Capítulo XII

Augusto trabajaba en una granja, y, por consiguiente, no había ido a Bergen para alistarse con destino a los océanos, sino que permaneció en la comarca de Trondhjem, trabajando ora en un lugar, ora en otro, ocupado en quehaceres ocasionales.

Humilde y parsimoniosamente entró a la hora de cenar, deslizando la gorra debajo del brazo y buscando un rincón para él. Era un criado.

Eduardo había pedido albergue para una noche, y permanecía sentado en la espaciosa estancia, en la que se hallaban dos mozas, cada una ocupada en su labor, un par de chiquillos y un arrapiezo ya crecidito. Sobre la mesa había dos grandes cazuelas llenas de leche. Del techo, pendía una lámpara.

Al descubrirle Augusto, una risa loca le contrajo el rostro, que inclinó hacia adelante, para verle mejor. Eduardo le miró un buen rato con ojos extáticos, y exclamó:

—¡Caramba! ¿Eres tú, Augusto? ¡Qué sorpresa tan grande!

Con paso grave y reposado, entró el amo de la granja, lento y tardo en sus movimientos, vestido con ropa de labor y calzando botas altas. Era un hombre joven y robusto, de barba espesa y nariz roma. Demostrando gran sorpresa, se detuvo a contemplar a los dos camaradas, que permanecían abstraídos en animada conversación.

—Es un mercader ambulante que me ha pedido albergue —aclaró su mujer—. Podrá pasar la noche en el dormitorio de los gañanes.

Nada dijo el granjero, quien se limitó a sentarse a la mesa y empuñar la cuchara. Los demás le imitaron y se acomodaron en torno a la cena; el último de ellos fue Augusto, que permaneció un rato de l pie, en actitud titubeante.

Durante la cena, las muchachas bromearon discretamente con Augusto, de quien parecían burlarse un poco, sin que él exteriorizase enojo por ello, acogiendo, por el contrario, las tonterías de las mozas con indulgente risa, como si ya estuviese acostumbrado a ello. Eduardo reconoció en el gesto a su camarada de antaño, el de las alquerías de la ensenada, donde, sentado también como ahora, reía las bromas que le dirigían las mozas…, un Augusto muy diferente al de la Gaviota, cuando daba órdenes sobre cubierta con la arrogancia de un almirante. Esta vez, aparecía un Augusto humillado, que recibía pacientemente las cuchufletas de las mozas y de los niños, a quienes la presencia del mercader forastero parecía servirles de espoleo para redoblar su jovial ofensiva: le preguntaron si necesitaba la dentadura de oro para partir la sémola.

—¡Qué sarta de tontos! —respondió Augusto.

Y rio, consultando al granjero, sentado al otro extremo, si su atrevimiento no había sido excesivo.

Además, la chiquillería remedaba su acento norteño, corrigiéndose después; ellos, los petates de la comarca de Trondhjem.

Eduardo sintió pena por su camarada.

De sobremesa, preguntó la granjera:

—¿De dónde os conocéis?

—De nuestro pueblo —se apresuró a responder Eduardo con intención de apoyar a su amigo.

—Somos de la misma comarca. Yo he sido su timonel.

—¿Qué decís a eso, ahora? ¿Es o no verdad que he sido patrón y he gobernado un barco?

—Todo podría ser —contestó el ama, cediendo—. Pero me tiene sin cuidado.

—Todos os negáis a creerlo —prosiguió Augusto.

Hubo un momento de silencio.

—¡Hum! —carraspeó el amo—. De todos los cuentos tuyos, creemos lo que nos parece bien.

Augusto guardó silencio, humillando la cabeza.

Eduardo terció en su lugar, con voz provocativa:

—No tienes necesidad de fanfarronear, Augusto. Si contases todo lo que has vivido, dejarías boquiabiertos a todos los habitantes de Frosta.

Nuevo silencio. También el amo permaneció callado; pero frunció el entrecejo.

Queriendo las mozas congraciarse con él, reconocieron que Augusto era indiscutiblemente un gran músico.

—¡Maravilloso! —opinaron todos—. Cuando con seguimos hacerle tocar.

—¿No toco todos los días?

—¿Todos los días? Tocas alguna que otra vez.

—No puede ser más —dijo Augusto.

—Por mí, haz lo que te dé la gana —dijo una moza.

Augusto y Eduardo fueron al cuarto de los gañanes. Eduardo exclamó:

—¿En qué guarida viniste a parar?

—No hables tan alto —le advirtió Augusto.

—Por mí, ya pueden oírme. ¿Tienes que estar todavía mucho tiempo aquí?

—No mucho. Un par de semanas más, y seré libre.

—Ya te dije que estoy haciendo ruta con mi mercancía. Tú vendrás conmigo en el bote.

—¿Por qué? ¡No!

—¿Prefieres quedarte aquí?

—No hables tan alto. No pienso quedarme aquí. Pero me faltan todavía dos semanas. Yo no sé…

—¿No te parece que el amo te perdonaría las dos semanas que faltan?

—Tal vez, si se lo dices tú. Pero no puedo ir en barca.

—¿Por qué?

—Yo no sirvo para tripular una barca. Me causa pavor.

Se entretuvieron discutiendo el asunto. Poco trabajo le costaría meterse en una barca en el fiordo de Trondhjem. Eduardo le preguntó:

—¿Eres peor de lo que eras antes? Tampoco yo soy mejor. Nunca lo seré.

Prolongaron la charla hasta rebasar la media noche. Augusto relató sus recientes andanzas en Trondhjem, en las granjas y demás lugares donde había estado trabajando.

—Pero nunca obtuve ningún provecho. Todo se fue en ropa y sandeces, sin que me sobrase nada —te minó diciendo—. ¿Tienes mucha mercancía? —preguntó tras una pausa.

—He vendido ya la mayor parte. Pero me queda suficiente para los dos hasta llegar a Trondhjem —repuso Eduardo.

—Prefiero ir por tierra —dijo Augusto.

A la mañana siguiente, Eduardo habló con el granjero. Este era desidioso y presumido y se fue sin dignarse responder a la pregunta. Augusto le acompañó, llevando caballo y esquíes, hasta el bosque. Eduardo aguardó hasta la comida de mediodía para insistir en la petición.

—No sé, ya veré —le dijo el amo.

—Déjalo que se vaya en paz —intervino su mujer—. ¿Para qué lo queremos aquí en invierno?

Se hizo la liquidación de los haberes con algún; entorpecimiento. Augusto había adquirido, durante su permanencia, tal o cual mercancía en la tienda de la comarca, pagadas después por el granjero. Además, también le había entregado algunos anticipos en metálico.

Ya la primera partida provocó las protestas de Augusto.

—¿Café, decís? Yo no he comprado ningún kilo de café. ¿Para qué?

Las muchachas reían, oyéndole protestar.

—Aquí está anotada dos veces una libra de café, que hacen un kilo —alegó el amo.

—Pues no lo compré yo. Habrá sido alguno de los gañanes.

—No, aquí está escrito muy claro —declaró el amo rotundamente, poniendo punto a la discusión.

—Puesto que usted lo quiere… —dijo Augusto conciliador—. Estoy seguro de no haber comprado dos libras de café. Pero las pagaré.

Eduardo simuló no darse cuenta de la discusión. Abonó a la granjera su hospedaje y el tocino asado del desayuno, sacó la mochila afuera y volvió a entrar.

Ahora discutían respecto a un pañuelo de cabeza.

—Tampoco lo he comprado yo —protestaba Augusto—. Seguramente lo ha apuntado equivocadamente.

El amo dio un puñetazo en la mesa, y gritó:

—¡Mucho cuidado con lo que dices!

—No, yo no quise decir… Pero le ruego que examine bien el recibo.

—¡Míralo tú mismo! —le ordenó el granjero con voz estentórea, agitando el papel en la mano—. ¿Qué dice aquí, vamos a ver? ¿Es que no sabes leer tu propio nombre? —Bruscamente se le apagó la voz en los labios, y, con la mirada fija en el papel, hizo un gesto de evidente confusión. Al cabo de un segundo tartamudeó—: Me parece que esta no es tu lista.

Y se puso a revolver los papeles que tenía en la mano.

Augusto reía de buen grado viendo que al fin y a la postre la razón estaba de su lado, y dijo con aire triunfante a la granjera y a las criadas:

—¡Qué os dije! ¡Ja, ja, ja!

—¡Aquí está! —dijo el amo exhibiendo otro papel—. Me equivoqué. Pero ninguna falta hace que abras tanto ese hocico para enseñarnos los dientes de oro.

Eduardo interrumpió bruscamente, gritando a Augusto:

—¡Híncale uno en la nariz para que le entre mejor la lluvia!

El granjero estiró el cuello, resistiéndose a creer a sus oídos, y Augusto hizo ademán de sorber el aire, asustado. El amo se levantó en actitud airada y dio un paso adelante. Eduardo le imitó, adelantando un paso también, y ambos hombres quedaron frente a frente, lívidos de cólera.

—Abstente de agredirle, Eduardo —le rogó Augusto, conciliador.

El granjero se vio acorralado entre la mesa y Eduardo, lanzó a su mujer una mirada imperiosa, y le dijo:

—¡Abre la puerta!

Cumplida en el acto la orden, extendió la mano hacia la salida, y gritó:

—¡Fuera, largo de mi casa!

—¡No me da la gana, de salir! ¡Quiero ser testigo de vuestra liquidación de jornales! —exclamó Eduardo.

¿Qué iba a hacer el amo? Su mujer intentó insinuar que su marido se había equivocado.

—¡Déjalo estar, Eduardo! ¡Vámonos! —indicó Augusto.

—No necesito testigos cuando pago a mis criados. Ha sido un error, y nada más.

—Lo mismo estoy diciendo yo hace rato —intervino su mujer.

—¡Pero a ese habría que romperle la crisma!

—¡Intentadlo, si tenéis agallas! —gritó Eduardo con energía.

—Nada de eso —respondió el granjero—. No pienso en tal cosa. Me precio de ser quien soy.

—¡Quisiera haber estado yo en tu lugar, Augusto! —terminó diciendo Eduardo.

Al fin acabaron de liquidar los jornales en santa paz.

¡Ah, qué Augusto este! Resultó que había elegida, una querida entre las criadas de la granja. Tal vez a ella no le importara gran cosa el mozo, puesto que solía burlarse de él, lo mismo que las otras; pero después, le prodigaba sus abrazos. El galán justificaba esa conducta alegando la necesidad de desvanecer las sospechas de los demás. Augusto hubo de soportar el mal trato de todos los moradores de la j granja, humillándose como un ser inofensivo, deseoso de poder permanecer allí todo el invierno. ¡Qué no haría Augusto por una querida! Por tal razón, se alejó entristecido de la granja de Frosta:

—Me era muy leal —le dijo a Eduardo—, y ponía todo su empeño en cuidar de mí:

—¿De veras? —le preguntó Eduardo—. Le diste dinero al marcharte, ¿no es cierto?

—¡Bah, dos o tres escudos! No se puede vivir aquí sin dinero. ¿Viste cómo lloraba?

Se alejaron de Frosta y bogaron favorecidos por un tiempo espléndido; pero Augusto se empeñó en poner pie en tierra. Se llevó una mochila rebosante de mercadería, para venderla en el trayecto convenido de antemano, previamente provisto de consejos y advertencias. Volverían a reunirse en Trondhjem en la fecha señalada.

En esta etapa, Augusto demostró sus excelentes cualidades de comerciante y llegó a su destino con la mochila casi vacía y dinero en los bolsillos. Cuidó de visitar durante la marcha la mayoría de las alquerías y lugares donde había trabajado, en los que la gente volvió a verle con agrado. A él no le habían despedido nunca de ninguna parte; al contrario, siempre se fue impulsado por su insaciable anhelo de vagabundear. Esta vez, había vuelto a aquellos lugares transformado en un mercader ambulante, que reía, saludaba a todo el mundo y era reconocido y cordialmente acogido en todas partes… por ser aquel Augusto que tocaba el acordeón, una sola vez, nada más, y se negaba a repetir la suerte, el norteño de los dientes de oro que había naufragado, perdiéndolo todo en el siniestro. ¡Era el mismo! La gente le compraba de buen grado, demostrándole simpatía.

Naturalmente, el negocio fue floreciente. Augusto había aprendido a pedir precios razonables que rebajaba hasta un límite tolerable; era como si estuviese en su propio elemento: entablaba conversación, se iniciaba la venta, venía luego el regateo en torno a un objeto, profería algún chiste, y cuando se alejaba del lugar, le despedían deseándole buen viaje.

Indiscutiblemente, Augusto era inteligente, apto y adaptable, de pura raza de mercader.

En Trondhjem se compraron ambos camaradas sendos anillos de oro y trajes de buen ver; husmearon después por las tiendas e hicieron provisión de mercadería apropiada para un viaje por el Norte. Eduardo mandó a Knoff el saldo de su cuenta, y se quedó con una barca, mercancía y dinero. Bella perspectiva para otro año.

Emprendieron otra vez el camino hacia el Norte, por tierra, el uno, con misión de adentrarse en los poblados; rozando la costa, el otro. Eduardo estuvo otra vez en Fosenland, donde visitó a Knoff y compró mercancía a Romeo, obteniendo nuevos precios módicos y disfrutando, además, de varios días de descanso.

La mujer del tonelero tenía noticias frescas que comunicarle. Las novedades de América eran cada día más escasas. Los viajeros permanecían adheridos a la tierra extraña, convertidos en yanquis, arraigados en el país y haciendo sonar los escudos de plata en sus bolsillos. Los mozos que habían pasado la charca habían ido reduciendo las remesas de dinero a los padres, recluidos en el terruño, y en algunas de sus cartas se lamentaban de lo malos que estaban los tiempos en América, donde la sequía había malogrado el trigo y el granizo había destruido la cosecha de tabaco. Y Lorensen, el antiguo primer mancebo de la tienda, había escrito en fecha reciente a Romeo, preguntándole resueltamente si podría volver a su puesto, pues donde ahora se hallaba no a podía abrirse paso.

—¡No todo son perdices en América! —concluyó la mujer del tonelero.

Precisamente, lo mismo que el año anterior había dicho Norem, manifestó Eduardo, aprobando con a el gesto. Entonces, le habían dicho que no cambiaría nada por América.

—¡Ah, Norem! —continuó la mujer, moviendo la cabeza—. ¡También él tiene lo suyo!

—¿Qué le pasa?

La buena mujer volvió a mover la cabeza significativamente:

—Le han operado un cáncer. ¡Horrible! Lo llevaron a Trondhjem y recurrieron a todos los medios para curarlo. Pero dicen que no tiene remedio.

—¿Cómo soporta su mal?

—¡Eso digo yo, que cómo lo soporta! No puede hablar. Le han cortado la lengua.

Eduardo levantó los brazos al cielo y volvió a dejarlos caer pesadamente.

—Así ha sido —prosiguió la mujer—. Primero, le cortaron la mitad. Pero, hace poco, han tenido que cortársela toda. Parece ser que los cancerosos no tienen salvación.

—¡Lo que son las cosas! —exclamó Eduardo, acompañando la palabra con un movimiento de cabeza, y pareciendo estar satisfecho de sí mismo por no haber emigrado a América ni ser víctima de desgracia alguna—. Norem me afirmó el año pasado que pronto volvería a mandar otro barco. ¡Qué frágil es el destino humano!

Hablaron de Knoff y del tema eterno. También hablaron de la señorita Ellingsen y de Magno, que pensaban casarse en primavera y aposentarse en el pabellón pequeño de los forasteros. Ambos conserva rían sus empleos junto a Knoff.

—¡Ella será, entonces, una señora casada!

—¡Cállate, hombre!

—Y cuando vengan chiquillos, ¿los llevará en brazos?

—Dicen que no tendrán niños.

Ambos a una rompieron a reír maliciosamente y dieron suelta a su íntimo pensamiento.

Eduardo volvió a partir de Fosenland gobernando su barca, abarrotada de mercancía. Tampoco esta vez quiso dar un vistazo a Doppen. Al norte de Helgeland, volvieron a reunirse los camaradas; Augusto había vendido otra vez todas las existencias. Era un barbián en toda la extensión de la palabra, maestro en la venta domiciliaria, que ganaba, de criado de Eduardo, más de lo que representaba su jornal. Llenó la mochila con el género de las provisiones de la barca, convinieron tiempo y lugar del próximo encuentro y volvieron a separarse.

En las postrimerías del otoño, se reunieron de nuevo en Bodö, como quien dice casi en casa. Eduardo se propuso aparecer en su ensenada con su barca desbordante de mercancía, deseo que le obligó a hacer algunas compras en los pequeños almacenes de Bodö. Tales compras no fueron tan ventajosas para él como las anteriores; pero no le quedaba otro remedio. Por esa razón, pensó en la conveniencia de mantenerse en relación constante con un proveedor de Trondhjem, que le remitiese mercancías de repuesto a los puntos estratégicos de su ruta.

El hielo cubría la superficie de la bahía, circunstancia que les obligó a recalar en la ensenada exterior y dirigirse a pie al poblado.

No trataron de apresurarse; al contrario, dejaron que la noticia de su llegada les precediese. Avanzaban lentamente con su pesada impedimenta a cuestas. Caminaban, pues, conversando sin cesar y, de cuando en cuando, se detenían para tomarse algún reposo.

Se vistieron con la mejor ropa, sin olvidar sus más valiosos adornos. ¡Diablo! Eran dos mozos de la comarca que no querían desempeñar un triste papel a su llegada; iban dispuestos a mostrarse cordiales y benévolos con todo el mundo y colocarse a la altura que les correspondía. Eduardo se había propuesto inundar de regalos la casa paterna. ¡Su padre y hermanas, que tanto se alborozaban por cualquier pequeñez, iban a quedarse deslumbrados ante tal profusión de presentes!

El frío apretaba de lo lindo y andaban dando re soplidos para desprenderse del agua que les goteaba de las narices, que secaban después con floridos y abigarrados pañuelos, como los que llevaban para la venta. Augusto había hecho su tocado refinadamente, perfumándose con agua de olor y peinando raya en medio del pelo. Carecía de padre y hermanas a quienes asombrar con su porte; pero no por ello consentía en quedar rezagado. Lástima que en el pueblo, donde ni siquiera comprendían el inglés, no pudiera él lucir sus conocimientos del ruso. Pero esto no era motivo para que llegase allí como un pobre diablo. Conocedor a maravilla de la vida y boato usuales en tierras extranjeras, y dado él también a la ostentación, decidió ceñirse al cuerpo un chal, de un rojo rabioso, a guisa de cinturón. Era nada menos que la última moda en América del Sur.

—¿Qué te parece que dirán, cuando nos vean llegar? —preguntó a Eduardo.

Próximos ya al caserío, propuso detenerse unos instantes, para no entrar allí echando los bofes. Extrajo del bolsillo un cigarro para cada uno, compra dos en Bodö para tal ocasión, y advirtió a Eduardo que no fumara demasiado aprisa si no quería que el puro se consumiese antes de llegar.

—Eso sí, cuando pasemos por delante de casa de Carol, sopla todo el humo que puedas.

—Cuando entremos en su casa, tú irás delante de mí.

—¿Por qué motivo?

—No lo sé —contestó Eduardo.

El lugar se les apareció silencioso, sombrío, y pobre. Ningún resto de la riqueza aportada un día por la pesca del arenque; nadie había renovado la pintura de las fachadas; no había baile, ni jolgorio alguno para sus moradores. ¡Para qué les había servido toda aquella riqueza inesperada que les había llegado un día! Para ir, y no volver. Le habían tomado gusto; se volvieron rumbosos e imprevisores, perdieron el hábito de la espontaneidad y cuando fumaban, escupían por el colmillo. Tuvieron una vez la riqueza; pero nunca más volvió. ¿Para qué les sirvió todo aquello?

En tan triste día de riguroso invierno, cayeron allí dos mozos extraordinarios, hijos del lugar, que llegaban dispuestos a iluminarlo con su presencia. La población había consumido ya las ganancias obtenidas en las pesquerías durante la última etapa, y volvía a distraer el hambre llevándose los dedos a la boca. Los dos mozos fueron de una casa a otra y, tras informarse de las novedades, movieron la cabeza tristemente. La gente era buena; pero holgazana y mísera. Carecían de ingresos, de arenque y de trabajo, y no poseían otra cosa que frío y tinieblas. Uno había entre ellos que lucía un poco: el mercader Gabrielsen, que había quebrado; pero pudo retirar fon dos a tiempo y aún podía lucir un cuello blanco en la camisa. Tampoco el sacristán Jhonson estaba tan derrotado que no pudiera ir los domingos a la iglesia sin sacar humo de la pipa. ¿Qué le importaba a él, si no había dinero en el cepillo? Tenía su sueldo fijo, y lo demás le importaba un comino.

Los dos amigos pasaron frente a las casas de Martín, de Ragna, ante la cual estaba Teodoro, y de Carol, cuyas ventanas atraían las miradas de todos los transeúntes, y, finalmente, tomaron el camino de la casa paterna de Eduardo.

—¿Qué es esto…? ¡No lo entiendo! —dijo Eduardo, mientras avanzaban—. Todo ha cambiado aquí. ¿Dónde está el risco?

También Augusto miró asombrado.

—Es verdad, tienes razón. ¡Aquí había un peñasco, lo recuerdo muy bien! —Y al aproximarse a la casa, se volvió a Eduardo, y le dijo—: ¡Mira, hombre! ¡Aquí hay escalones de piedra!

Toda la familia se hallaba en casa. También acudieron varios vecinos, entre ellos Ezra, el pilluelo mala pieza, dos vecinas, Carol y otros más. Al abrir Augusto la puerta, intentando entrar con el saco sobre las espaldas, al punto advirtió la imposibilidad de avanzar un solo paso, impedido por el exceso de concurrentes que ocupaban la estancia. Dejaron las mochilas afuera, y entraron.

Cuatro personas se levantaron, disponiéndose a cederles su sitio.

—¡No…! ¡Quietos ahí! —les gritaron los recién llegados, negándose a aceptar el ofrecimiento y afectando benévola modestia.

Se acomodaron en el sitio que les hicieron Joaquín y Ezra, que se sentaron sobre la mesa. Tras una pausa, Joaquín rompió a hablar. Bamboleaba ambas piernas. Tenía la cara llena de pecas y la boca de chirigotas, y dijo:

—¿Pretendías entrar con semejante fardo?

Los asistentes esbozaron una temblorosa sonrisa. 1 El padre de Eduardo se atrevió a intervenir, acobardado:

—¡Vaya par de mochilas!

Joaquín, qué era un saco de travesura infantil, dijo a Ezra al oído, pero suficientemente alto para que le oyesen:

—¡Tendremos que echar abajo nuestro cobertizo y construir otro mayor!

Carol, el alcalde, comentó con acento solemne:

—No hace falta. Mi casa es bastante espaciosa.

En la misma opinión abundaron los demás, que, en el acto, se apresuraron a asentir a las manifestaciones del alcalde:

—¡Ya lo creo que lo es!

La conversación fue animándose. Carol preguntó si habían llegado por mar o por tierra, y recibió cumplida respuesta.

—¿No habían oído hablar a nadie de arenques?

—No.

—¿Qué viento soplaba afuera?

—Nordeste.

Ahogado por el calor, Augusto hubo de desabrocharse la americana, descubriendo de esta manera su cinturón americano a la vista de los presentes.

Así fue la recepción. No era uso ni costumbre salir a la escalera al encuentro de un forastero, ni exteriorizar la menor demostración de alegría, ni darle la bienvenida. Tal práctica la juzgaban ridícula. ¡Con cuánta facilidad no podría tornarse el gesto apacible en escena emocionante, capaz de provocar lágrimas! Esto hubiera sido lo peor. Eduardo temía que su padre cediese a la emoción. Afortunadamente, contra lo previsto, la presencia de tanta gente extraña contribuyó a distraerle. Dirigió una mirada a sus hermanas y les dijo:

—¡Cuánto habéis crecido! ¡Estáis desconocidas!

Se pusieron rojas como amapolas y se apresura ron a hacer algo en la estufa, entreteniéndose con la cafetera.

Hasta al cabo de un rato no empezaron a irse los vecinos. Habían abrigado hasta el último momento la esperanza de contemplar el contenido de las mochilas; pero ninguno de los dos mozos hizo el menor gesto de salir a buscarlas para abrirlas. Lanzaron alguna que otra insinuación para evidenciar la desmesurada curiosidad de los visitantes, y el mismo alcalde Carol hubo de decirles, antes de decidirse a salir:

—Debéis de traer la mar de cosas en vuestras mochilas, ¿verdad?

—Ya lo creo —respondió Eduardo.

—¡Claro, naturalmente! Vendréis a verme, ¿eh? ¡Qué duda cabe!

Sin embargo, lo que habían visto era suficiente para que acudieran a todas partes y se hicieran lenguas del valer de dos mozos tan extraordinarios como Eduardo y Augusto. Ambos llevaban reloj de bolsillo y anillo de oro, vestían trajes finos de paño negro, cubrían su cabeza con un sombrero que llevaban ladeado y calzaban botas altas con tiras de charol en las cañas.

Fueron pasando los días, días de felicidad en la humilde vivienda. Josefina de Kleiva hubo de coser en seguida vestidos para las dos hermanas de Eduardo. El viejo estrenó chaqueta de paño e incluso llevaba varios billetes en la cartera. Además, Joaquín fue pagado hasta el último ore. Nada le debía ya Eduardo, dueño absoluto de Doppen.

La liquidación de cuentas entre ambos hermanos no se ultimó sin que se produjeran incidentes, empeñados los dos en mantenerse tiesos, con el agravante de la presencia de Josefina de Kleiva, que, al asistir a la discusión, pudo formarse su composición de lugar. ¿Por qué razón, vamos a ver, se le había ocurrido al hermano mayor hablar de la cuenta en presencia de un tercero? Por la mera pretensión de hacerse oír, lo que no impedía que Joaquín se hiciese fuerte en su opinión. Por eso Joaquín, el acreedor, sentado en una silla y poniendo de relieve sus mejillas llenas de pecas, bastante flaco y desmedrado, fingía incomprensión ante el vergonzoso ofrecimiento de unos billetes, que su hermano le tendía.

—¿Qué quieres que haga con ese dinero?

—Es lo que te debo.

—¡Eres un burro! —respondió Joaquín.

—¡Toma este dinero! —insistió Eduardo—. Es el resto de lo que me prestaste.

—Yo no te presté nada. Tú me diste la red. Además, desde Fosen, me mandaste una carta con valores.

Eduardo volvió a insistir, con el dinero entre los dedos, y le dijo:

—¡No tengo ganas de estar haciendo el mono para acabar por enfadarme contigo!

Al fin, Joaquín cogió el dinero; pero hizo un gesto, como si fuera a vomitar. ¡Ah! No estaba dispuesto a darse por vencido. Bruscamente, dijo, irónico y sin intentar disculparse:

—¡Bien venido seas de América!

La estocada dio en el bulto. Josefina de Kleiva dobló el espinazo sobre su labor y a duras penas contuvo la risa.

Todos los vecinos habían tenido noticia del lejano viaje proyectado por Eduardo… y ahora resultaba que había sido pura fanfarronada.

Tocada de curiosidad, Josefina alzó la mirada de su trabajo, dispuesta a escuchar con atención.

Eduardo mascaba, a pesar de no tener nada en la boca:

—No fui, porque di media vuelta.

—Eso mismo. Diste media vuelta porque te faltaba valor.

—¿A mí faltarme el valor? Puedes estar seguro de que no soy cobarde. Pero creo haber hecho algo mejor todavía.

—¿Qué? —inquirió Joaquín, perplejo.

—Tú mismo has podido ver lo que hemos traído en las mochilas. Te advierto que en la barca aún tengo mucho más.

Josefina de Kleiva, juzgando oportuno el momento para intervenir, preguntó:

—¿Tienes también peines para cardar?

—Sí. Los traigo en la barca, de todas clases. Dime de qué medida los necesitas.

—¡Asombroso, Eduardo! —exclamó ella—. Es una verdadera bendición que hayas venido, pues desde que Gabrielsen quebró, aquí no se encuentra nada.

—Mi barca está abarrotada de género hasta la borda —dijo Eduardo—. Tengo con que proveer a la comarca durante mucho tiempo.

—¿Quién te la ha dado? —preguntó Joaquín.

—¿Quién me la ha dado? ¿Te refieres a la mercancía?

—¡Claro! ¿No habrás ido a robarla a ninguna parte?

—No quiero perder el tiempo en discusiones contigo.

—Porque de ser así, te meterían preso —prosiguió Joaquín—. Y si te llevasen a la cárcel, atado codo con codo, bonita joya serías tú para los de casa.

Josefina de Kleiva se echó a reír, y volvió a terciar:

—¿No tendrás coladores, Eduardo?

—¿Que no tengo coladores? ¡Ven conmigo a la barca! ¿Cuántos quieres?

—¡Chico, estupendo! Precisamente mi vaca ha parido y me hace falta un filtro.

Como Josefina quería acudir en ayuda de Joaquín, que, vencido en la contienda, permanecía sentado en su sitio, mordiéndose los labios, añadió:

—Joaquín también ha hecho mucha cosa de provecho.

—Ya me lo figuro. Habrá ido con su red a Vesteraalen, a holgazanear.

—¡Ca, hombre! Ha estado quebrando el risco de afuera para hacer los escalones de la puerta. Esta es la última novedad.

—¡Ah, vamos! Por eso está tan gordo. No hay más que verle la cara —advirtió Eduardo en son de burla—. No será pequeña la ganancia obtenida.

Pero Josefina no cedió.

—Y cuando venga la primavera —dijo— y la nieve se funda y todo empiece a florecer, entonces verás | la obra de Joaquín. Ha arrancado todas las piedras del prado, removiéndolo palmo a palmo, hasta convertirlo en tierra de labor.

—Y ha sembrado sal, ¿verdad? —preguntó Eduardo, con interés.

—¡No discutas con él! —gritó Joaquín a Josefina.

Pero no era tal la intención de la interlocutora; al contrario. La inteligente e industriosa mujer había estado observando durante dos años la rica cosecha cobrada por Joaquín en su tierra nueva. Por eso lo ensalzaba por doquier, en voz alta: gracias a su tenacidad, el muchacho había obtenido que un jirón de tierra produjese pasto para toda una vaca.

—Lo que no me explico es cómo se te ocurrió semejante idea —le dijo a Joaquín.

—Lo aprendí en el Lofot, en un periódico —contestó el aludido.

—Lee periódicos y libros, y estudia, cava y explora —dijo ella—. ¡Ya ves tú, Eduardo!

A ello respondió Eduardo que a él no le interesaba perder el tiempo en la lectura de periódicos para tales minucias; tenía otras ocupaciones de mayor monta. Joaquín puso fin a la discusión, diciendo, al tomar el camino de la puerta:

—¡Qué pierdas el tiempo, Josefina, conversando con un melón que ni siquiera sabe deletrear!

Ambos desviaron la conversación y empezaron a comentar la situación de la comarca. Josefina estaba al corriente de las circunstancias personales de cada vecino: ¿Por quién había preguntado él hacía un instante? Por Ragna, ¿verdad? ¿No lo sabía aún? Casó con Teodoro y ya tienen dos críos. Vivían estrechamente, pues no tenían ni un palmo de tierra detrás de la casa, carecían de vaca, y no tenían ni una triste cabra; pero iban tirando. Sí, en casa del viejo Martín todo iba bien; eran tres personas solamente. La vaca ya no podía concebir de puro vieja; pero estaba hermosa y rolliza y él iba a venderla ahora para la matanza para comprar en cambio una buena vaca lechera.

—Claro, también tú lo preguntas como todo el mundo, y quieres noticias de Ana María. Todo lo que sabemos es que le va bien y que está muy despierta. No escribe con mucha frecuencia a su marido. Pero, de vez en cuando, el párroco recibe cartas del capellán de la cárcel y dice que se ha vuelto muy devota, lee la Biblia y sabe de memoria todo el salterio de cabo a rabo. ¿Lo que Carol dice a todo eso? Se lo puedes preguntar a tu hermano Joaquín, que es quien lee y escribe para toda la vecindad. Según tengo entendido, ella quiere tener a su marido a su lado, y escribe que piensa mucho en él y que marido y mujer deben ser una sola persona. ¡Pero, Señor, no es posible meter también en la cárcel a Carol, que no ha matado a nadie!

—¿Para qué crees tú que ella lo quiere a su lado?

—¿Para qué lo quiere? No es cosa de reírse —respondió Josefina, riendo empero ella misma—. Quiere convertirlo. Te voy a contar una cosa que te hará mucha gracia: ¿No sabes que tu hermana Hosea quiere a Ezra? ¿Lo ignorabas aún? Pues bien, se han prometido. Y cuando le regales la tela, yo le cose, el vestido de novia.

—Pues, mira, no está del todo mal —opinó Eduardo—. No será Ezra el peor de los partidos.

—No digo lo contrario. Además, le ha comprado un pequeño prado a Carol. Estoy seguro de que quiere cultivarlo. ¡Con tal que sean felices! —dijo Josefina, moviendo profundamente la cabeza.

—¿Por qué dices eso?

—Por nada. Pero hay algo que tiene relación con el desdichado Skaaro. El cenagal donde se hundió está enclavado en el prado de Ezra.

—¿Cómo ha podido comprarlo Ezra, entonces?

—Él hubiera preferido no comprarlo. Pero Carol se negaba a ceder el campo si Ezra no se quedaba con el cenagal, para desprenderse de este. Es muy; natural. Allí fue donde su mujer labró su propia desgracia.

—¿Cuánto ha pagado Ezra por todo eso?

—Lo ignoro. Pero dicen que Carol se lo ha vendido barato.

—Mejor hubiera hecho en acudir a mí, si quería comprar. En la comarca de Trondhjem, poseo una granja.

Josefina movió la cabeza:

—¡Dios santo! ¿También eres dueño de una granja?

Eduardo dijo, creciéndose:

—Y no es de las más pequeñas, te lo advierto.

Ambos mercaderes dejaron transcurrir el invierno, vendiendo alguna mercancía en su comarca y en las vecinas. No carecía el vecindario de ganas de comprar; pero escaseaba el dinero, por lo que hubieron de vender alguna que otra cosa a crédito para cobrar cuando los hombres regresasen de las pesquerías de Lofot. Durante algún tiempo, hubieron de ir y venir continuamente entre el caserío y la ensenada exterior, en donde permanecía anclada la barca, hasta que, llegada la primavera, provocando el lento reblandecimiento del hielo, decidieron empuñar el remo y trasladar la tienda flotante frente a las chozas pescadoras de la ensenada interior, donde la in movilizaron con excesiva precaución, echando dos anclas y atando un cableen tierra. Al regresar los hombres de Lofot, Teodoro no pudo menos que dar su opinión sobre el excesivo amarre:

—¡Mirad! El bergantín de Eduardo avizora tempestad aquí, en el océano Atlántico.

Augusto y Eduardo volvieron entonces a visitar a su clientela, en demanda del dinero. Cobraron la mayor parte y pudieron gallear por doquier mostrando el pecho abultado por la cartera repleta de billetes. Eduardo no había hecho mal negocio. Contento y feliz hizo un pedido de mercancías de repuesto y envió al Sur una fuerte cantidad en valores declarados; pero cuando llegaron de Trondhjem dos cajas enormes, se sintió muy preocupado al ver tal cantidad de mercadería.

—Deberías edificar una tienda y vender el género aquí —le aconsejó Augusto, al que siempre se le ocurrían ideas nuevas.

—¡No digas tonterías!

—¿Tonterías…? ¿No podrías abrir una tienda aquí, en la ensenada, de la misma manera que Gabrielsen, que ha ejercido su industria en su chamizo hasta que quebró? Te repito que debieras establecerte aquí.

Eduardo le contestó que no pensaba en tales fantasías.

Su vivienda se convirtió en sala de conferencias del lugar, a donde todo el mundo acudía por no encontrar en ninguna otra parte tantas distracciones como en ella. Lo único que había fuera de allí era el barco del viejo armador del fiordo de Ofot, que acababa de llegar con su cargamento de pescado para desecarlo; pero, como venía todos los años, esto no constituía ya ninguna novedad en el poblado. Por lo demás, los días se sucedían sin traer consigo nada digno de mención. Joaquín labraba y sembraba su campo y Ezra roturaba con ahínco su pedazo de tierra, cavaba los cimientos y planeaba la edificación. La conversación en casa de los mercaderes ambulantes se animó entonces, notablemente. Desde luego, el padre de Eduardo, no obstante ser hombre devoto y recatado, no acogía con malos ojos la presencia de gente extraña en su casa. Particularmente, los días festivos, después del servicio religioso, todos afluían a su casa. Eran vecinos muy decentes que se presentaban allí para comentar las noticias frescas, oídas en la colina de la iglesia. Querían conocer la opinión de Eduardo y de Augusto dignos ambos de ser consultados sobre la aparición de una nueva estrella en el firmamento, o sobre la guerra entre Francia y Alemania. Porque Eduardo era acaudalado, al fin y al cabo, ya que poseía mercadería, y dinero, y había mandado barco, además, y sobrepujaba a muchos en todo. En cuanto a Augusto, era innegable que había circunnavegado el mundo. Apenas Teodoro —dueño de una hernia, y nada más— intentaba sonreír al escuchar los relatos de Augusto, n faltaba quien le pusiera la mano en la boca. Eduardo ensalzaba a su camarada, elevándole hasta las nubes le pedía consejo en presencia de todos y contribuía a realzar su prestigio… ¡Que fuera cauto Teodoro con sus estupideces!

Eduardo facilitaba a su camarada la ocasión p inducirle a hablar de su vida y aventuras, cuyos re latos reforzaba con gestos aprobatorios y preguntas que eran del caso, sin interrumpirle, aunque el otro apurase la cuerda de la fantasía. Esto creó te: inagotable para todas las tardes dominicales durante todo el verano. ¡Valía la pena de asistir a las audiciones! El punto oscuro lo constituía la incógnita del acordeón de Augusto. Este se negaba a revelar dónde había aprendido tal arte y procuraba no desvanecer el misterio recóndito de sus andanzas, hablando sin cesar de árboles con hojas de plata, de la caída del maná sobre los mares, de barcos con doce mástiles y de hombres de rostro verdoso que vivían cuatrocientos años.

—¿Los has visto tú? —preguntó Teodoro.

¡Que si los había visto…! ¡Augusto había visto esto y cosas mayores todavía! Ya podían citarle un país o cualquier reino sobre la tierra: Augusto los conocía todos. El mismo Eduardo había tenido en sus manos un llavero, con ocho llaves, de unas cajas que poseía en la India, ¿no era cierto?

Eduardo afirmaba con la cabeza.

—Sí —dijo Augusto—. Tú me viste en la miseria, después del naufragio en que perdí todo cuanto poseía. Pero esto fue muy breve, pues no tardé gran cosa en acudir al mercado de Levanger con mi rico cargamento de perlas y diamantes, y hasta las autoridades me colmaron de honores.

Eduardo corroboraba con la cabeza.

—¡Pues no comprendo de dónde sacas los dineros! —exclamó Teodoro.

Augusto guardó silenció con aire de misterio, y uno de los oyentes terció:

—A ti te gustaría saberlo, Teodoro. Pero ni tú ni yo podemos ser iniciados en el secreto.

Con todo esto, Augusto estaba en auge y daba rienda suelta a la fantasía que, a raudales, se desbordaba por su dentadura de oro. ¡Ah, era digno de oírse cuanto decía! Y Eduardo contribuía al triunfo de su amigo.

—¿Cómo se llamaba el rey de la India? —preguntó Eduardo.

Tal pregunta no tenía otro objeto que el de sor prender los oídos de la gente de su ensenada con la enunciación de un nombre indio incomparable.

Pero Augusto reflexionó un instante:

—¿No era el rey Achab? No lo recuerdo bien. ¡Cómo quieres que recuerde a todos los monarcas con quienes he tropezado por esos mundos! No existe hombre capaz de catalogarlos en la cabeza. Pero, ahora, has avivado el recuerdo. Sí, fue una noche de luna llena, en el punto donde se encuentran Pretoria y Colombia, allí mismo.

—¿Qué es lo que se encuentra allí? —preguntó Teodoro.

—¿Quieres cerrar los morros, Teodoro? —le gritó, colérico, uno de los oyentes.

—Sólo pregunto qué es lo que allí se encuentra.

—Pretoria y Colombia —declaró Augusto—. Ambos acuden allí, uno al encuentro del otro. Son dos ríos, inmensos como mares, que chocan furiosos, como si quisieran pelearse, promoviendo un estrépito que se oye a diez millas de distancia, y la espuma alcanza tal altura que el lugar permanece siempre sumido en tinieblas. Ahora, podrías preguntarme de dónde saca la luz la gente de allí, Teodoro, y no dejarías de tener razón. Ello es debido a que allí la luna no luce de la misma manera que la nuestra. No cabe compararlas, pues aquella luna brilla como nuestra luz solar.

—¿Qué te sucedió allí? —preguntó Eduardo.

Augusto reflexionó:

—He perdido el hilo. ¿Dónde estábamos? ¿Dónde vadeaba la corriente de oro?

—¿De oro? —gritó Eduardo, interesándose también.

—Sí. ¡Dios me asista! De oro puro. Yo mismo no daba crédito a mis ojos. Pero me bastó mirarme los pies para convencerme de que mis botas estaban completamente doradas. De nada me valía patear y; volver a patear; el oro no se desprendía. En el acto, se me ocurrió una idea: eché a correr por todo el curso del río, tras el barco, llegué a bordo y di parte al capitán. Nadie me hubiera creído, si no hubieran1 visto mis botas.

Augusto guardó silencio; el auditorio esperaba anhelante la continuación del relato.

—¿Y qué más…?

—¿Qué más? Sucedió que ni el capitán ni nadie a bordo quiso bajar a tierra conmigo aquella noche. Al día siguiente, fuimos todos al paraje aquel. Pero el oro había desaparecido.

—¡Caramba, todo se acaba! —exclamó Teodoro.

—Entonces ¿no te quedó nada?

Miró Augusto a Teodoro de hito en hito, y respondió:

—¡Eso lo crees tú!

—¿Qué debemos creer? —preguntó el otro, intimidado por el aplomo del orador.

—¡Vamos, hombre! ¡No soy tan tonto como os figuráis! —dijo Augusto—. Viendo que los demás no querían ir conmigo, me pasé toda la noche discurriendo por allí, y al día siguiente los conduje a otro sitio; pero me guardé bien de descubrirles el lugar verdadero.

—¡Eso no es verdad! —exclamaron varios de los auditores.

—¿Que no es verdad, decís? El oro era mío, no tenía ninguna necesidad de repartirlo entre todos. ¡No faltaba más!

Parte del auditorio le dio la razón, declarando que hubieran obrado de la misma manera; pero el infatigable Teodoro, opuso:

—Entonces, ¿por qué diste parte al capitán?

Augusto respondió imperturbable:

—Porque era mi deber.

Silencio prolongado. Cada cual lo interpretó a su manera. Desde entonces Augusto dispuso de los medios que le permitían levantarse cuando caía en desgracia. ¡Ahora comprendía cómo el marinero, a pesar del naufragio, pudo ir después al mercado de Levanger con un cargamento de diamantes! El demonio de Augusto conocía aquel recóndito paraje, oculto en un repliegue de la tierra lejana, donde hundía los pies en un venero de oro que le alcanzaba hasta las rodillas.

—¿Y pudiste volver a encontrar el sitio otra vez? —preguntaron a Augusto.

—¡Ya lo creo! —les respondió.

Efectivamente, Augusto valía por diez y no era lo que se habían figurado. Su fantástico relato no prendió en el ánimo de sus oyentes. ¡Si al menos les hubiese enseñado las botas!

—¿Qué hiciste de las botas? —le preguntaron.

—¿Las botas? Se las regalé al capitán. Dame las botas, Augusto —me dijo en inglés—. ¡Que las disfrutéis muchos años! —le respondí también en inglés—. Pero, a partir de aquel día, ya no trabajé y comí a la mesa del capitán.

Nuevo silencio prolongado. El mismo Augusto permanecía ensimismado en su asiento, con las manos entrelazadas. Bruscamente, agitó la cabeza, como avasallado por los recuerdos, y dijo:

—Luego, al llegar a Sacramento, las vendí y me dieron un montón de dinero por el oro. ¡Qué par de botas aquellas! El gremio de orfebres de la ciudad, en pleno, se reunió para comprarlas.

—¿En qué lugar del mundo sucedió eso? —le preguntaron.

Augusto les abarcó con la mirada, y les preguntó a su vez:

—¿Os hace falta saberlo?

No, no era probable que él les revelase su secreto. De ser así, cualquiera podría hacer, el viaje hasta allí y hundir sus plantas en aquel río de oro; también iría, con toda seguridad, el codicioso Teodoro, que ardía de envidia.

—Oye —le preguntaron—, ¿vas con frecuencia allá o no has vuelto más?

—Sólo estuve una vez. Pero haré un nuevo viaje cuando lo necesite. Sin embargo, habéis de tener en cuenta que uno no puede ir siempre que quiere. La cosa no es tan sencilla como podría pareceros. No es un país como el nuestro, habitado por seres civilizados y temerosos de Dios, sino un hormiguero de antropófagos y fieras que pululan por la selva, donde vino tiene constantemente la vida en vilo. No hay palabras para expresarlo: allí, cuando sorprenden a un cristiano, se echan encima de él, y lo matan, luego se lo comen.

—¿Se lo comen…?

—Bien condimentado, en su propia salsa.

—¿Lo has visto tú? —preguntó Teodoro, levantándose, como si algo le turbara la paz.

—Ya que me lo preguntas, te diré que sí. Una vez bajé con un camarada a tierra. Estábamos anclados allá, cargando perlas. Alrededor de nosotros se alzaban palmeras, higueras y toda clase de árboles frutales. Pero, ¡ay!, los salvajes se apoderaron de mi camarada. Eran doce, pero a mí no se atrevieron a; tocarme porque me apercibí rápidamente a la defensa, revólver en mano. «¿Qué queréis?», les preguntaba mi camarada. «¡Uah, uah!», le contestaban ellos. Esto significaba que lo iban a matar. «¡Sois unos bandidos!», les apostrofaba él, sin tenerles miedo y les dio un golpe a uno de ellos, abriéndole un aguajero en la cara. Yo estaba presente y lo vi con mis propios ojos. Pero los salvajes tenían la superioridad de la fuerza y descargaron las mazas sobre su cabeza como si fuera un tambor, sin que de nada les sirviera que él los apostrofase llamándoles granujas. Fue entonces cuando yo tumbé a uno de uní tiro. Pero ellos continuaron como si nada. ¡Eran tantos! El camarada me gritó que le golpeaban muy j duro y le hacían daño. Volví a tumbar a otro. Pero como todos se apelotonaron junto a él, no me atreví a seguir disparando, temeroso de tocar a mi compañero. Al poco rato, estaba muerto. Los salvajes se pusieron a brincar y bailar, gritando locos de alegría, y yo me salvé gracias a que me retiré, presentándoles la cara, apuntándoles con mi revólver mientras retrocedía, hasta llegar a bordo. Acto seguido, toda la tripulación armada asaltó el campamento de los salvajes. Desgraciadamente, era demasiado tarde: habían descuartizado ya a nuestro camarada, que hervía en una cazuela.

El auditorio temblaba horrorizado, y el viejo padre de Eduardo preguntó desasosegado:

—¿Pero tú disparaste contra ellos?

—¿Qué queríais que hiciese, frente a aquellos salvajes? Eran gente impía.

—Sí, sí —dijo el viejo—. Pero también ellos tenían su alma inmortal.

—¿Quién sabe lo que ellos tenían…? ¡Qué sé yo! De todos modos, no disparé con ánimo de matarlos. Les apuntaba a las manos, a los dedos o a los pies. Me, parece que no podían quejarse.

—No esperaba menos de ti, Augusto —aprobó el viejo, visiblemente satisfecho.

Eduardo se dio cuenta de que su amigo necesitaba ayuda al ver que no sólo Teodoro y Ezra, sino también Joaquín, dudaba de la veracidad del relato. Eduardo exclamó:

—¡Es asombroso lo que has visto por esos mundos, Augusto!

Augusto se llevó ambas manos a la nuca y, echando la cabeza hacia atrás, bostezó con indiferencia, negándoles la satisfacción de una explicación que no valía la pena darles por estar él ya acostumbrado a tales muecas de asombro. Nada de particular tiene, al fin y al cabo, si, de cuando en cuando, el asesinato y la muerte vienen a alterar, en cierto modo, la monotonía de la vida. Él, por su parte, no tardaría mucho tiempo en volver a salir al mundo y viajar para echar un vistazo a sus riquezas.