Capítulo XV

Haabjörg había salido al patio y llamaba a su madre. La niña se había despertado bajo techado extraño y, temerosa de la soledad, había abandonado su camita, ofreciendo a las brillantes estrellas visión de su cuerpecito, cubierto por una camisa de dormir que le llegaba hasta los tobillos, humedecidos por el rocío. El paisaje aparecía su mido en la azulada penumbra crepuscular, que es la estival noche norteña.

—¡Mamá!

—¡Voy, hija! —respondió la madre desde el interior del granero—. ¡Entra en casa y vuelve a acostarte! ¡En seguida voy!

Y Luisa Margarita se puso a toda prisa un par de prendas sobre su cuerpo y se apoderó, apresura da, de la demás ropa, para llevársela debajo del brazo.

Eduardo permaneció inmóvil, azorado y cohibido, sin acertar a vencer la vergüenza que, de buenas a primeras, le infundía su propia desnudez; pero, tomando ejemplo de la desenvoltura de la mujer, se decidió a saltar del lecho para besarla y acariciarle el seno.

—¿Estás convencido de que te quiero? —le preguntó ella.

Él tuvo qué vencer su timidez, para hablar y decirle que sí, y respondió, al fin, con palabra torpe:

—¡Te lo agradezco mucho! ¿Y yo a ti?

—¿Tú…? ¡Ah! —exclamó ella.

Y sonrió, arrobada.

—Es tan grande mi amor…

—¡Mamá!

—¡Dios mío! ¡Todavía está ahí! —musitó Luisa Margarita.

Y salió como una exhalación…

Al amanecer del día siguiente, Eduardo volvió a bogar y partió en busca de provisiones; antes del mediodía regresó, portador de profusión de vituallas frescas, ahumadas y saladas. Luisa Margarita deshizo los paquetes con creciente alegría, prodigando palabras de agradecimiento, y llamó a Haabjörg:

—¡Mira cuántas cosas!

Eduardo se enorgulleció del elogio, sin, no obstante, acertar a vencer cierta timidez:

—Es muy poco para lo que estáis acostumbradas a tener.

—¡Ah! Pero estamos en casa y es lo mejor, lo más rico que yo he poseído en esta casa —respondió Luisa Margarita, llorando nerviosa—. Rosquillas, tortas, queso blanco. ¡Dios santo! No lo han visto mis ojos hace mucho tiempo, bien puedes creerlo. Antes de emprender el viaje a América, tomé un bocado de queso blanco en casa de Carel. Fue la última vez que lo comí. Nosotros no lo teníamos porque éramos pobres. Los niños y yo nada teníamos y habíamos de resignarnos a movernos por estos prados sin llegar a saciar nunca el hambre por completo. Si puedes creerme… Todo eso lo he recordado dado esta mañana —terminó diciendo Luisa Margarita, llorando.

—¿Qué, Haabjörg? ¿Has visto ya la cascada? —preguntó Eduardo con intención de interrumpir la escena.

—Todavía no —respondió Luisa Margarita—. Hemos esperado, pensando que te agradará acompañarnos. Bueno, ahora tengo que hacer en la cocina. Pero esta tarde iremos a la cascada.

Eduardo y la niña habían ido a la orilla. La presencia de la niña le hacía vibrar el alma. Si no fuese porque Luisa Margarita podría sorprenderle desde la ventana, de buen grado se hubiese sentado en una piedra y habría acomodado a la niña junto a sí para hablar con ella. La niñita era muy linda. Tenía unos ojos azules y una trenza soberbia. Encontraron muchas conchas nacaradas, grandes y pequeñas, tesoro inestimable para Haabjörg, que las contemplaba dando brincos de alegría, diciendo que eran más bellas que las sortijas de su madre.

—¿Tiene sortijas mamá?

—¡Ya lo creo! ¿No las has visto? Tiene dos, una con perlas. ¡Pero esto es más bonito!

La niña rogó a Eduardo que le buscara más conchas para acumular un tesoro, y las depositó en su faldita, a guisa de bolso; luego, las lavaría, quitaría la arenilla y aún serían más bonitas.

—¿Qué piensas hacer con todo eso?

—¡Ya lo verás! —respondió la niña.

Y afirmaba con su cabecita, como para dar a entender a Eduardo que vería algo magnífico.

Linda muñeca, aquella niña afable y despierta que tanta simpatía había despertado en Eduardo.

Estaban en una parte de la orilla arenosa, invisible desde el caserío. De pronto, Haabjörg se puso a dibujar en la arena un cuadrilátero muy espacioso, que trazó rápida, pero concienzudamente, y que acto seguido subdividió en una serie de cuadros más pequeños, de tamaño irregular.

—¿Qué representa eso? —preguntó Eduardo.

—¿No lo ves? Una casa.

Él se sentó sobre una piedra, deseoso de coger a la niña y sentarla sobre sus rodillas para conversar con ella y abrir su pecho a un efluvio delicioso que, de las entrañas, ascendía a su corazón. Tal vez la niña le dijese quién había regalado las sortijas a su madre.

Pero Haabjörg no pudo acudir a su llamamiento, requerida por el plano de su casa, que la abstrajo completo, hasta el extremo de consentir que su tesoro de conchas resbalase de la falda y se amontonase sobre la arena.

—¡Ahora, tienes que esperar hasta que yo vuelva! Voy en busca de mis muñecas —le dijo ella.

Y echó a correr a toda prisa.

¡Linda criatura! Se había acercado varias veces al hombre, extraño para ella, rozándolo, sin exteriorizar el más remoto temor. Volvió con una muñeca y un muñeco, y dijo:

—¡Aquí están la mamá y su niño! ¡Ahora, estarán a gusto!

—¿Cómo se llama la mamá?

—En América la llamábamos mistress Puck. Pero aquí, no sé.

—¿Y el niño, cómo se llama?

—Johnny.

—¿Qué piensas hacer con ellos?

—Pues decirles que están en su casa y que se pongan cómodos. Por eso la he hecho. Esta es la sala: ¡hagan el favor de entrar, mistress Puck y Johnny! ¡Esta es su nueva casa! ¡Siéntense en el sofá! Aguarde un momento, mistress Puck. He olvidado el dormitorio.

Haabjörg procedió en seguida a dibujar el dormitorio, y con gesto de profunda atención trazó un minúsculo cuadrilátero y dos circulitos dentro de él.

—¿Qué es esto?

—¿No lo ves? Su cuartito.

—¿Su cuartito? ¡Bien! Pero, ¿dónde está la cocina?

—Mírala aquí. ¿Creías que la había olvidado? Bueno, ahora me voy a lavar las conchas. ¿Quieres venir conmigo?

Bajaron al mar, quitaron la arenilla de las conchas y las lavaron; era un trabajo muy importante que impedía que él consiguiera coger a la niña en su regazo; estaba muy ocupada.

Al cabo de un rato, Luisa Margarita les llamó a comer, y tuvieron que suspender la tarea. Él recogió todas las conchas y las depositó en la arena, a mayor distancia de las olas.

—¿Por qué haces esto? —preguntó ella.

—Para que no se las lleve el flujo.

—¿El flujo?

—Si, cuando el agua sube y se adentra en la playa. ¡Llévate los muñecos a casa!

—¿Crece el mar? Entonces, ¿tiene vida?

—No, sube una vez de día y otra de noche. Es así y no sé más. Crece y penetra en tierra.

—¿Hasta dónde llega?

Haabjörg preguntaba, preguntaba sin cesar durante todo el camino, hasta alcanzar el caserío.

Al mediodía, comieron, lavaron la vajilla y salieron en dirección a la cascada. Para llegar a la meta, tenían que subir por el bosque, salvando estrechos senderos y veredas por donde trepaba el ganado. Haabjörg les precedía ligera por entre la arboleda, torpemente, a trechos; de cuando en cuando, se des orientaba y su madre tenía que gritar para indicarle la dirección.

—¿A quién de los dos te parece a ti que se ase meja? —preguntaba Luisa Margarita.

Eduardo humillaba la mirada, avergonzado. En su fiordo, no solían hablar de esas cosas cuando los padres no estaban casados. No sabía qué contestar.

—Se parece a su madre —dijo él, finalmente.

—Sí, tal vez más a mí. Pero, no sé. Quizá más a ti. Sobre todo, los ojos y el cabello. Es muy hermosa.

Eduardo sintió necesidad de desviar la conversación, y dijo:

—¡Llámala! ¡Que no se acerque tanto a la catarata!

—¡Haabjörg! —gritó la madre.

—¡Qué!

—¡Espéranos! Todavía falta un buen trecho para llegar a la cascada, ¿no te parece?

—No sé —respondió Eduardo—. Nunca fui allí.

Luisa Margarita interrumpió la marcha brusca mente:

—¿Que no has ido nunca? Es verdad; no es tu hogar. En cambio, yo reconozco cada piedra y hendidura de la tierra. Todo está igual que antes. ¡Pero es tan pequeño esto! Hasta las piedras me parecen más pequeñas. ¡Mira, ha desaparecido el hormiguero! En mi tiempo, era muy grande.

—Porque las hormigas habrán descubierto un sitio mejor. Algunos años, se encuentran en los bosques columnas de hormigas que emigran.

—Es muy posible que sea así —dijo Luisa Margarita, reanudando la caminata—. No se ve ningún animal por aquí. En otro tiempo, había muchos.

—No es difícil encontrar ovejas —dijo Eduardo.

—De todos modos, encuentro esto bastante cambiado. ¡Y pensar que ni una sola vez has ido a la cascada! ¡En tierra que es tuya!

Luisa Margarita parecía un tanto ofendida por ello: él no había inspeccionado la finca recibida en; prenda por su dinero; la había menospreciado. Anduvo un instante con paso silencioso, y dijo:

—¡Si pudiera, te compraría, Doppen!

—Para ti será —objetó Eduardo, sonriendo.

Esto no contribuía a deshacer el equívoco; pero ella se decidió, al fin, a preguntarle:

—¿Tan poco apego le tienes a Doppen que quieres desprenderte de él?

—Efectivamente, para dártelo a ti. —Y tras uní segundo de prudente reserva, se atrevió a decirle—. ¿No encuentras que sería mejor que fuera de los dos? Ella se detuvo, miró al suelo, y respondió:

—Naturalmente.

Esto era una promesa. Él la enlazó con el brazo, amorosamente, encendido el rostro, y la besó con pasión que soliviantó a Luisa Margarita, quien lanzó una mirada a Haabjörg, y murmuró:

—¡Nos va a sorprender!

—¡Qué lástima que no estemos solos en este momento! —dijo él.

Ella rio al oír estas palabras, y respondió:

—¡Eres el loco de siempre!

Llamaron a Haabjörg y prosiguieron andando juntos. Al llegar a la cascada, los tres se detuvieron. Haabjörg contempló en silencio aquella maravilla de la Naturaleza, doblando ligeramente el cuerpecito; Eduardo la sujetó por la mano, para mayor seguridad.

El torrente discurría rápidamente como impelido por un tubo gigantesco que colgase en la altura; surcaba el vacío, rebotaba en los peñascos, y una avalancha de espuma se precipitaba al abismo, de cuya insondable profundidad se elevaba la humare da que parecía salir de calderas infernales que amenazaban desgarrar la corteza terrestre.

Eduardo contemplaba a la niña. Salpicaduras, que brotaban de las impetuosas aguas, le habían mojado el cabello, y él quería inducirla a retroceder; pero la niña se oponía, impulsada por el deseo de avanzar para contemplar el precipicio desde más cerca todavía. Eduardo se vio en la necesidad de obligarla cariñosamente a retroceder.

Luisa Margarita se había adentrado en el bosque y Eduardo se encontraba solo con la niña. No sabiendo qué partido tomar, acarició el cabello de Haabjörg, advirtiéndole que lo tenía mojado. Pero ella dijo que no le importaba. Inclinó él su mejilla hacia el rostro de la niña y, viéndola tan reposada y juiciosa, la besó. Ella le miró y comprendió la súplica, que la impulsó a retroceder, obediente. Ya no volvió a oponer resistencia.

Se habían alejado algunos pasos y ahora podían oírse sus palabras.

—¿Verdad que es magnífico? —preguntó Eduardo.

Volvió a preguntarle, pero la niña no abrió los labios para responder; el espectáculo era demasiado grande para sus ojos. Eduardo descubrió a Luisa Margarita sentada en un verdoso montículo, cruzadas las manos en su regazo, en actitud pasiva; la niña corrió al encuentro de su madre, y Eduardo se estremeció ante la idea de que la pequeña descubriera su amoroso gesto reciente.

—¡Hola! —gritó afectando desenfado.

Luisa Margarita saludó con la cabeza y le acogió sonriente.

—Haabjörg me ha dicho que la has besado —le dijo.

Eduardo respondió cobardemente, sonrojado:

—Ella quería situarse en un lugar peligroso, y no sabido impedirlo de otra manera.

—Sí, has sido muy bondadoso. Así se lo he dicho a la niña —comentó Luisa Margarita.

De regreso a casa, Haabjörg caminaba delante ellos. Hablaban de cosas de poca monta y caminaban parsimoniosamente.

—¿Verdad que es soberbia la cascada?

—Efectivamente, tenemos una cascada magnífica.

—No quise permanecer más rato contemplándola —dijo ella.

—La verdad, es demasiada soledad.

—¿Para quién?

—Para la cascada. La corriente se deja arrastrar sin cesar, y es tan triste su soledad que tuve ganas de llorar. Por eso me alejé de vosotros.

Aquella melancolía no contribuyó a levantar el ánimo de Eduardo, que prefirió guardar silencio Tampoco era mayor su entereza cuando ella se inclinó para coger una flor, que luego prendió del ojal de su chaqueta; esto no lo había visto hacer en su fiordo; él no estaba acostumbrado. Pero concebía el secreto impulso de aquella mujer, que se aproximaba hasta confundirse con él, y sus sentidos percibían intensamente el aliento femenil que penetraba en todo su ser, sumergiéndole en un cálido oleaje que le movía a abrir los brazos para estrecharla fuertemente contra su pecho y retener con avaricia para sí la dicha suprema de su vida. Ambos respiraban pesadamente. Luisa Margarita volvió a alborotarse y buscó a Haabjörg con la mirada.

Pasaron el resto de la tarde entretenidos en el caserío, cortando un poco de leña, él; ella preparar la cena, puso la mesa y salió en su busca. Al ver le, la mujer, joven y hermosa, le dirigió palabras amorosas. Ambos vivían momentos de intensa dicha y, cogidos de la mano, entraron en la casa.

El sueño invadió a Haabjörg después de la cena. Estaba muy fatigada por el ajetreo del día, y buscaba descanso en la cama. Los mayores quedaban ahora en libertad…

Así pasó el primer día.

Se sucedieron días semejantes, varias semanas de mucho amor y de felicidad imperecedera. Eduardo iba a la factoría en busca de provisiones, que pagaba con el dinero que había recibido de sus hermanos.

Era una ideal vida de holganza. ¡Qué más podía apetecer él! Un día se las hubo con Augusto y lo llevó consigo a Doppen para que su buen camarada le diera su opinión sobre la finca.

—Sí —dijo Augusto—, peores vieron mis ojos, hasta chozas de bambú, completamente redondas, cuyo techo rozaba el suelo; dentro, vivían seres humanos. En fin, ¿qué piensas hacer en Doppen? Aquí, no llegarás a criar más allá de dos vacas ni podrás ensanchar la propiedad.

Augusto saludó a Luisa Margarita y habló en inglés con ella. Ninguno de los dos consentía en ser menos que su interlocutor. Ambos conocían Nueva York; pero Augusto, naturalmente, sólo las calles del puerto. Él volvió a ser el mozo admirable de siempre. Haabjörg jamás había visto dientes como los suyos, circunstancia que la inducía a situarse insistentemente frente a él, acechando el momento en que abriera la boca. Luisa Margarita se sentía molesta por ello, y dijo:

—Quiere que la acompañemos a ver la cascada, y no cesa de pedírnoslo. Pero Eduardo y yo estamos cansados de verla.

—Yo me la llevaré —dijo Augusto.

—¡No la suelte de la mano! —le gritó la madre cuando se alejaron.

Naturalmente, Augusto no pudo contemplar la cascada sin que su visión dejara de sugerirle alguna idea.

—Deberías montar allá un molino gigantesco con cinco muelas —dijo a Eduardo—. Podrías moler harina para diez parroquias y te harías rico de veras.

—Tengo más de lo que quiero con los asuntos de mi ensenada —respondió Eduardo.

Y decía verdad. Los asuntos de casa le causaban más de un quebradero de cabeza. Su hermana menor le había escrito, encareciéndole que apresurase el regreso. Paulina casi no mandaba dinero. El negocio estaba paralizado, y la mercadería más necearía en la tienda se había agotado ya. ¿Por qué no iba él con género de repuesto? Ezra vivía en hogar propio de reciente construcción, con vaca y huerto, y nadie le ayudaba. Joaquín estaba en casa, trabajando su tierra, y el padre siempre estaba ocupado en el telégrafo del Norte. Lo peor era que carecían de harina, café y tabaco, de manera que ahora nadie acudía a la tienda. Además, corrían rumores de que Gabrielsen pensaba volver a abrir su tienda a nombre de su mujer. Claro que Eduardo no tenía intención de obligarle a cerrar la tienda, pues sería una vergüenza quebrar y no mantenerse a mayor altura que Gabrielsen…

Aquellas noticias eran un aldabonazo que recordaban a Eduardo el deber de velar por su prestigio de comerciante establecido en su fiordo y de buscar una solución para salir del atolladero. Consultó el caso con Augusto y este meditó.

«Si a estas horas tuviese yo las cajas que se me fueron a pique», se decía.

Y en el acto se puso a explanar proyectos grandiosos, que él hubiera puesto en ejecución en tal caso.

Eduardo, situándose más a ras de tierra, observó:

—Seguramente, hubieras tenido otra aplicación para tus riquezas que la de ayudarme a mí.

—¿Qué sandeces son esas? —exclamó Augusto, montando en cólera—. ¿No te hubiera dado yo la mitad por lo menos? ¿Acaso no has hecho tú nada por mí? ¡Cállate! ¡Te digo que la mitad!

—Quisiera saber si ahora me dará Romeo algo, además de lo que ya me he llevado —dijo Eduardo preocupado.

—¿Qué te ha entregado?

—De todo un poco. Batería de cocina, ropa para las camas de Doppen, tres camas completas y otras muchas cosas.

—¿Piensas quedarte aquí? —preguntó Augusto.

—No. Es decir, no lo sé —respondió Eduardo—. El asunto es que ella estaba en América y quiso volver para ver Doppen.

—¿Piensas hacértela tuya?

—A eso vamos.

—¿Por qué no vendes la cascada a Romeo? —le propuso Augusto.

—¿La cascada? —preguntó Eduardo, sorprendido.

—Para que él instale un molino grande. Sería un melón si no lo hiciese.

—Seguramente, no se le ocurrirá.

—Pero, ¿por ventura, no le hace falta un molino? —preguntó Augusto—. Compra doscientos sacos de harina, que son pasto de los gusanos antes de que pueda desprenderse de ellos. Viene de molinos de vapor movidos con carbón extranjero, de manera que la harina es cara. Aquí podría mover el molino sin ningún gasto, con sólo instalar el edificio en su sitio. También podría construir un aserradero, si lo tuviera por conveniente; pero esto sería lo de me nos, con tal que se decidiese a hacer el molino. Si estuviéramos en el Canadá, verías como a nadie se le ocurriría tener improductiva una cascada.

—Eso no lo sabe —dijo Augusto—. En todo caso, nada impediría que tuvieses a tu cargo el molino, puesto que aquí tienes tu casa. Te aseguro que esto es lo mejor que podrías hacer.

Estas palabras parecieron hacer alguna mella en el ánimo de Eduardo. Estaba cansado de traficar y también de todo lo demás, por lo que no dejaba de seducirle la idea de variar de oficio.

—Sí, pero no podría gobernar el molino, suponiendo que me lo confiasen. La verdad en su lugar. Yo no conozco otros molinos que los molinillos de café.

—Esto sería lo de menos. Yo te pondría al corriente en una semana —respondió Augusto con arrogancia—. ¡No te apures!

Aún estuvieron hablando buen rato del mismo tema, llevados ambos de idéntico interés creciente. ¡Sería cosa del diablo! Lo malo era que pusieran el funcionamiento del molino en manos de Eduardo. Augusto lo vio con claridad, en cuanto su amigo se ausentó. Y volvió a sus cavilaciones.

A la mañana siguiente, decidió llevar su barca rumbo a la factoría, decidido a explorar el crédito que le concedería Romeo. Luisa Margarita necesitaba algunas cosas de la tienda, y se dispuso a acompañarle. Fueron los tres. Madre e hija se engalanaron.

¡Ah! Luisa Margarita empezaba a encontrarlo todo monótono y solitario. La bulliciosa vida de Nueva York resonaba todavía en sus oídos y se lamentaba de que en la granja no hubiese ni siquiera un solo animal. Eduardo repetía que sería cosa fácil proveerse de animales, a lo que Luisa Margarita volvía a responder:

—¡Ha cambiado tanto esto!

Mientras Eduardo remaba, un pensamiento pugnaba por abrirse paso en su mente: que tanto la madre como la hija debieran haber prescindido, del sombrero. ¿Estaba aquella prenda en su lugar? Tal vez para la niña; pero, ¿para la madre, y en Doppen? Además, no le sentaba bien. Era más bella en otro tiempo, con la cabeza a los cuatro vientos y con menos ropa; le bastaba una camisa y una falda y sus pies descalzos y menudos…

Augusto acudió a su encuentro en el muelle, y le dijo:

—Me parece que el viejo quiere hablarte.

—¿A mí? ¿Qué me quiere?

—Comprarte la cascada, seguramente. No sé.

—¿Él? ¡Si fuese Romeo!

—Sí, sí. Pero yo fui a ver al viejo y le puse en antecedentes. Da gusto conversar con él. Al terminar me dio una palmada en la espalda, y me dijo:

—Mira, Augusto, siempre pensé en esa cascada para el día que me decidiese a edificar un molino.

—Estas fueron sus palabras textuales. Ahora, tú mismo verás lo que hay que hacer.

Eduardo halló a padre e hijo en el escritorio y fue acogido por ambos con su habitual cordialidad. Romeo le tendió la mano e inquirió cómo le iban las cosas. Pero ninguno de ellos habló de la cascada.

Eduardo preguntó:

—¿Pueden ayudarme con algún género a crédito, harinas, coloniales, por ejemplo? Se me han agotado las que tenía en la tienda.

Romeo cogió el lápiz en el acto y se dispuso a anotar el pedido, gesto que equivalía a un sí a primera vista, y apuntó mayor cantidad de mercancía de la solicitada por Eduardo, diciéndole espontáneamente:

—¡Es un gran placer para mi padre y para mi!

Ni el menor asomo de especulación. Romeo citó los precios y Eduardo los juzgó razonables. Asunto terminado. Eduardo volvió a salir y telegrafió a su casa: «Expedición en camino».

En la tienda encontró a sus dos damas; su entrevista con Romeo le había colmado de alegría, y saludó a todo el mundo.

—Estábamos hablando de América —dijo Luisa Margarita.

—¡Adelante, pues! —respondió Eduardo, condescendiente.

Ella hablaba en inglés con Lorensen, el primer dependiente, y parecía tener mucho que contar. Lorensen le había ofrecido un taburete delante del mostrador para que se sentase y hablase cómoda mente. La conversación era larga y sostenida. Eduardo permaneció atento durante un rato, riendo cortés y estúpidamente; pero, como al fin y al cabo, no en tendía nada, optó por bajar a su barca, donde se sentó para esperar.

Luisa Margarita no tardó mucho rato en reunirse con él. La pequeña Haabjörg había tenido el buen acierto de quitarse el sombrero, y lo llevaba en la mano cuando bajaron a la barca.

—Hemos estado hablando de América —dijo Luisa Margarita. Y saltó a la barca—. Lorensen quiere volver allí. No está a gusto en casa. Es muy comprensible.

—¿Por qué? —preguntó Eduardo lacónico.

—¿Por qué?, pues porque está habituado a la vida de allá, que es muy diferente a la de acá. Él vino Por poco tiempo, para echar una ojeada nada más.

—¿Sí? ¿También tú aspiras a una estancia corta?

—¿Yo? —respondió Luisa Margarita. Y comprendiendo que debía volver a mostrarse dulce y cariñosa Prosiguió—; No. ¿Has estado esperándonos mucho rato? ¡Pobre! Lorensen tenía tantas cosas que contar de todo aquello, que nos distrajimos hablando mientras tanto, tú esperabas aquí.

—Eso es lo de menos.

—Te lo recompensaré —le dijo ella con una mirada picaresca. Al arribar de nuevo a la verdosa ensenada, Luisa Margarita Doppen, incapaz de ocultar su íntimo pensamiento, exclamó:

—¡Dios mío, qué pequeño es esto! ¡No creía, que fuera tan pequeño!

Eduardo, lívido, preguntó amargamente:

—¿Te vuelves a América? Ella se sintió espantada al mirarle, y rompió sollozar.

—No he pensado en marchar, Eduardo. No digo más que tonterías. Claro que esto es bastante grande para mí. Sólo que desde la barca, me parecía…

¡Ah! La cosa era fácil cuando ella daba rienda suelta a su dulce temperamento. Lo malo era la creciente precisión que tenía de ir a la factoría para hablar de América. También dio con Andrés Vaade en la tienda, y entonces fueron tres a sostener la conversación. Andrés Vaade, el hombre del guardapolvo con quien Luisa Margarita había tropezado en el muelle el día de su llegada, abundaba en la misma opinión al juzgar la tierra natal adonde había vuelto lo mismo que Lorensen. No se sentía a sus anchas en ella; estaba distraído y descontento; hacía lo indispensable en su granja, amontonaba patatas, partía leña y mataba el resto del tiempo errando bajo la salvaguardia de su guardapolvo.

Un pensamiento impreciso se insinuaba de nuevo en la mente de Eduardo. ¿Qué razón impulsaba a Luisa Margarita a buscar conversación con los dos emigrantes repatriados de América, y cuáles eran las sugestiones que ambos infiltraban en el ánimo de la mujer? Cuando regresaban de la tienda, Luisa Margarita hablaba sin cesar de la plática sostenida con aquellos dos señores. Volvía ensimismada en honda meditación, apagada su alegría, y tenía que hacer un esfuerzo para recordar sus obligaciones caseras, diciendo:

—¡Caramba, había olvidado por completo que estamos hambrientos!

La tercera vez que regresaron de la tienda, Eduardo no pudo vencer un ferviente deseo de hablar. Y preguntó:

—¿Quién es ese Andrés Vaade, si se puede saber? ¿Le conoces de América?

—Sí. No sólo le conozco de América, sino de aquí también. Es de esta comarca y el viaje de ida lo hicimos juntos. Es de la misma opinión que Lorensen. Allá, nos veíamos constantemente. Solíamos encontrarnos cuando íbamos a tomar algún bocado y también en casa. Me parece que los dos estaban un poco enamorados de mí. ¡Ja, ja, ja!

¿No era frívolo aquel tono? ¿Dónde estaba la inocencia de antaño? Eduardo sintió vergüenza por ella y no pudo reprimir su abatimiento. Como le preguntara si no sabía comprender una broma, él rio y preguntó:

—¿De manera, que estaban enamorados de ti? ¿Qué decía tu marido a eso?

Ella repuso sobrecogida:

—¿Mi marido…? ¡Sal a buscar un poco de leña! —dijo, volviéndose a Haabjörg. Y cuando la niña hubo salido, prosiguió—: Mi marido… no decía nada. Salió de viaje, y seguramente le ocurrió alguna des gracia. No lo sabemos con seguridad. Lo cierto es que desapareció.

Hablaba con acento fácil, exento de compasión, sin la tribulación de antaño, cuando defendía a su marido contra viento y marea.

—Tengo entendido que te has divorciado —dijo Eduardo.

—¡Claro que me divorcié! Mi situación era de todo punto insostenible. Y nadie juzgó que yo hubiese obrado mal. ¿Te lo parece a ti?

—No… sé…

—No hay manera de comprenderte.

—El señor te bendiga. ¡Qué estás diciendo! Si no estuvieses divorciada, ¿qué iba a ser de nosotros, ahora? Porque somos nosotros los que hemos de vivir en Doppen. ¿No es verdad?

La pequeña Haabjörg volvió a entrar con leña y le ordenaron que fuese a poner la mesa.

Luisa Margarita meditó durante buen rato, y dijo:

—¿En Doppen, dices? Pero me parece que no Podemos permanecer siempre aquí, en esta forma.

—Entonces, ¿qué pretendes tú?

—Depende de lo que decidas.

—Pues casarnos, sencillamente.

—Eso es —dijo ella en voz baja—. La cosa estriba en que me quede aquí y los niños, en América ¿Por qué no te vienes conmigo allá?

—¿Quién, yo? —dijo él, casi gritando—. Debo advertir que esto sería lo último que se me ocurriría, pero…

—Ya ves —dijo ella.

—¿Qué es lo que veo? ¡No te entiendo!

—No, nada.

—¿Prefieres volver allá?

—No lo sé —respondió ella—. A ratos, tal vez sí. Pero también preferiría vivir en una ciudad de Noruega o donde tú quieras.

—¿De veras? ¿En una ciudad? —Eduardo se resolvió a exteriorizar un pensamiento que a veces le acuciaba—: ¿Y si nos fuésemos al Norte, a mi tierra? ¿Qué te parece?

—¿A tu casa?

—No sería ninguna deshonra para ti.

—Claro que no. ¿Y qué haría yo allí? ¿Cómo nos instalaríamos en tu casa?

—Allí me gano el pan. Tengo mi tienda.

—Bien, pero me refiero a la vivienda. ¿Tienes casa propia?

Eduardo se arrepintió de su proposición: era evidente que él no podría ir a su ensenada con ella y la niña. Allí el ambiente era mucho más estrecho todavía; y, sobre todo, él carecía de sitio. Hubo, pues, de decírselo a ella claramente, sin ambages ni rodeos: tenía una tienda pequeña, un minúsculo escritorio y un pequeño cuarto detrás… Aquello era más estrecho, más mísero que Doppen. Pero…

—Entonces, imposible pensar en ello —dijo Luisa Margarita, moviendo la cabeza.

—Podré edificar —dijo Eduardo.

—¿Edificar? Desde luego. Pero esto requiere algún tiempo.

Nada, era imposible, no podría adaptarse a nada. Ni siquiera Doppen le parecía ahora bien. ¿En dónde, pues? En otro lugar, tal vez la preferencia en grandes ciudades. Luisa Margarita había arrancado las raíces que la habían ligado al terruño; por eso ahora no era de ninguna, sino de todas partes. Eduardo exclamó, sin conseguir vencer su perplejidad:

—¡La verdad, no lo entiendo!

Luisa Margarita volvió a cambiar el rumbo, con dolida y sin acertar a comprenderse ella misma. Volvió a mostrarse la amada dulce y cariñosa, acariciante y consoladora, y le dijo:

—No debes preocuparte por eso. Ya encontraremos solución, con el tiempo.

—¿Qué solución quieres que encontremos? Hace pocas semanas, estábamos de acuerdo en que nos pertenecíamos mutuamente y en que teníamos que vivir en Doppen. Luego, han transcurrido los días y han variado los propósitos.

Ella vacilaba y hablaba de vivir en una ciudad noruega. ¿Qué pretendía hacer Luisa Margarita en una ciudad, Señor? Luego, hablaba de sus hijos de América, de quienes, al principio, no había dicho ni una palabra, y que, además, eran ya mayores. Habían recibido una carta de ellos, escrita en inglés, , diciéndole que estaban bien y que les habían aumentado el sueldo. Eran felices. Aquellos dos jóvenes americanos ya no necesitaban a su madre cuando ella se separó de ellos. ¿No tenía, además, otra niña aquí?

¿Qué solución encontrarían más tarde? Los vestidos comenzaban a desgarrarse.

Lo sorprendente de la situación, lo más extraño era que Eduardo no se abatiera por ello; podía soportar, sin alterarse, la incierta coyuntura. También él se había desgajado durante su merodeo, ausente y distraído, sin afirmarse en ninguna parte. Nada le parecía completamente irremediable; no podía prever dónde acabarían por detenerse, al fin, los pensamientos de Luisa Margarita; pero ella no podría nacer nada peor que volver a abandonar la tierra natal. Nada peor, con toda seguridad.

Eduardo salió afuera. La pequeña Taabjörg acudió en su busca, al cabo de un rato, para llamarle a cenar. Él había aguardado que Luisa Margarita saliera personalmente a llamarle, para volver a entrar cogidos de la mano los dos. Ella no fue. No. Las cosas habían cambiado mucho.

Se sentía humillado. ¿Era él un Bodöque, insensible a todo? Su emotividad se había entumecido un poco; pero conservaba despierta la razón y no era ningún loco, ni ahora ni antes. El día que subieron por las estrechas veredas que conducían al bosque, a la par que la luz de su inteligencia, había vuelto a recobrar el aplomo de sus sentidos; él no podía vivir sólo del menguado Doppen, ni podía establecerse allí, teniendo medios de vida en su apartado fiordo natal. Su vida estaba detenida en un callejón sin salida. Esa era la situación.

¿Era más diáfana la de Luisa Margarita? Eduardo manejaba maravillosamente los números en su cabeza y sabía calcular con verdadera maestría. Recordó todas las fases por qué había atravesado el ánimo de Luisa Margarita desde el día de su llegada, cuando él remaba en su barca envuelto en un perfume de dulce pasión que fluía de la mujer amada. ¡Ah, y aquella noche! Ella había estado maravillosa pero todo era cálculo. ¿Qué otra cosa podía ser si no prendía? Cálculo, desde el principio hasta el fin. Había sido un intento de reincorporación de aquella Luisa Margarita, amada antaño.

Sentada en la barca, frente a él, ella se sentía muy diferente a la otra; pero se esforzaba por aparecer idéntica, ¡oh, Dios santo!, como ella solía exclamar ¿Qué otra actitud adoptar en presencia del hombre que remaba frente a ella, pletórico de esperanzad y confianza? Ella no quería desilusionarle.

Bajó seguidamente del bosque y volvió a entablar nueva conversación con ella, que permanecía sentada conservando todavía sus galas.

—¿Qué debemos hacer? —le preguntó, dejándose caer en un banco—. ¿Qué quieres?

—Lo tomas muy a pecho —respondió ella—. ¡Mira! Estoy segura de que te molesta que yo vaya a la factoría. De hoy en adelante, no volveré a ir.

—¿Por qué?

—No tengo ningún interés. Nada tengo que hacer allí. Si pasa el viejo, no me ve, y la señora Knoff y su hija tampoco me ven ni se dignan saludar con la cabeza. ¡Como si fueran dioses en vez de seres humanos! El único caballero en todo el lugar es Lorensen y si de él dependiera, todos ellos me hubieran invitado a entrar. Pero, ¡que si quieres!

—¡No faltaba más! —murmuró Eduardo, indolente.

—Ya lo creo. Me habrían invitado a entrar, hubieran conversado con nosotros y contribuirían a hacernos más agradable la situación. Estoy segura de que todo eso ocurre porque no saben inglés ni quieren confesarlo. A mí, todo eso me tiene perfecta mente sin cuidado; al fin y al cabo, voy mejor trajea da que Julia y he visto más mundo que todos los Knoff juntos, pues por algo he vivido en varias ciudades de América. Haabjörg lleva ropa que ni Julia ni su madre han conocido en sueños, cuando eran niñas. Además, mírame a mí, por dentro y por fuera —dijo Luisa Margarita, levantando un poco la falda con los dedos, para descubrir el encaje de su enagua.

—¿Te acuerdas —le dijo él— de cuando no llevabas más que una camisa encima, nada en el cuello, ibas descalza y dabas vueltas por todo el contorno con una falda corta?

Ella le miró sorprendida, de hito en hito. Eduardo no vacilaba en humillarla, recordándole los tiempos de estrechez.

—Sí, porque entonces no tenía tanta ropa —respondió ofendida.

—Efectivamente, pero no sabes lo hermosa que estabas. Esto he querido decir. Es lo que me atrajo desde el primer momento y despertó extrañamente mi amor. Esto quise decirte. Yo observaba tus movimientos a través de tu escasa ropa, te encontré bella y me enamoré de ti. Cuando bajé a la lancha y nos alejamos en nuestro barco, ya no era dueño de mi.

—Supongo que no te gustará que vaya toda la vida vestida de esa manera —preguntó ella.

Eduardo guardó silencio.

Pero esto no influyó en lo más mínimo en el ánimo de la mujer. Ella repelió la visión del pasado, que ahora le parecía extraña, y dijo:

—Lo que sí puedo asegurarte es que no volveré a ir a la tienda.

—Está bien. Pero ¿qué vamos a hacer? —preguntó él, desesperado—. ¿Separarte de mí otra vez?

Ella no intentó disimular su vacilación, y se puso a llorar.

—¿Qué sé yo? Separarme de ti, nunca. Pero aquí no podemos quedarnos.

—Iré en seguida a mi ensenada y edificaré nuestra vivienda. ¿Querrás venir, entonces?

—Sí —respondió ella—, será lo más prudente.

No llegaron a una resolución definitiva; pero ella empezó a ensalzar de nuevo las bondades de Eduardo, diciendo que había hecho mucho por ella. Era justo, pues, que ella hiciera algo por él. Nerviosa mente agitada, se arrojó a sus brazos, riendo y llorando, le besó desvergonzadamente en la boca y le prometió, muy por lo bajo, ser cariñosa con él aquella noche.

¡Oh, la Luisa Margarita de los tiempos pasados! Aquella era más pudorosa.

Conversaron sin escoger ningún tema determinado, saltando de un asunto a otro. Ella variaba constantemente la entonación. Fue recobrando su buen humor y se movía afanosa por la estancia. El telar que todavía estaba allí, despertó su jovialidad, y le dijo:

—Sí, viejo amigo mío, aún estás aquí. No pude llevarte con nosotros, cuando nos fuimos, ni tampoco conseguimos venderte. No tuviste más remedio que quedarte aquí. ¿Verdad que parece algo extraño? —preguntó a Eduardo.

Este no la comprendió.

—¿Extraño? ¿Por qué? ¿No tejías allá también?

—¡Quita allá! En el país de donde vengo no se emplean telares manuales.

—¡Tan bien como tejías!

—Sí, aquello estaba bien aquí en casa. Pero… No, no podría acostumbrarme a volver a sentarme aquí para estar entrelazando los hilos. Lo he olvidado ya por completo…

Y diciendo esto, se sentó burlonamente en su antiguo sitio, movió la carda un par de veces y rompió a reír a la vista de semejante telar.

Luisa Margarita estaba desmoralizada. Él evocaba ahora aquellos momentos en que ella le mostraba la riqueza atesorada en su cobertizo: era mucho cuanto poseía, y la enorgullecía: labores tejidas por sus propias manos, varias pieles de oveja, un vestido de cristianar, tejido en casa, manteca en un tonel de madera… ¡No era poca cosa! Y Eduardo exclamó que aquello era admirable. Al mediodía la mujer le había servido sémola y leche, que él saboreó satisfecho. Él recordaba aquel día con todos sus detalles.

¿Era posible que ridiculizase un telar que le había proporcionado pan para ella y para sus niños, durante muchos años? Imposible hacerlo sin incurrir en estulticia o frivolidad. Eduardo se daba cuenta de la cólera que ella había despertado en su fuero interno. La estuvo observando cuando puso el pie en el telar: bien juntas las piernas, para aparecer muy fina… ella, que acababa de prometerle una noche cálida, con la mayor desvergüenza. Había aprendido a ser frívola y hasta hipócrita: el movimiento que había hecho al enseñarle el encaje de la enagua, levantando la falda con la punta de los de dos, se le había grabado en la memoria.

¿Cómo subía antes al telar? Entonces, alzaba una pierna, seguida de la otra con un gesto natural de las caderas, cuya plasticidad se adivinaba bajo la somera falda; doblaba el cuerpo dos veces seguidas y se acomodaba en el asiento, pronta a reanudar la labor. Sentada a horcajadas en el telar, se afanaba la mujer bella y sana, creación perfecta de la Naturaleza…

Eduardo confió sus cuitas a Augusto, comunicándole las inquietudes que le atormentaban. Resultó, por otro lado, que también Augusto tenía embargada la atención por una labor de capital importancia, que le obligaba a prolongar su permanencia en la factoría de Knoff. Sus proyectos eran trascendentales; pero le faltaba el capital necesario.

—¿A que no adivinas en qué estoy ocupado ahora? —Preguntó a su amigo.

Eduardo, abstraído en sus propias cuitas, le dijo:

—Es casi seguro que tendré que volver al pueblo, y hacer obras en casa.

—Te digo que eres incapaz de imaginar la labor que tengo entre manos —prosiguió Augusto—. ¡Mira bien aquí! —le dijo, sacando de su bolsillo un enorme pedrusco oscuro.

Poco propicio a bromas y parloteo en aquel instante, Eduardo simuló no haber visto el pedrusco y repitió que pensaba regresar al pueblo y hacer obras en su casa.

—¿Obras, dices? ¿Dispones de dinero? —preguntó Augusto, al fin—. Mejor, así podrás préstame algo, que buena falta me hace.

Era el Augusto de siempre. Un hombre endiablado y extraordinario, de inteligencia despierta, inconstante como ave migratoria; pero apto para todo.

No, Eduardo no podía prestarle nada, ni él mismo disponía de dinero para la edificación en proyecto; pero le era forzoso emprender lo que fuera para resolver la situación.

—¡Es metal! —aclaró Augusto.

Eduardo se apoderó de la piedra y, al punto, hubo de dejarla caer al suelo. Al ver que Augusto se echaba a reír estrepitosamente, Eduardo musitó con gesto de extrañeza:

—¡No creí que esta piedra pesara tanto!

—¡Es metal! —repitió Augusto.

—¿Sí? ¿De qué clase?

—¿De qué clase preguntas? Lo mismo puede resultar oro o plata, cobre o hierro. ¡Verás ahora este otro! ¡Cógelo, también! —dijo Augusto, mostrándole un segundo pedrusco negruzco.

—Este pesa tanto como el otro. Son iguales.

—Claro está. No te quepa la menor duda de que es metal. La clase es lo de menos.

—¿Qué piensas hacer con esto? —preguntó Eduardo, con interés.

—Con el tiempo, lo verás. He mandado una caja llena a Trondhjem, donde seguramente están investigando día y noche. Tan pronto hayan descubierto de qué metal se trata, recibiré noticias de allí. Yo no me paseo por el malecón de Knoff por amor al arte, ni mucho menos. Un domingo, se me ocurrió contemplar los montes desde allí y decidí escalarlos en busca de metales. Unos cuantos martillazos fueron suficientes. ¿Metales te he dicho? Toda la montaña es de metal como este, del mismo peso. Cuando hablo, sé lo que digo.

—¿Y es propiedad de Romeo?

—¡Quita allá! ¿Dónde tienes el seso? Los montes puede apropiárselos cualquiera. Claro está que tendré que hacer declaración de mi descubrimiento ante el preboste, para el oportuno registro. El asunto seguirá después sus trámites, hasta llegar a conocimiento del rey.

—¡Si fuera oro! —exclamó Eduardo, afectando in diferencia.

Desinteresándose de los pedruscos, volvió a hablar de su proyectado viaje de regreso.

—No debes irte antes de que me comuniquen el resultado del examen de mis piedras. Si se trata de metal precioso, cuenta con mi ayuda para las obras de tu casa. ¿Por qué piensas edificar? ¿Resulta pequeña la tienda?

—El asunto es —declaró Eduardo— que no puedo llevarme a Luisa y a la niña sin disponer de alojamiento apropiado.

—A lo mejor, resulta que estas piedras no son otra cosa que plomo o escoria. Entonces mi trabajo sería infructuoso, después de lo caro que ha resultado el transporte de las piedras. La caja pesaba mucho. Me nos mal que tuve ocasión de que la llevara gratis un tripulante del correo. De no haber sido por esto, aún estarían las piedras en mi poder.

Eduardo, que no acertaba a comprender estas explicaciones, le dijo:

—Pues no te ha costado caro el flete.

—¿Cómo que no? Hube de entregarle mi reloj.

—¿Tu reloj? —exclamó Eduardo.

—¡Qué más me da! —respondió Augusto—. Si al fin resulta que las piedras son dinero, lo tendré a montones y podré inundar de relojes toda Noruega. Así como lo oyes.

Pura palabrería en torno a piedras negruzcas, piedras pesadas, tema único de toda su conversación. Eduardo comprendió que su amigo también estaba apurado y no podría ayudarle a salir del atolladero por lo que puso fin a la charla, despidiéndose de él para seguir su camino. A los pocos pasos, dio media vuelta, impulsado por un rápido pensamiento, y acudiendo de nuevo al lado de Augusto, le dijo:

—¿No me habías dicho antes que habías perdido el reloj?

—¿Perdido?

—Sí, un día que fuiste de pesca. Me dijiste que Magno te lo había quitado.

—Volví a encontrarlo. Lo había puesto en sitio seguro para que no me lo quitase.

—Entonces, no lo llevabas encima al embarcarte ¿verdad?

—No. A propósito. No vayas a decirles a los demás lo que te he revelado, ¿oyes?

—¿De Magno?

—¡Qué me importa a mí Magno! —exclamó Augusto, despreciativo—. Me refiero al hallazgo en la montaña. Guarda bien el secreto. Si la gente lo oliese, todo el mundo me agobiaría a sablazos, y especialmente las mujeres, que nunca pierden esta mala costumbre. A una le presté mi anillo. ¡Fíjate bien, tócalas! ¿Verdad que parecen húmedas? —le dijo Augusto enseñándole las piedras.

—¿De veras? ¿Y qué más?

—Cuanto más húmedo es el tarazón, mayor cantidad de metal contiene. He recorrido el mundo entero y sé a qué atenerme.

—Tú sabes mucho.

—He examinado las piedras con un imán y no llegó a traerlas hacia sí. De manera que no son hierro.

—¿Qué crees que serán?

—¡Qué sé yo! Pero tampoco el oro es atraído por el imán. Para convencerte, haz una prueba con tu anillo.

Efectivamente. Palabrería, pura palabrería, que, al fin y al cabo, llegó a interesar a Eduardo, incitándole a preguntar:

—¿De manera que crees de veras haber hecho buen hallazgo en el monte?

—¿Que si he encontrado algo? —gritó Augusto—. ¿Imaginas, amigo mío, que soy ciego y tonto? ¿No lo ves tu mismo? Y te advierto que tú no debes moverte de tu sitio antes de que yo haya recibido noticias de Trondhjem. De ninguna manera quiero permitir que regreses a casa con las manos vacías. ¿Quieres edificar?, perfectamente, edificarás en grande, y no me hables de cometer tonterías.

Eduardo volvió a bogar de regreso a Doppen, don de reanudó su vida indolente. La entrevista celebrada con Augusto había contribuido a aligerarle el ánimo. La fe puesta por su camarada en el examen de sus piedras también le había contagiado a él y se decía:

—¡Quién sabe si será oro! ¡Todo puede esperarse de Augusto!

Por de pronto, ello servía a Eduardo de pretexto para demorar sus propósitos de un viaje que no deseaba ni mucho menos emprender en seguida. Le costaba decidirse a adoptar una resolución definitiva y comunicó a Luisa Margarita la provisional suspensión del viaje, en espera de algo que tenía que llegar.