Eduardo recibió la visita del viejo armador y patrón del barco del fiordo de Ofot, anclado en las peñas. Había terminado la desecación de su cargamento y se aprestaba a estibarlo a bordo; pero había de pagar los jornales del secadero y temía que no le alcanzase el dinero disponible. ¿Podría prestarle algunos escudos?
Eduardo accedió y ambos entablaron conversación. El viejo armador estaba algo abatido. Las cosas no le habían salido a su gusto, aquel año. Guiándose por las apariencias y temiendo que la pesca escasease, había comprado a precios elevados, durante el primer mes de permanencia en el Lofot, creyendo que luego no podría completar su cargamento, y hubo de esperar seis semanas antes de conseguirlo. Cuando vio cómo cotizaban el bacalao Ronneberg en Aalesund y Nicolás Knudtzen en Kristianssund, se asustó y no se atrevió a zarpar con rumbo al Sur.
Aquel patrón del fiordo de Ofot era hombre reposado y juicioso, y Eduardo se compadeció de él.
—Poseéis nave y cargamento y no os será muy duro resistir un envite, ¿verdad? —le preguntó.
—No lo sé —respondió el viejo, con gesto preocupado—. Tengo un hijo que salió a traficar con mi mercadería por las comarcas. Me ha costado mucho dinero, y no sé a punto fijo por qué le van siempre tan mal los negocios. Tal vez no sea suficientemente enérgico en el trabajo. Lo cierto es que ya he pagado varias veces por él.
—¿Cómo se llama? —preguntó Eduardo.
—Nils. Pero ya abandonó este negocio y ahora trabaja en mi granja. Buena falta hacía.
Eduardo comprendió en seguida que se trataba de su antiguo criado Nils y adivinó la procedencia de dinero que un día le mandara Matea, acompañado de una carta arrogante. Habló en términos optimistas a su viejo interlocutor y le dijo qué otra cosa era ir errabundo con mercancía a cuestas. En opinión suya ofrecía mayor seguridad una embarcación para dedicarse a la compra en las pesquerías, pues bastaba izar la vela con rumbo al Sur, en donde a uno le daban enseguida dinero en mayor o menor cantidad pero siempre dinero contante y sonante.
Él armador miró el suelo. No pretendía hacerse más rico de lo que era, le declaró. Por ejemplo, esta vez no tenía completa la carga, sino sólo las dos terceras partes. ¿Qué le parecía a Eduardo si para el invierno siguiente se pusieran de acuerdo los dos para la compra en las pesquerías?
Eduardo denegó con la cabeza, no obstante halagarle en cierto modo la proposición. Navegación y, tráfico pesquero eran una tradición en el Norte, y en tanto él no ejerciese su natural profesión, todo el mundo tendría derecho a tildarle de mercachifle, y nada más. Eduardo vaciló un instante, pero por fin respondió:
—No dispongo de medios suficientes para ello.
—Tengo entendido que en el Sur poseéis una gran ja y un prado, ¿no es verdad? —preguntó el armador.
—Así es, efectivamente.
—Siendo así, me parece que no estáis mal situado.
Eduardo recapacitó juiciosamente, y contestó:
—No hay que pensar en tal cosa. Eso no lo hago yo.
—No se trata de eso, ni mucho menos —advirtió el patrón del barco—. Lo dije sin darle importancia. Por lo que respecta a vuestro préstamo, os lo devolveré con preferencia a todo.
La ocasión era tal vez tentadora para aprovechar la; pero Eduardo no volvió a titubear. ¡Hipotecar de nuevo Doppen… ahora, precisamente, que él pensaba día y noche en correr allí para adecentarlo…! ¡Estaría dejado de la mano de Dios! Doppen, en la verde ensenada, alegrado por el ensoñador murmullo de la cascada, con casas amparadas por montes, detrás de las cuales se jugó él un día la vida… por amor de unos ojos que le acechaban desde abajo.
Pero transcurrieron horas y días, semanas y meses, silentes y monótonos. Los hombres estaban en las pesquerías del Lofot y, anulada la venta en la tienda, no tenía más ocupación que comer y dormir. No había ninguna señal de vida en la comarca; sólo vivían allí ancianos, mujeres y niños. El invierno anterior había incurrido en un derroche surtiendo graciosamente a Ragna de café y azúcar de terrón; pero aquel año no estaba dispuesto a hacer tonterías. Con nadie podía departir y distraer el ocio por ser demasiado humilde para los poderosos de la comarca y excesivamente poderoso para los humildes. No volvió a llegarle ninguna carta de América, y la espera le ponía nervioso y le agriaba el humor. Tampoco recibía noticias de Augusto, que era tan desidioso que podía haberse muerto sin que nadie se enterase. Hizo un viaje al Lofot, con intención de ausentarse una o dos semanas; no halló ningún placer allí. La pesca era escasa y frecuentes los lamentos de afincados y pescadores. La tripulación de Carol había perdido un hombre durante la última galerna, el veterano Martín.
—¡Qué le vamos a hacer! —decían sus compañeros—. ¡Había ya dado de sí todo cuanto podía! ¡Después de una vida de trabajo, agarrado al mástil, Dios no había querido que aquel año regresase a casa, pe lado, como todos!
Efectivamente. El caso era que Eduardo era fiador de la vaca.
Regresó a su caserío con el alma amargada, y pasó todo el invierno errabundo por los contornos, sin ocuparse en nada. En este mundo, no había ni justicia ni probidad.
Carol y varios de sus hombres volvieron por Pascua, para una breve estancia. Con él vinieron Joaquín, Teodoro y Ezra. Naturalmente, Ezra quería dar un vistazo a su finca y a su novia. La pesca se había presentado al fin bastante buena, persistiendo así largo tiempo, y el patrón del barco de Ofot compraba con intención de conducir el cargamento al secadero de la ensenada, lo mismo que los años anteriores. ¡Lástima que el pobre Martín no viniera! Con seguridad, le hubiera pagado ahora el resto de la vaca.
Pasada la festividad de Pascua, Carol se apresuró a zarpar de nuevo con sus hombres, sin consentir dilación alguna, y para evitarla, pasaron el segundo día en la colina de la iglesia. Precisamente aquel segundo día de Pascua, regresaron de la iglesia con una carta para Eduardo. Era una carta amarilla como de cuero, recia, pesada, con una fotografía dentro. ¿Había o no justicia y probidad en el mundo?
Inmediatamente, partió de casa, a pesar de no apurarle urgencia alguna. Durante la travesía, con rumbo Sur, fue reconociendo todos los parajes, a lo largo de la costa, que él había surcado un día en su barco. De cuando en cuando, dormitaba. Sentía la misma emoción que en sus días juveniles. A bordo del vapor, supo que la escala había sido traslada al soberbio muelle de Knoff por haber sido destruida la vieja escala de madera en un día de tormenta. El director de Trondhjem dispuso que volvieran a de cargar, utilizando lanchas, lo mismo que en otros tiempos, a lo que se opusieron los capitanes, e incluso cierta autoridad del distrito. Además, el director recibió la visita de un joven, Romeo Knoff, que parlamentó con él en términos respetuosos, captándose sus simpatías. No caracterizaba al muchacho el empaque de su padre, ni mostró el menor conato de desdén al juzgar los razonamientos del director. Antes al contrario, acogió la opinión ajena con criterio liberal, compartiéndolo casi por completo. A bordo, decían:
—Naturalmente, le concedieron la escala de la línea regular, que hace tiempo debiera haber obtenido.
Eduardo se congratuló de la victoria de Romeo.
Al atardecer, recalaron en el muelle de Knoff, que estaba bien iluminado. Magno, él mancebo de la tienda, subió a bordo, portador de la documentación, e hizo la declaración. No habían recibido gran cosa del Norte. En cambio, eran bastante importantes las remesas destinadas al Sur de manteca, pie les, lana, pipería y bueyes sacrificados. Toda la región despertaba a una vida nueva.
Desde cubierta, Eduardo descubrió en seguida varias caras conocidas. Había una entre ellas que hubo de escrutar repetidas veces con gran insistencia: era un descargador del muelle… ¿Augusto? ¡Augusto!
Eduardo llegaba como caído de las nubes. También Augusto tardó en reponerse de la sorpresa, y transcurrieron algunos segundos antes de que se decidiese a descubrir el tesoro dorado que ocultaba en su barca.
—¿Es posible…? ¿Tú aquí?
—¡Yo, en persona! ¿Y tú?
—Ya lo ves.
Magno, el mancebo de la tienda, acertó a pasar por su lado. Saludó con la cabeza a Eduardo y prodigó órdenes entre los hombres en voz alta. Cuando el vapor hubo vuelto a zarpar, se alejó con el correo recibido, camino arriba.
—¿Has visto qué mico? —dijo Augusto, riendo a sus espaldas.
—Ya sé que no puedes tragar a Magno. ¿Y se puede saber qué haces por aquí?
—¿Lo que yo hago por aquí? —respondió Augusto—. Un día, me trajo un barco y aquí me tienes. Recordé cuanto me habías contado de esta comarca y, al comprobar desde el barco su importancia, decidí desembarcar, a pesar de que llevaba billete hasta Trondhjem. ¡Feliz viaje! Ha pasado ya un año desde entonces, más de un año. ¿Y a ti qué te trae por aquí? ¿De veras? ¿Quieres dar un vistazo a tu granja? Por cierto, que todo el mundo te conoce por acá y sólo alabanzas me han dicho de ti.
—¿Por qué no me has escrito? —preguntó Eduardo, con cierto interés.
—Tienes razón. Pero el año pasado hice que te transmitiesen una carta que llegó de América para ti. Fui yo quien se ocupó de ello. De no ser así, aún estaría abandonada en un rincón, por culpa de Magno, que es un idiota. ¿Qué decía la carta?
—¿La carta? Una sarta de tonterías.
—Comprendí que venía de manos de mujer —dijo Augusto—. Ya ves, en América las cosas están mejor que aquí, y nada tendría de particular que me decidiese a marchar cualquier día. ¿Para qué querías que te escribiese? Estos andurriales no están hechos a mi medida y no pienso permanecer aquí ni un día más de lo preciso. Esto es lo que tenía pensado decirte por telégrafo, muy pronto. ¿De manera que te han traído las ganas de dar un vistazo a tu finca? Claro, no faltará qué hacer allí en primavera. Me voy. ¿Para qué habría yo de alargar mi estancia aquí? Romeo es un muchacho estupendo, lo mismo que todos los de la familia, sobre todo, el viejo Knoff y la señora. Pero Magno es un perfecto mameluco. ¡Si vieras qué miedo les tiene a las ratas! Ven conmigo. Vamos a la granja.
—¿Pero puedes abandonar el trabajo?
—Naturalmente, los demás harán el resto —respondió Augusto, absolutamente despreocupado—. Todo me importa una higa.
Saltaba a la vista que Augusto estaba ya harto de trabajar en el muelle y quería cambiar de ocupación. «¡No te apures!», solía decir. No, de ninguna manera estaba dispuesto a echar raíces allí. Él servía para muchas otras cosas. No era ningún sabio, ningún pozo de ciencia; pero casi todo lo entendía, y como nada tenía de holgazán, en todas partes encajaba a maravilla. Era un ave volandera, un pájaro errabundo, apto para abrirse paso a través de cualquier paraje desconocido.
Camino de la factoría, dijo a Eduardo:
—Puedes estar seguro de que no he cometido ningún disparate. Al llegar, me presenté a Romeo y le conté lo que venía al caso de mi persona, diciéndole que he dado la vuelta al mundo, que he mandado barco, que hablo el ruso, y todo lo demás. Romeo no me miró, ni mucho menos, por encima del hombro y me aseguró que podía quedarme. Pero me encargó que fuese al escritorio a saludar a su padre. Así lo hice. A la mañana siguiente, me lavé de pies a cabeza, tres veces seguidas, me puse mi reloj y mi anillo de oro y fui al escritorio. Caí en gracia y el viejo me recibió muy amablemente, diciéndome: «¡Buenos días, capitán!». Comprendí en seguida que Romeo le había hablado ya de mí, y me propuse poner las cosas en su lugar, procediendo honradamente: «¿Me permiten ustedes que decline tantos honores?», le dije yo. Y le conté que no era más que marinero y traficante que hablaba varios idiomas, que había dado la vuelta al mundo, que fui granjero en la comarca de Trondhjem, y la mar de cosas más. «Pero yo —le dije—, no soy capitán». «Pero tú has mandado barco», observó él. «Un pequeño barco», le respondí. «Que viene a ser lo mismo —me dijo, entonces—. ¿De manera que piensas quedarte bastante tiempo aquí? Perfectamente, la factoría es grande y vienes de perilla, pues necesito a un hombre como tú, que lo vigile todo, tome la dirección en el muelle y almacenes y que, cuando haga falta, también ayude un poco en la tienda. Puedes quedarte desde este mismo momento», me dijo, y aquí me tienes desde aquel día. Pero has de saber que el imbécil de Magno me cogió tirria al ver que me ponían por encima de él y de los demás, por lo que, desde el primer momento, no ha sabido qué cara ponerme. ¡Figúrate tú, el gran chimpancé! ¡Un hortera que les tiene miedo a los ratones! El día menos pensado le ajustaré las cuentas, pues me parece que se ha apoderado de mi reloj.
—No es posible. ¿A no ser que…?
—Así habría que creerlo, pero…
—¿Y el anillo? —preguntó Eduardo—. Veo que ya no llevas el anillo de oro.
—¿El anillo? —respondió Augusto, titubeante—. Sé muy bien dónde está. Pero estoy seguro de que ese Mequetrefe me arrebató el reloj un día que salimos de pesca.
—¿De pesca?
—De broma, una sola vez. Fue el verano pasado, un día hermosísimo, de bonanza absoluta. Teníamos que ir en busca de pescado para la cocina. En plena marcha, al viento se le ocurrió de pronto ponerse a soplar, y ya sabes que en una barca no sirvo para nada. El pánico se apoderó de mí, lo que fue causa de que Magno se riese desde su banco. ¿Qué te parece? Me tumbé en la barca, para agarrarme mejor y se echó a reír a todo trapo. ¡Descuida, que ya le arreglaré las cuentas! Entonces, perdí mi reloj.
—¿No se te caería del bolsillo?
—¡Quién sabe! ¿Pero no era natural que lo encontrasen en la barca? Pues, no. ¿Y en la orilla? Tampoco. Bueno, vamos adentro, para ver dónde has de dormir —dijo Augusto.
—Me hospedaré en casa del tonelero, como de costumbre —respondió Eduardo.
—Sí, en casa del tonelero. Yo duermo en el cuarto del panadero, con quien me llevo a maravilla, lo mismo que con todo el mundo. Pero, ¡ese majadero de Magno! Por si fuera poco, se le ocurrió decir a quien | quiso oírle que le temo al mar y que en mi vida puse j los pies a bordo de un barco. ¡Qué te parece!
Una vez más, se encaminó Eduardo a casa del tonelero, donde fue cordialmente recibido por la mujer, que le dijo que se alegraba de que hubiese pensado instalarse en su casa, pues ella estaba sola todo el día desde que la tonelería había reanudado la faena, de manera que casi había acabado por perder el uso de la palabra.
—¿Dónde está tu marido?
—Ya lo puedes suponer. En la tonelería. El trabajo se ha aglomerado de tal manera, que trabajan horas extraordinarias para terminar una expedición destinada a Finmarca. A las ocho de la noche, le llevo la cena a mi marido, que se pone a trabajar otra vez y no se retira a casa antes de las diez. Ya ves. Aquí hay vida de nuevo.
Eduardo tuvo, pues, ocasión de escuchar una información completa sobre la gente y la situación. La mujer del tonelero aún no había perdido el uso de la palabra: Romeo había obtenido la escala de los vapores y era rico, y su madre volvía a tener otra vez tantas criadas como dedos en las manos y no cesaba de engordar; Knoff trabajaba por el buen parecer, sacaba el reloj del bolsillo y se iba en seguida a otra parte.
—¿Sabes que Magno se ha casado ya? ¿No lo sabías? Al fin, la señorita Ellingsen fue a él. Pero, durante algún tiempo, parece ser que las cosas no estaban muy claras. ¡Dios sabe lo que pasó! Ella le había echado el ojo a Romeo, y algo duró la cosa. Pero, claro, él era un niño todavía y su madre amenazó con echar al ama de llaves. Resultó luego que se quedó con Magno y continúa en su sitio. Viven en el albergue.
—¿Tienen hijos?
—No. Hace poco que se casaron. ¿Por qué lo preguntas? Dicen que ella no puede tener hijos…
—¿Habéis recibido noticias frescas de los que fue ron a América?
—Algunos volvieron al renacer la vida en la facto ría de Knoff y otros se quedaron allí. No escriben, ni mandan nada a sus casas. Seguramente, a unos les irá mal y otros se habrán muerto. Pero, Lorensen, ¿sabes?, el primer mancebo de la tienda, regresó, y está otra vez en su antiguo puesto. La tienda está abarrotada de género y de gente. Además, han tomado un nuevo tenedor de libros, un señor muy fino, que lleva broches en los zapatos, usa lentes de oro y sale de paseo con Julia, al atardecer.
—¿Qué ha sido de Norem?
La mujer hizo una mueca de horror:
—Murió. Le cortaron y volvieron a cortar todo lo que le quedaba en la boca. La lengua, primero, y todo lo demás, después. Pero de nada le servía, ni aunque le hubieran arrancado la cabeza entera. ¡El Señor me Perdone!
—¿Cómo lo soportó?
—Firme hasta los últimos momentos, según dicen. Claro está que no pasaba el tiempo en la cama, riéndose del peligro, ni haciendo alarde de buen humor. Levantaba los puños con cara de furia, y no quería irse de este mundo. Pasó mucho tiempo en cama, hasta que, al fin, la muerte pudo más que él. Gastaron mucho dinero, y parece ser que su mujer hubo de hipotecar la casa y el terreno. ¡Quién lo hubiera creído, él, tan avaro y ahorrador! Así son las cosas. Posiblemente, debió de oír en sus últimos momentos: «¡Insensato, esta noche vendrán a buscar tu alma! ¿Para quién será todo cuanto conseguiste?». Seguramente, comprendió que era la muerte. Pero continuaba enfurecido, en la cama, y cuando llevaron la sopa, descargó puñetazos en la bandeja. Ya no era un ser humano. Se me pone la carne de gallina cuando pienso en ello.
—La casualidad ha querido que esta tarde tropezase yo aquí con un antiguo camarada mío, llamado Augusto —dijo Eduardo.
—¿Augusto? Sí. Ha venido varias veces por aquí y hemos hablado de ti. Tiene una boca muy extraña.
—Dientes de oro. Él y yo somos del mismo pueblo. Del Norte, los dos. Es un chico muy listo y ha corrido muchas tierras.
—Sí, cuenta muchas cosas. Pero dicen que le tiene miedo al mar.
—¿Augusto miedo al mar? Si así fuera, no hubiera navegado por todos los mares del mundo. Él teme las barcas pequeñas que flotan casi a ras del agua. Pero esto es debido a que ha naufragado muchas veces y se ha visto rodeado de tiburones y ballenas.
—No sé otra cosa que lo que me han contado —dijo la mujer prudentemente.
—¡Todo lo que te han dicho es una sarta de mentiras! Ponle en la cubierta de un buque y verás si ese hombre le teme al mar. Yo he navegado con él y hemos capeado temporales muy duros.
—Es un maestro tocando el acordeón. Nadie es capaz de hacerlo mejor que él, ni Haakon Doppen. Pero no consiguen que toque nunca. Sólo tocó una vez.
—Desde luego, toca mejor que Haakon —exclama Eduardo, irónico—. Haakon es una mosca al lado de Augusto. Lo que él hace con el acordeón es maravilloso.
—¡Qué Haakon Doppen aquel! —dijo la mujer, pletórica de recuerdos—. Seguramente, no le habían mecido mucho en la cuna.
—¿Qué quieres decir?
—Mal iba por aquí. Pero apenas llegado a América, abandonó mujer e hijos y nunca más volvieron a verle.
—¿No han vuelto a verle?
—Nunca. Se le da por muerto. Su mujer puede volver a casarse cuando quiera.
Eduardo se acercó a la mujer:
—¿Cómo lo sabes? ¿Te escribió ella?
—Lo han contado los hombres que regresaron de allá. Lo dice Andrés Vaade y Lorensen, también; todos están enterados. La Justicia la declaró libre. Allí lo hacen así. Ella ha sufrido mucho con su marido, que ha estado en la cárcel, aparte de otras cosas más. Tiene tres hijos, dos ya mayores. Ahora, están bien.
Eduardo empezó a sospechar que la mujer del tonelero le contaba todo aquello porque estaba ente rada de su permanencia en casa de Luisa Margarita, de su riña con Haakon Doppen y de quien había facilitado el dinero al matrimonio para el viaje. Se apresuró, por consiguiente, a ponerse en guardia y dijo con acento indiferente:
—He venido, precisamente, de paso para Doppen, y me alegraría mucho si Haakon o su mujer viniesen y rescatasen su finca.
—La verdad es que tú la conocías muy bien —recordó, de pronto, la mujer—. ¡Qué cabeza la mía! ¿De manera que quieres vender aquello?
—Sí, si se presenta ocasión. Me establecí en mi pueblo y tengo tienda abierta, ahora.
—Así, pues, ¿piensas ir a Doppen?
—Para echar un vistazo por allí y adecentar un Poco la granja. Los cristales de las ventanas segura mente estarán rotos. Hace ya varios años que no he Puesto los pies allí.
No le fue fácil a Eduardo ir a los pabellones de la factoría sin ser descubierto. Ahora, no le acuciaba el deseo de tropezar con la señorita Ellingsen para que le entretuviese con su plática; ni siquiera apetecía cruzarse, precisamente en tal ocasión, con su antiguo compañero de aposento, el panadero. Tampoco estaría más seguro en la tienda, pues podría ser visto por el viejo Knoff, que posiblemente le invitaría a hospedarse en la granja, ofrecimiento que volvería a declinar una vez más. La actividad de Eduardo estaba requerida por algo de la mayor importancia: había decidido dotar a Doppen de todo lo necesario, interna y externamente, y necesitaba adquirir varias cosas en la tienda, como una batería de cocina, sillas y un equipo de cama, para lo que acaso no le alcanzase el dinero disponible.
Preguntó por Romeo. No se hallaba presente. El primer dependiente le acogió cordialmente. En presencia suya estaba el primer mancebo de antaño, que había emigrado años atrás y conociera tiempos buenos y malos en tierras extrañas, circunstancia que no parecía, sin embargo, haber apurado su experiencia.
—¿No estás contento en tu tierra natal?
—Esto, sí —respondió él.
De nada tenía que quejarse. Pero tampoco había tenido nada de que lamentarse al otro lado del el charco. ¡América era un soberbio país!
—Entonces, ¿por qué has retornado?
—¡Psé! El hombre siempre es inquieto. Pero, ¿qué te trae por aquí?
—Quiero dar un vistazo a mi finca de Doppen.
—¿No tenías también una granja en el Norte? —preguntó Lorensen.
¡Ah, Lorensen siempre tenía contestación a punto! Había regresado deseoso de experimentar la sensación que se apodera del ánimo al volver uno a sus lares; pero no estaba seguro de no volver a partir. El regreso no había colmado sus esperanzas. Lo mismo que a él les sucedía a otros. Por ejemplo, a Andrés Vaade.
—¿No le conoces? ¿No? Bueno, pues aquí hay uno que se llama Andrés Vaade, un muchacho muy formal. Su padre ya es viejo y él quisiera deshacerse de la granja, de seis vacas, un caballo y algo del bosque, nada despreciable. Pues, nada. Andrés Vaade no para de dar vueltas a su cabeza. No se encuentra a gusto en su tierra. Le parece pequeña y estrecha y no sabe a qué atenerse. Así es. Aquí viene un labrador y compra mercancía a crédito, mientras que en América cuando un granjero no tiene dinero lleva un cargamento de trigo a la ciudad y vuelve a tener dinero. Aquello es vivir. ¡Comen carne caliente tres veces al día!
—¿Viven más tiempo por eso? —preguntó alguien que estaba escuchando.
—No lo sé, pero viven mejor —repuso Lorensen.
—¿Qué se entiende por mejor? ¿Son más robustos, más alegres, más dichosos?
—¡Ya lo creo! ¡Ahí es nada, poder meter la mano en el bolsillo del pantalón y dar en él con un puñado de escudos de plata, o rozar con el índice una moneda de cuatro chelines en el bolsillo del chaleco!
—¡Ja, ja, ja! Lorensen sabe contar las cosas muy bien —exclamó una mujer.
—Así es en todo. Árboles en los bosques, trigo en los campos, centenares de vacas en los prados. Allá reina la abundancia, al paso que aquí escasamente se dispone de lo necesario. Es inconcebible lo que se puede derrochar en América.
—Pero, vivir mejor… ¿Qué se entiende por esto? —volvió a insistir el incansable interrogador.
—¡Mejor! ¡Así como suena! —respondió Lorensen, breve y escueto—. Por de pronto, cuatro tortas al día, todo el pudding que te apetezca y azúcar abundante.
—Eso no son más que golosinas —exclamó el otro, despectivamente.
—Lo que te digo es que tú lo ignoras porque no lo probaste nunca. ¿Cuántas vacas tienes?
—Dos vacas.
—Dos. Ya ves. ¿Y cuánto ha aumentado hasta ahora la familia? ¿Cuántos hijos tienes?
—Cinco.
Todo el mundo se echó a reír, y el primer dependiente con mayor estrépito que los demás.
—Y nos las componemos perfectamente —continuó el otro—. Los dos chicos mayores son crecidos ya. También tenemos muchas cabras. Poseemos tierra, y sembramos grano y patatas, tenemos matas de grosellero y leña en el bosque y agua en el arroyo y sale humo por la chimenea de nuestro hogar. ¿Viviríamos mejor si abandonásemos todo esto?
—Hombre, eres feliz con lo que tienes, Carel, y no deja de ser esto una ventaja —asintió Lorensen. Vives en tu cala y no conoces otra cosa. ¿Qué te trae hoy por aquí?
—He venido en busca de dos picos y una pala.
—Perfectamente. Su servicio te harán. Pero, en América, pican y zapan con máquinas.
—En cambio, todavía no he conseguido que me digas una cosa, tú, que tantas cosas has visto esos mundos: ¿Son allá los hombres más felices que aquí? —preguntó el interlocutor.
—Ya te he dicho antes que tienen escudos de plata muy sólidos, y pueden comprar cuanto se les antoja, así, como lo oyes. Pero no hagas caso de lo que te digo, Carel, y no te muevas de tu cala. Ven aquí cuando necesites comprar picos y palas. Siempre nos entenderemos, pues eres un cliente juicioso y sabes lo que quieres.
—Va ya para varios años que mi vecino vendió su alquería y emigró a América con mujer e hijos. ¿Te parece a ti que mejoraron su suerte? No sé. Pero me han contado muchas cosas. Haakon ha desaparecido —contestó el aludido.
—Mira, a tu lado tienes a tu nuevo vecino —le dijo el primer mancebo—. Este es quien compró Doppen.
El hombre tendió la mano a Eduardo, y le dijo:
—¡Qué torpe soy…! Si hubiera mirado mejor, te habría reconocido en el acto. Ahora, recuerdo que años atrás vendías aquí, en la tienda.
—Efectivamente, aquí trabajaba yo entonces —dijo Eduardo.
—Un domingo, fui a Doppen y me llevé la palanca, a título de préstamo. No sé qué te parecerá esto.
—Muy bien.
—Sí, ¿verdad? La palanca estaba abandonada y la granja tan sola que pensé que no haría mal en llevarme la palanca para arrancar algunas piedras de mi campo. La trataré bien y la devolveré a su sitio. ¡Qué casualidad que hoy nos hayamos encontrado!
Eduardo refirió que, precisamente, estaba de paso, camino de Doppen, e inquirió en qué estado se hallaba aquello.
—Si se mira bien, no muy bonito. La tierra está sin roturar, lo mismo que en tiempos de Haakon. Además, no faltará allí alguna que otra cosa necesitada de compostura.
El buen hombre no había querido husmear por la, finca del vecino; pero le parecía que los vientos y el mal tiempo habían causado bastante estropicio.
—Naturalmente, no estaré instalado con tanto confort como en mi pueblo —opinó Eduardo con cierto énfasis—. ¿Quieres que haga el viaje contigo, Carel?
—Te llevaré con mucho gusto hasta la cala.
El primer dependiente de la tienda reanudó su in formación:
—La desaparición de Haakon Doppen se explica de la siguiente manera: Norteamérica es un país muy grande, tanto como todo un continente, y algunos se pierden allí. Yo mismo estuve en varias poblaciones de los Estados Unidos y no supe avenirme a que darme siempre en el mismo sitio. Pero, Haakon… ¿Acaso no estaba siempre ausente cuando estaba aquí? Estuvo fuera años enteros, y allá desapareció en seguida. Pero fue un bien para la mujer y los hijos, que prosperaron al quedar solos, ganando mucho dinero. Ella, lista como pocas, supo aclimatarse rápidamente en tierra extraña y estuvo en varias poblaciones, hasta detenerse al fin donde mejor les fue. ¿Qué hubiera hecho aquí, arrinconada en Doppen, tejiendo labores toda su vida? Ella era apta para mucho más. Transcurrieron un par de años y se divorció. Es indiferente que él esté ahora vivo o muerto. Se lo tiene merecido.
Los días que siguieron fueron de incesante laborar.
Eduardo había perdido el hábito del trabajo y tenía el cuerpo dolorido. No era ninguna maravilla gobernando una casa; pero supo componérselas para cocinar a su manera. Sin embargo, la falta de costumbre hizo que no atendiera con regularidad a tal menester. La comida iba a la buena de Dios y se olvidaba de guisar hasta que el vigoroso espoleo del hambre le devolvía la memoria.
Al cabo de algún tiempo, cedió su tensión de ánimo y llegó, al fin, a poner tino en sus actividades.
Comprendió la insensatez de su excesiva precipitación. Luisa Margarita no llegaba, ni siquiera estaba en camino, seguramente. Además, no había vuelto a recibir carta de ella. Sin embargo, colocó cristales en las ventanas, aseó y fregó el aposento y la cocina, aseguró las puertas que ladeaban en sus goznes, y repasó la techumbre y el armazón de los muros. Como sus manos estaban dotadas de gran agilidad, la labor era impecable. Pintó puertas y ventanas y limpió el patio, barriéndolo todo con sumo cuidado. Carel lee ayudó a extraer las piedras grandes que había en el campo.
—¿No piensas sembrar? —preguntó Carel—. Aquí, hay abono para mucha tierra.
—Aún no lo sé —respondió Eduardo—. Tal vez, si te parece que debo hacerlo.
Cavó un buen trecho de tierra y la sembró. Removió una ladera, la abonó y plantó patatas. Nunca había sido labrador; pero el instinto del cultivador era innato en él desde su infancia.
Dio cima a su labor. Había pasado Pascua de Pentecostés y el verano hacía ahora su obra en los prados. Visitaba con frecuencia al granjero Carel, que, con su mujer, constituía una vecindad muy grata y servicial. Poseían una alquería semejante a todas las demás, a lo largo de la costa, un campo abajo, junto al mar, las casas arriba en la ladera, y huerta y prados detrás del caserío. Allí no había ninguna catarata, cuyo ronquido retumbase en los ámbitos del paraje; ninguna hierática cortina rocosa pendía tampoco detrás de la morada. Doppen era más bello.
Eduardo escribió a su fiordo, preguntando si habían recibido cartas para él. Le mandaron algunas; pero todas procedían de negociantes y corresponsales. Ninguna era de América. Sus hermanas le remitieron el dinero que habían recaudado en la tienda y preguntaron si tardaría en regresar. También le comunicaban que Ezra había dotado, al fin, de techumbre a su establo, donde albergaba una vaca, comprada en la granja parroquial. Ezra hablaba de boda alguna que otra vez y no quería oír negativas. Pero no le dijeron en la carta con quién pensaba casarse; a Hosea le daba vergüenza decirlo.
Eduardo sentía el vacío del hogar y empuñaba con frecuencia los remos, bogando ora en busca del vecino, ora hacia la factoría de Knoff o la casa del tonelero, del panadero o de Augusto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Naturalmente, no era posible regresar al Norte ahora que el grano y las patatas crecían rápidamente en Doppen. Campo y prados sonreían, mostrando la verdura de su ondulante superficie; pero Luisa Margarita no venía. No era lo mismo tener su retrato que a ella misma.
Un domingo Eduardo quiso visitar, con Augusto, a la mujer de Norem, el patrón del bergantín; pero su amigo no pudo acompañarle ante la expectativa del vapor correo, que debía recalar, camino del Norte, y producir el consiguiente trasiego en el muelle. Eduardo ya estaba cansado de acudir a los arribos del correo para volverse chasqueado, y tampoco se atrevía a dejarse ver otra vez al acecho del buque, pues algunos curiosos empezaban a cuchichear entre sí, preguntándose si esperaba a alguna mujer. Además, ella no vendría esta vez, y si viniera, ya esperaría. Tomó, pues, el camino de la granja de Norem con intención de saludar a la familia del difunto, a quienes debía parecerles extraño que todavía no hubiese cumplido con tal deber.
Tardó bastante rato en cubrir el camino, y también invirtió mucho tiempo de plática con la viuda, escuchando el relato de su desventura. Sólo le que daba su hijo menor. Los dos mayores habían emigrada a América y le mandaban dinero para pagar intereses y deudas en el Banco. El que permanecía a su lado ya empezaba a hablar de vender la finca e irse también a América. ¿Qué decía Eduardo a esto? Ella era entrada en años y le atemorizaba la Perspectiva de un viaje tan largo y tener que con vivir con gente desconocida.
Al regresar a la factoría, oyó el ronquido de la sirena del vapor. Ninguna esperanza animaba su espíritu. Sin embargo, no pudo substraerse a cierta inquietud que le impulsaba a acelerar el paso. Efectivamente, el vapor había recalado ya junto al muelle; cajas y equipajes eran depositados en tierra y Augusto trabajaba. A algunos pasos de distancia se destacaba una señora con una niña cogida de mano, en conversación con un hombre que lucía un guardapolvo y llevaba el sombrero ladeado sobre una oreja. ¿Quiénes serían?
En lugar de aproximarse hacia ellos, Eduardo optó por pedir a Augusto razón de la dama y de la niña. Echó Augusto una mirada en dirección al grupo, y dijo:
—Están hablando en inglés.
Y volvió a caminar a lo largo del muelle. No quería pasar inadvertido; antes al contrario, demostrar que también él sabía inglés. Bruscamente, Eduardo se dio cuenta de que la señora y la niña acudían en su busca. Una nube le cubrió los ojos; su mano estrecho la de ella. Vio su sonrisa, vio alegría en su rostro y oyó desgranar palabras que, al parecer, le llegaban de lugares remotos.
Luego ella recordó que no se había despedido del hombre del guardapolvo.
Preguntó cómo se alejarían del muelle.
—En la barca —respondió Eduardo.
—¿De veras tienes una barca? ¡Qué bien!
Se acordó ella de su equipaje y designó el número de bultos. Eduardo cogió un baúl tras otro y los transportó a la barca.
—¿Ves que hombre más fuerte? —dijo la madre a su niña.
Eduardo se despojó de la chaqueta y bogó en mangas de camisa, dirigiéndole miradas furtivas y escuchando lo que ella decía para responder a sus preguntas tímidamente; una íntima conmoción tenía su ánimo en suspenso. No era fácil remar, envuelta el alma en una nube de pasión.
—Esta es Haabjörg, de quien te hablé en mi carta. Habla el noruego tan bien como yo. Siempre lo practicamos, con el pensamiento puesto en el retorno a la patria. Ha sido muy juiciosa durante la travesía. Sólo se mareó los dos primeros días. Luego, corría por todo el buque y se alegraba de cuanto veía. ¿Duermes, Haabjörg? ¿Ves esos pájaros blancos, grandes? Son Gaviotas. Son muy bonitos, los reconozco en sus breves gritos; es su lenguaje. ¿Nos has esperado mucho tiempo, Eduardo? No volví a escribirte, ni tampoco telegrafié, por querer venir sin… ¿cómo lo diré?, sin demasiado aparato. ¡Qué hombre más guapo te has vuelto! —exclamó ella bruscamente, dando motivo a que Eduardo entornase los ojos y moviese, sonriente, la cabeza. También Luisa Margarita se sonrojó de sus propias palabras.
—Ya ves. Yo me he vuelto más vieja —continuó ella—. Tengo ya muchos años, muchos años. No me atrevo a contarlos. Me parece un sueño estar aquí, hablando contigo. Oye, ¿no me habías reconocido? Estaba conversando con un paisano y en el preciso momento en que yo le decía que íbamos a Doppen se acercó uno de los hombres del muelle y me dijo que tú estabas allí y que eras el dueño de Doppen. ¿No me reconociste en seguida, cuando me acerqué a ti?
—Naturalmente —respondió Eduardo—. Además, había ya recibido tu retrato.
—¡Ay, el retrato…! Tiene muchos años. No me atreví a mandarte otro más reciente, pues estoy peor que entonces.
Él volvió a mover la cabeza, sonriendo, dando a comprender que nunca había oído decir tantas tonterías.
—Mucho peor —insistió ella.
—Haces mal en decirlo —opuso Eduardo.
Evidentemente, algo había cambiado ella, lo mismo que él. Ahora, la tenía delante, sentada, tocada con sombrero y traje de señora, envuelto el cuello en un chal de seda y luciendo puños blancos en la bocamanga. Esto la desfiguraba. Los años habían dejado algunas huellas en su fisonomía, si bien llegaba muy fatigada del viaje. ¿Y qué más? Nada, absolutamente nada más. Ella se le aparecía de nuevo magnífica, ingenuo y dulce el acento de sus palabras, que resonaban en sus oídos como una melodía cuyo son hacía renacer en sus entrañas una llama de pasión y gozo inefables. Era Luisa Margarita, su amada, el primer beso, el primer abrazo de su vida, en un cálido e impetuoso atardecer de junio.
¿Recordaría ella ahora, sentada frente a él, los tiempos pasados, vividos en común? ¿Y podía mirarle a los ojos sin sentirse cohibida? Eduardo se sentía molesto al considerar que él no estaba libre de culpa, y bajaba la cabeza, con sonrojo. Volvía a pensar lo mismo que en los últimos años, que si él no se hubiera revelado entonces con la loca e ignorante impetuosidad de su inexperiencia juvenil, ¿cómo le hubiera juzgado ella durante el tiempo transcurrido después? Esta idea le atormentaba. Y ahora, en estos momentos, ¿era correcta su postura en el banco? ¿No separaba demasiado las piernas? ¿Remaba con la justa energía? Era preciso no exagerar, ni dar motivos para que ella sonriese.
Luisa Margarita se conducía con mayor desenvoltura que él, más espontánea y abierta. Como se quitase el sombrero, agobiado por el calor, ella exclamó sin contenerse:
—¡Ah… si yo tuviera un cabello tan bonito como el tuyo!
Él no se atrevió a aceptar el elogio, dirigido a su frondosa cabellera; por esto replicó, burlándose:
—¿Quisieras tirarme del pelo?
—Tirar de él, precisamente, no —respondió ella.
La pequeña Haabjörg, tocada también con sombrero y vestido urbano, se entretenía arrastrando la mano por la superficie del agua. La percepción del tibio roce del agua entre sus dedos, constituía para ella una graciosa novedad. Era muy inteligente y preguntaba si allí había peces, peces grandes.
—¿Cómo son de grandes?
Cogió una medusa y profirió exclamaciones del júbilo.
—Le quemará los dedos —advirtió Eduardo a la madre.
Esta enjugó la mano de la niña, y le dijo:
—En la orilla de casa verás muchas como esta pero no debes tocarlas.
—¿Por qué no?
—Porque hacen daño y queman los dedos.
—¿Cómo se llaman?
—Es verdad. ¿Cómo se llaman? —preguntó, a su vez, Luisa Margarita.
—En el Norte las llamamos esputos de foca —respondió Eduardo.
—No es un pez. Sin embargo, vive y es algo así como un animal —repitió la madre a su niña, haciendo que Eduardo la instruyese.
—¡Medusas! —exclamó ella de pronto—. Aquí las llamamos medusas.
—¿No encuentras a Haabjörg crecida para su edad? —preguntó Luisa Margarita, tras una pausa.
—Sí —respondió Eduardo, humillando la mirada.
—¡Además, es alegre y vivaracha! No vayas a figurarte que siempre está tan quieta como ahora.
—Naturalmente.
—Ni mucho menos. Y sabe deletrear y escribir. Hemos traído varios libros en inglés, como los que emplean allá. También sabe cantar. ¿Por qué no cantas algo, Haabjörg?
—Mañana —respondió la niña.
—Claro, ahora estás cansada. Pero muy pronto dormirás con mamá.
—También para ella tengo dispuesta una cama —observó Eduardo.
—¿Tú has…? ¡Eres incomparable!
—La camita de la niña todavía estaba allí —dijo Eduardo.
—Sí, pero sin equipo ni nada. ¡Tú estás en todo! No sabes cuánto me alegro, pues no está acostumbrada a dormir conmigo. Ni yo tampoco tengo costumbre de dormir con ella —dijo Luisa Margarita, echándose a reír…—. ¡Mira, ya estamos frente a la granja de Carel! Era nuestro vecino. Yo pasaba siempre por allí cuando iba a la factoría. ¿Has ido tú también, Eduardo?
—Muchas veces. Precisamente, he convenido una cosa con él y su mujer… Pues falta saber si tengo comida a propósito para visitantes como vosotras.
—También traemos un poco de comida —dijo ella—. ¿Qué has convenido con ellos?
—Que cenéis esta noche en su casa.
—No, no. De ninguna manera.
—Habrá leche para la niña.
—No le tiene mucha afición a la leche. Nada, nada. Vamos a casa. Estoy segura de que tendrás lo suficiente para cenar.
—Hay poca cosa —respondió él. Después añadió sonriendo—: Varias veces compré provisiones para vosotras; pero como se echaban a perder, hube de comérmelas yo solo.
También Luisa Margarita se echó a reír, pero se interrumpió bruscamente para exclamar:
—¡Pobre!
—No lo he dicho en este sentido. Desde luego mañana iré en busca de más provisiones —repuso Eduardo.
—¿No tienes ninguna vaca? —preguntó ella—. ¿No tienes animales?
—No.
—Claro está. No vives aquí. Ya me lo escribiste. Tiraste el dinero por nosotros y no vives en Doppen. ¡Qué triste es eso!
—¿Qué estás diciendo?
—Además, ahora has tenido que robar tu tiempo viniendo aquí, en espera de mi llegada, para conducirme a casa.
Eduardo suspendió los remos levantados, y dijo:
—¡No vuelvo a remar si sigues hablando de esa manera!
—El hombre está enfadado —exclamó Haabjörg en voz baja.
Su madre acogió estas palabras con una sonrisa y le dijo:
—Él hombre no está enfadado, al contrario; es bueno, muy bueno. ¿Oyes? Ya se oye la cascada. En seguida llegaremos.
—¿La cascada? —preguntó Haabjörg, que no comprendía la palabra.
—Es como un río grande que se despeña. Mucha agua, mucha espuma blanca. ¡Ah, es maravilloso, ya verás! Mañana iremos…
Al penetrar en la cala y divisar el caserío, Luisa Margarita exclamó:
—¡Oh, qué pequeño es esto!
—¿Nos quedamos aquí? —preguntó Haabjörg.
—Sí. Pero, ¡qué pequeño es esto! ¡Dios mío, qué extraño aparece todo esto! —insistió Luisa Margarita. Y procedió a denominarlo todo—: La vivienda, el establo, el granero, el cobertizo, el camino del río, el prado. Pero ahora es una huerta, ¿verdad?
—Eso mismo —respondió él—; un poco de pata tas y grano.
—Aquí pasaba yo mi vida, moviéndome entre esas casas, y atendía a mi trabajo, sin conocer nada más. Levantaba los ojos a la cima del monte, contemplaba el cielo, paseaba la mirada por la bahía, cuidaba del ganado y a todo me avenía. Así transcurrían los días. ¿Oyes la cascada, Haabjörg? Nunca se cansa de roncar…
—¡Esto es muy bonito! —dijo Haabjörg.
La madre la cogió en sus brazos y exclamó con voz alterada:
—¿Verdad? ¡Esto es bonito! ¡Esto es muy bonito!
Mientras avanzaban por el sendero que conducía al caserío, Luisa Margarita, dejando volcar sus re cuerdos, ora inundados los ojos en lágrimas, ora sonriente, por momentos.
—¡Mira! Aquí mismo me clavé una astilla en el pie. Yo era muy ágil. Sólo tenía veinte años. Me senté en el suelo y me arranqué la astilla con los dientes.
Ni una sola alusión al marido.