Hacia ya varios días que Eduardo llevaba en el bolsillo la lista de las existencias que se habían agotado en la tienda. No tenía el ánimo cohibido, Luisa Margarita persistía en su invariable buen humor, contribuyendo a despertar en él deseos de partir con los vecinos para no parecerles demasiado altivo. No temía las preguntas indiscretas concernientes a las dos forasteras: eran una viuda y su hija, a quienes había comprado la granja del Sur y que habían venido de América deseosas de volver a visitar su antiguo hogar. ¿Hubiera sido humano que él se opusiese?
Sostenía relaciones de amistad con todo el mundo, no porque tuviera en ello demasiado interés, sino obedeciendo a la necesidad de amoldarse a las circunstancias. Luisa Margarita no le acompañaba en esas visitas por juzgarla Eduardo demasiado distinguida para ello, pues vestía a la moda de la ciudad y se rizaba el pelo con tenacillas, práctica esta del todo desusada en la ensenada. Pero no faltaba alguna que otra vecina curiosa que había acudido a ver a la forastera que, haciendo alarde de simpática afabilidad les hablaba de América, captándose las simpatías generales. Además, había viajado mucho y las aconsejaba en todas las cosas imaginables.
Eduardo subió otra vez al pantano a visitar a su hermana Hosea, temeroso de haberla ofendido al negarse a ver sus huertas. La pobre Hosea, que era tan pequeñita, que poco tiempo antes acogía los regalos del hermano mayor juntando sus diminutas manitas en acción de gracias, se le aparecía ahora trabajando en las huertas del pantano y desempeñando una dura labor que no le impedía reír cordialmente, como un ser admirable. Así suele ocurrir a los que se conforman con su suerte. Esta vez, subió solo, llevando consigo algunas varas de tela, regalo que fue recibido con grandes demostraciones de alegría de Hosea, que no tenía abundancia de vestidos.
—¡Eres el mismo de siempre! —exclamó ella con acento conmovido.
Ascendieron por la ladera e inspeccionaron el patatal; luego, bajaron al pantano, que abarcaba una extensión considerable, surcada por profusión de zanjas, grandes y pequeñas, y sembrados rectangulares inundados por el ondulante oleaje de las espigas. Eduardo exageró su admiración, con el propósito de halagar a su hermana, y formulaba torpes preguntas que provocaban risa.
—Pero, ¿puedes vivir en paz aquí? —le preguntó.
Comprendiendo Osea el significado de la pregunta, respondió:
—Nada extraño he observado.
—¿No han vuelto a resonar gritos en el pantano?
—No —declaró ella, sonriendo muy ladina—. Nada de gritos ni de cadáveres.
—De todos modos, no deja de ser temerario vivir aquí, tan alejada del pueblo.
—No pienso en ello —respondió Hosea—. Paso el día agobiada de trabajo y, por la noche, me recluyo en casa, bajo la protección divina.
—No sé si yo me atrevería a tanto —dijo Eduardo, muy serio.
—¿Por qué? ¿Por lo del muerto? Ahora, reposa en el camposanto.
—Ya lo sé. No quiero infundirte miedo. Pero la noche menos pensada pueden volver a resonar los gritos.
—No lo espero —dijo ella sonriente—, pues no era el muerto quien gritaba.
Eduardo se quedó atónito y preguntó sorprendido:
—Entonces, ¿quién era?
Como viera, sin embargo, que ella vacilaba en revelárselo, percibió como un destello de luz en su mente, y exclamó:
—¡Ah! Ahora lo entiendo.
—¡Qué te parece si es listo! —dijo ella—. Fue Augusto quien le inspiró la idea.
—¿Augusto? ¿De veras? ¿Fue él quién se lo aconsejó?
—Para ayudarle. Quería que la suerte le favoreciera en el pantano, y desenterraran el cadáver del armador y la vaca de Martín. ¡Mira que zanja tan grande cavaron!
Eduardo rompió a reír estrepitosamente:
—De manera que Augusto se tumbaba en el pantano, los domingos, y se ponía a rugir como un condenado. ¡En mi vida oí contar hazaña parecida!
—¡Por Dios, no lo descubras!
—Pierde cuidado que nadie ha de saberlo. Y tú, ¿cómo te enteraste?
—Muy sencillo. Como yo no quería casarme para pasar toda mi vida aquí, rodeada de fantasmas y cadáveres que gritaban, me lo reveló.
—¡Lo que se reiría al contártelo!
—¡Que si se reía! Se tapaba la boca para no reventar. En cambio, a mí me asaltaron intenciones de molerlo a palos, recordando el miedo mortal que nos había infundido. Pero él no hizo caso de mi cólera, y se puso a decirme chirigotas, hasta conseguir que yo riese también. Al fin y al cabo, es mejor que el difunto repose en el camposanto, pues allí obtuvo una bendición para todos. ¡Mira esas espigas!
—¡Magníficas!
—Aquellas praderas empiezan a preocuparme un poco —dijo ella—. Es necesario que él regrese pronto para segar. ¿No te parece que hay demasiada hierba? ¡Pasto para dos vacas…! ¡Ah! ¡Oye…! ¿Te casarás con ella?
—No lo sé. ¿Qué te parece a ti?
—Es muy guapa. Me han dicho que no le repugna ordeñar las vacas. En fin, yo la encuentro muy guapa.
—Ya veremos. Tal vez sí.
Eduardo se dispuso a ir al correo, mientras Luisa Margarita se sentó al escritorio a escribir una carta a sus hijos de América. Ella, tan dispuesta para todo, era tan torpe como él en la escritura, y no acertaba a pergeñar los conceptos con desenvoltura, escribiendo la carta muy mal y equivocándose a cada frase. En cambio, tanto él como ella discurrían con soltura, e incluso, a veces, los juicios de Luisa Margarita imponían silencio a Eduardo.
Efectivamente, iba al correo para dar a entender que, por fin, iba a mandar la extensa lista de pedido al almacenista de Trondhjem. Pero, antes, hubo de decir a Luisa Margarita que se decidiera a escribir sólo así se atrevería a decirle lo que llevaba entre ceja y ceja.
—¡Hum! He pensado —le dijo— que no debieras hablar de dinero con Andrés Vaade.
Ella tartamudeó, sorprendida:
—¡Qué se yo! Vino con la conversación.
—¿Por qué no te dirigiste a mí?
—Es verdad que debí decírtelo.
—Esto debieras haber hecho. En fin, ahora indiferente, a no ser que… ¿Piensas quedarte aquí o necesitas dinero para viajar?
Luisa Margarita guardó silencio.
—A no ser que… —repitió él, fijando bruscamente la mirada en ella.
—Yo misma lo ignoro —respondió—. Déjame que lo medite. Si me resuelvo a quedarme aquí, sería para siempre y no podría volverme atrás. Aquí habría de morir.
—¿Y qué más?
—Allá tengo a mis hijos y…
Y vuelta otra vez al vacilante flotar de su espíritu inconstante; pero sin deponer su complaciente afabilidad. Después de haber cerrado la carta, volvió a abrirla para escribir una posdata, diciendo que aún no había tomado una resolución. Errando su pensamiento de acá para allá, terminó por recordar a Eduardo su promesa de que le acompañaría en su viaje a través de los mares. Eduardo guardó completo silencio.
Regresó del correo, portador de dos cartas; para ella una de Lorensen; y la otra, de sus hijos. La lectura de ambas cartas la sumió en un absoluto mutismo.
A partir de aquel día se desvaneció a sus ojos todo el encanto del fiordo y cesó de ofrecerse a ordeñar las vacas. Su perenne obsesión era llegar a convencer a Eduardo de que debía partir con ella a América, a lo que él respondía con evasivas y dilaciones.
Nunca descendieron a una disputa formal, limitándose a discutir sobre América con monótona porfía.
—¿Tan poco grata es Noruega para una persona oriunda de Doppen?
—Así es, Eduardo. Al salir de Doppen fui a comarcas mejores, y América es tan grande que, cuando no hallas acomodo en un lugar, es fácil trasladarse a otro. Ahora, quisiera ir a Florida.
—¿Pero no tienen tus hijos una situación estable en Nueva York? ¿Por qué no quieres permanecer a su lado?
—Probablemente, lo haré una temporada. Claro está que deseo abrazar a mis hijos. Pero ya son mayores y no tienen necesidad de su madre. Además, ya he vivido durante dos años en Nueva York, al principio.
—Entonces, ¿te ausentaste del hogar?
—Naturalmente. He estado en otras partes. ¿Qué tiene esto de particular?
—Nada —respondió Eduardo, indiferente como ella—. Al fin y al cabo, nadie nos impediría hacer lo mismo en nuestro país, yendo y viniendo entre Doppen y el fiordo.
—¡No me hables de eso! —suplicó ella, desabrida—. ¡Ni pensarlo! ¿No has observado la vida que lleva tu hermana Hosea? Es la esclava de su huerta y de sus dos vacas. Solo pensarlo me causa escalofríos.
—¿Hosea? ¡Pero, si es la más feliz de las criaturas con lo que posee!
—¡Naturalmente! Ella es feliz, lo mismo que Carel, porque no han visto otra cosa.
—Yo abrigaba el convencimiento de que vivías gustosa entre nosotros como en tu propio hogar ¿Has descubierto algo que te desagrade? —dijo él tras una larga pausa.
—De nada puedo quejarme aquí, donde he recibido una cordial hospitalidad. Pero esto agrada una temporada nada más, lo mismo que Doppen. Mejor será que no hablemos más de este asunto.
De ninguna manera pretendía él irritarla para no agravar la situación, de por sí ya ingrata que le había reprochado no dirigirse a él en demanda de dinero para el viaje, en vez de solicitarlo de Andrés Vaade. De todos modos, no pudo menos que recordarle:
—¿Pero no me escribiste en tus cartas que no habías sido feliz ni un solo día en América?
—Efectivamente, tampoco allí era feliz. Te dije la verdad. Por tal razón cambiaba con frecuencia de residencia en busca de variedad. De todos modos, allá me sentía más a gusto que aquí.
Inconstante como una veleta. Pero fue tenaz en su resolución.
El día siguiente fue decisivo, y ella le instó, con cariñosa firmeza, a prepararse para la partida, pues el tiempo apremiaba y urgía emprender el regreso a Doppen a la mañana siguiente.
—¿Mañana? Esto es ponerme un puñal en el pecho. ¿Así pues, persistes en tu propósito de abandonar de nuevo tu patria?
—Es indispensable.
—¿Indispensable?
—No quise decírtelo hasta ahora —respondió ella.
Puesta ya en el camino de las revelaciones, decidió jugarse la última carta, resuelta a vencer la oposición de su amante, renunciando a meditar las consecuencias de su declaración:
—Los chicos me escriben que han encontrado a su padre.
—¿Qué dices…? ¿Qué ha aparecido?
—Así mismo me lo han escrito.
Con esta mentira, hija de su desesperación, espoleó la sensibilidad de Eduardo, obligándole a despertar de su sopor.
—¡Nada importa! ¿No estás divorciada de él?
—¡Ya lo creo! Sin embargo…
—¿Acaso piensas reunirte con él?
—¿Qué otra cosa puedo hacer? No debo dejarlo solo.
La verdad era que la noticia no le había anona dado; al contrario, sentía alivio al ver despejada su incertidumbre.
—Ya ves que no podemos permanecer más tiempo aquí.
—Perfectamente… Pero, ¿no puedo acompañaros?
—Naturalmente… ¿Por qué no?
—Pues… si te parece…
Obedeciendo a un impulso instintivo apeló a la inventiva, sin el menor escrúpulo, y dijo:
—Haakon no está todavía al lado de los niños. Sólo han descubierto sus huellas.
—Sí, pero cuando lo encuentren se lo llevarán a casa… ¿No comprendes que no puedes estar casada con dos maridos a la vez?
—¡Qué debo hacer! —se lamentaba ella, con lágrimas en los ojos—. De todos modos, es indispensable que yo vaya allá. Así me lo piden.
—¿En la última carta?
De nuevo apeló ella a un subterfugio, para evitar el riesgo de que pretendiese ver la carta y hacérsela traducir por su amigo Augusto, que sabía inglés. Adelantándose a tal deseo, dijo:
—¡Qué tonta fui al quemar la carta! Hubiera podido dártela a ti.
—¿La quemaste?
—Sí. Para que nadie se enterase de que estaba casada. Lo hice especialmente por ti.
Ambos permanecieron pensativos un largo instante.
—Pronto acabará todo entre nosotros —comentó Eduardo.
—Por desgracia —respondió ella, entristecida y hablando con voz apagada, que, de cuando en cuando, alteraba algún sollozo.
—Entonces, adiós —prosiguió Eduardo.
Ella se apoderó de su mano en silencio.
—¿Y Haabjörg? —preguntó él.
—¡No creas que no he pensado en ella! Es tan pequeña todavía que he de llevármela conmigo. Por lo que veo, tú no nos acompañas.
—¡No! —respondió él rotundamente.
—¡Pobre Eduardo! —exclamó ella redoblando su ternura—. ¡Es posible que hayamos de separaros de ti!
—Así lo parece, efectivamente. Mañana, os llevaré en la barca hasta el vapor.
—¿Así, pues, nos acompañarás hasta Doppen?
Hondamente herido como por el latigazo de un desprecio impío, respondió él:
—Iré… si tanto te importa.
—¡Oh! ¿Cómo no he de desear pasar contigo el último día en Doppen?
No fue con ellas hasta Doppen a pesar de su propósito. Tras una noche de insomnio, bajo la desesperación que le causaba perderla para siempre, condolido, además, por la imposibilidad de darle dinero para el viaje por estar completamente arruinado, se presentó a primera hora en la playa para conducir a madre e hija, en la barca, hasta el embarcadero. Una vez hecho esto, intentó permanecer oculto hasta que llegara el vapor, para disimular su estado de ánimo; pero fue descubierto. La pequeña Haabjörg huroneo por todos los rincones hasta dar con él en la parte alta del muelle, donde permanecía acurrucado; y ensimismado en la contemplación de sus manos.
—¿Estás aquí? —le dijo Haabjörg—. Mamá te busca por todas partes.
—¿De veras? —respondió él, siguiendo a la niña.
Haabjörg lo mostró a su madre con aire triunfal.
—Lo encontré arriba.
Luisa Margarita se percataba de la aflicción de Eduardo, por lo que, extremando su ternura, respondió a la niña que eran muchas las cuitas de Eduardo por lo que debía dejarlo en paz.
—Ven, Eduardo, siéntate sobre mi capa.
¿Por qué no habría de ser él su caballero hasta el último instante? La separación le desgarraba el alma. No en vano había sido ella el primero y más hondo amor de sus días juveniles. Llegado el momento de la partida, él hubiera preferido poderla seguir hasta Florida.
¿Comprendía ella su desamparo? Es posible.
—Estás pálido —le dijo, cogiéndole cariñosamente una mano entre las suyas.
—Me siento enfermo —respondió él.
—Sí, tienes mala cara.
—De buena gana echaría un buen trago de aguar diente.
—¿No te lo darían aquí?
—No. Ni tampoco serviría para nada. Luisa Mar garita… Luisa Margarita… —repetía él, como en un sueño, moviendo la cabeza sin cesar.
También ella empalideció, conmovida, ansiosa de prestarle consuelo:
—Estás demasiado enfermo para acompañarnos hasta Doppen —le dijo de pronto.
—Estoy muy abatido.
—Será mejor que bogues de regreso a casa y te acuestes —le dijo compadecida.
—Sería vergonzoso para mí.
—No debes creerlo así. Nosotras llegaremos a Doppen mañana por la tarde.
Eduardo dobló el cuerpo hasta la rodilla y volviendo la espalda, respondió:
—Sí, pero yo no estaré allí.
Ella afectaba más valor del que la animaba, deseosa de prodigarle consuelo, y le prometió escribir.
—Ten presente —le dijo en el instante de poner pie en la escalerilla— que te amo como no amé a nadie en la vida.
—Pero esto no impide que te marches.
—Sin embargo, como no espero encontrar allá el bienestar, estoy segura de que no tardaré en volver a tu lado. O tal vez vengas tú a buscarme —añadió extremando el optimismo.
—Tal vez no sea imposible —dijo él cobrando ánimos.
—Entonces, nunca más volveremos a separarnos. ¡Lástima que me esté volviendo demasiado vieja para ti!
—¡Vieja, tú! Más viejo soy yo.
—Bueno, Eduardo, no tardaremos en reunirnos otra vez. Ahora, vete a casa.
—No —dijo él, deseando mostrarse cumplido—. Voy a hacer un esfuerzo para acompañaros.
—Mejor será que no lo hagas, Eduardo —dijo Luisa Margarita, pensando seguramente en ella misma—. No vengas.
—¡A bordo, a la lancha en seguida! —les gritó un empleado del embarcadero.
El ronquido de la sirena anunció la llegada del buque, provocando general inquietud entre los que esperaban su arribo. Todos cogieron sus equipajes apresuradamente y se estrecharon la mano, azorados sin tiempo para darse el beso de despedida. Y Haabjörg, ¿dónde estaba?
—¡Haabjörg! —gritó Luisa Margarita.
—¡Aquí estoy! —respondió la niña desde la lancha donde se había dedicado a echar agua por la borda con un cazo enorme y el sombrero caído sobre la espalda.
¡Qué niña! Pero el caso era que la niña contribuía a levantar los ánimos, provocando la sonrisa de todos los pasajeros…
Eduardo fue en busca de su bote y bogó de regreso a casa, advirtiendo su actual pequeñez. Luisa Margarita no le había hablado del dinero del viaje, ni él hizo tampoco alusión alguna, quedando así salvadas las apariencias; pero nada más que las apariencias. Bogaba solo en la barca. ¿Qué habría hecho Augusto en su lugar? Pues mandar al diablo a los infiernos y a lo hecho pecho, al paso que Eduardo se desplomaba.
Pero todo pasa en este mundo.
Transcurridos varios días, Eduardo recibió una carta de Luisa Margarita, anunciándole su definitiva partida y su indudable regreso. Así estaban las cosas. Era una carta dulce y amorosa, algo apresurada e incoherente, reflejo de su frágil temperamento. Aquella soberbia mujer no quiso alejarse como un tránsfuga, y había pensado en él, deseosa de devolverle la calma, sin conseguirlo:
«Romeo ha sido muy bueno con Haabjörg, colmándola de regalos y no queriendo separarse de ella, hasta el extremo de que la misma señora Knoff en persona, preguntó si no podría quedarse Haabjörg en Noruega al lado de ellos, que la mimarían y cuidarían. Pero no imagines que esta familia haya tenido la delicadeza de invitar a la madre a quedarse también. ¡Ni por asomos! Puesto que pretendían de mí un sacrificio tan grande, justo hubiera sido que me hubieran honrado en la misma medida… ¡Y pretendían que les dejara a mi hija, sangre de mi sangre…! Además, si les hubiera confiado a Haabjörg, probablemente no me la devolverían ya en espera de que se hiciera mujer para casarla con Romeo, impidiendo con ello que la niña viera el mundo. ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar? Estoy segura de que lo mismo. He temido, además, que algún día hubieras ido a reclamarla, en uso de tu perfecto derecho, y te la negasen, pues su orgullo les hace creer que son dioses ante nosotros, a pesar de que no tienen ninguna educación, aunque yo puedo hablarles de todo un mundo que ellos ignoran… Doppen está muy solo y muy triste sin ti. Espero que te halles bien en casa, a pesar de que te fuiste pálido como la muerte; no te preocupes por Haabjörg ni por mí. Andrés Vaade les llevó en una barca hasta Doppen y ayudó a dejarlo todo bien ordenado y en su lugar; pero te advierto que Andrés Vaade no me interesa lo más mínimo. Ya lo sabe desde que se enamoró de mí en América. Te aseguro que nadie será capaz de alejarme de tu pensamiento. Cuando vengas acá, encontrarás víveres, pues sólo he retirado los que podían echarse a perder. Ya no llevo puestos los anillos; uno de ellos lo he dejado en el cajón de la mesa; dáselo a Paulina de mi parte». Mañana iremos a bordo y partiremos de aquí. No tengas ansiedad por nosotras, pues estoy acostumbrada a viajar y cambiar de lugar. Adiós, que no será de por vida. Volveré a escribirte otro día.
Ni una sola alusión al marido aparecido.
Los días se sucedieron. Eduardo empezaba a temer el retorno de Joaquín del fiordo de Kavae, por no estar ahora de humor para encontrarse con él, ya que estaba invadido por una tenaz misantropía, hija de su creciente abatimiento. Paulina exteriorizaba inquietud y refunfuñaba sin cesar, viendo que se agotaban las existencias de la tienda.
¿Dónde estaba la mercancía de aquella lista tan larga, que aún no había llegado al embarcadero?
Eduardo resolvió poner fin a tal situación y, recogiendo el dinero que quedaba en la caja de la tienda partió hacia el Sur.
Naturalmente, no podía ir a otra parte sino a Doppen, donde encontraría víveres sobrantes que consumir y podría contemplarse las uñas.
Por de pronto, no hubo de ir tan lejos, pues Augusto le detuvo en el muelle y le preguntó:
—¿De manera que no fuiste a América con ella?
—Ya lo puedes ver —respondió Eduardo—; No pude reunir el dinero necesario.
Augusto asintió con la cabeza:
—¡Me lo figuraba!
—No pude vender nada en mi ensenada. Allí no corre ni un chelín. Cierto que tengo algunos créditos pendientes, que no cobraré antes de que el barco de Ofot liquide los jornales del secadero. Además, presté algunos escudos al patrón.
—¿Qué podríamos hacer ahora? —preguntó Augusto.
—Idéntica pregunta te hago yo a ti.
—Entonces, ¿qué te trae por aquí otra vez? ¿Tienes alguna idea fija? Partieron ya. Yo las vi desde el muelle.
—Ya lo sé.
—Eran todo un enjambre. Aquí subieron quince a bordo. ¡Todavía no me has dicho a qué vienes!
—A verte, pues estoy solo y no tengo nada que hacer.
—Si nos pudiéramos ir los dos de aquí… —dijo Augusto, poniéndose a meditar.
—No veo manera de salir de apuros. Me he quejado sin nada.
—Pero, al menos, conservas tu reloj y tu anillo de oro.
Tampoco Augusto las tenía todas consigo, a juzgar por las palabras sueltas que musitaba, tratándose de imbécil.
—¿Qué has hecho del tuyo?
—¿De mi anillo? Sé muy bien dónde está.
—¿No hay manera de que te lo devuelvan?
—No. Por lo menos, así parece.
—Supongo que lo habrás dado a alguna mujer. ¿No la ves nunca?
—Todos los días. ¿Por qué lo preguntas?
—No es asunto que me interese. Pero ¿se puede saber quién es?
—No puedo decírtelo —respondió Augusto.
—¿Por qué?
—Es imposible. Está a demasiada altura. Pero es lo mismo que si la empujara el diablo. Ya va para dos años que esto dura.
—¡Sé lo que es eso!
—Te advierto, Eduardo, que he caído como un inocente.
—Lo sé por experiencia propia. También caí yo inocentemente.
—No es igual. Tú sabías lo que hacías, mientras que a mí me vendaron los ojos.
—Pero ¿cómo?
—¿Cómo podía saber yo que era casada, si no me lo dijo? Cuando lo supe, ya era tarde.
—¿Casada? ¿Se puede saber quién es?
Augusto denegaba con la cabeza:
—Te digo que está demasiado alta. Un rayo de luz iluminó, al fin, a Eduardo, haciéndole recordar un grueso anillo, llevado en el dedo cordial, contra uso y costumbre, a pesar de lo cual le venía ancho.
—¡Ya sé quién es! —dijo.
—Entonces, no lo preguntes.
—¡Una perfecta bruja! ¿Cómo pudiste caer en sus manos?
—¡No me hables! Yo tenía billete hasta Trondhjem. Pero no pasé de aquí. ¡Buen viaje! ¡Lo que son las coincidencias! Al bajar a tierra y tropezar con ella sin conocer a nadie, me preguntó de dónde venía Se lo dije y entonces quiso saber por qué no venías tú también, y otras muchas cosas más. Ahora, quería que yo te escribiese que soy su amante. Asimismo con la mayor tranquilidad, decía ella, sumamente divertida, pensando en su diabólica idea. ¡Si hubiera sabido que era casada…! Pero me dijo que era doncella… «¿Sabes que tienes un anillo muy bonito?», me preguntó. «¿Lo quieres?», le contesté. Y así empezó la cosa.
—Perfectamente, ¿y cuándo te enteraste de que era casada?
—Lo supe demasiado tarde. Además, no soy de madera ni de piedra. Por eso perdí tan pronto los estribos. He estado esperando todo este tiempo a que se decidiese a ceder. ¡Pero que si quieres! Su marido es un pelele que le tiene miedo a las ratas ¡Vaya un hombre para ella! ¡Qué diablo de mujer! Es guapísima, ¿sabes? Una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida, yo que he que dado tantas vueltas al mundo. Nada tiene, pues, de sorprendente que haya perdido el seso por ella. La cosa ha ido tan lejos, que no puedo librarme de esa mujer. Ya sabes lo que me sucede cuando me enamoro. No hay manera dé separarme de ella. Nunca me, había ocurrido que un enamoramiento me durase dos años. Pero debes hacerte cargo de que esta vez se trata de toda una dama: la primera en mi vida. Lo del anillo de oro se explica por la sencilla razón de que me alegra mucho que lo lleve toda su vida como recuerdo mío. Muchas veces intentó devolvérmelo. Pero siempre me negué a aceptarlo.
—Entonces, a ella le importa poco el anillo.
—No lo creas. Todo esto lo digo cuando estoy enfadado. En cambio, es una hembra soberbia, y es buena conmigo, pues, a veces, me da, a escondidas algún bocado estupendo, y esto no puedo olvidarlo.
—Ya, ya —dijo Eduardo asintiendo con la cabeza—. Comprendo que te hayas enamorado.
—¿Verdad? —respondió Augusto—. Cuando la veo por las mañanas, voy a todas partes envuelto en incienso hasta el mediodía. Cuando como sémola, se me imagina carne. ¡Debe ser obra del diablo!
—Debes procurar quitártela de encima.
—Eso se dice pronto. Si no hubiera sido por ella, hace tiempo que yo no estaría aquí. ¿Para qué? Romeo me ha aumentado el salario, pero esto no bastaría para retenerme.
Ambos amigos estuvieron deliberando seriamente sobre la conducta a seguir, hasta que Augusto expuso una idea:
—Partiremos —dijo—. Subiremos al primer barco que vaya al Sur. Dentro de una semana, pasará uno. Aquí la vida es insoportable.
—¿Rumbo al Sur, dices? ¿Adónde quieres que vayamos?
—Al Sur. Siempre será mejor que el Norte. ¿Qué quieres que hagamos en la ensenada? Iremos al Sur, hasta donde nos alcance el dinero. Entonces, pondremos pie en tierra. Llevaré mi acordeón.
Eduardo empuñó los remos y bogó hacia Doppen, donde, apenas arribado, se apresuró a buscar comida con que acallar el hambre. No encontró pan; pero descubrió una gran cantidad de torta; torta marinera y también carne ahumada, aunque sin manteca. No importaba.
Triste aparecía la casa en su soledad; cuidadosa mente hechas las camas, todo pulcramente aseado, Pero nadie en la casa, más que él. Mudas las paredes. Si hubiera encontrado aguardiente, hubiera bebido.
Una alfombra verde cubría el sembrado, en torno al caserío; los prados reclamaban la fría caricia de la hoz segadora que arrebatase las pomposas espigas. Carel había escardado las patatas, apilándolas después. ¡Y Luisa Margarita había tenido alma para alejarse de allí!
Hasta entrada la noche, merodeó por su granja, buscando después reposo en el granero, hundido en la creciente sombra de la noche, cuya paz turbaba el infatigable ronquido de la catarata. Como alma en pena abandonada en un mundo solitario, Eduardo, mozo robusto y pleno de energía varonil, sentía ansias de llorar para desahogar la pena que aumentaba en su soledad.
A la mañana siguiente, descubrió el anillo en cajón de la mesa. Le sorprendió que fuese el anillo de perlas que le había regalado Andrés Vaade, en vez de la otra sortija, acaso comprada por ella misma; no lo habría esperado nunca. ¡Quién sabe si Luisa Margarita había querido halagarle al abandonar el regalo recibido de Andrés Vaade! Este pensamiento, le conmovió hasta hacerle saltar lágrimas.
Buscó una guadaña y no pudo encontrarla en todo el caserío. Probablemente las manos de Haakon Doppen jamás habían empuñado tal herramienta… Y su mujer hubo de acudir al vecino complaciente para segar su pradera. Así sucedía.
Remó hasta llegar a la alquería de Carel y pidió muela y guadaña, que le fueron prestadas. Carel declaró que de buen grado hubiera mandado a sus chicos para que segasen los prados de Doppen; pero no se había atrevido, por ignorar si podía hacerlo. En cambio, había cuidado el patatal.
—Perfectamente, yo regalo las patatas a tus chicos —respondió Eduardo.
Conversaron de todo un poco; comentaron la cosecha del año, que prometía ser óptima, y hablaron también de los viajeros de América, cuya partida tanto había irritado a Carel.
—Andrés Vaade siempre ha sido un holgazán —decía Carel—, al revés de su padre, que ha creado todo lo que posee. Andrés sólo piensa en vestir bien y dárselas de persona fina. Lo peor es que ha arrastrado consigo a toda una multitud de jóvenes inteligentes, entre ellos, a mi yerno. Y no hablo de Lorensen, el de la tienda, que desde que ha regresado a Noruega, pasa el tiempo torciendo el gesto. ¿Por qué no se quedó allá? Ha vuelto la cabeza al revés a todos esos que se han ido y que ya verán ahora qué tal les va. Les deseo mucha suerte; pero no creo que sean tan felices como ellos imaginan. «Aquella es mejor vida», decía siempre Lorensen. «¿Por qué, mejor?», le preguntaba yo. A esto, contestaba que allá comen manjares muy dulces. ¡Será tonto! ¡Tienen aquí pasas y dulces, y se van del país! A esos les llamo desertores. ¡Mejor! ¡Vayan con Dios!
Eduardo, que también hubiera desertado de habérselo permitido sus medios, asentía de cuando en cuando. Bruscamente, interrumpió la conversación para pedir un rastrillo a Carel:
—No tengo ninguno —confesó Eduardo.
Recibió el rastrillo.
Carel le preguntó:
—¿De manera que te has decidido a vender Doppen, según me han dicho?
—¿Eh? No sé una palabra de esto. ¿Quién te lo ha dicho?
—Entonces, no debe de ser verdad. Tenía entendido que Romeo quería venderlo por tu cuenta y ver si me lo quedaba yo para mis chicos.
Las facciones de Eduardo se torcieron en una mueca extraña, quizás vislumbrando algo aciago. ¡Vendería Romeo algún día su finca para resarcirse de las deudas!
—¡Ahora caigo en que una vez hablé de ello con Romeo, pero no lo recordaba! —dijo Eduardo—. ¡Qué memoria la mía!
—Me propuso la compra, pero sin la cascada.
—Eso es, sin la cascada.
Eduardo bogó de regreso a Doppen con mayor desaliento que a la ida. Acababa de oír un aldabonazo. Al fin y al cabo, ¿para qué le serviría Doppen, ahora que volvía a estar solo? Se lo cedería a Romeo en Pago de sus deudas.
Inmediatamente después de regresar, se puso a segar su campo. Con el ánimo destrozado trabajaba, no obstante, con energía, con la furia de un desequilibrado, surcado el rostro por espesas gotas de sudor y cortando la húmeda hierba con mano vigorosa, que, en un abrir y cerrar de ojos, abría surcos profundos en el prado. Una hora después de anochecer, acabaría de segar el primer prado; a la mañana siguiente, esparciría el heno hasta la hora meridiana y, al atardecer, lo habría rastrillado por completo. No era ningún aprendiz en las labores del campo, como suponía Joaquín, su hermano menor; ni mucho menos pues sabía lo que se hacía.
Una vez terminada la jornada, se acostó, durmió varias horas y volvió a brincar de la cama.
La diafanidad del nuevo día era promesa de calor. ¿Por qué no volver a segar más y más? Aún habrían de transcurrir unas siete horas antes de que el rocío secase. Joaquín habría de verle afanado. Rendido derrengado por el trabajo de la víspera y sin probar alimento alguno, hizo irrupción en el prado.
Su evidente vigor físico se revelaba, una vez más blandiendo la hoz con energía que hacía gemir el aire, y la hierba caía en gavillas que se extendían en amplio reguero como huellas delatoras del paso del segador. Naturalmente, era mucha osadía atreverse a segar todos los prados sin la seguridad absoluta de una temperatura seca prolongada; pero esto no le arredraba.
Cuando hubo terminado, entró en su casa en busca de un poco de comida, torta y carne ahumada; calentó café y lo azucaró con jarabe. A las diez la mañana, desaparecido el rocío, procedió a esparcir el heno, que daría en total unas veinte carreta das. Al final, cayó rendido; se tumbó y quedó dormido.
Volvió a despertar con la cabeza muy clara. En su cerebro reinaba, ahora, una claridad meridiana. De repente, le asaltaron varios recuerdos, que hasta entonces sólo le habían preocupado vagamente. Así, por ejemplo, no le parecía injusto que Romeo pretendiese vender Doppen, pues sería el merecido castigo de sus culpas por haber engañado al viejo Knoff en la compra de la pesca del Lofot varios años atrás; las monedas de dos chelines volverían otra vez a su legítimo poseedor.
Asunto terminado.
Pero, ¿y Luisa Margarita? Esta cuenta era harina de otro costal. Por primera vez, sintió cólera contra ella, que, en cierto modo, se había fugado con Andrés Vaade. Eso mismo. Además, por culpa suya se hallaba ahora arruinado, en pleno vigor físico, alimentándose de comida fría como en los tiempos de su mayor miseria. Formulaba todo un capítulo de cargos contra ella, cuya metamorfosis era sencillamente horrenda. Era cariñosa en los momentos en que se desbordaba el amor; pero también aquellos instantes supremos iban acompañados de exclamaciones verecundas que hacían resaltar su grosería. ¿Cómo comprender, además, su despreocupación ante las consecuencias? Forzosamente habría sido iniciada en tierras extrañas en determinados artificios persona les, de los que él sólo por vagas referencias conocía alguna noticia que le lastimaba. Algo más había en ella que le repugnaba, por ejemplo, su indiferencia religiosa. Luisa Margarita, sin el menor escrúpulo, olvidaba santificar los domingos y no tenía inconveniente en sentarse a coser mientras el párroco platicaba en el púlpito. Alardeaba de desenvoltura y firmeza, muy bellas sin duda, mas del todo opuestas a su primitiva y temerosa inocencia. ¿Para qué servía el amor sin castidad? ¿Era acaso más feliz ahora, refinadamente corrompida? Los rizos en la cabellera y el sombrero, que tan poco la favorecían, las botas lindamente acordonadas y el vestido de moda, amén de algo más que llevaba al cuello, envejeciéndola y f empañando su belleza, todo ello abogaba contra ella. ¿Y qué significaba la payasada de ponerle a él una flor en el ojal? Ella le había dicho que así lo hacían en Norteamérica, dejándole perplejo, a él, que jamás había visto cosa semejante. A veces, le sucedía que alguna que otra palabra noruega no acudía a su memoria con prontitud, y, entonces, solía decir: «¿Cómo se dice…? En inglés se llama… tal». Esto era seguramente espontáneo, pero ridículo en una mujer nacida en Doppen, comarca de Fosen. ¡El inglés! Augusto sabía el ruso y nunca tartamudeaba cuando halaba en noruego. Para conversar en la tienda con Lorensen y Andrés Vaade, hablaba en inglés hasta hacerse insoportable. Pero, en cambio, nunca se le había ocurrido invitar a la pequeña Haabjörg a cantar alguna canción inglesa en presencia de Eduardo. Nunca ¡Por mi, buen viaje, y habla en inglés cuando quieras a través de los océanos! Eduardo había llegado al convencimiento de que él hubiera sido otro hombre de no haber puesto jamás los ojos en Luisa Margarita…
Otro asunto terminado.
Por fortuna, consiguió entrar el heno bajo techado sin que se mojase, no obstante haberse afanado impremeditadamente, segando todos los prados de una sola vez. La labor siguió adelante con suerte. Tenía el cuerpo dolorido, hasta el extremo de hacerle lamentarse o reír alternativamente; en cambio, ningún daño sufrió su espíritu, al contrario. Al anochecer se calentó una sopa de harina de avena, aderezada con un poco de jarabe, obteniendo con ello un condumio muy sabroso que le movió a dar gracias a Dios.
Cuando hubo terminado de almacenar el heno, bogó hasta la alquería de Carel y le devolvió las herramientas.
Había terminado en Doppen y, comprendiendo que era el fin, deambuló por su finca, para decirle adiós, entristecido aún por el recuerdo de su desventura, que nada podía ya remediar. En el cobertizo vio su hacha nueva, la que sentía abandonar, sin atreverse tampoco a llevársela. No quería ni un clavo, ni una astilla de Doppen. Y abandonó el hacha, clavándola en el tajo. Luego, entró en la alcoba y dejó resbalar la mirada sobre la cama; se sintió invadido por los recuerdos y se desplomó, prorrumpiendo en sollozos. En aquellos instantes, olvidó los cargos hechos a Luisa Margarita arrepintiéndose de ellos con lágrimas en los ojos.
Augusto estaba pronto para la partida.
—Una cosa tengo que advertirte —dijo a Eduardo—. Si acaso te pidiera que me concedas algunas horas de espera para dar la última mano a los preparativos, no cedas.
—¡Claro que no! —respondió Eduardo sin penetrar en la intención de Augusto.
El vapor del Sur tenía que llegar entrada la noche, Augusto, entretanto, se afanaba en los preparativos, corriendo a toda prisa por entre los pabellones, con forme pudo comprobar Eduardo.
Al anochecer, le dijo:
—No estaré a punto para este vapor. —¿Por qué motivo?
—Tendremos que aguardar otro vapor que vaya al Sur.
—¡De ninguna manera! —gritó Eduardo.
—Entonces, tendrás que irte solo.
Esto sobrepasaba las posibilidades de Eduardo, por muchas razones.
—¿Qué te impide partir? —le preguntó.
—La cuenta —respondió Augusto—. No encuentro a Romeo.
Probablemente, era mentira, pues el mismo Eduardo se las había visto negras para evitar su encuentro, pues no deseaba tropezar con nadie dado su estado de ánimo, prefiriendo pernoctar a la intemperie.
—Me parece que la cuenta la tienes ya en el bolsillo —le dijo Eduardo a boca de jarro.
—Efectivamente. Pero se trata de otra cosa —respondió Augusto, volviendo a alejarse.
Al amanecer, rasgó el espacio el ronquido de la sirena del correo y Eduardo acudió presuroso al muelle. Imposible descubrir a Augusto; nadie daba razón de él, y Magno, que atendía al cargamento, creyó oportuno decir:
—Seguramente no se atreve a subir a bordo por miedo al mar.
Eduardo se sentó en una caja, y se quedó dormido.
Al cabo de bastante rato, llegó Augusto con sombrío continente y con el saco marinero, vacío, debajo del brazo.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Eduardo.
—Más valdrá que no me lo preguntes —respondió Augusto—. Pero hubiera hecho mejor matándolo.
Eduardo abrió la boca, pasmado.
—De todos modos, aquí me tienes con el saco, pronto a partir.
—No puedo esperar toda una semana —dijo Eduardo, descorazonado—. He pensado, Augusto, que debemos irnos en el vapor que pasará esta noche con rumbo al Norte. ¿Qué te parece?
Augusto meditó un instante, y dijo:
—Pues, iremos al Norte.
Después, desapareció acuciado por algún menester inaplazable; luego, volvió en busca de Eduardo y, anochecido, se sentaron detrás de una artesa, donde permanecieron resguardados, durmiéndose al fin.
Al aproximarse la hora de la llegada del vapor del Norte, se despertaron instintivamente; pero no hablaron más que lo estrictamente indispensable. Augusto se sentía melancólico. De repente, dijo a su amigo:
—En cuanto oigas silbar el barco, subes a bordo Yo te seguiré.
—Subiremos a bordo los dos juntos.
—Es que tengo que despedirme de alguien —musitó Augusto.
Al oír el ronquido de la sirena, se puso en pie de un brinco y dijo:
—Tú haz lo que quieras, pero yo no me marcharé en ese vapor.
—¡A bordo inmediatamente los dos! —gritó imperiosamente Eduardo, reteniéndole.
—¡Suéltame! —gritaba Augusto—. Esta ocasión me viene de perillas. Magno está ocupado ahí abajo, mientras ella está sólita en la cama…
Cuando Eduardo se dio cuenta cabal del significado de estas palabras, arrastró consigo, sin contemplaciones, a su amigo, al que no soltó hasta que estuvieron a bordo.
—¿Te ha devuelto el anillo? —le preguntó Eduardo.
—¡Qué importa el anillo! Me daré por satisfecho si se lo lleva a la tumba. Tampoco me ha dado nada ahora.
—¿Lo intentaste ya antes?
—¡Que si lo intenté! —replicó Augusto—. Pero yo creía que ahora, a punto de partir… Pero estoy seguro de que si hubiera vuelto esta noche…
De pronto, montando en cólera, preguntó:
—¡Canastos! ¿Por qué me tiras de la manga? ¿Te lo hice yo alguna vez a ti? Yo, en tu lugar, lo hubiera pedido con muy buenos modales. Bueno, no lo tomes a mal. Pero se ve que nunca estuviste enamorado ni sabes lo que es.