Capítulo XI

En la cubierta del barco correo viajaban varios pasajeros, sentados en los rincones, y como la temperatura era glacial, se revolvían de cuando en cuando para sacudirse el frío. Algunos estaban algo mareados, pero intentaban disimularlo. Otros proclamaban a los cuatro vientos que el mareo no podía con ellos. Eduardo descendió de cubierta.

Tres hombres jugaban a las cartas, riendo, charlando y dando palmadas sobre la mesa, sentados en cajas y sacos. Un barril vacío, con el fondo vuelto hacia arriba, hacía de mesa. Los jugadores rociaban su debate echando tragos de una botella.

Una señora joven, con la cabeza envuelta en profusión de paños de lana, permanecía casi desmayada en su asiento, lamentándose de las angustias del mareo.

—¡Pronto flotaremos en aguas tranquilas! —le dijo Eduardo con ánimo de tranquilizarla.

La señora le miró con ojos desfallecidos y guardó silencio. Él se sentó, de inmediato, cerca de ella, y procedió a meditar, distrayendo la mirada en la contemplación de sus propios zapatos. El barco comenzó a navegar en una mar menos alborotada y la señora pareció volver a la vida. Entablaron conversación. La señora se dirigía a Bodö, donde tenía que ser operada del cuello.

—¿Y tú, adónde vas? —inquirió ella.

Eduardo respondió con evasivas. No lo sabía a punto fijo. Posiblemente, muy lejos. Requerida la atención de la señora por sus propias cuitas, se abstuvo de proseguir preguntando. Fue pasando el tiempo.

Los jugadores de naipes le preguntaron si quería tomar parte en el recreo.

—No, no pensaba en tal cosa —respondió.

—¿Acaso estás mareado?

Eduardo sonrió, denegando con la cabeza, y proclamó que ya era viejo lobo de mar.

—¡Ven acá, y echa un trago! —le dijeron.

Se acercó a ellos y bebió un sorbo. Era agua diente inofensivo, incapaz de emborrachar a nadie. Aquellos hombres eran marineros originarios del Sur, que regresaban, dados de baja de embarcaciones ancladas en Lofot, que, terminada la compra de la pesca, habían ido a fondear en los secaderos.

Llevaban la soldada en sus bolsillos y regresabais contentos a sus casas. ¿Adónde iba Eduardo? Por: segunda vez, volvió a responder con evasivas.

Lo mismo se preguntaba él: ¿Adónde iba?

Había abandonado su equipo de faena, dejándolo colgado en la choza de Lofot, para dar a comprender a sus compañeros que no pensaba volverlo al necesitar; pero, a pesar de ello, estaba perplejo ante su destino.

Partía con rumbo a parajes lejanos… ¿Qué dirección tomaría? Había pensado ir a tierras extranjeras. Así lo había dicho repetidas veces; pero al llegar el momento decisivo, vacilaba. ¿Dónde encontraría el dinero indispensable para emprender un viaje tan largo? Esta inseguridad le había aconsejado prescindir de toda despedida con sus camaradas.

¿Qué crisis atravesaba Eduardo? Fuertes y poderosas eran sus manos, pero llevaba el ánimo hecho astillas. Navegaba con rumbo desconocido, sin patria, extraño al suelo que sus pies pisaran y arrastrando las raíces de su tierra tras su persona.

No correspondió a la fineza de los jugadores de naipes, pues no quería jugar ni tampoco ser bebedor. Creyendo los otros habérselas con un converso, le hablaron en tono amistoso.

—Son muchas las opiniones sobre el juego de naipes —le dijeron—. Hay quien los juzga pecado. Otros creen que también pecan si beben aguardiente —recalcaron, mirándole.

No consintió Eduardo en aparecer apocado ante ellos, y rio fuerte, diciéndoles que un poco de aguar diente sentaba bien al paladar…

—¡Muchas gracias por el trago! —les dijo.

Se aplicó la experiencia de su amigo Augusto y, apoyándose en ella, declaró que más de una vez había empinado el codo con demasiada insistencia, y recordaba las náuseas que le acometían después.

Los hombres se echaron a reír, asintiendo a sus palabras y dándole palmadas en la espalda.

—¿Quieres cambiar tu reloj? —le preguntó uno de ellos.

Eduardo denegó con la cabeza. Entonces, todos insistieron a una con el mayor descaro:

—Pero tú llevas reloj, ¿verdad?

Eduardo se desabrochó y les puso su reloj delante de las narices, creyendo dejarlos suspensos. Resultó, sin embargo, que todos tenían su reloj, que marcaban las horas sin desviarse un solo minuto, hacía ya muchos años, y que nunca habían pasado por manos de un relojero.

—¿Dónde compraste tu reloj?

—A Papa —respondió Eduardo.

—¿A Papa? ¡Excelente persona! Lleva relojes des de uno a doscientos escudos. Sólo engaña a los ricos.

—También yo compré a Papa —repuso uno de los interlocutores— un reloj magnífico, garantizado para toda la vida. ¡Enséñanos tu reloj!

Lo menospreciaron y le volvieron la espalda para reanudar el juego. Eduardo se los quedó mirando. De pronto, surgió una discrepancia a propósito de un par de chelines, y Eduardo preguntó:

—¿Queréis que os diga mi opinión?

—Sí —respondieron todos a coro.

Eduardo, imprudentemente, arbitró la discusión, pero se captó la animadversión del vencido.

Pasó el tiempo.

El barco se detuvo en una escala. La señora aquejada de mareo había reaccionado tan rápidamente que pudo levantarse. Puso su falda en orden y de una fiambrera de mimbre extrajo barquillos, que se puso a ingerir. Eduardo fue a la cantina a tomar una taza de café y le dijo que a ella le sentaría muy bien. Le dio ella las gracias con gentileza y le ofreció, a su vez, barquillos. Ambos entablaron animada conversación.

Sí, ella tenía que someterse a una operación en Bodö, donde se reuniría con su marido, procedente del Sur. Era traficante. Llevaba ya muchos meses dé ausencia, que a ella le parecían siglos. Habían pasado juntos dos semanas nada más, después de la boda, pues él hubo de volver a su incesante tráfico que a ella le inquietaba por las tentaciones que podrían acecharle. Es cierto que llevaba su alianza en el dedo, pero nadie le aseguraba que él no la ocultase en el bolsillo.

—¡Dios me perdone tan malos pensamientos! ¡Por fin, se ha dignado él acudir a mi encuentro!

En el curso de la conversación, la viajera fue desprendiéndose de los pañuelos con los que se envolvía el cuello y la cabeza, hasta descubrir el rostro | por completo. Era joven y bella, y lucía una dentadura impecable.

Eduardo la miró sorprendido, y le dijo:

—No sé. Pero me parece que te conozco.

—¡Ya lo creo! Soy Matea, para servirte —con firmó ella.

Era Matea, la del mercado de Stokmarknes, novia efímera de Augusto.

Eduardo acertó a exclamar solamente:

—¡Quién nos hubiera predicho que volveríamos a encontrarnos aquí al cabo de dos años!

—Tres años —rectificó ella—. Te reconocí en el acto. ¿Dónde para tu amigo Augusto?

—¡Qué sé yo! En cualquiera de los océanos. Está en todas partes, rico unas veces, pobre otras, según soplan los vientos.

—¿Se enfadó conmigo?

—La última mañana, estuvimos buscándote por rodas partes. Recorrimos Stokmarknes, de cabo a rabo, sin poder dar contigo.

—También yo le busqué a él. Pero, al final, me faltó tiempo. ¡Báh! ¡Han pasado ya varios años desde entonces! A propósito, ¿adónde vas?

—No me lo preguntes. Mi cabeza es un hormiguero de ideas.

—¿Estás enamorado de alguna que no puede ser tuya? —preguntó Matea, riendo—. ¿Se burló de ti?

—Partió.

—¡Pobre muchacho! —exclamó Matea, compasiva—. Harás mal en afligirte. Eres un guapo mozo.

—¿Qué tienes en el cuello? Yo no veo nada.

—¡Si lo supieras! —respondió ella, riendo con gesto pícaro.

—¿Oye, es un secreto?

—Tú lo has dicho —respondió ella—. No tengo nada. Pero hube de inventar algo para escribirle a él, diciéndole que me faltaba valor para dejarme operar sin su presencia.

—No lo entiendo —dijo.

Ella quiso corregirse, y declaró:

—No es que yo pretenda burlarme de él, entendámonos bien. La verdad es que el cuello me dolía en el momento de escribirle, y ahora iré al doctor para que me vea. Mi objeto principal es el de reunirme con mi marido. Nadie puede tomármelo a mal. Además, todos mis vecinos decían que tendría que hacerme operar.

Eduardo pudo, al fin, comprender las razones de Matea y decidió compartir la broma:

—Puesto que es así, me gustaría estar presente y ver cómo te dan de tijeretazos.

—Haces mal en burlarte. Nada tendría de particular que esté peor de lo que me figuro.

—¡Qué cosas tienes! Estás tan sana y hermosa que quisiera ser tu marido.

Sostuvieron una animada conversación. El barco se deslizaba ahora por detrás de peñascos, sobre las olas apacibles del mar. Matea hablaba alegre y despreocupada. Se dijeron de dónde venían. Él le reveló que había comprado una finca en el Sur, y mostró la escritura de compra. Toda la noche permanecieron sentados juntos, y al fin se durmieron. Como Eduardo observara que la viajera deslizaba su mano junto a la suya, se apoderó de ella, y la besó. Una luz miserable brillaba a lo lejos. En la pared, acá y acullá, permanecían sentados algunos pasajeros, dando cabezadas.

En el transcurso de la noche, Eduardo y Matea se despertaron un par de veces y cuchichearon un poco. Finalmente, él la enlazó con su brazo para darle un poco de calor.

Al amanecer, eran los mejores amigos del mundo.

Al arribar a Bodö, ella descubrió desde lejos a su marido, que aguardaba en el malecón, y dijo:

—Allí está. Seguramente le recordarás. Es Nils, con quien estaba prometida cuando le viste en el mercado. Su padre es un rico armador del fiordo de Ofot. ¡Ja, ja, ja! ¡Cuánto me río al recordar la chifladura de Augusto!

Efectivamente, era el joven por cuya culpa Augusto había esgrimido un cuchillo y había arrojado la banqueta de un extremo a otro del cafetín. ¡Aquel fue un momento emocionante! Y la grandísima bruja de Matea lloró, afirmando que era inocente, e incluso terminó jurando solemnemente su eterna fidelidad a Augusto.

—¿No volveremos a vernos nunca más? —preguntó a Eduardo.

Era una pregunta de pura cortesía; pero, en el último momento, Matea deslizó la mano por la cintura del mozo, la que estrechó con la suya, incapaz de resistir el encanto. Eduardo, dijo entonces:

—¡Nada impide, al fin y al cabo, que también yo desembarque aquí!

Carecía de plan determinado. Todos sus proyectos habían estado desprovistos hasta ahora de consistencia; de manera que, al ceder a su primer impulso, no quebrantó ningún principio determinado. Entregó su billete rápida e impremeditadamente, sin tratar de reflexionar un solo instante, y bajó a tierra.

Obraba con una indiferencia que le parecía la mejor solución.

Nils, el traficante, experimentó al principio cierto disgusto al ver a Eduardo.

—Le conociste en Stokmarknes. ¿No lo recuerdas? —dijo Matea—. Era compañero de aquel loco de los dientes de oro. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué loco es taba!

Llegaron a la ciudad, conversando. Se detuvieron frente a una hostería y entraron. Salían juntas a menudo, puesto que vivían bajo el mismo techo. Matea fue a consultar a un doctor, que la libró de una operación, dándole, en cambio, unas gotas y buenos consejos, de lo que ella se alegró sobremanera. Nils forjó un plan: Eduardo y él se pondrían de acuerdo y traficarían. Eduardo poseía una granja en el Sur, circunstancia esta que les proporcionaría mercancía a crédito en grandes cantidades. Cierto que su propio padre era un rico armador del fiordo de Ofot, pero era difícil contar con él.

Nada tuvo Eduardo que oponer a estos planes. No dejaba de halagarle la idea de permanecer allí disfrutando de la solvencia de un hombre pudiente. Además, Matea le hablaba cariñosamente, demostrando que su presencia le era grata.

Eduardo reservó la respuesta, pues tenía que meditar antes de comprometerse.

Y lo pensó. ¿Qué necesidad tenía él, se decía en su fuero interno, de ejercer un comercio ambulante en compañía de otro? Nils se lamentaba de la carencia de crédito. Había agotado la mercancía y llevaba la mochila vacía.

¿Qué le importaba a él aquel hombre? ¿No sería más cuerdo explotar su pequeña finca en provecho propio, pidiendo crédito con dicha garantía a cambio de mercancía, para venderla por su cuenta personal? Esta era la solución.

Matea hizo resaltar la experiencia de Nils, que llevaba ya dos años deambulando. Eduardo sonrió, declarando que el comercio no le era desconocido. Él había tenido una escuela excelente en la factoría del gran Knoff, en Fosenland.

—Sí —alegó Matea—. Pero Nils tiene ya su ruta fija, conoce a mucha gente en los caseríos y sabe trastearla. Además, tiene a su padre.

Aquella tarde, Nils fue a los almacenes de Bodö en busca de nueva mercancía para su escuálida mochila. Eduardo quedó con Matea, que no cesó de abogar por su plan… Abogó con tal elocuencia, que él hubo de empeñar su palabra. Ella era como un hierro contundente. Pero él no se vendió ni incurrid en tonterías. Esta vez, no estaba enamorado. Cuando Nils se enteró de la buena nueva, sintió cierto descorazonamiento al oír que Eduardo decía:

—¡Firmaremos un contrato!

—Contrato, ¿para qué? —preguntó Nils.

Fueron a ver a un abogado para que les redactara el contrato. Eduardo se hizo fuerte en una cláusula en la que quedaba claramente estatuido que el gestor del crédito era él, mediante la aportación de la granja de su propiedad. Nils colaboraría en el negocio en calidad de servidor, pura y simplemente.

Matea se puso lívida de furia, y dijo a su marido:

—¡Rasga ese contrato!

Nada opuso Eduardo a ello, no obstante los infatigables esfuerzos oratorios de Matea; pero él recordaba la experiencia de tres años atrás, cuando ella desapareció con el reloj y el anillo de Augusto.

—¡Por mí, lo podéis quemar! —les dijo.

Nils se opuso. Tenían que ser buenos amigos y estar a la expectativa. Tal vez antes de poco tiempo le fuera posible liberarse de la tutela de su socio, mediante dinero contante y sonante.

Se proveyeron de género, en la ciudad, para seguir cada uno su ruta. Eduardo se embarcó en el barco de la línea regular, con rumbo a Helgeland, en el Sur. Cuando el barco se detuvo en una pequeña escala, bajó a tierra con vara y mochila, dispuesto a dar el primer paso. Era al amanecer de un dial luminoso. La nieve cubría el paisaje. Un humilde sendero arrancaba del malecón en dirección a la minúscula factoría y una carretera conducía al interior de la región. Se detuvo junto a un arroyuelo y permaneció un instante atento a la afanosa pulsación: de la helada superficie, bajo cuya corteza percibió apagado borbotar del agua que discurría triste mente. Más tarde, en el curso del día, descubrió retoños primaverales en unas matas de sauce, cercadas por la nieve… Esto le era familiar. Eran cosas conocidas que le hablaban al corazón. Él no era un perdido.

Su industria no parecía desenvolverse torpemente. Siguió más al Sur, con su mercancía a cuestas, y vendió telas, lazos para el calzado, peines y otras baratijas, que obtenían buena acogida en las granjas, reportándole ganancia suficiente para cubrir sus necesidades y hacer algún ahorrillo. La mochila se volvía ya más ligera. Eduardo no sentía tanto la presión de su peso y se le iba haciendo más grato el trabajo, que desempeñaba a su antojo, errando o reposando donde le venía en gana; y cuando penetraba en un poblado extenso, se detenía varios días para ofrecer su mercancía por todos los pueblos de la vecindad. Con ello, fue ascendiendo el volumen de su cartera, y los billetes fueron acumulándose sin cesar. El guapo mozo no advertía hostilidad en ninguna parte. Era correcto, amable y servicial, e indulgente en los precios, y casi no pagaba nada por cama y mesa. «Nunca había vivido tiempos más felices, ni cuando era patrón a bordo del Hermine», pensaba él.

Mandaba dinero a cuenta al negociante de Bodö y siempre le quedaba algún sobrante. De cuando en cuando, remitía un par de escudos a su padre. De Nils, nada sabía.

Así fue deambulando día tras día. La primavera se insinuaba ya con insistencia, los caminos se reblandecían y la marcha se hacía más difícil, dificultando el avance del caminante. Eduardo pensó en la conveniencia de adquirir una barca, pero optó por aguardar una ocasión más propicia. Más tarde, en plena primavera, al llegar hasta Fosenland, le asaltó el pensamiento de dar una vuelta por Doppen, pero lo aplazó para otra ocasión. Nada de nuevo vería allí, ni tampoco experimentaría placer alguno en volver a contemplar su finca, ahora hipotecada. El bueno de Nils tenía que mandarle dinero; Pero, ¿por qué no lo mandaba? A tales horas, habría vendido ya la mayor parte de la mercancía, lo mismo que Eduardo, cuya mochila estaba casi vacía, tanto así que, en vez de cargarla sobre sus espaldas; la llevaba debajo del brazo, como si fuera un vulgar paquete.

Su camino pasaba frente a la alquería de Norem en la que resonó el ladrido de un perro. En la ventana apareció una cabeza, de manera que no podía pasar inadvertido. Adoptó una rápida resolución. Limpió sus zapatos sucios de nieve y entró en la casa. Fue acogido en ella con exclamaciones de amistad, con admiración, con chirigotas, y llovieron preguntas y respuestas. ¿Adónde iba con aquello? ¿De veras se había hecho traficante? ¡Abre la tienda! ¡La señora necesita otra vez cuatro varas de indiana para el día del bautizo! ¿No se había fijado él todavía en lo gorda que estaba ella?

A Norem, velludo como un oso, le cubrían las melenas grises de su cabeza. La expresión de salaz satisfacción que le era habitual animaba su rostro.

Ni él ni su familia conocían el peligro que entrañaba cierta mancha blanca que aparecía en la punta de su lengua. Era la muerte, pero ellos lo ignoraban.

Eduardo se enteró de la situación en la facto ría, de todo lo concerniente a Knoff y su vasta empresa. Se informó del muelle, de la tienda y del número de trabajadores y criados que habían sido despedidos. El barco Hermine no permanecía ya allí; la factoría estaba paralizada en todas sus manifestaciones.

—¡Caramba! ¿Ha quebrado Knoff?

—No, sólo sufre de parálisis —dijo Norem—. Está algo así como arruinado, pero todavía no da de bruces en tierra. El diablo estará en el secreto de lo sucedido, pero ha ocurrido algo que parece un sueño. El hijo ha sido favorecido por la fortuna. Romeo, el inteligente muchacho de quince años, creció y se puso a trabajar. Nunca en mi vida he visto un muchacho tan maduro a los quince años. Tiene un tutor a quien debe consultar todos los asuntos. Pero es tan prodigiosamente despierto que todo lo endereza a su antojo. Tú debes tenerlo presente. No prometía tal precocidad.

—¿De dónde le ha venido la fortuna?

—Se dice que de un tío suyo del Sur. Todos los Knoff son gente acaudalada. Aquel era un labrador solterón y egoísta, que en más de una ocasión se había negado a prestarle ayuda a su hermano. El año pasado, cuando se agravó la situación, le mandaron a Romeo en demanda de socorro, que él negó, alegando que estaba muy lejos de poderlo otorgar. Parece, sin embargo, que Romeo supo congraciarse y ablandarle, hasta el extremo de que el rapaz volvió con dinero y regalos. Más tarde, al morir, en marzo, legó sus bienes a su sobrino. Ahora están vendiendo toda aquella finca para convertir en dinero lo que les ha quedado.

Esas eran las novedades.

Norem tenía noticias de los emigrantes a Amé rica, de los vagabundos, muchos de los cuales le habían escrito y algunos habían mandado un poco de dinero a sus padres. Efectivamente, al parecer, no les iba del todo mal en América. Trabajaban en la ciudad y en el campo, y no estaban descontentos. No pensaban regresar al terruño hasta haber hecho fortuna; de ninguna manera, antes. ¿Qué harían en su tierra natal? No habían olvidado las penalidades que representaba pedir prestada una libra de café en momentos de escasez, mientras que ahora las monedas de plata tintineaban en sus bolsillos.

—Por cierto, que Haakon Doppen ha escrito a uno de los chicos diciendo que ganó nada menos que ocho escudos por tocar en una boda. Ocho escudos en una sola velada, no los he ganado yo nunca. Además… ¿para qué le sirve? Otro ha escrito, también, diciendo que Haakon despilfarra el dinero ganado tan fácilmente, se emborracha y no ahorra nada en absoluto.

—Sin embargo, tiene mujer e hijos.

—Ya lo sabes tú —prosiguió Norem—. Allí, se conduce de la misma manera que aquí, en nada ha cambiado. ¿No estuvo varios años en presidio, sin que por eso se corrigiese? También en América reincidirá en sus desatinos. Tampoco Loriasen ha prosperado gran cosa. ¿Tú te acuerdas de Lüiensen, el primer dependiente de la tienda? Se lamenta de haber gastado tanto dinero en el viaje. ¡Bah! Lorensen no hizo nunca el gallo, jamás cesaba de proferir jeremiadas, y como ahora le ha dado el viento de que Knoff recibió refuerzos monetarios, quiere volver al redil y se arrepiente de haber emigrado Porque está fuera de duda que Romeo volverá a levantar la factoría a la altura de antes.

—¿Y tú —preguntó Eduardo— también cesaste para siempre?

—¿Qué quieres que haga yo sin barco? Esperar, He hablado del asunto con Romeo y no tardará muchos años en poseer otra vez barcos nuevos. Entonces, volveré con seguridad a subir al Lofot. Tampoco tú estarás merodeando toda la vida con un hato debajo del brazo y vendiendo indiana para los bautizos, ¿verdad?

—No lo sé. ¡Me gusta tanto!

—¡Pero, si casi no llevas género!

—Lo he vendido todo. Ahora, volveré a comprar mercancía de repuesto. Además, he pensado adquirir una barca.

Norem pareció desconfiar. ¿Se le habría ocurrido al muchacho acudir en busca de fiador?

—Se la puedes pedir a Romeo. Está saldando varias. Y si no tienes dinero, él sabe que eres hombre de confianza.

—No me falta dinero —dijo Eduardo.

—¿De manera que tienes dinero? En tal caso, no tropezarás con obstáculos. Yo no quisiera ser indiscreto, pero oí decir que te enfrascaste en una pequeña alquería.

—En Doppen.

—¿Pero es posible que te haya sobrado tanto dinero? Bien, esto a mí no me importa.

—No, tanto no. Pero… algunos millares me quedaron.

Acabadas de pronunciar estas palabras, paseó mirada por la estancia, concediendo a Norem algún tiempo para reponerse.

—¿Algunos millares? —preguntó—. ¿He oído bien?

—Mi negocio no es tan pequeño como tú imaginas —aclaró Eduardo—. Tengo varios dependientes que recorren el Norte por mi cuenta.

—¡Ah, vamos! —exclamó Norem, rindiéndose.

Eduardo volvió a salir al camino y descendió en dirección a la tienda. Era este un recinto donde había permanecido muchas horas a pie firme detrás del mostrador. El mancebo era ahora Magno el mismo de antes, pero más decidido. Eduardo había ido con intención de pedir un favor; que escribiese una carta a Nils, reclamándole su dinero. Él estaba más fuerte en escritura que Eduardo; pero el joven Magno tributó a Eduardo un recibimiento tan glacial, que a duras penas correspondió a su saludo. Eduardo compró alguna pequeñez para justificar la visita y abandonó la tienda.

En el patio, tropezó con la señorita Ellingsen. Intentó detenerla para estrecharle la mano, pero ella pasó de largo. Semejante proceder le sorprendió extraordinariamente, mas no le desagradaba, pues, al fin y al cabo, le infundía cierta zozobra pensar en la posibilidad del encuentro. La miró alejarse, pero ella no volvió la cara.

Luego, se encaminó a la panadería. Efectivamente, la panadería funcionaba. Había fuego en el horno. Dos hombres amasaban el pan; uno de ellos, el mismo panadero, antiguo compañero de cuarto de Eduardo. Aquí se trabajaba normalmente. El panadero le refirió que se había trasladado a Trondhjem, donde había trabajado algún tiempo; pero hacía varios meses que Romeo le había llamado y por eso estaba ahora allí otra vez. Feliz transformación. Todo parecía volver a su antiguo cauce.

Eduardo preguntó por el tonelero. Aún vivía en su propia casa. La tonelería estaba parada, pues el tonelero había cambiado de oficio. Ahora, era gañán en la granja y pasaba todo el día cortando leña en el bosque.

Eduardo se dispuso a reanudar su caminata, y dijo jovialmente:

—Pues, sí, he venido a verte por si necesitas algo, harina tal vez.

—Tengo harina —respondió el panadero.

—También puedo traerte un par de centenares de sacos.

Se fue a casa del tonelero; encontró en ella a la mujer y preguntó si, como en otro tiempo, podría hospedarse allí varios días.

—Naturalmente que sí.

Dieron suelta a la lengua y comentaron la situación de Knoff, que ella juzgó en armonía con sus intereses y mentalidad mujeril. Ahora, la señora Knoff ya no tenía necesidad de trabajar en casa. Estaban a punto de llegar dos domésticas, pues Romeo no quería que su madre se fatigase tanto. Poco a poco, volvería todo a florecer en manos de Romeo, que era tan rico. ¡Ah! La señorita Ellingsen y Magno, el mancebo de la tienda, se habían prometido.

—¿Cómo?

—Que se han prometido, con cambio de anillos y todo. Ella es algo más vieja que él, pero es una mujer muy dispuesta. ¿No te acuerdas de ella? Se dice que ha perseguido al mozo, sin dejarlo a sol ni a sombra, y que se mete en su cuarto por la mañana y por la noche. Pero son tantas las cosas que se dicen… ¡Bueno, no lo digas a nadie! ¿Piensas que darte aquí?

—No, sólo he venido con intención de llevarme una barca.

Orientado ya debidamente, volvió a encaminarse a la tienda y, tal como estaban las cosas, decidió abstenerse de solicitar ningún favor a Magno. Así pues, entró directamente en el despacho de Romeo.

—¡Caramba! —exclamó Romeo, sorprendido, tendiéndole la mano rápidamente, como solía hacerlo cuando era pequeño—. ¿Has vuelto a pensar en nosotros?

Romeo no había ganado en aspecto varonil. Era alto y flaco, y tenía unos brazos desmesuradamente largos, tanto que las mangas de la chaqueta le venían cortas.

—¿Cuáles son tus proyectos? —le preguntó—. ¿Qué negocios te traen por estos mundos? Me dijeron que te has afincado en esta comarca. ¿Cómo se llama tu granja?

—Doppen —respondió Eduardo, sin entrar en más detalles.

Al contrario, le comunicó acto seguido que se dedicaba a la venta ambulante, y terminó por llevar la conversación al asunto de la barca.

—¿Una barca? Con mil amores. ¿Cómo la quieres?

—Grande, con vela y ancla, completamente aparejada. Pero no es esto precisamente lo que me ha traído hasta aquí. Claro está que no será muy correcto pedirle un favor…

—¿De qué se trata?

Eduardo le comunicó a continuación que tenía un dependiente en el Norte, que deambulaba con mucha mercancía suya, pero no mandaba noticias ni dinero. Hacía ya medio año de esto. ¿Querría Romeo escribirle una carta apremiante?

Romeo cogió en el acto pluma y papel, y escribió una larga carta en puro estilo comercial. Puso en ello toda su voluntad, halagado en su fuero interno al verse respetuosamente tratado de usted por Eduardo, de cuyos brazos se había colgado él tan tas veces, cuando era pequeño.

—Entendidos —le dijo al final—. Cuando quieras iremos a escoger la barca. Desde luego, te aposentarás en la habitación del panadero, como antes.

—Estoy hospedado en casa del tonelero.

—¿Por qué? —preguntó Romeo—. Esto le hará poca gracia a mi padre. Te ha elogiado muchas veces, recordando que eres buen patrón de barco. ¿Has ido a saludarle?

—Todavía no.

—Ven a comer con nosotros al mediodía, y le verás.

Eduardo se excusó, alegando su indumentaria. Los caminos eran malos, por lo que tenía que vestir con desaliño.

—De todos modos, un millón de gracias por el honor y la invitación.

Se quedó en casa del tonelero, y se tomó un des canso. Al cabo de un par de días, empezó a dar vueltas por la granja, fingiendo que deseaba ver a su amigo el panadero. Pero su pensamiento iba a otra parte. La verdad era que juzgaba vergonzoso que la señorita Ellingsen hubiese enamorado a Magno, el mancebo de la tienda. ¡Una verdadera vergüenza!

Es cierto que tampoco Eduardo la hubiera merecido mejor; ¡pero el mancebo, el minúsculo Magno!

Milagro habría de ser que ella no exteriorizase un poco su antigua simpatía si él volviera a tropezarse con el ama de llaves a solas. No tuvo la suerte de dar con ella. Seguramente, se ocultaba en su habitación, o acaso en la del mancebo, y no se dejaba ver. Bien pensado, esto la realzaba a sus ojos: no era infiel; permanecía devota a tino sólo y no consentía en desviarse. Sí, había mariposeado un poco, ella… ¿cómo se llamaba? ¿Carolina…? ¡Sí, esto era!

Había mariposeado un poquito y admitido alguna broma. ¡Diablo, qué sólida era! Efectivamente, pero ahora ella era fiel al mancebo de la tienda.

Nadie podría asegurar que esto no le soliviantase a él más de lo razonable. Además, la caza demanda tiempo, de manera que decidió aplazar la partida por ella. ¡Cómo acabaría esto! Se detuvo allí alrededor de una semana.

Un día le comunicaron que había llegado una carta para él y un envío de valores. Procedía de Matea. La carta era inaudita e incomprensible, incisiva e injuriosa, mezcla de verdades y mentiras; pero muy real, absolutamente real: Le enviaba el dinero que Nils le debía. A Dios gracias, Nils no necesitaba ser dependiente de nadie. Además, Matea preguntaba si Eduardo había mandado noticias suyas, comunicando su dirección. Porque, de no ser así, ¿cómo podía Nils mandar dinero sin tener una dirección fija? Ya hacía tiempo que tenía el dinero en su poder, decía Matea, quien, orgullosa, y llevada de su impetuosa cólera, añadía que si deseaba evitar disgustos, se guardase de denunciar a Nils a la autoridad.

Perfectamente. Eduardo pagó al almacenista del Bodö hasta el último chelín, y todavía le quedó dinero, por lo que pudo mandar varios billetes de cinco escudos a Joaquín, sin perjudicarse. Si Romeo había imaginado que él pensaba llevarse la barca prestada, estaba equivocado. Eduardo se lo diría a Romeo en seguida.

En el escritorio halló a padre e hijo. El viejo Knoff se levantó. No le tendió la mano, pero saludó cordialmente al antiguo patrón de su barco, acogiéndole como merece un viejo conocido.

—Celebro que no hayas echado en saco roto lo que te dije el día de tu partida: Te advertí que podías volver cuando mejorasen las circunstancias. No sé a buen seguro si ahora precisamente tendré destino para ti. Pero, de todos modos, no tardará en presentarse la coyuntura.

Romeo puso en antecedentes a su padre, comunicándole que Eduardo comerciaba ahora por cuenta propia y que tenía varios dependientes en el Norte, en el Lofot, de manera que era un comerciante de altos vuelos. Ahora, quería comprar una barca.

—Precisamente, por esto he venido hoy, para tratar de la barca —dijo Eduardo.

—De acuerdo. Ya te dije que la tendrás cuando quieras —observó Romeo.

Eduardo sonrió y le dijo, mirándole de hito en hito:

—Pero no pienso llevármela prestada.

—¿De veras? —dijo Romeo—. ¡Bien, hombre! Como quieras.

Acto seguido, el joven y alto Romeo quiso exteriorizar la sagacidad adquirida, preguntándole:

—¿Tienes género?

—No.

—Precisamente, ahora estamos realizando existencias. Mi padre y yo hemos pensado que podrías proveerte de mercancía aquí, lo mismo que en cualquier otra parte.

El viejo Knoff asintió con la cabeza, denotando ligeramente, en la mirada, que no había tenido noticia de semejante propósito.

—Me había propuesto comprar el género en Trondhjem.

—¿Por qué motivo? —preguntó Romeo—. Te venderemos barato y llenarás la barca.

El viejo Knoff se decidió a dejar oír su voz:

—Pero mi buen Andreasen, ¿dudas acaso de que nosotros podamos competir con los negociantes de Trondhjem?

—No, no quise decir eso.

—Tenemos almacenado hace tiempo un surtido baratísimo de telas, vestidos y géneros de uso corriente. Están como nuevos, aunque llevan ya tiempo almacenados, y podrás realizar una venta fructífera. Aquí, no podemos quitarnos eso de encima porque la gente lo ha visto varios años en los estantes. Ven conmigo a la tienda y míralo. Encontrarás cosas conocidas de tus tiempos de vendedor.

Pasaron a la tienda, inspeccionaron las estanterías y entablaron el trato. Sobre los mostradores se acumulaba la mercancía ante las protestas de Eduardo que imploraba moderación:

—Yo no tengo dinero para compraros toda la tienda. No, no, veinte, no. Acaso diez pacas de tela. Pero, Dios mío, ¿cómo venderé yo tanta mercancía? ¡No cabrá tanto en la barca!

De cuando en cuando, meditaba. Los precios no eran irrisorios; pero, de todos modos, eran extraordinariamente reducidos, y Romeo insistía:

—¡Llévatelo, hombre! Aquí, no podemos venderlo. Ya nos lo pagarás cuando te venga bien.

Magno quiso terciar, velando por los intereses del amo, y dijo, encarnado como un pavo:

—¡Esto es demasiado! Pide la mitad del precio. En la factura, podéis verlo.

Romeo no le contestó.

No habían terminado todavía cuando el viejo Knoff, saliendo del escritorio, entró en la tienda, hizo saltar la tapa de oro de su reloj, para volverla a bajar con una ligera presión del dedo, y dijo:

—Ya es hora de comer. Hazme el favor, Andreasen, de acompañarnos.

Eduardo intentó resistirse por segunda vez, pero Knoff le dijo, rotundo:

—¡Ven!

Eduardo volvió a hallarse en una estancia distinguida, y sus ojos descubrieron otra vez la lindeza de un mundo diferente al suyo. Saludó a la señora Knoff y a las hijas, hizo una reverencia hasta casi dar con la frente en el suelo, y reincidió varias veces en la torpeza de no corresponder a las amables palabras que las damas le dirigían.

No habían puesto cubierto para él, pero la señorita Ellingsen salió en su busca, con las mejillas coloradas. Eduardo se sentía empequeñecido, y hubiera preferido hallarse a cien leguas de distancia, pero Romeo se sentó a su vera y el viejo Knoff le dirigió la palabra, para decirle:

—¿Piensas persistir definitivamente en tu negocio, Andreasen? En tal caso, cuando tengas necesidad de dar referencias, puedes contar con las mías.

La atención de Eduardo estaba requerida por la presencia de la señorita Ellingsen, quien no podía sustraerse a la obligación de servirle la sopa y cambiarle los platos. A él le molestaba no aparecer mejor vestido, lo mismo que antes, ni llevar siquiera el anillo de oro. ¿Qué pensaría la señorita Ellingsen de él? ¿Le tomaría por un vulgar mercachifle ambulante, que adquiría su mercancía en las factorías de la costa? La consideración, por otro lado, de que un ambulante cualquiera no sería admitido a la mesa de Knoff, contribuía, no obstante, a realzar su prestigio a sus ojos y le engrandecía. ¡Quién sabe si la joven no estaba ya arrepentida a estas horas de haberle demostrado indiferencia! Una palabra, pronunciada al azar, vino a aumentar su importancia: el viejo Knoff acababa de saber que Eduardo llevaba ya varios días de permanencia en la factoría, y le dijo:

—¿De veras? Pues no te he visto.

—Se hospeda en casa del tonelero —le informó Romeo.

—¿En casa del tonelero? ¿Por qué no te alojaste aquí?

—Así se presentó la cosa… Yo creí… —objetó Eduardo.

—¡Cómo! —exclamó Knoff ofendido.

—¿Lo oyes? ¡Ya te advertí que a mi padre le sentaría mal!

También a esta conversación hubo de asistir la señorita Ellingsen. ¡Ahora, sí que tendría motivo suficiente para romper con Magno!

No la volvió a ver después de comer. Puso re mate al acopio de mercancía en la tienda, eligió una barca, pagó cuanto le permitieron sus medios y se dispuso a partir. Magno hubo de ayudarle a trasladar el cargamento a la barca, obedeciendo las órdenes recibidas; pero sin charlar ni bromear, como solían hacer ambos cuando trabajaban juntos.

—¿Cuándo piensas izar el trapo? —le preguntó Magno, sin volver la cabeza.

Eduardo comprendió el angustioso estado de ánimo del muchacho, que ardía en deseos de verle partir, y esperaba con ansiedad la respuesta a su pregunta. Eduardo sintió vacilar un instante su re suelta actitud: frente a él veía a un muchacho atormentado por los celos, en cuyo camino podría él interponerse y sembrarlo de espinas. Magno siempre había sido buen camarada. ¿Para qué, pues, cometer una felonía? Un pensamiento acudió entonces a su mente, que pesó en su conducta: ¿Qué bendición le acompañaría durante la travesía, en una barca repleta de género, si cometía una mala acción? ¿Procedería él como un desalmado?

—Voy a partir ahora mismo —respondió—. Ya no me queda nada más que hacer aquí.

La suerte estaba echada. Lo cierto era que había desaprovechado muchos días, detenido por el deseo de hablar con determinada dama. Augusto, en su lugar, hubiera preguntado al diablo por todas las conciencias, sin pensar en otra cosa que en el palpitante encanto de un momento. Pero Eduardo era más probo.

—¿De veras vas a partir ahora? ¿Lo tienes todo a punto? —le preguntó Magno, ya tranquilo.

—Tan sólo me queda ir a casa del tonelero para pagarle mi hospedaje. ¿Qué me dices tú del negocio que he hecho, Magno? —preguntó Eduardo deseando mostrarse afable y oír su opinión.

—¿Qué me parece? —respondió Magno—. Me consideraría muy feliz si tu mercancía fuera mía y yo quien la hubiese comprado.

—¡Puesto que tú lo dices…! ¡Bueno, adiós y gracias por la ayuda!

Se despidieron. Eduardo subió a pagar al tonelero. Cumplido esto, volvió a descender y se hizo a la mar. Ahora, navegaba en una tienda flotante.

La barca no dejaba, sin embargo, de ofrecer sus inconvenientes, se veía obligado a echar el ancla en determinadas calas, a la buena de Dios, y adentrarse en todo un distrito, sacarle el jugo y obtener algún provecho. Una vez terminada su exploración, tenía que bajar a la orilla y llevar su barca a otro distrito. A pie hubiera ido más aprisa. Sin embargo, no dejaba de ser una ventaja el servicio que le hacía la embarcación, utilizándola como almacén, en el que guardaba todo aquello que no cabía en la mochila.

Trabajando así, fue aproximándose al Sur. Vendía su mercancía a precios razonables, que le reportaban excelente ganancia, y hubo de convencerse de la magnífica compra que había hecho en la factoría. El mismo día de San Olaf, pudo ya mandar una bonita suma a Romeo, a cuenta del débito, quedándose todavía con dinero sobrante. El mayor encanto de su trabajo residía en la absoluta libertad de que gozaba, dueño siempre de su voluntad, caminando o reposando cuando le venía en gana. Era, en realidad, una vida ociosa que se compaginaba maravillosamente con su estado de ánimo.

Penetró en el fiordo de Trondhjem, bordeando toda la costa Oeste, bogó frente a Indero, subió hasta Namdal y volvió a virar en dirección al fiordo. Había expirado el verano. Llegó el otoño y aparecieron las primeras nieves.

En una granja de Frosta, tropezó con Augusto.