Luisa Margarita había prometido a Eduardo, y a sí misma también, mantenerse alejada de la tienda; pero había de violentarse para no quebrantar su decisión. No podía más. La promesa había sido formal y espontánea, y le causó alegría a Eduardo, quien, sin embargo, tiempo después, no parecía intentar su estricto cumplimiento, por cuanto él favorecía la ocasión de quebrantarla.
—El mar está hoy precioso, deberías acompañar me con la niña —le decía.
¡Qué inconveniente había en que ella echase párrafos en inglés y se distrajera un poco! Cierto que, después, al regreso, la dominaba la melancolía y se mostraba parca en palabras; pero esto ya no le atormentaba a él tanto como antes. Además, era conveniente que Luisa Margarita se dejase ver en la tienda de Knoff, donde, al fin y al cabo, había sido acogida amablemente un día por Romeo, que incluso se dignó acariciar a Haabjörg. Romeo se había mostrado muy afable en aquella ocasión; obsequió a la niña con golosinas y le preguntó si le gustaría quedarse allí. Haabjörg le contestó que sí, porque en la tienda había muchas cosas bonitas, y palomas, gallinas y vacas y toda suerte de animales en la granja La madre había asistido sonriente a la conversación, atenta a las sorprendentes ocurrencias de la niña, que Romeo había acogido, riendo como un muchacho. Al despedirse, preguntó a Haabjörg:
—¿Volverás pronto?
—¡Con mucho gusto!
—¿No mientes?
—¡Ya lo verás! —respondió la niña.
En efecto, la visita había sido grata a Luisa Margarita, quien declaró que Romeo le había parecido más simpático de lo que esperaba.
Transcurridos pocos días, Haabjörg manifestó deseos de volver, y Eduardo accedió de buen grado. No había conseguido atraerse a la niña en la meda por él anhelada, ni se atrevía a besarla ni a permanecer a solas con ella; tampoco ella buscaba su amparo ni le echaba los brazos al cuello, lo que no impedía que el corazón de Eduardo latiese por la niña y se apresurase a satisfacer todos sus antojos. El día en que volvieron a visitar la factoría, se llevaron a la madre consigo.
Romeo tardó bastante en aparecer; mientras ellos se ocuparon en hacer sus pequeñas compras, Eduardo cuidó de las provisiones. Luisa Margarita conversaba con Lorensen, y la niña desapareció de su vista. De pronto, se abrió la puerta del escritorio y dio paso a Haabjörg, que venía riendo y charlando, cogida de la mano de Romeo, quien dijo:
—¡Ha venido a buscarme!
Como la niña no le soltara la mano, hubo él de recordarle que le había pedido permiso para ir a ver las terneras.
La mamá juntó las manos, y exclamó:
—¡Qué niña, qué niña!
—Es preciosa —exclamó Romeo con la espontaneidad de su juventud.
—¡Ven conmigo, Haabjörg!
Y ambos fueron a contemplar las terneras.
Permanecieron afuera bastante rato y, cuando volvieron, la niña refirió que había visto muchos animales. Los dos iban de un lado a otro de la tienda en animada conversación.
—¿Quieres que subamos a ver a Julia? —le preguntó él.
—¡Ya lo creo! —respondió la niña, cogiéndose otra vez de su mano.
—¡Qué niña! —volvió a exclamar su madre— pero, si tenemos que volver a casa.
—¿No podría dejarla aquí? —preguntó Romeo.
—¡Con mucho gusto! —respondió Haabjörg, provocando risa general en toda la tienda.
Siguieron irnos instantes de discusión.
—No trae la camisa de dormir —observó la madre, queriendo alardear de costumbres finas.
—¿La camisa de dormir? —Romeo suponía que Julia conservaría algo semejante de sus años infantiles. Lo más seguro es que ignorara que existiesen; camisas de dormir—. Pero, en cambio, Julia tiene varias muñecas —le dijo.
Apenas oyó Haabjörg estas palabras, se colgó de él fuertemente, instándole a ir.
—Déjala que se quede —musitó Eduardo—. Mañana, volveré a por ella.
Al regreso, Luisa Margarita hizo toda la travesía leyendo una revista americana, acurrucada en la barca.
Ambos estaban satisfechos de haber dejado a la niña en casa de Knoff, juzgando que ello significaba un paso de aproximación a su madre.
—Personalmente, nada me importa —dijo Luisa Margarita—. Pero no deja de ser un acto de buena educación.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó Eduardo.
—Una revista de Andrés Vaade, que me ha dejado Lorensen. —Visiblemente entusiasmada por la lectura, dijo—: Habla de la Florida, en América. ¡Lástima que no puedas leerlo! Yo no he estado en esa comarca, que debe ser la más bella del mundo. Aquí está el relato de todos los lagos y ferrocarriles de la región y de los productos que se dan en sus granjas. Mira estas ilustraciones de peras encarnadas, pámpanos verdes, trigo rubio y ciruelas azules… ¡Ah! Allí se dan frutos en profusión, y nunca aparecen los plan teles tan míseros como aquí. Mira esta fotografía: parece Andrés Vaade en persona, sentado sobre una máquina segadora que arrastran dos caballos. Detrás se extiende un campo de trigo, que, al segarlo, se recoge en gavillas, quién sabe si con otra máquina especial.
—¡Maravilloso! —dijo Eduardo.
—¿No te gustaría ir a un país como este?
—No digo que no me gustase… El caso es que aún no he pensado en ello.
—Pues sería lo mejor que podría ocurrírsete.
—Tal vez —dijo Eduardo, algo excitado—. Pero ¿no habíamos convenido en pasar nuestra vida en Doppen?
—Cierto. Pero ¿no quedamos también en que tú ensancharás la casa en tu pueblo, para establecer nos allí?
Eduardo guardó silencio.
—No podrá ser, tú mismo te convencerás. Te explicaré todo lo que relata esta revista. Entonces, tendrás ganas de ir a un país como aquel. Andrés Vaade piensa volver allá, pero esta vez quiere dirigirse al Canadá y establecerse en una ciudad. Partirá en otoño, y con él irán muchos más. ¿Qué te parece si también fuéramos nosotros? Eduardo, prométeme hacerlo.
—En mi país, tengo una pequeña tienda y medios de vida —respondió él.
—¡Qué importa eso! Aquí, nos arrastramos como hormigas y a duras penas adelantamos un paso cadí día. Dime, por ejemplo, si nuestro vecino Carel ha echado barriga sentado en su finca.
—¿Quién, Carel? Es el más feliz de los hombres Nada le falta; sus hijos son ya mayores y trabajadores, y sus campos producen a pedir de boca. No me explico que se te ocurra hablar de Carel, que está muy satisfecho de su suerte.
—Porque no conoce otra cosa, ¿no estás en ello? ¿Acaso tiene Carel una máquina y dos caballos como los de esta revista? Ni en sueños ha visto tal cosa, Lorensen dice, y tiene razón, que aquí están satisfechos quienes no han visto más.
Eduardo la miró de hito en hito, y le dijo:
—Hubo una época en que tú eras feliz en tu terruño.
Ella sonrió, dueña de sí misma, para responder con sencillez:
—Claro está, porque no conocía otra cosa.
—Mejor será que pongamos punto final —murmuró él—. Estás completamente transformada.
Esta era precisamente la impresión que ella había pretendido ocultar desde el primer día; pero, al final, había sido puesta al desnudo. Al llegar a casa, redobló su amorosa solicitud, trocó en seguida sus galas por la ropa casera, cuidó del condumio en la cocina y prodigó palabras afectuosas. Aquella noche, Eduardo se había propuesto mantenerse alejado de ella a todo trance; propósito que no pudo sostenerse, por qué Luisa Margarita no quiso que pernoctase en el granero. Al contrario, al advertir que en el cuarto había sitio para los dos, decidió pasar la noche con él, y, como medida de precaución, colgó unos lienzos en la ventana. ¡Imposible oponerse a los deseos de la mujer!
Noche de amor, promesas y mentiras. Ella era la felicidad inasequible, la estrella que guiaba sus pasos y su única dicha en la tierra… Así lo afirmaba él, absolutamente convencido.
—¡No te alejes de mi lado! —le suplicaba—. ¡Te amo ahora más que nunca!
Estaba tan adentrada en su alma que él era mártir de su amor.
—Lo mismo siento yo —respondía ella, mintiendo también a porfía—. Nadie, fuera de ti, ocupará mi corazón.
Depravada su sensibilidad, su pasión carecía de la espontaneidad de antaño, y ahora podían amar y conversar.
La noche era tan cálida, que hubieron de desprenderse de las sábanas, y, bajo el reflejo de la luz pudieron contemplarse y besarse a su antojo. Ella le peguntaba:
—¿Soy como tú me quieres?
—Sí, alma mía.
—¿Tal como tú me deseas?
—Sí, mi vida.
Forzosamente, llegó el momento en que habían de cansarse y enmudecer. Pero al volver a recobrarse, Luisa Margarita habló de nuevo, acercando su cabeza a la de él, en la almohada, y le dijo:
—Jamás me separaré de ti. No me iré sin ti. Nadie será capaz de inducirme a ello. Además, ¿cómo podría yo alejarte de Haabjörg?
—¡Oh, no!
—¿No podríamos irnos los tres juntos?
—No sé —respondía él.
En aquellos momentos de arrobamiento, no se atrevía a negarle nada. Se había mostrado pródiga sin apelar a las tretas que él había descubierto en otras mujeres, ni tampoco había intentado explotar desde un principio la tensión de los sentidos, con el fin de alcanzar algún objetivo determinado. ¿No era justo que él correspondiera con nobleza?
—¿Te gustaría que yo fuera allá? —preguntó Eduardo.
—Mucho. En todo caso, quisiera irme de aquí. De preferencia, allá, porque viviríamos mejor. Aquí, siento que pierdo la calma, sin acertar a comprender los motivos. Además, desde que ha caído en mis manos esta revista americana…
—Lo pensaré —dijo él.
—¡Oh, Eduardo, no puedes imaginar cuánto te lo agradeceré! —exclamó arrojándose a sus brazos, loca de alegría.
Contagiándole su entusiasmo, no cesó de hablarle toda la noche, asegurándole su agradecimiento por lo bueno que se había mostrado siempre. ¡Dios santo, qué más podía desear ella! Apoderándose de su ánimo por completo, se acurrucó en sus brazos, y le arrancó nuevas promesas. Al amanecer, había obtenido de él cuantos juramentos quiso arrancarle.
Volvió a bogar una vez más con rumbo a la factoría, en busca de Haabjörg. Recordando sus promesas de la noche pasada, no podía sustraerse a la impresión de que eran fugaces. ¡Él, ir a América! ¿Podría consentir en abandonar su tienda? Su padre no resistiría este golpe, su pobre padre, que había asistido a cada ensanchamiento de la casa paterna diciendo:
—¡Si tu madre viviera!
En el muelle tropezó con Augusto. Había noticias pescas: La respuesta recibida de Trondhjem comunicaba que los pedruscos remitidos por Augusto habían sido ya objeto de examen con anterioridad varias veces y practicadas diversas excavaciones en el monte, cuyo emplazamiento era notorio.
—He llegado demasiado tarde —dijo Augusto.
—Seguramente —exclamó Eduardo, deprimido.
Augusto cedió un instante al abatimiento, hizo un esfuerzo sobrehumano para recobrar su aplomo, y, recordando la promesa hecha a Eduardo, le dijo:
—Esta vez, no puedo ayudarte.
Eduardo se condolió del infortunio de su camarada:
—¡Qué lástima que tengas tanta desgracia!
—Ya ves —respondió Augusto—. Con todo eso, me he quedado sin reloj. A pesar de ello, se me da una higa. ¡Qué lleve buen viaje!
—¿Cómo se entiende eso?
—Muy sencillo, porque todo el monte no es otra cosa que pura escoria.
—¿Es posible?
—Claro está que no soy ciego ni loco. Bien sabía que algo contenían las piedras encontradas por mí, de manera que nada nuevo me ha noticiado el dictamen, que habla de azufre y grava y no sé qué más; pero, ¿para qué me servirá todo eso? Además, la proporción es tan pequeña que no vale la pena explotar ese monte, que parecía contener la misma materia, cuando ahora resulta que contiene cinco o seis.
Eduardo escuchó el relato, mudo y atónito.
—¡Canastos! ¡No era oro! —concluyó diciendo Augusto—. Pero, dime, ¿qué piensas hacer, ahora?
—¿Yo? Irme a la granja en busca de la americana. Ha pasado la noche allí.
—Te pregunto cómo piensas arreglártelas para empezar las obras.
—No podré edificar. No veo otra solución que la dejar del país.
—¡Si yo pudiera hacer otro tanto! —exclamó Augusto—. Me iría ahora mismo. Pero, tal como están las cosas, no me queda otro remedio que trabajar todavía algún tiempo en el malecón para ahorrar algunos escudos.
—¿Estás sin dinero?
—No poseo ni un solo ore.
—Yo te prestaré algunos escudos. Precisamente acabo de recibir dinero de casa.
—¡Haz el favor de no blasfemar! ¡No estás forrado de dinero!
—Luego, veré cuánto puedo reunir entre lo que tengo aquí y en casa, y, entonces, te ayudaré. ¿Querrás acompañarme?
—¡Ya lo creo! ¡Hasta el fin del mundo!
Eduardo retornó a Doppen con la niña, en la barca, portadora de cucuruchos con comestibles y golosinas, amén de una muñeca vestida de seda, regalo de Julia, quien le había prometido otra mayor para la próxima vez que volviese. Romeo le había regalado una sortija con una piedra encarnada, como las que vendía en la tienda.
—¿Te has divertido mucho? —le preguntó Eduardo, con amabilidad.
—Mucho. Tengo que volver a por otra muñeca.
—¿Qué harás con tantas muñecas?
—Serán madre e hija.
—¿Cómo habéis pasado el tiempo? ¿Jugasteis mucho?
Respondía a Eduardo con su reserva habitual, considerándole extraño a sus propias cuitas. Bruscamente, se echó a reír, y exclamó:
—¡Cuánto me han hecho reír aquellos dos gatitos!
La pequeña Haabjörg conservaba mil recuerdos de la visita, que la hacían reír con frecuencia, y al llegar a casa, mostró a su madre los regalos y le refirió sus impresiones sin aguardar a ser preguntada. Estaban en la cocina, donde, sentado a la mesa comía aquel hombre de los dientes de oro.
—Le canté una canción y él me habló en inglés. Además, había dos garitos y una gata grande, su mamá, que bajaba despacio y les veía jugar. Me darán uno y lo traeré aquí.
—¿Te has divertido mucho en la estancia? —preguntó su madre.
—¡Mucho! También son muy graciosos los de la ganadería, todos blancos de harina y con mucha pasta en las manos. ¡Ja, ja, ja! ¡Si los hubieras visto! Después fuimos al gallinero y repartimos grano. Estuvimos en muchos sitios.
—¿Quién te acompañaba?
—Todos, menos la señora, que como está muy gorda se quedó en la sala; pero vinieron Julia, Romeo y el viejo. El amo me enseñó su reloj de oro, me dejó oír la máquina y se fue. El ama de llaves me llevó a la despensa. Allí había muchas cosas en los estantes y cajones, y me dio bizcochos. Me di vertía mucho.
—¿No te dijeron que volvieras?
—¡Naturalmente! Me dijeron que fuera a buscar la muñeca.
—¿Tenía Julia camisa de dormir para ti?
—Sí, pero era corta como una chaqueta.
—¡Ah, vamos! ¡Una chaqueta! —exclamó Luisa Margarita—. ¡Ya me lo figuraba yo! Es lo que usan aquí. ¿Te preguntaron por tu mamá?
—No me acuerdo. Pero preguntaron por papá. Volvimos a ver las terneras, ¿sabes? No muerden, y me lamían la mano.
—¿No te preguntaron por mamá?
—No. Pero yo les he dicho que tienes dos anillos, uno de ellos con dos perlas.
No. No preguntaron por la madre. Una nueva desilusión invadió a Luisa Margarita cuando volvió a acompañar a la niña a casa de los Knoff, que tan sólo acogieron con reiteradas demostraciones de agrado a Haabjörg. Ni siquiera invitaron a la madre a entrar en la sala. Afortunadamente, Andrés Vaade se hallaba de nuevo en la tienda, envuelto en su guardapolvo gris, quien, en unión de Lorensen, el primer dependiente, entabló con ella a animada conversación. Fijaron la fecha de la partida América y discutieron algunos pormenores relacionados con el viaje. También Eduardo asistió a la liberación, en calidad de testigo mudo, por no comprender una palabra de inglés.
Una de las domésticas acudió a preguntarles de parte de los señores si Haabjörg podría volver a quedarse aquella noche. Ni una palabra para la madre.
Esta miró a Eduardo, y dijo:
—No comprendo qué mosca les habrá picado para que estén tan chiflados con la niña.
Lorensen terció, guiñando un ojo, y dijo en voz baja:
—Muy sencillo; se han contagiado de la simpatía de Romeo porque quieren halagarle.
—¿Qué inconveniente hay en que la niña se quede? —musitó Eduardo.
—Por mí, que se quede —dijo la madre—. Al fin y al cabo, para algo he traído esta vez la camisa de dormir.
Puso en manos de la criada un paquetito, y la doméstica se fue. Pero apenas esta cerró tras sí puerta de la tienda, Luisa Margarita profirió un breve grito de azoramiento, y dijo a Eduardo en voz baja, asiéndole del brazo con mano alterada:
—¡Corre! Llámala y dile que te devuelva el paquete. ¡No es el suyo!
—¿No es suyo? —le preguntó Eduardo, con pausado gesto de incomprensión.
—No, le he dado mi propia camisa de dormir. ¡Mírala aquí! ¡La suya es esta! ¡Corre y cambia los paquetes!
¿Su propia camisa de dormir?, pensaba Eduardo, sorprendido, mientras salía corriendo. Conocía perfectamente todas las entradas y salidas de la granja y por ellas corrió a toda prisa hasta alcanzar a la doméstica en la cocina.
El trueque de los paquetes fue cosa de abrir y cerrar los ojos; pero quiso la casualidad que la señorita Ellingsen, el ama de llaves y mujer de Mag no, acertase a estar presente en la cocina. Al ver a Eduardo, le reconoció en el acto, y si bien se le alteró el color de las mejillas, le saludó sin inmutarse, acogiendo con prolongada sonrisa el saludo de su antiguo amigo. La señorita Ellingsen no aparecía afeada por el connubio. Lucía un anillo grande en el dedo cordial y semejaba la misma de antaño, con las mangas recogidas que descubrían sus bien torneados brazos.
—¡Dichosos los ojos! —dijo ella.
—¡Claro! Ningún objeto pueden tener mis visitas desde que te casaste.
—Ni yo hubiera sido tan loca de creer lo contrario.
—Me dijeron que volviste a encontrar a la mujer de Haakon Doppen.
—Eso no deja de ser verdad, hasta cierto punto. Tenía deseos de volver a su antiguo hogar y yo no podía oponerme —respondió Eduardo, cobardemente.
—Al fin y al cabo, nada me importa todo eso.
—Y a ti, ¿cómo te va? —preguntó él.
—Como siempre. ¿Y a ti?
—Mejor será no hablar de mí. Seguramente, acabaré por tener que emigrar.
—¡Caramba! ¿Has cometido alguna trastada? —le preguntó ella, bromeando.
—Efectivamente. En mi propio daño.
El hondo suspiro que Eduardo profirió no arrancó ninguna frase a la joven. Había intentado mostrarse vapuleado por un ingrato destino; pero la «señorita». Ellingsen acogía sus exclamaciones con pertinaz sonrisa y artera contracción en los labios.
—¿Te burlas? —preguntó él un tanto molesto.
—¿Acaso he de llorar? —respondió ella—. Aquellos polvos trajeron estos lodos. No eches la culpa a nadie.
No había sido esa la intención de Eduardo; y por esto respondió enojado:
—No acierto a comprender tu pensamiento. ¿Acaso te echo la culpa a ti?
—No, a mí, no. ¡Vamos, no te enojes! Lo dije sin ninguna intención.
Imposible platicar con mujer tan taimada. Eduardo quiso salir, pero ella no le dejaba en paz. Las criadas entraban y salían, agitándose, afanosas, en la cocina; trasteaban en el hogar; ponían la mesa para la comida del servicio, fregaban y secaban. Inopinadamente, la «señorita». Ellingsen abrió, rápida, la puerta de acceso al reposte, y le dijo:
—¡Entra un momento! ¡Tengo que decirte una cosa!
—¿Qué? —preguntó Eduardo, siguiéndola.
Se detuvieron detrás de la puerta cerrada. Nada sucedió.
—¿Qué es?
—¡Pues, nada de particular!
Eduardo la miraba boquiabierto.
—¿Entonces…?
Ella depuso su aplomo, sonriendo turbada y humillando la mirada:
—Sólo quería hablar un poco contigo.
—No es este el momento oportuno. Mira, me han mandado en busca de este paquete y tengo que devolverlo. Me están aguardando.
—¿Quién?
—Mi compañía.
Una fugaz contracción desfiguró casi imperceptiblemente las facciones de la mujer:
—Siendo así, no quiero detenerte. Creí que te hubiera agradado sentarte un ratito para echar un párrafo conmigo, tomar un bocadillo y sorber un poquito de café.
—Te lo agradezco en el alma, pero…
Él no pudo substraerse a cierto sentimiento de conmiseración, y cediendo a un tímido impulso de ternura, le cogió la mano, deseando testimoniarle su cordialidad:
—¡Llevas un anillo precioso!
—Sí.
—¿Por qué te lo pones en el dedo cordial?
—Porque me viene ancho.
—Se ve que Magno quiso ser bueno para ti y te lo compró grande.
Ella guardó silencio. Retiró su mano y se puso a revolver algo en la despensa. Luego, abrió un cajón. Eduardo vio que contenía harina. ¿Qué buscaba en él? Seguramente, había confundido los cajones.
—Es hora de que me vaya —exclamó él.
Y abrió la puerta.
Salió, seguido por la joven, cuyo rostro reflejaba intenso odio.
Cuando transponía la puerta, Eduardo sintió el roce de su mano en la espalda, como impulsándole a salir… Luisa Margarita le aguardaba presa de extraordinaria inquietud.
—Me entretuvieron mucho —dijo él.
Examinó ella el paquete y respiró como si le hubieran quitado un gran peso.
—¡Efectivamente, este es! Podemos irnos a casa. ¿Te queda algo que hacer?
—No.
Como no habían efectuado compra alguna, nada hubieron de transportar a la barca. Al llegar afuera, a la plazoleta del patio, ella se detuvo bruscamente, y preguntó:
—¿Estuviste en la panadería?
—¿En la panadería? No.
—Llevas una mano blanca marcada en la espalda —dijo Luisa Margarita, procediendo a sacudir la mancha—. ¿Dónde has estado?
—En la cocina.
—Una mano blanca, cinco dedos. Es harina y no puedo borrarla.
Eduardo se quitó la chaqueta, sin moverse del sitio, y la sacudió y restregó con empeño. No acertaba a disimular su cólera. Por su mente pasó la idea de correr otra vez a la cocina para estrechar la mano de aquella mujer, en acción de gracias, y apretársela tan fuerte que sus dedos se le quebrasen contra el sólido anillo de oro.
—Ha sido el ama de llaves, que te ha abrazado —le dijo Luisa Margarita con labios empalidecidos.
—No me ha dado ningún abrazo.
—La querida que te visitaba en el yate.
—¡Ja, ja, ja! —profirió Eduardo, riendo a todo trapo.
—¿No es cierto que te ha cogido en sus brazos?
—¡No digas tonterías!
Volvió a ponerse la chaqueta tal como estaba y reanudaron la marcha.
—Valía la pena de que antes se hubiera tomado la molestia de lavarse las manos —reanudó Luisa Margarita.
Eduardo callaba. ¡Aquella mujerzuela, hija de Satanás, se había vengado! Y él había sido tan imbécil —pensaba— que se puso a sacudir la chaqueta en medio del patio, mientras ella estaría mirándole desde alguna ventana, recreándose en su triunfo.
—Si yo hubiese ido a buscar el paquete hubiera sido mejor —observó Luisa Margarita.
—Tienes mucha razón.
—Pero no fue posible. Yo no podía dejarme ver. Hubieran sido capaces de imaginar que iba a la cocina para que me convidaran.
Tantas fueron, en el camino, las lamentaciones de Luisa Margarita, que, al fin, él hubo de resolverse a referirle lo sucedido. Era completamente inocente y podía justificarse sin apelar a la mentira. La perspicacia de Luisa Margarita la hizo comprender que la venganza del ama de llaves había tendido a herirla a ella más bien que a Eduardo. Empero juzgó la cosa con serenidad y se limitó a decir a Eduardo entre jocosa y amargada:
—A partir de hoy, no me atreveré a dejarte ir solo a la tienda.
Se lo dijo en broma, sonriente y reposada: broma inocente, mas poco grata.
Él volvió a devorarla durante algún tiempo, avivándole el fuego de la pasión que la empujaba a Eduardo, mañana y noche, como en los primeros días. Luego, todo pasó. Tenía otras ideas que requerían rían su atención.
Un día, preguntó a Eduardo:
—Tendrás que ir al pueblo para disponer la marcha, ¿verdad?
—Claro —respondió Eduardo.
Pero transcurrieron días y semanas, y Eduardo no se movía de Doppen. No daba muestras de apresuramiento. No era necesario, su hermana Paulina le había vuelto a mandar dinero procedente de la venta de la última expedición de mercadería, y con ello pudo Eduardo volver a adquirir provisiones en la tienda de Knoff.
Algún tiempo después, Luisa Margarita volvió a preguntar:
—¿No piensas en los preparativos del viaje?
—Efectivamente —respondió Eduardo.
—Porque el tiempo apremia, ahora.
—¿Tienes ya tu pasaje?
—¿Mi pasaje? ¡No pensé en la vuelta cuando vine. Esperaba quedarme aquí!
—También yo lo creí así —respondió Eduardo con acento grave.
—El caso es que esto se me hace insoportable. Mejor será que no hablemos más del asunto. Tengo volver allá y probar suerte. En alguna parte será. Tal vez en el Oeste.
—Por lo que veo, no son muchas las seguridades que te aguardan allí.
—No lo sé —respondió ella—. Sin embargo, algo haré, y para algo me servirá mi voluntad. Tu ríes, juzgándome inconsciente. Olvidas que allá tengo dos hijos.
—También aquí tienes a tu hija.
Silencio.
—¿Dispones de dinero para el pasaje? —inquirió Eduardo.
—Sí —respondió ella francamente—. Andrés Vaade me lo prestará.
Nada era ya capaz de hacerles sonrojar. Un par de meses atrás, Eduardo hubiera juzgado como una ofensa que ella recibiera dinero prestado de alguien que no fuese él mismo. Ni tampoco hubiera intentado él hacer caso omiso de ella. ¡Ah! Habían despertado, al fin, de su inefable borrachera, para ceder a un sopor invencible, desvanecida ya la mutua atracción. Ella no se había atrevido antes a exhibir sus anillos, muy bonitos por cierto, temerosa de herir a Eduardo. Ahora, los lucía. ¿Por qué no, si los tenía? Los vio él; pero nada dijo, ni experimentó gran dolor por ello. Ignoraba su procedencia, pero tampoco pareció interesarle. Más aún; cuando ella aludía a los cinco dedos de harina marcados en la chaqueta, riéndose cordialmente de aquella tontería, y le preguntaba si le gustaría volver para que se repitiese la escena, él respondía afirmativamente.
—En cuanto Andrés Vaade entre en la tienda, me escabulliré hacia la cocina para reunirme con ella a solas.
—Debes de saber que Andrés Vaade no es nada desagradable —replicaba ella, tomando su defensa.
Además, me consta que estaba algo enamorado de mí. Él me regaló esta sortija de perlas. Fue un presente de Navidad, en América.
A esto, respondió Eduardo:
—También podría ser que a mí me hubiera regalado muchas cosas mi ama de llaves.
Era evidente que nada les causaba sonrojo alguno. Los secretos de su corazón quedaban profanados y no existía valladar para sus osadías. Ambos se habían vuelto vagabundos, incluso para el amor.
—Todavía nos quedan dos semanas —dijo Margarita.
—¿Dos semanas, para qué?
—Para emprender el viaje. El tiempo apremia.
Debes prepararte.
—¿Y si antes vinieras conmigo al fiordo? —preguntó Eduardo, deseoso de ponerla a prueba—. Quizás al ver aquello te animases a quedarte allí.
—¿Y las obras de la casa?
—¡Dale con las obras! ¿Tan bien acostumbra estás, Luisa Margarita?
—Dios sabe que no —dijo ella, humillando la voz—. Pero como me lo prometiste, por eso te lo he recordado.
—Puedes estar segura de que edificaré. Esto requiere algún tiempo, pero edificaré. Haré una casita muy linda para nosotros. ¿Quieres que vayamos ver el terreno?
—Te acompañaré —respondió ella.
Así quedó convenido. Y era ella quien con mayor ahínco porfiaba, desde entonces, para ir en seguida, como desconfiando del éxito de este viaje y deseosa, por consiguiente, de ganar tiempo para poder regresar en un plazo de dos semanas y hallarse presente el día de la partida con rumbo a América. Tampoco era mucha la confianza de Eduardo, temeroso asimismo, de la inutilidad del viaje a su pueblo.
Además, ¿cómo justificar la llegada a su caserío, acompañado de una mujer y una niña?
No importaba…
Haabjörg se puso algo triste. Había vuelto con las dos muñecas que Julia le había regalado, con promesa de darle el gatito cuando volviera a la factoría por tercera vez para pasar allí la noche, y, ahora, resultaba que se quedaría sin gato. Eduardo hubo de prometerle todos los gatos que hubiera en su pueblo.
Cerraron las puertas y partieron en la barca. Otra vez quedaba la granja abandonada a su soledad, partieron sin que nadie les dijera adiós, acompañarlos tan sólo, hasta el mar, por el zumbido de las aguas que se despeñaban de la catarata. Bogaron basta la alquería de su vecino Carel, recomendándole que, de cuando en cuando, fuese a dar un vistazo a Doppen.
Llegaron a la ensenada a bordo de una barca de alquiler. Eduardo no mostraba arrogancia alguna esta vez, pues no arribaba mandando barco ni dueño de una barca abarrotada de mercadería, sino acompañado de dos personas extrañas, cuya presencia habría de provocar una gran sorpresa a su padre, a su hermana y, muy especialmente, a su hermano Joaquín.
Al adentrarse en la bahía, divisaron a la gente afanada en el secadero de las peñas, la que, sorprendida y picada de curiosidad, suspendía la labor para contemplar a las pasajeras de la barca pilotada por Eduardo, quien se sentía empequeñecer en el banco de los remos. Anclado junto al secadero, se filaba el barco del fiordo de Ofot, que también este año había ido a la bahía para secar un cargamento de pesca. El armador aún no había devuelto los escudos que Eduardo le había prestado a causa de los dispendios de su hijo Nils; pero, a costa de grandes esfuerzos, había reunido algún dinero para comprar hogaño nuevo cargamento de pesca en el Lofot. Desembarcaron en la atarazana y subieron al podado. Eduardo cargó con el equipaje.
Fueron cordialmente acogidos. Luisa Margarita, animada por el viaje, revelador de nuevos horizontes, lejos del perenne pisar diario sobre sus propias huellas en Doppen, apareció bella y jovial, llegando a captarse la franca simpatía de Paulina. También Haabjörg se adaptó desde los primeros instantes al ambiente, nuevo para ella, obteniendo, además, la propiedad de la gata de la tienda y de sus gatitos.
Trabó buena amistad con el padre de Eduardo y le contó cosas de América. Joaquín estaba ausente.
Todo iba, pues, a pedir de boca. El pulcro aspecto de la casa pintada de blanco, contribuyó a despertar la delectación de Luisa Margarita, que decía:
—Tu casa es magnífica, Eduardo, con escalones de piedra y todo.
—No tanto —respondió Eduardo—. Pero hemos hecho cuanto nos fue posible.
Con cierto rubor, le mostró los escasos estantes y cajones de su reducida tienda, el menguado escritorio y su propia alcoba, impecable todo, pero minúsculo. Él le preguntó:
—¿Podrás acomodarte en esta alcoba? ¿Qué te parece?
—¡Qué duda cabe! —respondió Luisa Margarita—. ¿Por qué no?
—Esto es provisional. Después, haré edificar.
—¿Dónde dormirá Haabjörg?
—Procuraremos componérnoslas como podamos ¿Qué te parece si durmiese con Paulina? Las dos hacen buenas migas.
—Perfectamente. ¿Y tú? ¿Piensas dormir a la in temperie?
—No te preocupes. Yo duermo en cualquier parte.
Salieron al patio y dieron un vistazo al pequeño establo, donde Luisa Margarita venteó un olor familiar a su olfato, que la hizo exclamar:
—¡Ah, cuanto me agrada esto! Cuando regresen las vacas esta noche, las ordeñaré yo misma.
Eduardo fue a inspeccionar de nuevo su tienda y se informó por Paulina de las existencias que se habían agotado.
—Ya haré venir género de repuesto —dijo él—. ¿Y Hosea, dónde está?
—¿Hosea? ¡Es verdad! ¡Pues, con Ezra! Tengo que comunicarte que este verano salió corriendo para casarse —dijo Paulina, riendo—. El pobre chico no podía ya más. No me atreví a decírtelo en mis cartas. Pero no importa, les va bien. Ezra es todo un hombre. Ha pasado todo el verano secando su pantano y su campo es digno de verse. Ya tienen dos vacas. A propósito: ¿Es esa señora aquella a quien escribimos una vez a América?
—La misma. Efectivamente, emprendió el viaje.
—¿Es casada?
—Sí, pero su marido desapareció.
—Tú me dijiste que ella era muy tonta, pero yo no lo he visto.
—Seguramente le habrá pasado la tontería. Esto me tiene sin cuidado. ¿Dónde está Joaquín?
—En el fiordo de Kavae. Le dio otra vez la ventolera de probar fortuna con su red.
—Eso no pasará de ser una excursión en plena época de cosecha. Pero, al fin y al cabo, ha tenido la suerte de pescar todo un enjambre.
—¿Pescó un enjambre?
—Dos veces, según nos ha escrito. Arenque del mejor. No en tan gran cantidad como la cobrada en la bahía exterior. Pero, puesto que la mercancía es buena, este verano saldrá ganancioso.
—Mi hermano Joaquín es un perfecto chambón.
—¡Falta le hacía un poco de suerte! —exclamó Paulina—. Por eso mismo se fue, pues tiene que hacer obras en el establo.
—¿No es bastante capaz su establo?
—Resulta pequeño desde que trajo otra vaca. Además, este año piensa comprar otra. No puedes imaginar el producto que llegó a sacar de su prado desde que se le ocurrió abonarlo con algas.
—¿Quién ha ido con él a la pesca?
—Le acompañaron Ezra, Carol y Teodoro…
Aquella noche, Luisa Margarita ordeñó las vacas. Luego, reía a lágrima viva por el doloroso calambre que sentía en las manos, desacostumbradas ya a tal menester.
Y pasó el primer día. No todos los que pasaron después fueron mensajeros de alegría. Paulina hubo de advertir una vez a Eduardo, con mucha seriedad, que faltaban los géneros indispensables y que los compradores se iban de la tienda chasqueados.
Ten en cuenta que la gente se había acostumbrado ya a hacer sus compras aquí y no se contenta con pedir café, cebada y jarabe, pues pregunta por hachas como las que hacían antes los herreros, y aparejos como los que venían de Bergen. El día de San Olaf vinieron a buscar hoces para la siega, nada menos… ¡Es una verdadera lástima no estar provistos de esta mercancía!
—Tienes razón —dijo Eduardo. Llegó el turno al libro de cuentas en el escritorio, Paulina lo mostró a su hermano para que lo examinase:
—¡Míralo, hazme el favor! No había vendido nada a crédito. Lo que vendía era pagado en dinero contante y sonante, cuando el patrón del barco de Ofot satisfacía los jornales del secadero, una vez terminado el desecamiento de su cargamento. El importe de la venta se lo había ido remitiendo a su hermano sucesivamente.
Hubo un momento de silencio. Eduardo no parecía alterarse por nada. Pero era preciso que Paulina le dijese de una vez lo que hacía buen rato llevaba en la punta de la lengua:
—Gabrielsen ha vuelto a abrir su comercio.
—¿De veras? —dijo Eduardo—. ¿Ha vuelto a comerciar?
—A nombre de su mujer. Su familia ha salido fiadora. Tengo entendido que el negocio le va viento en popa. Ya nadie viene aquí.
Eduardo la escuchaba, sentado sobre un cajón abierto. Al cabo de unos instantes de silencio, Paulina le preguntó:
—¿Puede saberse qué vamos a hacer nosotros?
—Encargar nuevas existencias —repuso Eduardo.
—Me alegraría —exclamó su hermana.
—¿Qué te habías creído? —preguntó Eduardo con gesto de asombro—. No tienes más que anotar en un papel toda la mercancía imaginable que se te ocurra pedir, y, cuando hayas terminado, me entregas la lista.
—Por mí, ahora mismo —exclamó ella, con fuego en los ojos—. ¡Da gusto tener un hermano como tú!
Eduardo simuló abrir la caja de los truenos:
—¡No está mal mi hermanita! ¿Te habías creído de veras que yo estaba en quiebra? Has de saber que podré comprar mucho más de lo que se te ocurra anotar en la lista. ¡No faltaba más! Soy amo de una granja en el Sur, con casas en perfectísimo estado y varias camas completamente equipadas. Además, todavía tengo una cosecha en mis prados y una barca en el atraque.
No, Eduardo no se abatía. ¿Qué más le podían pedir? Luisa Margarita parecía encantada del lugar, nuevo para ella, de sus habitantes y de las bestias. Además, ni un alma en la ensenada había exteriorizado el menor desagrado por la presencia de las dos forasteras. ¿Era o no cierto, por lo tanto, que el camino se le ofrecía libre de obstáculos?
Un día, Eduardo llevó a las dos forasteras a casa de Hosea, la hermana casada con Ezra, el amo de la granja de reciente construcción, a donde aún no conducía ningún camino, sino una somera senda entre riscos y pantanos. Hubo de pasar a cuestas a madre e hija por los trechos difíciles, y les aseguraba que conocía lo suficiente a Ezra para abrigar el convencimiento de que no tardaría en construir un camino para unir ambas casas.
En la lejanía, divisaron a una mujer que traba jaba sola en sus campos: era Hosea. ¡Dios santo! Hosea estaba acabando de amontonar patatas con sumo cuidado, y, al darse cuenta de la llegada de gente extraña, corrió a la casa a toda prisa, para ataviarse y ponerse varias prendas encima que ocultasen su redondez.
Luisa Margarita declaró tristemente:
—¡Lo mismo que yo cuando trabajaba sola en mi patatal de Doppen!
Pero no consintió que tales recuerdos invadiesen su ánimo, y, juntando ambas manos, prorrumpió en Aclamaciones admirativas ante la visión clara y reluciente del aposento oreado por dos ventanas y superpuesto por una alcoba, todo ello completamente nuevo. Desde el alféizar de la ventana podría otear la lejanía, resbalando la mirada sobre los verdes plantíos que se destacaban desde la tierra pantanosa hasta las peñas, donde la gente se afanaba desecando la pesca. Desde aquel mirador, sus ojos abarcaron la grandeza del fiordo, resguardado por los montes, cuyas gibas se confundían en el extremo opuesto de la playa. En aquella visión reconoció el amoroso recogimiento de aquel rincón de tierra.
—¿De manera que te escapaste para casarte con Ezra, Hosea?
—Fue lo mejor que pude hacer para casarme pronto —respondió ella, sonriente.
Inspeccionaron el establo, nuevo y espacioso, con dos pesebres para otras dos vacas, además de las que Hosea poseía ya, amén de otro pesebre para cuando comprasen un caballo. La importancia atribuida al menaje agrícola se revelaba en la grandeza; de la edificación. En el granero había trillos, y el henal de Doppen era un minúsculo cobertizo comparado con este.
Ezra era todo un hombre; pero todavía pesaban muchas deudas sobre la edificación debido a que el muchacho poseía un espíritu excesivamente emprendedor. Hosea era feliz, trabajaba como una hormiga y siempre estaba de buen humor. Le divertía mucho verle cuando se hundía en el pantano para hacer correr el agua.
—A veces, el agua se estanca, y cuando se pone a hacer el desagüe, me llama para que lo vea. ¡Es muy bufen chico!
—¿Le ayuda alguien en el pantano?
—Joaquín le da una mano de cuando en cuando, Pero también él tiene mucha labor propia en su campo. Además, para cavar en el nuestro, son todos —añadió Hosea, orgullosa—. Ezra pica la hierba y la remueve. Yo le sigo y vuelco el terrón con la azada grande. Él quiere que los surcos sean anchos y yo también, porque así dejamos trazado detrás de nosotros un caballón negro y derecho. Es una labor muy divertida. ¿Queréis que vayamos a ver la huerta del pantano de abajo?
Desapareció del ánimo de Eduardo el interés por la labor agrícola, sentía empacho por la charla de su hermana, y respondió:
—No, no hace falta.
—Como quieras —asintió Hosea.
Y se dio por satisfecha.
Eduardo señaló con el gesto a sus acompañantes, y declaró:
—Figúrate que estas dos han venido de América, donde han visto hacer labores maravillosas con caballerías y maquinaría.
—Ya me hago cargo —respondió Hosea—. También nosotros podríamos arar con un caballo. Pero hemos de esperar hasta que tengamos uno. No podemos permitirnos el lujo de alquilar un caballo. En cambio, tenemos dos vacas, que nos van muy bien.
Hosea se mostraba orgullosa de sus bienes…, de idéntica manera que Luisa Margarita le había hecho admirar un día sus pieles de oveja y sus tejidos. Hacía ya muchos años de eso…
Fueron obsequiados con leche y barquillos, y rehusaron una taza de café, con palabras de agrade cimiento.
Tales fueron las manifestaciones de satisfacción que exteriorizó Luisa Margarita al regresar, al comentar las excelencias de cuanto acababan de ver sus ojos, que Eduardo advirtió el deseo que ella abrigaba de quedarse en el fiordo. Estaba muy contenta.