las deudas, si llegaba el caso, mientras que Paulina se hacía fuerte en su derecho, pesando y contando con exactitud comercial, y cuando alguna deuda se prolongaba más del tiempo preciso, no vacilaba en llamar al orden al deudor. Naturalmente algunos de sus clientes se daban por ofendidos y otros se abstenían de volver a la tienda durante algún tiempo, pero volvían, al fin. ¿Qué otro remedio les quedaba? Es cierto que podían comprarle a Gabrielsen; pero no menos evidente que este reprochaba a los vecinos de la ensenada que tolerasen otra tienda en la comarca, amenazando a muchos con no venderles si no iban con el dinero por delante.

Gabrielsen se daba a todos los diablos viendo que la tienda de los hermanos del caserío tardaba tanto en quebrar, lo que no le impedía persistir en su descabellada táctica de calentar las orejas a los compradores y darles, como quien dice, con la puerta en las narices. Consecuencia lógica de ello fue que el comercio de Gabrielsen comenzó a declinar y casi a tambalearse, provocando tal incuria en él que llegó a prescindir del cuello blanco de la camisa y sólo se afeitaba los domingos. ¡Modelo extraordinario de comerciante! ¿Qué hacía, en cambio Paulina?; Progresaba sin cesar y llegó a convertirse en una verdadera dama que lucía a todas horas una rica tira blanca en torno al cuello y una sortija de perlas en el dedo, amén del medallón de oro, costoso regalo de su hermano mayor, que solía exhibir cuando iba a la iglesia. Así eran las cosas. Paulina no podía declinar su empaque y todo el mundo ad miraba a los hijos del celador de la línea telegráfica que, casi enriquecidos, comían carne los domingos.

Resumen de todo ello era que la tienda del caserío se mantenía en pie, y si bien Paulina nunca derramaba lágrimas compasivas, cuando alguna mujer iba a la tienda en demanda de café a crédito, a lo que de ninguna manera accedía, todo el vecindario convenía en que era indiscutiblemente una buena chica. En cambio, no era tacaña al dar pasas a la chiquillería, y era notorio, además, que socorría a los deudos del finado Martín, a pesar de no haber pagado el recibo de la vaca, avalado por Eduardo.

No amainaba la furia demoníaca que se había apoderado del ánimo de Gabrielsen; al contrario, resuelto a precipitar el desenlace, decidió jugarse la última carta comprando una cantidad enorme de mercancías de todas clases y categorías, desde los géneros más finos hasta los más bastos, desde muelas hasta estufas de azulejos de estilo americano. Naturalmente, Gabrielsen podía comprar cuanto se le antojase; pero no paraba mientes en la capacidad adquisitiva de la clientela, cegado por la desesperación. En uno de sus alardes de poderío, consiguió que los compradores afluyeran a su tienda, y durante varias semanas no acudió un alma a la del caserío ¿Motivó esto que Paulina y Joaquín decidieran cerrar su comercio, dándose por vencidos, al fin? Todo lo contrario. El negocio de Gabrielsen se desarrollaba brillantemente, surtiendo incluso a la gente distinguida de las comarcas limítrofes. Vendía seda y raso para vestidos, sombreros de señora, cadenas de reloj, calzado, magníficos tapetes de mesa e incluso libros de sermones con canto dorado. ¿Qué necesidad tenía nadie de recurrir a los tenderos de las ciudades del Sur para comprar lo que Gabrielsen podía suministrarles en el acto? Consecuencia de ello fue que Gabrielsen se decidiese a vender también golosinas, como queso, miel y frutas, que ninguno de sus clientes podía ver sin decidirse a comprar. Por consiguiente, allí no había más comerciante que Gabrielsen.

Así fue transcurriendo el tiempo hasta entrado el invierno, con el consiguiente desasosiego en el ánimo de Paulina, que proseguía ostentando el cuello blanco y la sortija de perlas, que nadie, sin embargo, veía ya, carente la tienda de concurrencia. La joven no tenía ningún quehacer fuera de la labor doméstica. En cambio, Joaquín no se daba punto de reposo, ocupado en la siega primero y en la trilla después, y cuando llegó la estación, partió a la pesca de Lofot con la tripulación de Carol, dejando a Paulina sola con su mal humor. Como que no ven día nada, ningún dinero llegaba a sus manos con que encargar mercancía nueva; así, pues, su negocio languidecía.

Aconteció por entonces que Eduardo, en pleno viaje, mandó una carta con valores; no era mucho dinero, algunos billetes de diez escudos, pero esto contribuyó a reanimar a Paulina. El hermano mayor quería ante todo satisfacer la deuda contraída con la tienda, más un pico que mandaba a Paulina para hiciese con él lo que tuviera por conveniente. Era indudable que estaba necesitado de dinero, y así lo comprendía Paulina, que no ignoraba la cólera que se apoderaría de Joaquín si se enteraba que ella aceptaba aquellos billetes de diez escudos. Sin embargo, Paulina los destinó a la compra mercancía. Pronto corrió la voz en la bahía de la tienda iba a recibir mercancía nueva, no en escala como la de Gabrielsen, pero, en todo caso, género útil al vecindario, como harina, sémola, café y tocino americano. Paulina escribió a Eduardo par, agradecerle la remesa de dinero, comunicándole que no había tenido mal empleo.

Los tiempos no son del todo buenos —escribió ella—, y se dice por toda la comarca que cierto comerciante pasa muchos apuros para seguir adelante. Hace muy poco que vino a hablarme; pero, sobre esto, prefiero guardar silencio. Vuelve a casa y administra tú mismo la tienda, pues también Joaquín está ausente, de manera que yo lo hago lodo conforme mi pobre cabeza me da a entender.

Algún tiempo después, a mediados de febrero, nevoso y gélido, fueron a la tienda compradores de la granja parroquial y contaron que la tienda de Gabrielsen había cerrado por segunda vez por no poder pagar los giros después de haber explotado a sus parientes.

Era cierto que Gabrielsen había apelado a todos los recursos en busca de salvación; había acudido al párroco, al doctor y al preboste e incluso al sacristán Johnsen, quien, si bien muy alagado por tal súplica, negó su ayuda lo mismo que los demás. Finalmente, Gabrielsen acudió a Paulina para ofrecerle existencias de su tienda a precio irrisorio contra efectivo; pero declinó el ofrecimiento, sin haber incurrido, no obstante, en descortesía.

El invierno era duro todavía y excesivamente riguroso para la gente, pero los días comenzaban a ser más largos y claros. En marzo, llegó Joaquín a su casa con bastante dinero para inundar toda la ensenada. ¿De dónde procedía tal riqueza? Eran los jornales que el armador del Ofot adeudaba a los trabajadores del secadero desde el verano pasado ¡Suerte inesperada! El dinero llegó a todas las moradas en cantidad no fantástica, pero fue suficiente crear en el caserío una edad de oro tras la miseria sufrida. Todos los créditos pendientes fueron cancelados, incluso el préstamo que Eduardo había hecho un día al armador del Ofot.

¿Acaso el viejo armador había recobrado inesperadamente el sentimiento de la honorabilidad? El buen hombre siempre había sido honrado, y su sola desgracia la constituía su hijo Nils, el mercader ambulante, que había consumido casi todo el capital del viejo; pero, a pesar de todo, el veterano patrón comprendía que no podría llevar otra vez su cargamento de pesca al secadero de la bahía, sin satisfacer de antemano los jornales que debía desde el verano anterior, por lo que confió a Joaquín esta misión. Su decisión fue tan oportuna que le valió una lluvia de bendiciones de todo el vecindario del caserío, loco de alegría por recibir aquel socorro en momentos de extrema necesidad.

Eduardo regresó a su pueblo en las postrimerías primaverales, cuando la Naturaleza tendía sobre los campos el alegre regalo de sus galas. Llegaba con la barca abarrotada de mercadería y parecía llevar los bolsillos bien provistos de dinero. Favorecido por una suerte extraordinaria, había efectuado ven tas copiosas en la lejana Finmarca, suministrando chaquetas de lana y hules a lapones y colonos que nunca habían pensado en adquirir prendas tales.

Paulina acogió alborozada la llegada de la barca con tan abundante cargamento:

—Esta mercancía no es para ti —le dijo su hermano—, pues tengo que llevármela al mercado.

Esta idea se la había sugerido Augusto, que le había anunciado una compra de mercancía a los Knoff, para venderla en un tenducho que había alquilado en Stokmarknes. Como Augusto era ene migo de escribir cartas, también esta vez había hecho uso del telégrafo para hacerle sabedor de sus proyectos, aconsejándole que acudiera con la mayor cantidad posible de género, con objeto de que su tenducho fuese el mejor surtido en todo el mercado.

Él llegaría allí con muchas cajas y pacas embarcadas en el vapor correo.

Augusto estaba seguro de dar el golpe en el mercado.

—Quisiera liquidar contigo. Pero seguramente será más cómodo a la vuelta del mercado —le dijo un día Eduardo a Joaquín.

—¿Qué tenemos que liquidar? —le preguntó el otro.

—Todas las existencias de la tienda durante el otoño pasado.

—Ya he cobrado, yo —respondió Joaquín.

—¿De veras? ¿Te llovió el dinero del cielo?

—Te repito que ya he cobrado. Y con el dinero, compré materiales para las obras del establo.

—Esos materiales los habrás comprado con tus jornales en el Lofot.

—Ahora te convencerás. ¡Paulina! —gritó Joaquín desde la puerta.

—¡Buen chasco te vas a llevar! —repuso Eduardo, con regocijo.

Joaquín montó en cólera, y mal hubieran derivado las cosas de no haber mediado su anciano padre, que, sentado en un rincón de la estancia, se devanaba los sesos no acertando a comprender la causa de la discrepancia surgida entre sus hijos.

—¿Por qué disputáis? —les preguntó.

Paulina acudió al llamamiento, miró a ambos alternativamente, y preguntó:

—¿Qué se os ofrece?

—¿No es cierto —preguntó Joaquín— que tú me diste dinero para comprar material de construcción?

—Exacto.

—¡Os habéis puesto de acuerdo! —exclamó con ironía Eduardo.

—¡Siempre discutís vuestras cuentas a gritos! Si no queréis aceptar dinero uno del otro, lo mejor que podéis hacer es dármelo a mí. Lo emplead bien —observó Paulina.

—Ese grandísimo memo se empeña en que me debe dinero por el género —murmuró Joaquín.

—Y digo la verdad.

—Pero mi bueno y querido Eduardo, ¿no te acuerdas de que nos mandaste dinero desde el Norte? —recordó Paulina.

—Eso, y nada, es lo mismo.

—Lo que debías en la tienda, ni más ni menos.

Eduardo se alisó el cabello con gesto desesperado:

—No sé cómo contáis vosotros dos. Os creía más fuertes en cuentas.

—Que es, precisamente, lo que tú no sabes hacer —opuso Joaquín—. Pues sólo cuentas lo que tienes delante de las narices, y siempre te equivocas.

—¡Qué te parece, Paulina!

—¿Por ventura no fuiste tú quién inauguró la tienda? —preguntó Joaquín.

Eduardo abrió la boca desmesuradamente, mientras el padre asentía desde su rincón:

—¡Esa es la verdad pura!

—¿Y no me diste tú la red? —prosiguió Joaquín.

—¿La red? No me costó ni un ore. Puedes creer me. Estaba vieja y podrida. Knoff quería arrojarla al mar. Ahora, ya lo sabes.

—Lo que no ha impedido que yo hiciese muy buena presa con ella.

—¿Presa, dices? Te pasaste un año tras otro des herbando todas las bahías de arenques, comiéndote tu dinero. Y porque una vez hiciste una presa, crees que aquello fue una gran suerte. Pues yo te digo lo contrario.

—¿Desherbando bahías uno y otro año, dices? ¿Has perdido la vergüenza? ¿Acaso no eres tú quién está arrancando toda la hierba del país, de punta a Punta, sin parar en ninguna parte?

—Efectivamente, puedes decir que yo viajo y me muevo por todas partes. Pero esto es cien veces mejor que permanecer aquí en la ensenada pudriéndose, como tú y Ezra.

—¡Estás loco! —exclamó Joaquín—. ¿No sabes que Ezra está en camino de convertirse en el primer granjero de la ensenada? Tú lo ignoras, bien lo veo. Pero yo estoy muy enterado.

—Eso será cuando haya labrado toda la granja no pueda avanzar un paso por su campo aunque se ponga a gatas.

—¿Te figuras que él no trabaja?

—Sí, haciendo labrar también a Hosea, a la que ha convertido en esclava suya, de sus vacas y de sus campos —prosiguió Eduardo—. ¡Da lastima verla!

—¡Qué idiota! —murmuró Joaquín—, visto que viven contentos y felices.

—Eso es porque no han visto otra cosa mejor —alegó Eduardo recordando cierta frase que le acudió a los labios sin darse cuenta.

—¿Mejor, dices? Para ellos nada mejor que lo suyo, que les hace felices y nada más desean.

—Viven siempre con la mano en la boca. Hambre, eso es lo que tienen.

—No es verdad. Empezaron con las manos va cías y ahora tienen casa y hogar, y campos y tres vacas, y pronto tendrán un caballo.

—¡Adelante, adelante! —decía Eduardo burlándose.

—Además, tienen paz y tranquilidad, de lo que tú careces. De noche, se acuestan y duermen.

—Naturalmente —dijo Eduardo.

—Pero no te sucede lo mismo a ti, que recorres el país de arriba abajo, siempre intranquilo. Ya te he oído de noche, cuando te retuerces como un gusano, antes de dormirte. Y si te duermes al fin, te pasas la noche hablando no sé qué de la catarata, de Augusto, de la Florida, de América y de tu granja. De manera que no puedes descansar ni aun de noche. Yo no quisiera cambiarme por ti.

El padre intervino para advertirle a Joaquín que Eduardo tenía muchas cosas en qué pensar y que hacía mal en excitarle.

—Será como tú quieras —reanudó Eduardo—, pero lo cierto es que te debo dinero por el género.

—Te digo que no me debes nada ni quiero nada de ti.

—Además, quisiera que te hicieses cargo de la tienda y que la administres como te parezca bien. Será más justo y sencillo.

—¿Yo? Lo siento, pero yo no soy comerciante. Paulina es quien se ha encargado de la venta. Por otro lado, me sobra con mi propio trabajo y tengo que construir mi establo.

—Efectivamente, lo que Joaquín ha realizado en su campo es maravilloso. ¡Si vuestra madre hubiera podido verlo! —dijo el padre para poner fin a la discusión.

No queriendo Eduardo dar su brazo a torcer, extrajo la cartera y depositó en la mesa veinticinco escudos:

—Por de pronto, ahí tenéis eso. Cuando vuelva del mercado, os daré más.

—No, yo no tomo nada —repuso Paulina.

—¡Estás loco de remate! —gritó Joaquín.

—Efectivamente, o estoy loco o aquí no pasa otra cosa que os queréis quedar los dos con mi tienda.

Joaquín se quedó como petrificado, y al reaccionar, se dirigió hacia la puerta sin proferir palabra.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Paulina cuando Joaquín ya había salido.

—Es que ya no sé lo que me digo —objetó Eduardo al ver la actitud de sus hermanos y comprendiendo que había ido demasiado lejos.

—Haz el favor de dejar a tu hermano en paz —terció el padre deseoso de poner fin a la pelea—. Eduardo tiene muchas cosas en qué pensar.

Eduardo, ya más tranquilo, hizo ademán de salir; pero Paulina le detuvo, diciéndole:

—Este dinero es tuyo, Eduardo, llévatelo. No puedes ir al mercado sin dinero.

Como ambas partes habían procedido de buena fe, las aguas volvieron a su cauce normal. Pero lo cierto era que Joaquín había obrado prudentemente al marchar antes de arrearle a su hermano un silletazo en la cabeza.

Eduardo necesitaba llevarse consigo a un hombre en la barca para ir al mercado. En invierno, había hecho alguna que otra travesía dificultosa por el Norte; y eso que nunca navegó con un cargamento tan pesado. Por otro lado, el fiordo del Oeste gastaba malas bromas. Eduardo lo sabía muy bien. Habló de ello a Carol; pero este no quería ir al mercado, no precisamente porque los negocios de la alcaldía acaparasen demasiado su atención, sino por haber recibido alguna advertencia del párroco previniéndole que Ana María no tardaría mucho tiempo en recobrar su libertad.

—Tengo una buena noticia para ti, Carol —le había dicho el párroco, el último domingo—. Todavía no es cosa segura, pero se están haciendo gestiones para que tu mujer vuelva a tu lado.

Esta nueva casi quitó el aliento a Carol, sumiéndole en un mar de confusiones. Al regresar de la iglesia no tuvo ganas de comer, y continuó inapetente y pensativo durante varios días. Cuando Eduardo quiso llevárselo al mercado, se negó a ir rotundamente. No estaba para placeres.

—Eso son cosas para vosotros, los solteros —respondió—. Llévate a Ezra o a Teodoro.

Ezra tampoco podía ir por estar en plena cose cha y porque tenía que desaguar el nuevo pedazo de tierra que le precisaba tener roturado antes de comprar el caballo.

Cuando pensaba ir a verle, se le presentó Teodoro pidiéndole por favor que lo llevara en su barca al mercado, donde tenía que comprar algunas cosas.

Teodoro paseaba su holgazanería por el pueblo, hecho un Adán, si bien no se desprendía de sus botas altas ni cesaba de vanagloriarse por haber salvado al lugar con la pesca del año anterior. Pero no llevaba ni un ore en sus bolsillos; no obstante, mostraba su anillo de oro por todas partes. Tanto él como su mujer Ragna, aunque gandules, no eran malas cabezas. Cuando les daba por trabajar se mostraban rápidos y hábiles. De niña, Ragna había sido la primera en la escuela; después, se abandonó mucho, ahora, con un crío por año, había acabado abandonándose a su mísera existencia. Sin embargo, Ragna y Teodoro, entre bromas y risas, aparentaban vivir en el mejor de los mundos, convencidos de que no eran desgraciados del todo.

Cuando Ragna supo que su marido se iba al mercado, se empeñó en ir con él.

—Pero, ¿qué ropas te vas a poner? ¿Crees que se puede ir al mercado con lo que llevas puesto? —le objetó su marido—. Además, la barca va tan cargada ¿a que no cabe nadie más? Y, sobre todo, debes quedarte para cuidar de los niños.

Ragna no renunciaba a ningún placer si se le presentaba ocasión, pero accedió a quedarse.

—Cuando vuelva, te traeré un corte de vestido —le prometió Eduardo.

—Gracias —respondió Ragna—. Así podré ir a misa los domingos.

Lo que más la encocoraba era su pobreza. De haber nacido rica, hubiese llevado a diario los trajes que las demás ostentaban los domingos. Entonces, no tendría que aguantar miradas despreciativas de la gente, y hasta el párroco se hubiera considerado muy honrado al saludarla.

Eduardo no había olvidado nunca aquel episodio del botón de metal con una corona que siendo niña le había ayudado a buscar entre la nieve, y que, a los ojos de Ragna, debía constituir una riqueza. Ahora, se conmovía al verla; pero le gustaba contemplar sus manos, que juzgaba bonitas porque las conservaba bien, ya que era tan holgazana que nunca las empleaba en nada. Su estado actual era tan miserable que personificaba en todos sus detalles la pereza.

Una vez, le había dicho Teodoro:

—Ya que has ido a la bodega de Carol en busca de patatas, bien pudiste traer algunas más.

—Tienes razón —respondió ella—. Por no molestarnos, ni tú ni yo somos capaces de hacer algo de provecho en esta vida.