Transcurrido el verano, se acabó el dinero en la comarca, razón suficiente para que Eduardo y Augusto se decidiesen a salir nuevamente de viaje, con su tienda a cuestas; pero iban sucediéndose las semanas, una tras otra, sin que resolvieran partir. Se hallaban a gusto en el caserío, distando del aprecio y respeto generales, que en lugares extraños les sería forzoso crearse de nuevo con gran dificultad. Por otro lado, el barco del fiordo de Ofot permanecía anclado aún en la bahía, en espera de que se realizara el desecamiento de su cargamento de pesca; en otoño, el capitán pagaría los jornales y volvería a haber dinero en los bolsillos de la gente.
Todo llegaría a su tiempo.
Lo malo era que Augusto comenzaba a exteriorizar cierta inquietud, juzgando excesivamente monótono el decurso de los días. No los pasaba durmiendo holgazanamente en la cama, sino que acudía a todas partes; se deslizaba entre los trabajadores del secadero, entablando largas conversaciones en las peñas, o subía de visita al minúsculo predio de Ezra, a quien prodigaba juicios y consejos sobre las condiciones del terreno y de la obra en curso de edificación.
Augusto, que había visitado todos los continentes de la Tierra, recordaba haber asistido a la colocación de cimientos mucho más frágiles, al paso que esta vez saltaba a la vista la precaución que presidía la iniciación de la obra. En la parte alta d terreno, Ezra cavó una zanja para evitar que las aguas penetrasen en el sótano de la casa, destinad a almacenar las patatas; asimismo, ahondó los cimientos de piedra de la casa y los del reducido establo para evitar que fueran quebrantados por el hielo y removidos en su base. En el preciso momento de llegar Augusto, Ezra estaba colocando los cimientos del establo.
—El establo será demasiado pequeño —observó Augusto.
Ezra contestó que no esperaba poseer un rebaño muy nutrido.
Pero supongo que no querrás hacer una perrera. Fíjate bien, hazlo doble mayor y, con el tiempo, ahí dentro cabrán cuatro vacas.
—¿De dónde quieres que saque el forraje par cuatro vacas? —contestó Ezra, riendo.
Augusto paseó su mirada por el contorno y, tieso en su puesto, lanzó una idea. Siempre que Augusto se viera en la precisión de recurrir a su ingenio para salvar situaciones apuradas, no habían de faltarle ideas.
—No tienes más que desecar la ciénaga —sentenció.
Ezra le miró despavorido.
—¿Te estás burlando de mí? —le preguntó.
Augusto no pensaba en burlarse de nadie, ni su idea encerraba broma alguna. Hubo de perorar, infatigable, durante buen rato para infundirle a Ezra la convicción de que él estaba en lo cierto. No quedó Ezra muy convencido de la bondad de sus razonamientos, muy lejos de ello; pero se divertía lo indecible escuchando las teorías de un navegante que había viajado tanto.
En una palabra, ¿qué necesidad tenía Ezra de emprender semejante trabajo?
¿Era posible que el inexperto muchacho no lo viera? En medio de su terreno había un soberbio pantano que podría transformar en terreno de labrantío con sólo apartar la superficie de turba. El pantano estaba absolutamente desprovisto de pedregal; era tierra virgen, que podría sembrar desde el primer año.
—Ven conmigo; vamos a verlo de cerca —le dijo Augusto.
Fueron los dos. Se hundieron en la frondosidad de matorrales de enebros. Augusto peroraba, subrayando la palabra con el gesto indicador de su brazo; hablaba con un fuego que irisaba el azul de sus ojos. Abajo, en las peñas, perennemente regadas por el agua que manaba del pantano, se detuvieron y abarcaron con la mirada la yerma y rasa extensión de la ciénaga. Ezra exclamó:
—¡Aquí tendría yo que cavar bien hondo!
—No mucho —manifestó Augusto—. Estoy seguro de que existe tina profundidad espantosa en medio del pantano. Tendrías que abrir un foso en torno al pantano. Luego, otro foso secante muy profundo dentro del círculo. Para terminar, deberías surcar el pantano con una especie de zanjas diagonales que fueran a desembocar al secante profundo. Allí, hay suficiente declive para que un verdadero río desagua se directamente en el mar. ¡Imagina todo esto con vertido en una preciosa pradera verde! —terminó Augusto—. Te daría forraje para tres vacas, por lo menos.
—¿Lo has visto hacer alguna vez? —preguntó Ezra.
—La mar de veces, y en todas partes.
—¿No pescaron ningún cadáver?
—¿Cadáveres? Lo ignoro. ¿Por qué lo preguntas? —preguntó Augusto, perplejo.
—Para saber si puedo turbar la paz de uno que duerme en el pantano. ¿Qué te parece a ti?
—¡Bah…! —respondió Augusto. Nadie con más motivos que él para temer la aparición del difunto, al que había traicionado en su liquidación de la pesca, apoderándose además de su reloj de bolsillo, botas altas y vestidos. ¿Y qué? ¿Acaso él no había regalado al cadáver un anillo de oro? Abstrayéndose al fin, de tal cúmulo de recuerdos, se rehizo y preguntó a Ezra—: ¿Qué podría hacerte Skaaro?
—Absolutamente nada.
—¿No te parece natural que quiera salir del pantano y desee que lo saquen de allí?
—Desde el día que Ana María reclamó para sí el castigo merecido, no han vuelto a oírse los gritos que se suponía lanzaba el muerto.
—Sería más humano que lo extrajésemos de donde está y le diésemos sepultura cristiana en el camposanto —sentenció Augusto.
Una semana después, le sucedió a Ezra algo espeluznante. Al atardecer de un domingo, cuando el vecindario regresaba de la iglesia, un grito resonó en el pantano, ¡un grito espantoso! ¡Oh, Dios! Era una voz profunda, sostenida, surgida del fondo de la tierra, y una mozuela, que apacentaba su rebaño en la ladera, corrió despavorida al oírla, sin detenerse hasta alcanzar la puerta de su casa, en cuyo umbral se desplomó inerte. También la gente que venía de la iglesia por la ensenada exterior oyó el horrísono grito; el pavor fue general en la comarca. Ezra bajó corriendo, echando los bofes, al oír el grito que había resonado desde el fondo de su campo.
El suceso fue la comidilla del vecindario hasta entrada la noche; todos temblaban ante el hecho de que el muerto del pantano volviera a proferir sus a desgarradores lamentos; después de lo sucedido, el pobre Ezra no podía pensar en proseguir su obra, y nadie tampoco, nadie en toda la extensión de la ensenada, podría gozar de una sola noche de paz después de aquel día. No había rugido el toro de Carol, ni tampoco un pajarraco marino, que, a lo sumo, hubiera proferido un solo grito, para enmudecer en el acto; por consiguiente, habían sido lamentos de un alma en pena. El recuerdo del capitán Skaaro acudió a la memoria de todos.
—Lo mejor que podríamos hacer sería vaciar el maldito pantano —dijo Augusto—. ¿No te parece Carol?
Carol titubeaba. Le repugnaba volver a hablar del difunto y sacar otra vez a colación el desvarío de su mujer.
—No sé si será lícito turbar la paz de los muertos —opinó.
—Si descubrimos el cadáver y le damos sepultura en el camposanto, descansará en paz y nunca más volverá a resollar. Esta es mi opinión —objetó Augusto.
Los pareceres se dividieron, pues mientras unos asintieron a las sugestiones de Augusto, otros juzgaban osadía el intento de desenterrar un cadáver. ¿Qué derecho tenían a contrariar los designios divinos? El recuerdo del suceso se desvaneció poco a poco, hasta ser olvidado por completo. Cierto que se trataba del sosiego de toda la comarca ribereña; pero, ello no obstante, volvió a caer en olvido. Incluso el mismo Ezra, que era el más interesado en el asunto, depuso su pánico, que no podía ser eterno, y volvió a reanudar su labor. E inspirándose en las normas de Augusto, procedió a construir el establo doble mayor que antes. ¿A qué obedecía este cambio de opinión?
Algún tiempo después le sucedió una desgracia al veterano Martín. Había comprado una vaca en la granja de la parroquia. La llamaba Fagerlin. Hacía buenas migas con el rebaño y daba un poco de leche por la mañana, al mediodía y por la tarde. No podía quejarse. Las otras vacas que pacían en la pradera, la acogieron con hostilidad y le daban empellones para que se fuese; pero esto suele sucederle siempre al principio a todo animal forastero, y pronto pasa. Resultó que Fagerlin se hundió en la ciénaga sin fondo. Triste situación de la que nadie podía sacarla. No era posible socorrerla. Naturalmente, la pobre Fagerlin era extraña a aquellos parajes, y no había aprendido, siendo ternerilla, a apartarse del pantano insondable. Quizá la habían empujado hacia allí. Lo cierto era que la vaca desapareció. ¿Qué dijeron a esto Martín y su familia? Él acogió la desgracia con resignación, diciéndose que también a él le quedaba poco tiempo de vida; pero no pudo impedir que el vecindario se agrupara para comentar el suceso y deliberara sobre la actitud que convenía adoptar.
—¿Persistía todavía en no querer vaciar el pantano? —les decía Augusto.
—¿Obtendrá una vaca viva haciéndolo así? —le respondían.
—Skaaro tendrá entonces que yacer con una vaca.
Todos a una se estremecieron ante tan macabra reflexión; pero, ¿qué podían hacer ellos? Las deliberaciones no condujeron a nada. Ezra se puso de parte de Augusto y abogaba resueltamente por la desecación del pantano, charco infernal, que era una injuria a la luz solar, pero predicó en desierto. A él ya no le quedaba otro remedio que persistir en la construcción del establo para albergar cuatro vacas, puesto que ya había puesto los cimientos en toda la extensión necesaria.
Por fin, sucedió algo que puso de relieve la ineludible necesidad de que la opinión pública se decidiese de una vez a poner en práctica las sugestiones de Augusto. Un domingo por la tarde, resonaron dos gritos en el pantano.
Resultaba imposible echar en olvido el asunto; era indispensable obrar. Los gritos habían resonado a la misma hora de la vez anterior; el vecindarios recordaba muy bien que a aquella hora del día se había hundido Skaaro; no podía ser otra que la suya la voz que gritaba pidiendo redención. Aquel domingo había gritado dos veces seguidas, impulsado por el desamparo y la ignominia en que yacía sumido desde que la vaca había caído junto a él.
La pastora corrió a refugiarse en el caserío; la gente de la iglesia de la comarca percibió los desgarrados gritos, y Ezra no corrió, voló, raudo, hasta arrojarse desesperado en tierra, lamentándose de tener que renunciar a las obras en su campo, pues leí sería imposible vivir en semejante paraje maldito.
Carol, el alcalde, frunció el entrecejo, impuesto de la gravedad del caso, y se encaminó en busca del párroco en demanda de consejo. Llevó consigo a Joaquín, en previsión de que hubiera precisión de escribir algo, y también por si sus entendederas no acertaban a comprender cuanto le dijesen.
Afuera, en el pantano, se habían congregado muchos hombres, toda la población masculina de la comarca. Era un día luminoso de verano. Ningún peligro les acechaba. Un objetivo categórico les había reunido en aquel paraje. Augusto dirigía la tarea. Desde el mar hasta la colina había tendido una cuerda en línea recta, indicadora de la zanja que iban a cavar en idéntica dirección, y distribuyó a sus hombres en toda la extensión, poniéndose él también a trabajar, como el que más, sin darse punto de reposo. ¡Ah! Aquella vez, Augusto no lucía faja encarnada al cinto, ni de su boca sobresalía un cigarro puro humeante; gruesas gotas de sudor surcaban sus mejillas, y se diría que el afán que ponía en la excavación obedecía a un designio esotérico, tal vez al deseo de congraciarse con el pobre Skaaro. Por esto trabajaba con tanto ahínco, se limpiaba las narices con los dedos y los restregaba en su pantalón, y hacía caso omiso de sus magníficos borceguíes con palas de charol.
Los zapadores trabajaban en silencio, comunicándose tan sólo lo indispensable en voz baja que no podía alterar la solemnidad de la obra que estaban llevaban a cabo.
Cuanto más se aproximaban a la profundidad del paraje, mayor era la precaución con que avanzaban detrás de la pala por ignorar con qué podían tropezar sus pies. Ezra trabajaba a la cabeza, y levantó la primera capa de turba, seguido de una hilera de hombres que escapaban a la mirada de la cola, a medida que iban avanzando y cavando a mayor profundidad, hasta desaparecer casi por completo en el fondo de la zanja.
Ezra rozaba ya la meta. Extendió delante de sí juncos y maderas, que le permitían posarse encima, y toda la ciénaga parecía vacilar bajo los golpes de su pala. Echó una mirada atrás, para convencerse de que podrían auxiliarle en caso de peligro, y avanzó resueltamente hacia la meta, y se detuvo. Su pala cogía solamente barro; él apartó la sórdida isleta de hierba; pero el vacío que dejaba se llenó casi instantáneamente de turba cenagosa, y la pala del zapador no abrió ningún surco, como si se sumergiese en pasta diluida. Transpuso aquel punto y prosiguió cavando al otro lado, en tierra firme. Al llegar al extremo de la cuerda, Ezra volvió atrás y el hombre que le seguía ocupó su lugar, poniéndose a la cabeza. Ezra había ido a situarse al final de la hilera de zapadores. Así lo había dispuesto Augusto.
A mediodía se destacaba ya la negrura de una vasta zanja adentrada en la ciénaga, y, al atardecer, la mitad de la obra estaba ya casi realizada. Los zapadores emprendieron el regreso al caserío, conversando en voz baja. Habían alcanzado la hondura y sumergido en ella cuatro palas de gran longitud sin tropezar con otra cosa que barro y más barro. Por la zanja discurría ya el agua con juguetona libertad.
A la mañana siguiente volvieron a la faena.
Hubo novedades.
El hombre que trabajaba a la cabeza de la hile; profirió un grito y saltó fuera de la zanja.
—¿Has encontrado algo? —preguntaron los demás.
—Sí, mi pala ha tropezado con algo sólido, como ropa.
Teodoro, que le seguía en la hilera, lanzó una exclamación burlesca y se ofreció a avanzar a la cabeza de la columna. Teodoro quería demostrar su arrojo varonil. Dio dos golpetazos con la pala y descubrió un objeto redondo.
—Eso es la raíz de un árbol —dijo, aprestándose a cogerlo con la mano para arrojarlo fuera de la zanja.
Pero aquello no cedía, sólidamente fijo en su sitio. Por fin, se salió con la suya. Entonces, procedió a despojar de barro el objeto; pero lo soltó en un movimiento espasmódico y el objeto volvió a caer: era la mano de un muerto.
Naturalmente, Teodoro se puso malo y devolvió cuanto llevaba dentro de sí; le parecía como si todo girase en torno suyo; completamente descompuesto, hubo de hacerse a un lado. Augusto ocupó su puesto y pasó adelante.
Entre todos los hombres allí presentes, Augusto fue el único que se atrevió a remover con la pala el fango que circundaba el cadáver para extraerlo del lecho inmundo. ¡Ah! Augusto era todo un hombre, capaz de mirar un cadáver de hito en hito sin arredrarse.
Era extraordinario el estado de conservación en que apareció el difundo armador y capitán, cuyo cadáver había sido celosamente guardado en el seno del pantano, a tal extremo que incluso sus ropas se hallaban intactas. Hasta conservaba el anillo de oro en el dedo. Los brazos, algo distendidos, fueron entre cruzados con sumo cuidado. Le faltaba un zapato. El cadáver yacía en una base rocosa a tres brazas de profundidad, en un paraje que se asemejaba a una cazuela gigantesca. El agua brotaba de una grieta: era un manantial.
Transportaron el cadáver a tierra firme, lo despojaron de fango y lo cubrieron. Augusto eligió dos hombres y los mandó al caserío con la misión de construir un ataúd.
Amainada ya la extraordinaria expectación general, varios de los zapadores dieron en decir que no querían proseguir cavando. Pero Ezra se hizo fuerte en inducirles a persistir en la faena. Tenía motivos personales para ello, y se quejó a Augusto.
—¿Qué hombres son esos? —preguntó a Augusto—. ¿Suspender la labor? ¡De ninguna manera! Al contrario, hay que vaciar por completo ese hoyo sin fondo, para que jamás vuelva a absorber a ningún ser viviente.
El segundo día trabajaron también hasta el caer de la tarde y consiguieron dejar atravesado el pantano por una larga zanja, a la que afluyó el agua. En casi toda la extensión del foso, la gigantesca cazuela permanecía invariablemente llena de agua y fango. No apareció la vaca del viejo Martín; pero descubrieron el zapato de Skaaro.
Al sobrevenir la noche, surgió la cuestión de la guarda del cadáver. La aversión fue general. Todos estaban convencidos de que tan sagrado menester no encerraba peligro alguno, pero no por ello dejaba de poner los pelos de punta al más pintado. Ezra se ofreció a velar si otro hombre se prestaba a que darse con él, y Teodoro, que quiso volver por sus fueros varoniles, se declaró dispuesto a ello. Tenía de contrarrestar el mal efecto de su anterior flaqueza de ánimo. También él había navegado por lo mares y demostrado gallardía ante el peligro.
Era verano y la noche norteña clara. Ambos veladores distraían su soledad dando vueltas de un extremo a otro, sin experimentar miedo, muy al contrario. Se habían ofrecido a velar por pura caridad; sólo la culpa infunde pavor. Era forzoso que Ezra sintiera una gran alegría al ver desecado su excelente pantano…, si esta alegría fuera compatible con el temor de Dios.
Terminaron por sentarse y cabecear. El disco solar se ocultó detrás de las colinas, comenzó a anochecer y se abrocharon las chaquetas. Lo último que se dijeron fue que ninguno de los dos tenía ninguna cuenta pendiente con Skaaro. ¿Por qué, pues, habían de temerle? Nada, naturalmente. Pero un cadáver era al fin y al cabo, un cadáver y no un armador… Teodoro despertó bruscamente; había soñado.
—¿Qué pasa? —preguntó Ezra, levantándose en el acto.
—Nada. Pero mírale y verás como se mueve.
—¿Qué se mueve?
—Su manta. Vemos a verlo.
—Veamos —respondió Ezra, no sin titubear un segundo.
Había doblado ya la medianoche y la luz era crepuscular. Ya de pie y sin moverse de su sitio clavaron los ojos en su objetivo.
—Es algo rojizo, es un animal —dijo Teodoro.
—¡Míralo! ¡Es un zorro! —contestó el otro.
—Sí —asintió Teodoro—, tal vez sea un zorro pero…
—Vamos a verlo —insinuó Ezra.
—Sí, tenemos que bajar a verlo. ¡Hum! Pero, ¿si es el diablo?
—¿Cómo es posible? —preguntó Ezra, estremeciéndose—. ¿No lo dices en serio, verdad?
—No sé —respondió Teodoro—. Pero tú sabes también como yo que el diablo puede encarnarse en cualquier cuerpo y correr por todas partes buscando a quién devorar. ¿Y si ese zorro fuera él? Lo he oído contar varias veces.
Ezra se quedó perplejo.
—Hace ya muchos años que Skaaro se hundió en el pantano y durante todo este tiempo su alma ha vivido en bienaventuranza. ¿Por qué habría de ocurrírsele ahora precisamente al diablo hecho carne venir en busca suya?
Teodoro guardó silencio.
—¿Qué dices tú a eso? —preguntó Ezra.
—¿Yo? ¡Nada! El caso es que ese animal tiene algo extraño. Además, no vayas a creer que Skaaro era como debía haber sido, te lo aseguro. Cometió algunos pecados, me consta. No tendría nada de particular que ahora se le echase encima el diablo en persona.
A pesar de todo, Ezra era valiente. Cogió una piedra en cada mano y empezó a bajar.
—¿Vas allí? —le preguntó Teodoro, siguiéndole vacilante.
En aquel momento, de donde estaba el cadáver salió corriendo como una exhalación un animal, un zorro pelirrojo que huía cortando el aire. Ezra le tiró una piedra; la bestia, encolerizada, asustada tal vez, lanzó un gruñido, que, sólo oírlo, satisfizo a Ezra.
Se acercaron al cadáver y un olor a podrido, que les salió al encuentro, les obligó a taparse las narices. Teodoro había recobrado el valor. Los dos pudieron comprobar que sólo era un pobre zorro, pues, si se hubiera tratado del diablo, en vez de huir, se habría esfumado a su vista, sin moverse de su sitio, o se hubiera transformado en hormiga.
—¡Mira ese cochino, qué estragó ha hecho! —exclamó Teodoro.
El zorro había tratado de desprender la chaqueta Para alcanzar el cuerpo, arrancando botones y des brozando un bolsillo. A toda prisa pusieron en orden el vestido del muerto y volvieron a cubrirlo con la manta. Acordaron no volverse a dormir.
—¡Menos mal que yo estaba ojo avizor! De lo contrario, el destrozo hubiera sido mayor —declaró Teodoro, atribuyéndose todo el mérito de la hazaña.
A la mañana siguiente, acudieron varios de los hombres, no todos, porque parte de ellos se habían cansado de cavar. Habían colaborado en la faena para acabar de una vez con la pesadilla de las lamentaciones de un alma en pena; pero, conseguido está no quisieron saber nada más.
—¿Y de la vaca de Martín? —preguntó Augusto.
¿Iban a desistir de buscarla, renunciando al provecho que podrían obtener de la piel?
Augusto se acercó al cadáver y levantó la manta pero retrocedió al punto, repelido por la intensa peste que exhalaba. Después, se fue al pantano y trazó dos fosos diagonales que, partiendo de la gigantesca caldera, ascendían hasta las colinas. Daba órdenes y dirigía los trabajos. En la zanja izquierda apareció Fagerlin, la vaca de Martín. Estaba linda y hermosa. La despojaron de barro y procedieron a despellejarla. Antes del mediodía, llegaron los dos hombres que habían construido el ataúd y se llevaron el cadáver, que había entrado en un período de rápida descomposición.
Augusto era todo actividad, al paso que su amigo Eduardo no hacía gran cosa. Malgastaba el tiempo merodeaba un poco entre el mujerío. Por eso si había abstenido de participar en las excavaciones. Era una obra de utilidad pública, que interesaba ají toda la comarca, pero él no cogió ni una pala, alegando la carencia de ropa de faena. Además, su pueblo le importaba un comino. ¿Qué tenía él que ver con todo aquello? Ahora, ya no era de allí; él era de todas partes y su pueblo estaba en todos los sitios. Si alguna vez se le ocurriera doblar el espinazo para cavar en un pantano, habría de ser en su propia granja de Fosenland. Allí no habría necesidad de desenterrar ningún cadáver.
Augusto dio un gran impulso al desecamiento del pantano de Ezra, obra maravillosamente iniciada, preciso era reconocerlo, la mitad de la cual estaba ya casi terminada mediante el trazado de la soberbia zanja central y de los dos fosos diagonales, que produjeron el descenso y desecamiento de la ciénaga. Pero faltaba echar la tierra, lo que representaba labor de meses y años.
Ezra había echado los bofes en la obra y Augusto prodigaba consejos sin cesar en el trabajo. Ezra y Joaquín se prestaban mutua ayuda. Ambos tenían una buena dosis del espíritu del labrador de pura cepa. Cuando Joaquín precisaba ayuda para levantar algunas piedras demasiado pesadas, iba en busca de Ezra, y, recíprocamente, Joaquín trabajaba en el pantano. El avance era lento pero tenaz. Ambos muchachos se llevaban muy bien, como no era menos de esperar, siendo casi cuñados. Hosea, la hermana de Joaquín, llevaba ya puesto un anillo de oro para que no pudiera escurrirse.
Augusto no tenía ahora ninguna ocupación en que distraer su ocio, y por eso procuraba olfatear algo nuevo a que dedicar sus ansias de movimiento. Volvió a hablar a Eduardo de la conveniencia de construir una tienda en la ensenada:
—Ten en cuenta —le decía— que tu barca está todavía en la atarazana abarrotada de mercancía. No debes consentir en dejarla allí todo el invierno hasta que se hiele.
Esta vez, Eduardo cedió, pues también él había estado pensando en ello durante el último tiempo.
—¡Entonces, manos a la obra, en seguida, antes de que llegue el invierno! ¿Qué aguardaba?
—Cierto —dijo Eduardo—. Por de pronto, tengo que proveerme de materiales con urgencia. Escribe una carta, en seguida, en el acto, para que manden maderos, vigas y listones de esas medidas.
Joaquín escribió la carta.
Al fin, pareció despertar en Eduardo el entusiasmo y la laboriosidad. Madrugaba y trabajaba en la construcción hasta el anochecer. Eduardo, que había sabido aprovechar las enseñanzas obtenidas en la vasta factoría de Knoff, en Fosenland, no era lerdo. Con ayuda de Augusto y de Joaquín construyó una bodega capaz para un barril de aceite para el alumbrado, un pequeño tonel de hojas de tabaco, una caja de jabón negro y para otros géneros que tuviera necesidad de almacenar allí. Augusto advirtió que también aquí el basamento era pequeño; pero Eduardo prefería empezar con modestia, para poder resistir.
Cuando llegaron los materiales de construcción, los dos carpinteros que habían construido el ataúd de Skaaro levantaron el edificio en poco tiempo. Un cobertizo en comunicación con la vivienda, armadura, entablado interior y exterior, sin estufa, ni lujo ni entalles. Aquel mismo otoño, Eduardo ya pudo darse de alta en su industria e inaugurar la venta en establecimiento fijo. Le vino de perillas que el viejo armador del fiordo de Ofot acabase de desecar su cargamento de pesca y pagase los jornales. En el caserío volvieron a correr los chelines.
¿Pero, y Augusto? Estaba otra vez desocupado más inquieto que nunca, incluso malhumorado y colérico; nada le satisfacía.
—¿Qué te pasa, hombre? —le preguntaba Eduardo.
Augusto quería irse. Eduardo le propuso ir al Norte, con su mochila llena de mercadería; podrá llegarse hasta Tromsö, adonde le mandaría género de repuesto. Augusto movía la cabeza.
—Entonces, ¿qué quería?
Augusto quería desuncirse. ¿Cómo se entiende? No quería rodar, haciendo de mercader ambulante. Eduardo se resistía a dejarle partir y le ofreció asociarse los dos, a partir tienda y mercancía, la mitad para cada uno. Augusto declinó el ofrecimiento.
Nada. Augusto sentía necesidad de variar de vida esa era la razón que le obsesionaba. Estaba acostumbrado a vagabundear, mariposeando de una ocupación a otra. Actualmente, se le había acabado la cuerda en la ensenada, daba vueltas por todas partes incapaz de estarse quieto y le consumían las ansias por volver a su agitación anterior.
—¡Tan bien como te iría! —le decía Eduardo.
—Podrías ir a Tromsö y volver a casa. Después, bajar al Sur, hacer alto donde te viniera en gana y vender donde te pareciera mejor.
—¡Sí, y luego vuelta a casa otra vez! —contestó Augusto.
—¿Por qué no?
Siempre los mismos caminos, las mismas gentes, idénticas conversaciones, golpearse las perneras con la vara y hacer el loco para que los demás se rían.
—Tú mismo dijiste una vez que te gustaba.
—¿Yo he dicho esto? ¿Yo he dicho esto? Bueno, pero ahora quiero desuncirme.
—¿Qué piensas hacer?
Augusto dio su contestación habitual:
—¡Pierde cuidado!
Sin embargo, ningún plan definitivo se fue con él el día de su partida.
Todo marcha, claro está que todo marcha. Pero, a veces, suele irse… abajo. No puede suceder de otra manera.
Eduardo ejercía su industria en la ensenada. Había construido la tienda junto a la morada de su infancia, con idea de levantar sólo cuatro paredes; pero ello hizo que la vetusta casa fuera ahora doble larga que antes, adquiriendo así una apariencia similar a la del palacio de Carol, el alcalde. No disgustaba a Eduardo el creciente respeto que su tienda inspiraba al vecindario, y mandó pintar de blanco todo el edificio, a semejanza de la granja de la parroquia. Además, le imprimió cierto sello de distinción, haciendo barrer la paja de las cajas que inundaba el suelo del patio. Su padre se dejaba ver por todas partes, e incluso cedió un tanto a determinada tentación pecaminosa, tocado de íntima vanidad por ser padre de hijo tan inteligente. De cuando en cuando, le decía:
—¡Si tu madre viviera!
Con el invierno llegó una calma mortal. Todos los hombres se habían ido a las pesquerías de Lofot, y en la ensenada no quedaba ya dinero. Eduardo se entregó a la molicie, comía y dormía. Esto tenía su lado bueno, inmejorable, sin disputa alguna. Tocadas las nueve de la noche, nada acontecía en el lugar, fuera ni dentro de la casa; a tales horas, todo el mundo buscaba refugio en su petate y nadie necesitaba yacer en él con los oídos despiertos.
Eduardo prosiguió siendo un muchacho de buen corazón. En las escaseces invernales, solía ayudar a los menesterosos, facilitándoles un poco de harina, o un par de libras de café a crédito; Ragna, la minúscula mujercita de Teodoro, consiguió incluso azúcar en terrones para el café, que no siempre anotaba Eduardo en la cuenta corriente de su compradora.
—Bien, entonces ven a casa a tomar café —le dijo ella un día.
—Esta noche iré.
No podía ser de otra manera. Cierto que era una tontería, peligrosa y torpe a la vez; pero él fue a casa de la pequeña Ragna, que vivía en la casa heredada de su abuela; iba allí en las noches oscuras, y se quedaba mucho rato. Nadie lo ignoraba en la comarca; pero él no tenía necesidad de exculparse. Tenía bienes y era rico. Todas tenían que acudir a Eduardo en demanda de harina y café. Por lo que hacía a Ragna, no dejaba de representar un honor para ella ser preferida a Beret, o a Josefina de Kleiva. Así estaban las cosas.
¿Y Eduardo? Bien, todo iba adelante. Cada día que pasaba se fijaba menos en lo que hacía y como lo hacía; no era Ragna una Luisa Margarita, ni mucho menos; ninguna mujer se le asemejaba. Él no la olvidaba nunca; pero que fuera muy feliz, como solía decir Augusto. A Ragna la tenía al alcance de la mano, ¡y era tan bonita su boca, cuando reía! La sensibilidad moral de Eduardo había descendido y no percibía ninguna alegría inagotable junto a Ragna. Sin embargo, no la dejaba en paz. Posiblemente, la imagen de Luisa Margarita no se había borrado ni un día de su memoria, pero era natural que hubiera renunciado a ella. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Y qué remedio le quedaba sino el de resignarse a recordarla? Aquella mujer había dejado un surco profundo en su alma, que nada ni nadie, durante largos años, pudo borrar; pero la última noche que ella estuvo a verle en el Hermine fue débil, y débil continuaba siendo. Le hubiera sido fácil dar con su paradero cuando él se hallaba aún en el Sur; pero no había podido pasar de las primeras líneas de su carta, falto de valor y energía, y ahora proseguía en su hogar paterno imaginando cartas que nunca fueron expedidas ni siquiera escritas. No experimentaba ansias de placer ni se mostraba jovial; había olvidado la risa, su juventud se doblegaba bajo su cuerpo abotargado de tanto comer. Un día, le dijo Augusto:
—¡Vamos, hombre! Estás como un cadáver, con la sola diferencia de que aún no te han enterrado.
Sí, pero no estaba muerto del todo, ni tampoco fosilizado. Cuando los pescadores del Lofot regresaron, ayudó al veterano Martín a comprar otra vaca, respondiendo por él. Grande fue la alegría de Martín, que contrastaba con la pasmosa sorpresa que experimentaba Teodoro al darse cuenta de la preñez de Ragna.
—¿Dónde fuiste a buscar eso? —le preguntó sombrío.
—¡Ja, ja! ¿Dónde fui a buscarlo? —respondió Ragna—. Aquí mismo, en casa.
—¿Quién te trajo esta obra de arte?
Ella volvió a reír, y repitió:
—¡Esta obra de arte!
—Te pregunto que quién ha sido.
—¿Acaso eres un fantasma? —respondió ella—. ¿No estuviste aquí por Pascua?
—Sí, sólo hace tres semanas.
Silencio.
—¡Quiero que me lo digas! —gritó él, dando un brinco.
Pero Ragna había sido muy despierta en sus años escolares y aún seguía siéndolo. Ello significaba que sabía contar muy bien de cabeza y era rápida en hablar y responder:
—Entonces, fue antes. En febrero te fuiste al Lofot y ahora estamos en la misa de la Cruz. Haz la cuenta tú mismo.
Ragna lo desconcertó por completo; lo mismo que la zorra, conocía las dos salidas del infierno. Él era incapaz de seguirla y hubo de ceder, volviendo a sentarse. Después, Ragna bromeó, riéndose de su sombría sospecha. Era una mujercita con mucho aplomo.
En fin de cuentas, Teodoro no tenía motivos de queja; todos los demás compañeros, contentos de su regreso del Lofot tras una pesca fructífera, fueron con abundante dinero a la tienda de Eduardo. También acudió Teodoro, dispuesto a pagar la deuda contraída por su mujer, y grata fue su sorpresa al convencerse de la economía con que ella había vivido durante el invierno. ¡Ah! Ragna era una mujercita de oro. ¡Que le demostraran lo contrario!
En la ensenada, el dinero volvió a correr de nuevo durante algunas semanas. Eduardo pidió nuevo género de repuesto y su negocio siguió deslizándose por su cauce normal. Ahora, necesitaba instalar su escritorio, nada del otro mundo, muy pequeño, pero escritorio al fin y al cabo, con un cristal en la puerta de comunicación con la tienda. También necesitaba disponer de habitación propia donde dormir por la noche, dejando así de ocupar un puesto en la vieja casa, en la que, ya sin él, vivían bastante estrechos. Eduardo tuvo que volver a edificar. Su padre solía exclamar:
—¡Si tu madre lo viera!
En términos generales, se había despertado una actividad desconocida en la ensenada. La comarca revivía y se extendía lentamente, y la cabeza de algunos de sus moradores discurría con mayor rapidez ahora que antes. Ezra era un buen ejemplo de ello. El travieso Ezra era una avispa y prosiguió desecando el pantano tal como le había enseñado Augusto. Mientras le alcanzaba el dinero ganado en el archipiélago de Lofot, alquilaba caballos para el transporte de las piedras, que eran un relleno excelente. Afirmó con piedras las primeras zanjas diagonales, que volvió a cubrir, obteniendo así una reducida extensión de tierra, y, después de gradada y estercolada, sembró heno en ella. Era un experimento para su personal convicción, y al cabo de tres semanas el suelo cenagoso se transformó en campo de labrantío. ¡Un milagro, una bendición caída sobre la insondable ciénaga!
Un aluvión de pensamientos irrumpieron en la cabeza de Ezra mientras trabajaba. Comprendía que el pantano, con el tiempo, precisaría más estiércol del que podría solicitar en toda la comarca, por cuya razón tendría que proveerse de animales. Pero para tener animales, aunque no fuese más que una sola vaca, necesitaba un establo. Perfectamente. ¿Bastaría esto? ¿Quién cuidaría de la vaca, en invierno cuando él fuese al Lofot a ganar dinero en las pesquerías? ¡Su mujer! ¡La señora de Ezra! ¡Dios misericordioso! ¡Pero si aún no tenía veinte años! Admitiendo, además, que la bella Hosea asintiese a sus planes, ella no podía morar a la intemperie en pleno campo salvaje, recién labrado, ni tampoco resguardarse al lado de la vaca. Así, en primer lugar, tendría que construir una vivienda pequeña; sí, pero esto era asunto de gran importancia. ¡Diantre, todo por culpa del estiércol! Por de pronto, Ezra se hundía en un mar de preocupaciones.
Deambulando el día de la Ascensión por los con tornos, ocupada la mente en laboriosas reflexiones, cayó Ezra en la cuenta de que Joaquín daba muestras de extraordinaria actividad; había desparramado algas en su prado, algas marinas. Joaquín era un mozo inteligente, que debía estar haciendo un experimento. Él husmeaba y leía todo lo que caía en sus manos, cuando bajaba a tierra, en el Lofot, y acabó por ser un sabio. Un poco más, y superaría al párroco que le había confirmado. Pero, ¿algas marinas en tierra, en la pradera?
—Efectivamente —le dijo Joaquín—, y no es esto lo peor. En cada surco de mi campo he echado algas. Las enterré y he sembrado encima.
—¿Eso es buen abono?
—Así lo dicen. Pero no debes creerlo todavía.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo leí este invierno. Dicen que es un procedimiento antiquísimo, conocido en el país hace más de doscientos años. Yo he querido hacer un ensayo.
—Celebro haberlo sabido también —dijo Ezra, poniéndose a cavilar.
Si el ensayo de Joaquín respondía, entonces, cambiarían las cosas para Ezra y podría aplazar la edificación proyectada hasta que llegase el momento oportuno. Por ahora, desistiría de comprar la vaca y retrasaría la boda. ¿Por qué le había ocultado Joaquín su descubrimiento?
—¿De manera que lo leíste el invierno pasado y te lo callaste?
—Claro, para que no se te ocurriera antes a ti. Primero, quise convencerme personalmente. De todos modos, no creas que te bastará abonar tu pantano con algas. Habrán de ir acompañadas de otra cosa.
—¿De veras?
Esto volvía a echar por el suelo los planes de Ezra. Con acento convencido, dijo:
—Ya me he dado cuenta de que no es este el procedimiento, ni comprendo cómo ha podido ocurrírsete abonar con algas tu prado. En otoño, podrás colgarte del heno aquí.
Ezra se alejó con la cabeza hecha un mar de confusiones. Sin embargo, decidió construir la casa inmediatamente, la vivienda nada más. Requirió la ayuda de un hombre y se aplicó a la obra con tenaz energía. La casa tenía que estar cubierta… antes de que cayeran las primeras nieves.
Algo ocurrió, de menguada importancia, pero trascendental en sus consecuencias: Eduardo recibió una carta de América. Se la mandaron de la iglesia donde la había depositado el correo. Era un sobre amarillo, recio como cuero, con muchos sellos, y con la dirección rectificada por Knoff en Fosenland Eduardo leyó la carta en su recién instalado escritorio, y apenas hubo concluido la lectura fue a su cuarto y ocultó la misiva debajo de la almohada.
La carta ya era vieja, por haber permanecido detenida mucho tiempo en el Sur. Eduardo no eral de esos que se toma la molestia de dejar su dirección a nadie. Pero todo fue marchando, todo marcha. Sea como fuere, el caso era que le había llegado carta de las lejanas tierras de América, con palabras cortitas y circunspectas que reflejaban maravillosamente el temperamento de ella, que no le había olvidado. Le decía que, al principio, hubo de estar atenta al desenvolvimiento de la situación; que aquello era muy distinto a Noruega; pero que todos estaban muy bien desde que Haakon había partido para el Oeste y nunca escribía. El niño y la niña habían crecido mucho durante los últimos años; pero aún no habían sido confirmados; allí no era costumbre. Él trabajaba en una «factory», donde ganaba mucho dinero, y la niña también; ella manejaba una bobina.
Perdona si algunas palabras las encuentras in comprensibles, pues en la ciudad hablamos siempre el inglés y los niños no pronuncian ya una sola palabra noruega. El más pequeño, de quien te hablé la última vez, es una niña, y se llama Haabjörg porque Haakon lo quiso así. Poco tengo que contarte después del mucho tiempo transcurrido ya, y sí sólo que aquí no estoy a gusto, ni lo he estado nunca; pero vine con la esperanza de que mi esposo se corrigiera en tierra extraña. Te diré que te añoro mucho a ti, y a Doppen también, que es mi tierra, en la que ahora vives tú. ¡Qué extraño, verdad! Pero los niños, como ya son mayores, no quieren irse de aquí. De todos modos, quisiera llevarme a la pequeña y volver a Doppen, y a ti. ¿Qué me dices tú a esto? Tal vez estés casado en Doppen. Entonces, no iré. Es de noche, pienso en ti y te escribo estas líneas. Recibe saludos cordiales de todos nosotros, especialmente míos.
Luisa Margarita Doppen
¿Qué debía hacer Eduardo? ¡Responder, responder en seguida! Augusto hubiera telegrafiado: él hablaba siempre de cablegramas a América desde que la «Great Eastern» había terminado el tendido del cable a través del Atlántico; pero a Eduardo le parecía fantástico e inutilizable. Como sentía escrúpulos de dictarle la carta a Joaquín, intentó escribirla por su propia mano. ¿No había llevado personalmente las cuentas de la pesca y no llevaba en la actualidad sus propios libros? Sí, pero esto era otra cosa; y después de emborronar muchos pliegos de papel, desistió de su propósito. En su desamparo, se le ocurrió solicitar ayuda de su hermana menor, Paulina, que hacía poco tiempo que había salido de la escuela y escribía bien. Le daría cuanto apeteciera con tal de que le escribiera la carta… y guardase el secreto. Se avergonzaba de exteriorizar sus emociones íntimas ante sus hermanos, hasta el punto, que prefería consentir en que le tragase la tierra antes que descubrir su rostro conmovido. Paulina le escribió la carta; pero todo el rato que permaneció sentado junto a ella, afectó burlarse de Luisa Margarita, que estaba en América y era una tonta de capirote, con si él accediese graciosamente a hacerle, con la carta el regalo de un poco de alegría. Ella no volvería a Noruega. Él mismo dictó la carta, describió el lugar donde ahora vivía, diciéndole que tenía comercio abierto en la comarca y que sólo había estado en Doppen una vez, cuando descubrió el cobertor que ella había dejado, y que él agradecía mucho. Aquel caserío era muy triste y solitario, y causaba mucha pena oír el rumor de la catarata y no ver a nadie…
—No verte a ti —respondió Paulina.
—¿A ella? No —respondió Eduardo—. ¡Bueno, puedes ponerlo! Eso le causará alegría.
Paulina lo trasladó al papel. ¡Ah, no era tonta Paulina! La niña escribía sentada en su sitio, haciéndose la desentendida; pero tenía fino el olfato.
—Celebro que quieras regresar —dictó Eduardo y de aquí a entonces procuraré que todo esté en su punto para el día que vuelvas a estar en tu antigua hogar.
—¿Quieres que le diga que tienes muchos deseos de verla? —preguntó Paulina.
—¡Quita allá, mujer! ¿Estás loca? ¡A no ser que se lo escribas de broma! Bueno, entonces, escríbelo. Ya sabrá seguir la corriente.
Paulina volvió a escribir, y luego, preguntó:
—¿Y recuerdos de todo corazón, al final?
—¡Psé… después de lo otro que has escrito! —respondió Eduardo, echando la cabeza atrás—. Te advierto que será muy capaz de enseñar la carta a todo el mundo. ¡No es poco fatua la mujer!
Dio a su hermana nada menos que una moneda de plata por el trabajo y le recomendó con insistencia que guardara un silencio sepulcral acerca de la carta.
El verano expiró. El prado de Joaquín producía como nunca, y Ezra comprobó, asombrado, que en el heno no crecían algas. «¡Seguramente lo habrá rastrillado a tiempo!», pensó él, desconfiado. Pero Ezra se equivocaba, pues las algas estaban agavilladas y tostada la capa de rastrojos. Naturalmente, tuvieron que rastrillar ligeramente el heno, cuyos robustos tallos se erguían en toda la extensión del prado.
—¡Soberbio! —exclamó Ezra.
Tampoco para Ezra había sido tacaño el verano, pues su modesto sembrado del pantano se transformó maravillosamente y era la admiración de la familia parroquial de la ensenada exterior… ¡Cuál no sería su sorpresa el día que todo el pantano estuviese labrado! Aparte de su labor agrícola, también podía Ezra envanecerse de su capacidad constructiva: ¿qué le decían de la vivienda con puerta y tres ventanas y humo por la chimenea cuando se calen taba el café al mediodía? ¿No se había dejado llevar, además, de su soberbia, al extremo de ponerse a levantar el establo? Su empuje no conocía límites; se había quedado en la piel y los huesos, y a pesar de mostrarse incansable tan sólo pudo construir un trecho de cuadra; hubo de detenerse. La cuadra era excesivamente grande, enorme; nada menos que para cuatro vacas y un caballo. ¡Ahí era nada la cantidad de vigas que se necesitaban en el establo! Ezra se había quedado corto en sus cálculos y pronto se le acabaron los troncos. Llevado de su celo, trabajaba sin reflexionar de antemano. Resultó que, una vez terminada la edificación del establo, le faltaron un sinfín de materiales para levantar el granero encima, y en tanto el granero no estuviera terminado la cuadra carecería de techumbre. ¡Ah, aquello era un embrollo!
Una noche, decidió ir a casa del veterano Martín, hombre sencillo, pero prudente, que toda su vida había vivido sin riquezas; sí, a él acudió Ezra para decirle, desalentado, que aquel año no podía ya llevar adelante su obra por lo que se veía obligado a suspenderla.
—Lo siento —le dijo Martín—. Pero, al fin y al cabo, hiciste mucho en poco tiempo.
—No tan poco, que ya va para dos años que compré el terreno y empecé a trabajarlo.
—¡Pero, hijo, si todavía eres un chico! Recuerdo muy bien aquel día que trepaste por el mástil del barco y te prendiste del tope. Poco tiempo ha pasado desde entonces. Ahora, eres mayor y tienes c campo. ¿Te parece poco?
—El caso es —dijo Ezra, mansamente—, que antes de que vayamos al Lofot me sobrará tiempo para seguir construyendo, pero me faltan materiales.
Martín reflexionó, y le dijo:
—Puedes dar gracias a Dios, que te conserva la salud. Para lo demás, ya encontrarás remedio. Cuando perdí mi vaca, me trajeron su piel, y después, en primavera, tuve otra vaca. Todavía no he acabado de pagarla, aún no he podido; pero si Dios me da salud, cuando regresemos del Lofot pagaré el resto. Eduardo es muy buen muchacho. Respondió por mí. En esta casa, somos tres a bendecirlo.
Efectivamente, palabrería pura, nada más que palabrería todo cuanto el prudente viejo decía, pensó Ezra. Sin embargo, no fue así; él tenía sangre joven que le bullía en las venas, ni más ni menos. Un día,: en las primeras horas mañaneras, le vieron salir de su vivienda y tomar el camino del bosque. Estuvo mucho rato fuera y a su regreso traía el rostro inundado de sudor. Había ido a casa del negociante Gabrielsen, corriendo, a la ida y a la vuelta, porque su sangre era joven y le bullía. Pues sí, el negociante Gabrielsen había quebrado y su finca iba a ser vendida, entera o parcelada; allí había cobertizos excelentes, uno de los cuales quería comprar Ezra con propósito de desmontarlo y llevárselo por mar a su predio, para terminar la construcción del establo y el granero. Ese era su plan. ¿Era tal vez hijo de un impulso irreflexivo? Nada de esto; había meditado mucho, penetrando el sentido de la conversación de la víspera, desmenuzándola en todos sus detalles, naturalmente, durante toda una noche de insomnio, pasada en pleno desbarajuste creador, hasta que, por fin, al romper el día, saltó de la cama, resuelto a obrar.
El negociante Gabrielsen no podía vender sueltos los pabellones de la propiedad. Además, cada vez que alguien se le presentaba, manifestando la pretensión de visitar sus edificios, montaba en cólera:
—Ve al preboste y habla con él. Pierde cuidado. Te dará con la puerta en las narices. ¡Es inaudito que un individuo de la ensenada se atreva a solicitar que le muestre mis propiedades!
Acudió al preboste y se enteró de que no vendía los edificios sueltos; sólo enajenaría la finca íntegra.
—¿Quién imagináis que podrá comprarla? —preguntó Ezra.
El preboste no respondió.
Ezra hizo recalcar que aquel emplazamiento no era indicado para que alguien ejerciese allí una industria, por hallarse en despoblado. El caserío se extendía en la ensenada y sus contornos; además, allí tenía Eduardo tienda abierta.
—No dejas de tener cierta razón —concedió el preboste, que le preguntó—: ¿Tienes dinero para la casa?
—No —respondió Ezra—. Pero algo ganaré en el Lofot.
—Lo afirmas con mucho aplomo —opinó el preboste, que no pudo reprimir una sonrisa—. En primer lugar, esto depende de Dios.
—En bastante parte, también dependerá de mí. Si tan mal fueran las cosas, nada impediría que yo limpiase la pesca por cuenta de otros. También me que daría el recurso de alistarme en la tripulación de cualquier barco. No volveré con los bolsillos vacíos. Si se presentan mal las cosas en el Lofot, entonces, subiré a la Finmarca.
—¿De veras? ¿Eso piensas hacer? —dijo el preboste—. Perfectamente. ¿Y quién te garantiza que no pierdas la pelleja?
—¿La pelleja? —contestó Ezra con rotunda serie dad—. ¿Qué duda cabe que estará garantizada?
El preboste se echó a reír, y le dijo:
—¡Me parece que no habrá más remedio que dar te la casa!
El rapaz le causaba excelente impresión, tan seguro de sí mismo y tan resuelto que no estaba dispuesto a ceder.
—¿Si al menos pudieras ofrecer alguna garantía? —le dijo.
—¿Garantía? ¡Ya lo creo!
Ezra podía suministrarlas, y de peso. Poseía casa y prado. ¡Que fuera el preboste a inspeccionar su campo sobre el pantano insondable! Nadie había visto nunca cosa igual.
—Si queréis ir conmigo y visitarlo todo —le dijo Ezra—, podréis poner el pie en terreno seco y para salvar los trechos incómodos yo os llevaré a cuestas.
El preboste se echó a reír de nuevo a lágrima viva al imaginarse a aquel rapazuelo, que no alzaba dos palmos del suelo, pretendiendo conducirle sobre sus espaldas.
—¡Ya veo que eres hombre de recursos! ¿Cuánto has pensado pagar por la casa, vamos a ver?
—Estoy dispuesto a satisfacer el importe que señaléis.
Esta respuesta conmovió al preboste. Cogió algunos papeles, los removió, y dijo:
—Ya tengo establecido un tipo fijo para todos los edificios. En realidad, debería cederlo en subasta al mejor postor. En fin, no sé.
—Eso se alargaría mucho. Yo lo necesito ahora, en otoño.
—No debemos efectuar la venta por bajo del tipo; señalado —murmuró el preboste, monologando—. Claro, bien pudiera ser que los pabellones estén tasados demasiado altos, es muy posible, y con seguridad toda la propiedad habrá de ser distribuida en parcelas y desmontados los pabellones, uno tras otro… Lo pensaremos hasta mañana. Tengo que consultarlo con los peritos. Ya recibirás noticias mías.
Pues, sí. Ezra obtuvo la venta de la casa y pidió prestada la nave de ocho remos a Carol, para el transporte; y reanudó en el acto la edificación, con ayuda de dos vecinos que le ofrecieron graciosamente su colaboración.
Todo iba viento en popa.