Se aproximaba el invierno. Eduardo terminó su misión en el barco y volvió a ayudar en la tienda. Durante algún tiempo, la situación parecía ser normal, pero al que cajones y estanterías se vaciaban sin volver a ser ocupados por mercancía de repuesto, todos comprendieron que Knoff estaba en sus postrimerías. Efectivamente, terminadas ya las obras muelle, desaparecieron operarios y caballerías, circunstancia esta que contribuyó a acrecer la impresión de vacío dominante en la factoría, de la que nadie podía congratularse. El primer dependiente de la tienda, Lorensen, había abandonado su empleo y se preparaba con ahínco para emprender el viaje América aquel mismo invierno. Arrastró consigo a otros dos mancebos de la tienda. También en la comarca se aprestaban algunos mozos a irse con ellos América, formando como una comunidad, una colonia a la que la familia de Doppen también proponía incorporarse. La fiebre de América se hizo epidémica. Knoff se reía de tal modo, que calificaba de insensatez, profetizando que aquellos aventureros habrían de arrepentirse pronto de su viaje; pero nadie hacía ya caso de Knoff, cuyo prestigio se había extinguido, tanto que incluso el veterano patrón Norem movió la cabeza al enterarse de la ruina del amo, a su retorno:
—Se ha estrellado contra el muelle —dijo—. Para nada le servirá ahora que yo haya perdido el bergantín.
En la factoría reinaban el abatimiento y el desconcierto, en contraste con la floreciente actividad de antaño. El único que se mostraba imperturbable era el amo. El muelle le había arruinado, sí, pero él respiraba todavía. El contable fue despedido y en Navidad partiría también el panadero. La señorita Ellingsen hubo de desprenderse de una de las domésticas.
Eduardo no experimentaba ninguna satisfacción en aquel ambiente. También a él le acometió el deseo de irse. Se sentía vacío y sin dinero en la cartera, que ahora llevaba en el bolsillo, con la agravante de que no sólo se había desprendido del dinero propio, sino también del de su hermano Joaquín que no tardaría en reclamárselo. Cierto que Eduardo | había recibido Doppen a cambio del dinero. En el bolsillo, guardaba el contrato de compra y el recibí, pero Joaquín no comprendería nada de aquella adquisición; tampoco Eduardo acertaba a comprenderla del todo. ¿Para qué le serviría Doppen a él? En otros tiempos, tal vez; pero, ¿ahora?
Llegó el día fijado para la partida de los emigrantes a América. Se reunieron en el muelle y subieron a una espaciosa embarcación que debía conducirles hasta la escala del vapor. Llevaban consigo bastante impedimenta. El equipaje de Haakon Doppen era voluminoso; además, llevaba consigo a su mujer y tres hijos, y atendía especialmente a varios de los bultos, encima de los cuales no consentía que nadie asentase sus posaderas; contenían artículos de hojalata, que se proponía vender en Trondhjem. Los viajeros formaban un conjunto de catorce hombres y cinco mujeres, amén de un enjambre de chiquillos; la embarcación iba repleta.
Eduardo se las compuso para no hallarse presente en el momento de la despedida. Estuvo paseándose en el camino que conducía a los almacenes y sólo al divisar la lancha, ya dentro del fiordo se decidió a bajar al muelle con paso parsimonioso. Una mujer se erguía en la embarcación y le dirigía señas de despedida desde la lejanía. Eduardo respondió con la mano, pero tenía embotado el sentido. No parecía alterarse por el alejamiento.
En el muelle se hallaban presentes Knoff y el patrón Norem. Sorprendió a Eduardo la presencia del amo, quien había acudido sencillamente para de mostrar que él no se escondía. Por nada en el mundo quería dar la impresión de que se ocultaba. Al dar inedia vuelta en el descansillo para emprender el camino de retorno, dijo, afectando no atribuir gran importancia a las circunstancias:
—Mandaré instalar dos faroles grandes aquí en el muelle para que los barcos tengan luz cuando des carguen de noche.
Norem, que seguía tras él, movió la cabeza. Hablaron del amo un rato. Norem temía que se le hubiera perturbado la razón más de lo conveniente.
—¿Has oído lo que acaba de decir? Piensa insta lar nada menos que dos faroles grandes en el muelle. Una chifladura más, que también costará dinero. Y no hace cinco minutos me pidió que yo respondiera por él.
—¿Cómo? ¿Es posible?
—¡Tal como lo oyes! Ahora, el armador se dirige al capitán.
—¿Y accediste?
—¿Cómo voy a acceder? ¡Ni mucho menos! No estoy loco todavía. Si tal lo hiciera, me tocaría también a mí unirme a los emigrantes de América. Pero, a Dios gracias, poseo lo suficiente para ir tirando toda mi vida, quieto en casa.
—Yo no puedo decir tanto —murmuró Eduardo.
—¿No cobraste tu salario?
—No, todavía no me ha liquidado. ¿Y tú?
—¿Yo? —exclamó Norem—. En primer lugar, siempre procuro salvar mis intereses. No hice desecar el pescado hasta que no me mandó dinero.
—Entonces, ¿la pesca no estaba seca cuando zar paste?
—No. ¿Para qué? ¿Qué necesidad había de seca la, si tenía que hundirse?
—¿Tenía que hundirse?
—Así me lo ordenó. Pero no lo digas a nadie.
Eduardo se separó de Norem llevándose la penosa impresión de que el veterano patrón no exponía la verdad con honradez. El viejo trataba probablemente ahora de ponerse a buen recaudo al dejar entrever que había hundido el bergantín por orden superior. Eduardo sospechó por vez primera algo aborrecible en la persona de Norem, que no dejaba de destacarse de su mismo aspecto físico. Tenía el cuello, que cubrían cabellos grises, excesivamente robusto. Además, aquel hombre que no se recataba de ponderar sus picardías, antes al contrario, se vanagloriaba de ellas, era ostensiblemente desvergonzado. «¡Lástima que no se hubiera hundido él también!», pensó Eduardo. «Él fue quien me imbuyó la idea de robar la moneda de dos chelines cada vez que se presera tase la ocasión, el invierno pasado. ¿Qué me quedas ahora de aquel robo?».
En lo sucesivo, otro fue el juicio que Knoff inspiró a Eduardo, a pesar de todo. Cierto que en su época de florecimiento se había portado como un pillo redomado. Ahora, se debatía en la desgracia, pero se mostraba grande y altivo por encima de las pequeñeces terrenales. Sin darse cuenta cabal, Eduardo empezaba a compadecer al amo, empezando a comprender que tal vez también a él le alcanzara responsabilidad en su ruina. Fuere como fuere, lo cierto era que un evidente sentimiento de piedad hacia el hombre caído invadía el ánimo del servidor. Recordaba los años de su infancia, cuando un preboste de su distrito, dado a la bebida, que empañó j la dignidad del cargo, hubo de ser destituido de su elevada función. Eduardo lloró entonces y rogó a Dios por el caído. A juzgar por los síntomas genera les que se manifestaban en la factoría, la situación de Knoff era muy precaria. La señora Knoff aparecía ahora flaca y mísera, comparada con su anterior prestancia; ayudaba a la señorita Ellingsen en los menesteres domésticos. El mismo Knoff, que lucía por todas partes una gruesa cadena de reloj en su chaleco, no tardaría en desprenderse también de su joya.
Eduardo comenzó a preocuparse por su salario, concibiendo el temor de no conseguir que Knoff se decidiese, al fin, a abonárselo de una vez.
¿Cómo se las compondría él, si no cobraba sus haberes? Poseía buena ropa, reloj de bolsillo y anillo de oro; pero esto era toda su fortuna. Cierto que poseía una casita en Doppen; pero, ¿qué podría hacer él con aquello? Al fin y al cabo, siempre le queda ría el recurso de volver a su fiordo y volver a ir, en invierno, a las pesquerías de Lofot. Estas reflexiones le indujeron a adoptar la resolución de mostrarse tolerante en lo concerniente a la liquidación de sus mesadas, considerando la precaria situación del amo. Esto sería lo menos que podría hacer, puesto que, al fin y al cabo, todo se lo debía a su jefe.
El domingo siguiente, pidió prestada una barca y bogó en dirección a «su finca de Doppen». Al amparo de la solitaria y pálidamente verdosa ensenada, apareció, desnuda y abandonada, la tímida casita, que nada acompañaba si no es el incesante zumbar de la acuática avalancha que, confiada, se dejaba arrastrar hacia el fondo del rocoso lecho de la catarata. Eduardo penetró en el granero que había sido su refugio nocturno, y allí permaneció durante un prolongado instante de ensueño, rememorando arrebatos y venturas pasadas, vividas en aquel recinto, ahora frío. Volvió a salir, cerró la puerta y se encaminó al cobertizo. Aquí había colgado Luisa Margarita una linda labor que había tejido para él. ¡Dios santo! ¡Como si la desventurada mujer no tuviera otras preocupaciones! Con sumo cuidado, arrolló la labor confeccionada por las un día adoradas manos femeniles, y se la llevó consigo. Al penetrar en la choza de madera, descubrió su palanca apoyada contra el muro. Continuaba en su emplazamiento. En el campo, las piedras asomaban entre el césped.
Aquello había sido un día cálido hogar; allí habían enraizado padres e hijos que, en aquel retiro acogedor, gozaron y padecieron; ahora el hogar carecía del calor de sus moradores, que lo habían abandonado. Ni un ruido alteraba la paz del remanso, aparte el monótono rumor de las aguas que precipitaban al abismo de la cascada. Los vagabundos se fueron, arrastrando tras sí las raíces arracadas del seno de la tierra.
La mañana del lunes, Eduardo se dirigió a la tienda a la hora de abrir y permaneció un rato espera de los compradores que no llegaban. El otro mancebo, Magnus, se entretenía en bajar de los estantes los escasos retales que todavía quedaban para sacudirles el polvo y volverlos a colocar en su sitio. Allí había trabajo para un solo hombre. Nada más.
Eduardo llamó a la puerta del escritorio, entró dio los buenos días, y dijo:
—Creo que lo mejor que yo puedo hacer es irme… ¿Le parece bien?
—Me parece mal —respondió Knoff—. ¿Os habéis propuesto todos dejarme solo? ¿Qué tenéis en vuestras molleras? ¡La venta de Navidad está ya al llegar! —Contradiciendo sus propias palabras, Knoff accedió—: Perfectamente, ¿quieres irte? ¡Vamos a liquidar los dos!
De por medio hay una red de arenque. Pero empezaremos por lo demás. ¿Cuánto tiempo estuviste en la tienda y cuánto necesitaste par aparejar el yate?
Knoff cogió el lápiz, aprestándose al combate dispuesto a luchar con ventaja, de buenas a primeras.
—No quiero cobrar nada por estos dos conceptos —respondió Eduardo.
Y como Knoff le mirara perplejo, añadió:
—No quiero nada por ello, pues no era trabajar. A juzgar por las apariencias, Knoff se estremeció y depuso sus arrestos guerreros. Sonrió casi amargamente, y exclamó:
—Esta es la primera vez que un subordinado mío renuncia a su haber. Al contrario, todos encontraban siempre motivos para quejarse de que pagaba poco a mi dependencia.
En tales momentos, Eduardo hubiera dado la mano, a cambio de hallarse exento de pecado. Estaba fuera de duda que a Knoff le habían engañado sus propios hombres, cada uno a su manera, explotándolo y especulando sobre su desmesurado orgullo. ¿Qué tenía, pues, de particular que el amo, a su vez, se apercibiese siempre a tomar la ofensiva, aplicando idénticas tretas a su gente? Eduardo se sintió conmovido y lo disculpaba en su fuero interno. Aún hacía poco tiempo que Eduardo había aprendido el ejercicio de las trampas en provecho propio. Ahora experimentaba humillación y arrepentimiento. ¿Qué le sucedía? ¿Había perdido el juicio? Knoff, el gran industrial, había tenido que renunciar a sus negocios uno tras otro, hasta llegar a un estado de penuria casi total; había envejecido mucho; no revelaba ya la grandeza pasada y se había abandonado extraordinariamente. Eduardo pudo observar unos mechones grises que le nacían en los oídos. ¡Pobre jefe! Pero no cedía. Bruscamente, hizo un gesto que indicaba de que estaba dispuesto a persistir en su triste sonrisa, y volviendo a fingir la prisa en él inveterada, sacó su reloj, lo consultó, volvió a cerrarlo con una rápida impulsión de un dedo, y le dijo:
—De manera que te corresponden seis o siete mesadas. ¡No me interrumpas! —Procedió a calcular el importe y lo anotó en un papel. Mientras escribía, decía—: Aquella red… no sé… Mi contable no llegó a encontrar lo que me costó. ¿Cuánto quieres pagar por ella?
Eduardo no supo qué contestar.
—¿Ponemos diez escudos por la red? —preguntó Knoff.
—Sí, señor. Y muchas gracias.
Eduardo fue pagado irreprochablemente. El amo le dijo al despedirse:
—Siento que te vayas. —Acto seguido, añadió, breve y seco—: Vuelve a mi casa en cuanto mejoren las circunstancias.
En el pueblo le aguardaban muchas novedades, una de ellas tan horrorosa que había encrespado los ánimos en el burgo y en toda la comarca del apacible fiordo.
¡Quién podía sospechar que determinados vecinos, entre los de mayor prestigio, fuesen capaces de abrigar en su conciencia delitos horrendos, esforzándose en disimularlos hasta la muerte y el juicio final! La gente creyó perder el aliento el día que tan horrible revelación vino a turbar su paz tradicional. Durante muchos años, habían oído el romance que les hablaba del horripilante crimen de Estrasburgo, cuyo relato les había causado escalofríos cuando detallaba las escenas culminantes. También recordaban a Andréf Mensa, que había sido ajusticiado en el Lofot, y tenían presente a Ellen, la moza que había estrangulado a su propio hijo; pero este crimen había ocurrido en una parroquia vecina, y no aquí. Ninguna leyenda infamante había empañado antes el mísero nombre del caserío… cuando he aquí que aquel lugar ingresaba ahora en la ominosa categoría de otros tantos.
De todas partes, llegaba a oídos de Eduardo la confesión de aquella mujer en el dramático vuelco de su conciencia atormentada. La diafanidad de los días estivales la habían ayudado a soportar la pesa da carga del delito; pero tan pronto como la penumbra otoñal se cernió sobre la tierra, cedió el alma de la delincuente. Una noche estalló, profiriendo gritos desgarradores que pusieron en conmoción a todo el vecindario. Muchos saltaron despavoridos del lecho para correr a ella, que, hecha la luz en su estancia, se les apareció en camisa, de pie en la cama, declarando, en presencia de Carol, su marido, y de todos los presentes, su culpabilidad en la muerte del patrón Skaaro, hundido en la ciénaga, año y medio atrás.
¡Confesión inaudita!
«Está delirando», decían unos a otros. Todos creían en una recaída en la enfermedad que le había aquejado el invierno anterior, cuando ella acudía a todas partes monologando y profiriendo incoherencias; mas ahora, al confesar su delito, describía los hechos con tal riqueza y exactitud en los detalles, que al fin no fue posible dudar de la culpabilidad que ella misma se atribuía. Luego, repitió la confesión en presencia del párroco y de la autoridad, reclamando sin vacilación el castigo merecido. Ahora, Ana María aparecía más entera, sin causar ya la impresión de un guiñapo. Lloraba como si la estuvieran azotando, no sollozaba.
Al interrogarla la autoridad si tenía algún resentimiento contra el patrón Skaaro, ella respondió:
—¡No, al contrario!
—Entonces, ¿por qué le condujiste a la muerte?
A esta pregunta, respondió ella crudamente:
—Porque me deseaba, se cansó de cortejarme y luego me desairó.
La desvergüenza de semejante confesión provocó un movimiento de cabeza del preboste, e incluso la viuda Josefina de Kleiva y Beret, la recién casada, mujeres ambas que difícilmente acertaban a reprimirse en la proximidad del hombre, se escandaliza ron ante el cinismo de Ana María. De no impedírselo la severidad del momento, se hubieran llevado la mano a la boca para disimular la risa.
Una extraordinaria perplejidad invadió el ánimo de la autoridad, indecisa sobre la conducta que correspondía adoptar con Ana María. Era una desgraciada, sin hijos que hubieran ocupado su atención, incontinente, ávida de placer, pero sana e inteligente. Había concebido el propósito de castigar a Skaaro, asistiendo con absoluta sangre fría al lento hundimiento del hombre en el cenagal sin fondo. En cambio, luego había corrido al caserío, apresurándose a dar la voz de alarma en demanda de auxilio, hasta quedar desfallecida; pero los socorros llegaron tarde por haber dejado ella transcurrir demasiadas horas antes de acudir en su demanda. Los móviles que la llevaron a castigar a Skaaro eran producto de su desequilibrio anímico; su propia y franca confesión era circunstancia atenuante. Fue sometida por la justicia a un trato entre cárcel y asilo.
Ana María fue presa y alejada del lugar en el acto.
Pero, en la ensenada, tardó mucho en restablecer le la calma. Después de haberse registrado tan ominoso crimen en el pantano, nada tenía de sorprendente que hasta las personas mayores sintieran escrúpulos en circular por las inmediaciones en las horas tardías. Con mayor motivo se abstenían de hacerlo los arrapiezos, que no volvieron a atreverse a salir en busca de agua. ¡Era tan fácil que un grito resonase en el pantano!
¿Y Carol? ¿Qué hacía Carol? No hallaba consuelo para su desventura. Esta circunstancia favoreció en cierto modo a Eduardo, al llegar a su alborotado caserío. Nadie paraba mientes en él. Su hermano Joaquín se había unido a los hombres que vigilaban a Carol día y noche, lo que le impidió salir apresuradamente a su encuentro a reclamar su dinero. Con esto, Eduardo pudo ganar tiempo.
Sí, el desvarío de su mujer había sido un mazazo sobre la cabeza de Carol. Todos sus convecinos estaban contestes. No probaba alimentos y buscó refugio en el monte, entre piedras y matorrales, donde pasaba las horas tumbado, monologando sin cesar.
¡Dios les librara a todos de una muerte como la que acechaba a Carol!
En los momentos de lucidez, sus amigos se le acercaban, instándole a regresar con ellos a su morada. Él decía que no. No quería volver. Tratan de estimularle, reprochándole que a un amo de barca y alcalde no le cuadraba aposentarse en el monte. Esto le tenía sin cuidado. Pero los amigos le decían que no podía continuar llevando vida tan miserable, sin comer ni beber, helado de frío y hambriento. Él decía que así alcanzaría más pronto su fin. Sólo confiaba en la protección divina. Terminaron advirtiéndole que su empeño de pernoctar en el monte era ofender a Dios, tanto más cuanto que cualquier noche podría volver a resonar un grito en el pantano. Pero nada obtuvieron de él sus amigos, que hubieron de resignarse a dejarlo en paz.
Una noche lóbrega y tormentosa, Carol debió pensar que había confiado en demasía en la protección divina. Había oído algo en el pantano y, deslizándose entre tinieblas infernales, bajó al burgo para sentarse al amparo de las casas. Al amanecer, se aprovechó de varios panes y otros comestibles, y corrió de nuevo a su refugio. Alguien le vio desde una de las viviendas, y le llamó, pero no respondió. ¡Ah, qué triste era la suerte de Carol, recluido en el monte, sin querer atender a la razón! Todos los días iban sus amigos a verle, para llevarle algún consuelo. Un día, vieron, al llegar, que se había vuelto loco, permanecía echado en tierra, de bruces, inmóvil, sobre su magnífico suéter nuevo, de color amarillo, y cuando intentaron volverlo boca arriba, permaneció tumbado en tierra, hecho una madeja y en actitud derrengada. Permanecía sordo a cuantas preguntas le dirigían y no abandonaba su fatigosa posición, permaneciendo con las piernas en el aire y la cabeza entre las rodillas; espectáculo tal dio que pensar a los que le rodeaban, quienes se preguntaban si Carol no sería víctima de algún espasmo; pero, bruscamente, dio una vuelta, como una rueda, y se puso a girar en torno a su cabeza, a cuatro patas. Cuando hubo terminado de describir estos grotescos círculos, se acostó en tierra, sobre los codos, como una bestia, que, para tumbarse en el suelo, se apoya primero sobre las patas delanteras. Triste visión. De repente, se le ocurrió extraer de su monedero un billete de un escudo y se apresuró a rasgarlo en varios pedazos. Era su último billete. Entonces, comprendieron los testigos de la escena la gravedad de la situación y decidieron llevárselo a su casa a viva fuerza. Dos de ellos fueron en busca de un cable, en previsión de posible resistencia, y, mientras tanto, los demás convinieron en vigilarle, de manera que ni un solo instan te permanecieron sin guardián a la vista. Esas habían sido las consecuencias de una inextinguible desazón.
Fue innecesario atar a Carol, pues consintió dócil mente en permanecer en pie, cuando lo levantaron de tierra.
—¿Dónde están los pedazos de papel? —preguntó.
—¿Qué papeles? ¡Ah, ya! Los pedazos del billete de un escudo.
Los había recogido Teodoro, quien los conservaba para devolvérselos. Sin resistencia alguna, se lleva ron a Carol. Teodoro y Joaquín le sostenían de los brazos. Él parecía ir de buen grado.
Era posible que las aguas volvieran a su cauce; pero un demente no recobra por completo la razón de buenas a primeras ni mucho menos. Así lo juzgaban los vecinos, de acuerdo en no abandonar la guardia en torno al enfermo. ¿Pues no se le ocurrió a Carol pedir, en su locura, que le entregasen el archivo municipal? ¡Sólo faltaría que a un hombre que rompía billetes de Banco le entregasen la documentación oficial, para que se le ocurriese hacer añicos todas las hojas del protocolo, una por una! Joaquín, que llevaba ya un año encargado de escribir las actas, no tenía malditas las ganas de ver destruido su trabajo.
—¡Es preciso evitarlo! —decía Joaquín, resuelto a persistir en la custodia del demente.
Cuando llegara el momento oportuno, pensaba anotar en el protocolo las dietas que le correspondían por la vigilancia. El dinero empezaba ya a escasear en su bolsillo.
Un día, se decidió a preguntarle a su hermano si le podría dar algún dinero. Eduardo le dio algunos billetes. A Joaquín esto le pareció poco, a lo que Eduardo replicó que no llevaba más encima. Con el transcurso de los días, Eduardo consiguió sentirse mejor orientado. Naturalmente, no gozaba ahora del mismo prestigio que dos meses atrás. Esta vez no había llegado con una carga y mandado un barco. Sin embargo, no era ignorado de los demás.
El temor de que Carol no pudiera tomar el gobierno de su embarcación de ocho remos en el invierno que se aproximaba, indujo a varios hombres a rogar a Eduardo que ocupase el puesto de Carol. Alegaban qué sería una temeridad confiarse en manos de un de mente. Eduardo les prometió reflexionar. Carecía de aparejos de pesca para ir al Lofot; pero la circunstancia de ser el elegido para tan importante menester contribuyó a que él viera el porvenir sin angustia. Siendo alcalde, no le faltarían recursos. A crecer notablemente su prestigio contribuyó un cobertor, pulcramente tejido, que apareció un día encima de su cama, una maravilla de labor, surcada de colores y flecos, como nunca nadie hubiera visto igual en el lugar. Los vecinos movían la cabeza sin acertar a ocultar su admiración, y pensaban:
—¡En el sitio dónde esto permanecía guardado, seguramente habrá algo más! ¡Eduardo no ha venido entre dos velas!
No era tanto como los demás imaginaban. Eduardo se había arruinado al comparar un pobre caserío en Fosenland. Lo que mayor sentimiento le producía era no haber traído nada a sus hermanas, esta vez. Una tenía el medallón y la otra llevaba el anillo de serpiente colgado de un cordón, en el pecho; pero sus trajes domingueros empezaban ya a ser cortos, por lo que les hacía falta que Josefina de Kleiva les cosiese algo nuevo. Eduardo se dio cuenta de las estrecheces de sus hermanas, y sufría por ellas al comprender que el dinero que habían ganado el verano en las peñas también se había evaporado.
Al disponerse un día a ir a la tienda de la comarca, adivinó la alegre esperanza de sus hermanas, que parecían pensar: «¿Qué significan un par de vestidos bonitos para un hombre como nuestro hermano mayor?». ¡Ah! Precisamente era mucho para el hermano mayor, que se preguntaba con angustia cómo saldría del atolladero.
La grande y nueva tienda de Gabrielsen estaba cerrada. Eduardo se dirigió a la cocina y encontró a Olga, la muchacha del cinturón de perlas, consiguiendo por ella que Gabrielsen se dejase ver.
—¿Qué se te ofrece? —preguntó Gabrielsen con gesto huraño—. ¿Necesitas algo de la tienda? ¡Pues vamos allá! —No cesaba de hablar—: ¿Qué necesidad tenía él de permanecer todo el día de pie en la tienda, puesto que a nadie se le ocurría ir a comprar, y si alguien se presentaba era con intención de pedir a crédito? Clientes de tal ralea no le interesaban. ¡Hombre, a propósito! ¿Sabes que tenéis un alcalde estupendo en la ensenada? Querían que fuese mejor que yo, y ha resultado ahora que su mujer es una criminal y él anda a cuatro patas, como las bestias, según tengo entendido. ¡No está mal! ¿Qué se te ofrece? —inquirió aprestándose a tomar medidas y pesos.
Eduardo dio algunas vueltas y revueltas. Necesitaba aparejos para ir a las pesquerías de Lofot; pero, como no disponía de dinero, pagarla en primavera, a su regreso.
—¡Vete al diablo! —exclamó Gabrielsen.
Eduardo insistió tenazmente. Al fin, sacó del bolsillo el contrato de compra de Doppen y se lo mostró.
—¿Qué quieres que haga yo con esto? —preguntó Gabrielsen—. Esto no es un billete de cien escudos. ¿Aparejos, dices? Aquí han venido ya diez, veinte, treinta idiotas antes que tú, ofreciéndome también su casa en garantía del equipo de invierno. Toda la comarca está de rodillas y ni por pienso se ve un solo billete de un escudo. ¿Garantía, dices? ¿Para qué quiero yo prendas? Necesito dinero. Si careces de él, puedes volverte por donde has venido.
Eduardo murmuró que podía dar garantía para cien equipos. Sólo se trataba de un apuro momentáneo.
—¡También yo estoy apurado! Hice construir esta maldita tienda, grande como un palacio papal, e invertí todo cuanto poseía en la obra. El día menos pensado, me declaro en quiebra. No hago más que darle vueltas al asunto, en espera del momento fatal. ¿Cómo queréis que sea la Providencia divina para todos los que estáis apurados? ¡Nunca me ocurrió cosa semejante! Hazme el favor de irte ahora mismo. ¡Diablo! ¿Qué hiciste del dinero que ganaste? ¿No estuviste aquí este verano gobernando un barco que trajo un cargamento estupendo? ¿Equipo? Reflexiona un poco, y piensa. Si a mí me mandan el equipo contra letra aceptada a treinta días fecha, ¿cómo pretendes tú que yo te conceda a ti cuatro o cinco meses de plazo? Sin contar con que a lo mejor dejas la pelleja en el Lofot y no vuelves más por | aquí.
—En este caso, tendrías en prenda todo un caserío.
—¡Prenda por aquí y prenda por allá! ¿Dónde está tu caserío?
—En Fosen —respondió Eduardo.
—Como si dijéramos en la luna. No quiero caseríos, ni pago mis letras con ellos. Te digo que no. Vuélvete a casa ahora mismo y déjame en paz.
—Veo que tienes telas en las estanterías —dijo Eduardo.
—¿Telas? Efectivamente. ¿Pero me haces el favor de largarte de una vez?
—¿Podrías darme unas cuantas varas a cambio de m mi anillo?
—¿A cambio de un anillo, dices? —preguntó Gabrielsen, algo desconcertado—. Tampoco un anillo podrá servirme para nada.
—Sin embargo, es de oro. Además, de la misma manera que guardas ahí las telas sin venderlas, podías conservar el anillo.
—¿De oro, dices? A ver, enséñamelo. —Gabrielsen sopesó el anillo en la palma de la mano, examinó el contraste, lo hizo saltar en el mostrador, y dijo—: Siempre valdrá un par de varas de tela. ¿De qué clase la quieres?
—Un corte de vestido para mis hermanas. De lana. Sé muy bien lo que pido —dijo Eduardo, situándose detrás del mostrador—. También yo he vendido en una tienda.
Concertaron la venta. Al fin, Gabrielsen había terminado por comprender que es más cómodo guardar oro que telas. Estas consideraciones contribuyeron a hacerle algo más amable, y dijo:
—Tu hermano Joaquín merece que lo pelen. Te lo digo tal como lo siento. El invierno pasado nos soliviantó a todos con su pesca de arenque y la gente perdió el seso. Nos ha echado a perder a todos, y no vayas a creer que yo haya sido mejor que los demás. ¡Dios nos asista! ¡Vaya movimiento aquel! Todo en careció, subieron los jornales de los mandaderos, todos nos hicimos ricos, comprábamos cuanto veíamos y tirábamos el dinero por la ventana. La racha duró dos meses, al cabo de los cuales, volvimos a nuestra pobreza anterior. Peor aún, pues estábamos desmoralizados. Figúrate nada menos que a mí me quedaba todavía un poco de queso extranjero. ¿Para qué lo quería yo? ¿Qué dirías que hice con él? Pues me lo comí. Así, tal como te lo digo: ¡me lo comí! Ya ves hasta qué extremo llegó mi despilfarro. ¿Qué se hubiera echado a perder, dices? No, se lo hubiera dado antes al párroco a cambio del diezmo. Sin embargo, nos lo comimos mi mujer y yo. ¿Imaginas que por eso viviré más tiempo? Al contrario, pues estaba lleno de gusanos. Créeme, nadie puede alargar su vida comiendo manjares finos en lugar de alimentarse con platos recios. De manera que puedes decir a tu hermano que cuando vuelva a pescar arenque no se le ocurra venir a mí para que telegrafíe a los compradores. No lo volveré a hacer nunca más. Esta vez me ha servido la lección.
Cuando Eduardo se disponía a irse, Gabrielsen le detuvo, prolongando la charla.
—No puedes imaginar la risa que me causa el alcalde que nos han dado. Me atrevería a decirle en su misma cara que es un zopenco diez veces seguidas. ¡Y el camino! ¿No salta a la vista que estamos necesitados de un camino para facilitar las comunicaciones? Esto era lo que debíamos haber hecho cuando disponíamos de dinero. Si yo fuera alcalde, todavía a estas horas sería un hecho consumado. ¿Os habéis tragado de veras en la ensenada que Carol está idiota? Ni un solo grado más que tú o yo. ¡Ja, ja, ja! ¡Comedia pura! Está loco de contento por haber perdido de vista a su mujer, que no le dejaba vivir en paz. Pero sois tan bobos que aceptáis por bueno cualquier cosa que os den. ¡Carol, alcalde! ¡Vete al pueblo!, échale una jarra de agua fría en la cabeza y dale un puntapié en salva sea la parte. Verás qué cura más estupenda. No es ni será útil. Nunca ha servido ni servirá para nada. ¡Puedes decírselo a todo el mundo sin morderte la lengua!
Eduardo se alejó. Afuera, en un recodo del patio, le acechaba Olga, que tenía ganas de conversación. Estaba esperándole, y se las había compuesto, como sabe hacerlo toda moza que es sagaz, para tropezar con él. Era un guapo mozo, le conocía bien y, además, eran raros los mozos que ahora subían a la tienda. Olga se aseó y acicaló previamente, con vistas al encuentro que había premeditado; pero ya no lucía el cinturón de perlas, ni la cruz, ni tampoco el punto de malla en los zapatos; nada de arrequive Era una sencilla moza de ojos castaños, que vivía sin pena ni gloria y se contentaba con un poco de placer.| ¿Habría este año baile de Navidad en la ensenada? En tal caso, confiaba en que Eduardo no olvidar invitarla. ¿Volverían en primavera los capitanes forasteros? Eran gente fina que regalaban un escudo al músico como si tal cosa. Cierto que Ragna había salido del trance con un hijo. ¡Perra suerte! Esto le sucedió a Ragna por ser una tonta y no saber componérselas. Y gracias a que el niño se fue de este mundo apenas llegado. Se dice que la abuela lo asfixió.
—¿Qué dices? —gritó Eduardo.
—Así mismo me lo contaron. La vieja no daba pie con bola al pensar que tendría que alimentar madre e hijo. Por eso lo hizo. ¿De veras, no lo sabías? Claro, tú estuviste fuera todo este tiempo, y no lo oíste contar. Pero todo el mundo lo sabe. A propósito, ¿a dónde fuiste con tu barco al irte de la bahía? ¿A Trondhjem? Has tenido la suerte de correr mundo. También yo he intentado ir a Trondhjem. Pero esto no es tan fácil de conseguir como parece. No me queda otro remedio que esperar la ocasión. ¿No te parece que alguno de aquellos capitanes me llevaría consigo si volviesen a venir? Ya me figuro que tú volverás a venir con tu barco; pero no querrás llevarme contigo. No vayas a creer que esto me extrañe, pues, seguramente, tienes alguna novia en el Sur y prefieres llevártela a ella. ¡Vaya, hombre, no intentes negarlo!
Eduardo regresó a casa sin su anillo de oro, pero no menos rico. Y, sobre todo, más feliz que al salir, pues llevaba tela para dos vestidos, y Josefina de Kleiva se alegró cuando la llamaron para que los cosiera. Las niñas no habían dudado un solo instan te, al ver salir a Eduardo, de que, si les compraba algo, sería de calidad superior.
Quedó acordado que Eduardo patronaría la embarcación de ocho remos de Carol y que este le facilita ría el equipo para ir a las pesquerías de Lofot. Caro otorgó su consentimiento sin dificultad. Se había vuelto tan razonable que se hacía cargo de todo cuanto le decían y de más todavía: era indudable que había comprendido lo poco que la tripulación fiaba en él. Por eso simuló indiferencia ante la perspectiva de permanecer sentado en casa, cuando embarcación y aparejos de su propiedad partieran en busca de ganancia para todos. Efectivamente, se había vuelto extraordinariamente razonable, y sostenía que sus funciones municipales no le permitían alejarse del lugar y menos aún para ir a las pesquerías. A partir de aquel momento, decidió recluirse en el archivo y huronear en los registros, sin dar, empero, la más remota muestra de pretender arrancar ninguna hoja.
Este convenio no colmaba las aspiraciones de Eduardo, pues gobernando la embarcación con los aparejos de un tercero, apenas llegaba a la categoría de un simple tripulante, con la sola excepción de un pequeño suplemento de soldada, en concepto de piloto. ¡Qué representaba esto para un hombre que había sido patrón de un barco! Pero no podía escoged a su antojo. Si cobraba buena pesca, obtendría ganancia, y lo que él necesitaba era dinero precisamente. Además, había comenzado a incubar un proyecto en su caletre.
No era ninguna hazaña maravillosa lo que llevaba entre ceja y ceja. Pero estaba resuelto a alejarse de su fiordo. ¿Para siempre? ¡Quién sabe! ¡Tal vez para siempre! Allí, la situación era intolerable.
Jamás hubiera podido imaginar que la ensenada, cuna de su infancia, pudiese ser un día cubil infamante de asesinos, dementes y derrotados, vivero miserable de una humanidad abúlica incapaz de reaccionar contra una pobreza que clamaba al cielo, a tal extremo, que ni para los niños había alimento. Una noche, fue allanada una casa aislada en la ensenada exterior. Los malhechores robaron pescado achicharrado, y por las huellas descubiertas en la nieve se vino en conocimiento de que eran pisadas de niños ¡Ah, pescado achicharrado, sin ninguna propiedad alimenticia, que era preciso masticar como si fueran virutas! La rica pesca de arenque, cobrada en invierno último, había hecho perder el tino a la gente, arrastrándola a un desquiciamiento general, que fue la ruina completa de la ensenada. ¿Cómo vivir allí? Eduardo vivía y comía en la casa paterna, contribuyendo a consumir los chelines que su padre cobraba de la Administración de Telégrafos. Ignoraba aún cómo se las compondría para hacerse con vituallas para la travesía, rumbo al Lofot.
El pequeño Ezra era único en saber vivir, jovial y optimista. Permanecía todo el día pegado a Eduardo, de la misma manera que dos años atrás Eduardo acudía a todas partes unido a Augusto. Ezra quería alistarse a las órdenes de Eduardo, y este lo incorporó a la tripulación del Lofot en calidad de «medio hombre». Ezra era inteligente. Aún no había recibido la confirmación; pero obtuvo una dispensa del párroco. El rapaz se equipó, compró un hule y, con todo y eso, todavía le quedaban algunas monedas.
—Podrías prestarme algún dinero —le dijo Eduardo.
—Naturalmente —respondió Ezra, riendo, convencido de que era una broma.
Eduardo no veía otra solución que la de pedir prestados dos escudos a su minúsculo cocinero del barco.
—Tengo mi dinero invertido en el Sur, y no puedo disponer de él en este momento.
Solucionado al fin este aprieto, le quedaba la cuenta pendiente con Joaquín.
¡Ah! Joaquín tenía el olfato muy fino, y, sin gran des esfuerzos, había visto en seguida que los negocios de su hermano mayor no estaban muy claros. La casualidad había querido que él descubriese la pobre cartera. Además, se fijó en que, cuando el hermano mayor trajo la tela para sus hermanitas, volvía sin el anillo de oro. Joaquín no era lerdo, y, además, muy reflexivo. Naturalmente, también él hubo de preocuparse por sus provisiones de boca para el invierno. Por esta razón, cuando, al regresar de compras Eduardo, se decidió al fin a hablarle de ello y su hermano le confesó sus aprietos, Joaquín había encontrado ya la solución.
—¿Qué solución? —le preguntó Eduardo.
—No te importa —le respondió su hermano.
Semejante conducta apenaba a Eduardo. No podía revelar el motivo secreto de la compra de la gran ja; pero mostró a su hermano el contrato de Doppen y le describió el lugar: bonita casa, una hermosa montaña detrás, un río grande y cristalino y una cascada a donde uno podía ir en busca de agua, campo y praderas de heno para dos vacas por lo menos, lodo ello extendido en la magnificencia de una verde ensenada. Sus dueños, necesitados de dinero para irse a América, habían tenido que venderlo todo a cualquier precio. La propiedad era regalada, sin disputa alguna.
Joaquín le escuchaba atento desde su asiento, fin y al cabo, la cosa no era tan mala como él había imaginado en un principio. Eduardo hubiera podido perder fácilmente su dinero o jugárselo, rodando por esos mundos de Dios. Ahora, resultaba que lo había invertido en una propiedad, y esto ya era algo. Pero Joaquín se creyó autorizado a oírlo todo, meneando la cabeza. Por algo había sido el dueño y guía de una red, lo cual le habilitaba para entender en todo.
—Si tú vieras Doppen, no moverías la cabeza así.
—¿Para qué habrá de servirte aquello? —pregunto Joaquín—. ¿Piensas establecerte allí?
—Lo ignoro todavía. Pero es un verdadero regalo ¿Lo quieres para ti?
—No me interesa —dijo Joaquín, creciéndose.
Eduardo se alegró de que la conversación con su hermano se deslizase cordialmente. Tras una pausa le dijo:
—¡Tan pronto como vayamos a las pesquerías, te daré tu dinero! Confía en mi palabra.
Y a pesar de ser el hermano mayor, se puso a hablar con él de igual a igual, deseoso de congraciar se con Joaquín. Sí, tenía un plan. Pensaba irse de la bahía, quería alejarse de ella para siempre tal vez, firmemente resuelto a perder de vista una comarca donde tan ingrata era ahora la vida.
—¿Adónde piensas irte?
—¿Adónde? Un día, me profetizaron que iría a América. Yo estoy pensando…
Transcurrieron varias semanas y pasó la fiesta de Navidad, fría y sin jolgorio, pues no estaban los tiempos para diversiones en una mísera comarca que se desmoronaba. Eduardo no volvía de su asombro al considerar que también en él había nacido el deseo de ausentarse del terruño. ¿Qué había motivado semejante cambio? ¿Había vagado él tanto ya que había prendido en su ánimo la simiente del vagabundo? Ahora, le era indiferente la sensación de lugar. Se sentía bien o mal en cualquier parte. La nostalgia del terruño se extinguía; las raíces que le retenían en la tierra se habían sutilizado. ¿Qué le importaban a él ahora laderas, senderos, montañas, mar y ensenada, y qué más le daban las caras conocidas en sus años juveniles?
La mañana de un domingo, Ragna acudió en su busca, a rogarle con insistencia que la acompañase a casa de su abuela. Era indispensable que fuese con ella, pues sola no daba pie con bola.
Tampoco Ragna le importaba ya a Eduardo poco ni mucho; la moza había terminado por serle del todo indiferente. El recuerdo de sus comunes juegos de la infancia y del camino de la escuela recorrido tantas veces en compañía de aquella niña, se le aparecía ahora como un sueño. Recordó que, una vez, la había ayudado a buscar en la nieve un botón de metal. Era un botón muy bonito que tenía una corona.
Fue a casa de Ragna. Sentada a la mesa aparecía la vieja, reclinada su cabeza en la pared. Estaba in móvil. Eduardo la contempló con asombro.
—Sí, está muerta —dijo Ragna en voz baja—. Salí en busca del agua y, al regresar, la encontré en esa posición.
La abuela era muy vieja y tenía el rostro lívido. Sin embargo, ahora parecía tener sangre en la oreja; pero su gesto denotaba paz. Se diría que intentaba sonreír, como si ella misma no se diera cuenta de que estaba muerta.
—No me atrevo a quedarme aquí sola —dijo Ragna—. Ayúdame a acostarla. Se ha quedado rígida.
Era la primera vez que Eduardo veía un muerto. Su primer impulso fue huir de allí; pero juzgó que sería un gesto vergonzoso, indigno de la confianza depositada en él al ir en su busca. Debía mostrarse a la altura de la situación. En su lugar, Augusto no hubiera retrocedido. Al fin y al cabo, era una mañana luminosa. Cogió el cadáver y lo trasladó al lecho como si fuera un niño. Él era robusto y la abuela pequeñita y desmedrada, encogida como una muñeca, casi bella, con los rasgos transfigurados.
Ragna se afanaba en torno de la muerta. Con mano cariñosa, le cerró los ojos y sujetó las mandíbulas con un pañuelo para que no abriese la boca; luego, le cubrió la faz con un pañuelo de bolsillo. Al salir ambos de la casa, colocó una artesa delante de la puerta, fiel a la tradición.
Al verla desamparada, Eduardo le ofreció su casa.
Durante los días que vivieron bajo el mismo techo, desde que enterraron a la abuela hasta que Eduardo emprendió el viaje a las pesquerías de Lofot, ambos sostuvieron alguna que otra conversación. Como él creyera observar a veces que la moza le miraba con buenos ojos, se enfurruñaba y acababa por irse. Hasta que, un día, Ragna le anunció que Teodoro la pretendía.
—¿Qué? —gritó Eduardo.
Era verdad. Le había pedido relaciones varias veces, y por Navidad ella le dio el sí.
¿Sintió Eduardo el aguijón de los celos? ¿Revivía en él otra vez el amor de su infancia?
—¡Teodoro, el de la hernia! —exclamó.
—Así me lo han dicho —respondió ella—. Pero no sé qué es eso.
Tampoco él lo sabía mejor que ella; pero supuso que era algo malo.
—No me queda otro remedio —observó Ragna, resignada—. No tengo a nadie en quien ampararme.
—¡Que seas feliz! —hubiera dicho Augusto, preparándose para otra nueva aventura. Pero Eduardo dijo—: ¡En mi vida hubiera creído cosa semejante!
—¿Por qué? —preguntó Ragna.
Eduardo hizo un movimiento brusco, dispuesto a irse, y respondió:
—¡Me tiene sin cuidado! Puedes hacer lo que te venga en gana.
—No puedo vivir sola en la choza —dijo la moza humildemente.
—¿De manera, que prefieres entregarte al primero que pase?
Ragna permaneció perpleja sin acertar a responder. La perspectiva no era tan despreciable. Ella tenía la choza de su abuela, y Teodoro sabría ganarse el pan, como cualquier otro. Tampoco era feo, ni mucho menos.
—¡Perfectamente! —rugió Eduardo fuera de sí—. ¡Puesto que te gusta, no tienes más que quedarte con él y su hernia! Nada me importa todo esto.
Era evidente que sentía celos y carecía de valor reprimirlos. Al darse cuenta de su estado de ánimo, trató de reír, fingiendo una serenidad de que carecía, pues su boca sólo acertó a esbozar una mueca torpe, y en su pecho soplaba el huracán.
—¡Caramba, qué gracia! ¡Conque Teodoro! Sí, mujer, no está del todo mal para ti.
Bruscamente, le asaltó la insana intención de zaherirla, y preguntó por el hijo…, el hijo de ella, el que habían asfixiado en un matorral. ¿No lo recordaba ya? ¿No era verdad que la abuela lo había estrangulado?
Ella tartamudeó, lívida como un cadáver:
—¡Qué estás diciendo!
—Que tu misma abuela lo asfixió.
—¡Mentira! ¡No es verdad, no es verdad! ¡Yo no sé una palabra de todo eso!
Acurrucada en su asiento, Ragna recibió los apostrofes proferidos por los amargados labios de Eduardo, que era, ahora como siempre, un volcán que se apagaba con la misma facilidad que estallaba.
Antes de salir afuera, volvió a decirle, entre bufidos:
—¿No lo sabías? ¡Vamos, mujer! ¡Seguramente lo estuviste contemplando desde la cama! ¡Te creo muy capaz de ello!
No tardó, sin embargo, en apesadumbrarse de su exaltación. ¿Qué le importaba a él la moza? Hería su amor propio la evidencia de que ella no se hubiera tomado nunca la molestia de dar un solo paso hacia él. Había vivido sugestionado, sin que Ragna le de mostrara jamás afecto. Al contrario, siempre le había ignorado desde los tiempos de convivencia escolar, cuando era tan torpe en aprender que todos sus condiscípulos se burlaban de él.
Volvió a verla algunos días después, en el preciso momento de aprestarse a la partida con rumbo a las pesquerías de Lofot. Toda la tripulación estaba reunida ya en la orilla: Joaquín, Teodoro, Ezra y un viejo, ocupados en atar las cajas de provisiones y en otros menesteres que eran del caso. Entonces, llegó Ragna.
Parecía haberse libertado de su abatimiento. Viva racha y jovial, se les apareció la menuda Ragna, quien, con acento irónico, zahirió a Eduardo a propósito de su menguada tripulación.
—¡Una tripulación de arrapiezos con un solo hombre en la barca!
Naturalmente/ el hombre era Teodoro, su novio pues el abuelo Martín, de puro viejo, había empequeñecido.
Todos rieron la ocurrencia, sin que ninguno diera en tomarla a mal; pero ello no bastó a Ragna, al contrario, pues redobló su hostilidad hacia Eduardo:
—¿No se acordaba ya del verano pasado, cuando era capitán y ella tenía que hacerle la comida? Entonces, era tan fino, que necesitaba un vaso para beber agua.
A cambio de tales ironías, Eduardo hubiera podido echarle en cara muchas cosas; pero optó por callar.
Cuando un suceso es fausto, suele ser atribuido a la Providencia. Si es infausto, es obra del Destino.
El destino de Eduardo en el Lofot quiso que descendiera a la categoría de simple tripulante en una embarcación de ocho remos, él, que el invierno anterior había hecho su aparición gobernando el barco Hermine, donde le fue dado recibir a sus paisanos y obsequiarles con rosquillas y aguardiente. No era poco su descenso para él y para todos. El año precedente había despertado sorpresa y admiración, de las que hogaño ninguna huella quedaba ya, pues los hombres no atribuían a sus opiniones mayor importancia que a las suyas propias. El veterano Martín podía vanagloriarse de su larga experiencia y hablar de pesca y precios y de apreciar el tiempo, discerniendo si le convenía quedarse en el puerto o podían hacerse a la mar.
Y en cuanto a Teodoro, más cuerdo hubiera sido callando que hablando por los codos. Era una completa nulidad.
Pasaban en tierra los días festivos y los lapsos de paro forzoso, sentados en la barraca, conversando de todo lo divino y humano, sin que al piloto se le reconociese derecho alguno a hablar más fuerte que a cualquier otro de los tripulantes de la embarcación. El viejo Martín, apacible y razonable, era ignorante como una mula; pero no dejaba de estar dotado de cierta comprensión. Además, era de inclinación religiosa. Joaquín, el más leído entre todos, solía ir a menudo al poblado y traía, al volver, alguna canción o cualquier periódico con que entretener a sus camaradas. Nada hubiera impedido que Eduardo les distrajese con sus relatos de Bergen o de Trondhjem; pero estaba presente Teodoro, que también había ido allá y, al parecer, había visto cosas más dignas de mención.
—Sí, vosotros bogáis lejos, veis hombres y contempláis la grandeza del mundo —decía Martín—. Pero, yo no sé, soy tan ignorante y poca cosa que…
—¿Qué quieres decir con todo eso?
—Nada, nada de particular. Es muy curioso veros a todos dando brincos en la vida y cambiando siempre de postura. A cada uno de nosotros nos señaló Dios nuestro lugar en la tierra, y aquí estamos. Pero vosotros os empeñáis en desviar el rumbo. He pasado t oda mi vida en nuestra ensenada, donde vivieron mi padre y mi abuelo. Todos hemos llegado a viejos, y pronto hará trescientos años que estamos viendo el mismo cielo y la misma tierra. Una casa se ha ido pudriendo y derrumbando después de la anterior; pero hemos levantado otra nueva en su lugar, lo suficientemente sólida para que pudiéramos cobijar los en ella. La Providencia estaba con nosotros. No hemos dado la vuelta al mundo, no. Nunca nos hemos movido de la ensenada. En invierno, hemos venido a las pesquerías y así hemos vivido como mejor podíamos, un año tras otro. Esto nos ha bastado. Ningún motivo tuvimos para quejarnos del Señor. Nos guardó la vida y nunca nos abandonó.
Perfectamente, todo esto era muy bonito y juicioso; pero pura palabrería para la gente moza. Por esto, Teodoro se puso a silbar.
—¿Lo has oído? —dijo Joaquín a su hermano—. Esto significa que tú no debes irte.
—También lo ha dicho por mí —terció Teodoro, adelantándose hasta ponerse en primer término.
—Ese ha sido el caso de Eduardo —prosiguió, perturbable, el viejo pescador—. Ha navegado por los mares, vio ciudades y continentes. El año pasa vino aquí por esta época, gobernando un barco en el que era amo y señor. Fue tan grande la admiración que despertó en torno suyo, que, a su lado. Carol, qué había sido elegido alcalde, no era absolutamente nada. Pero resulta que para volar alto son necesarias alas muy fuertes. Ya ha caído.
—¿Llamas caído al hombre que sale a la pesca?
—De ninguna manera, y posiblemente tienes razón. Pero, ¿qué eras tú, entonces? Te hiciste a la mar, llegaste a ser un gran hombre, y, al retorno, ya no eras más que cualquiera de nosotros. La Providencia no ha estado contigo.
—¡Hombre, por Dios! La Providencia estaba velando por ti y no podía acudir a todas partes.
—¡Ja, ja, ja! —exclamaron todos a una.
—Sí —dijo pacientemente el viejo—, es muy posible. Pero, al regresar de nuevo a casa, todo te pareció mal en la ensenada y la encontraste insoportable. Al menos, así lo has dicho tú mismo. ¿Se puede saber si están mejor las cosas en el sitio de dónde has venido? ¿Por qué, pues, no te quedaste allí? ¡Qué sé yo! ¡También Augusto es uno de esos que rueda por todas partes, sin echar raíces en ningún sitio, y cuando muera, le enterrarán en tierra extraña! ¿Para qué bogar tanto, entonces? Más le valdría que darse en su tierra. Era un muchacho bueno y honrado en su juventud y hubiera podido ser un excelente tripulante en la barca…
—¡Esto sí que no! —interrumpió Eduardo—. Augusto le tiene un miedo horroroso a la barca.
¿Qué estás diciendo? —gritó Teodoro—. Yo he; navegado con Augusto y nunca le vi miedoso.
—¡Tú, cierra los morros, cochino! —gruñó Eduardo—. ¡Sé muy bien lo que digo!
La discusión degeneró en disputa, que después fue olvidada por ambos contendientes, al sentarse todos en torno al puchero común, donde por riguroso turno hundían sendas cucharas. ¡Ah, no se conducían como aves de presa entre sí! Todos eran pobres; pero estaban familiarizados con la pobreza desde su nacimiento, y un pequeño éxito, una buena pesca era suficiente para que se alborotasen, como si hubieran cobrado el premio gordo. No precisaban más aquellos hombres.
Pasados algunos días desde que empezara la pesca, Eduardo devolvió el préstamo a Ezra y, poco más tarde, liquidó su deuda con Joaquín.
—¿Cuánto era?
Joaquín lo ignoraba.
—Bien, he aquí tu dinero.
Joaquín se negó a aceptarlo, originándose con ello una discrepancia aritmética entre ambos hermanos, ninguno de los cuales quería ceder.
—¿Qué dinero es este? —preguntó Joaquín, lívido de cólera—. ¡Cómprate engrudo con él!
Eduardo apostrofó a Joaquín, llamándole piojoso inútil, que no podía darse el pisto de rechazar dinero. A esto, replicó Joaquín que a él le sobraba, y no tenía necesidad de hacer como otros que se habían visto obligados a pedir prestado para comprarse provisiones de invierno.
—¿De veras? Pues si tienes dinero será por haberlo robado en alguna parte. A lo mejor, había sido él quien había robado el pescado seco en la casa solitaria de la ensenada.
Joaquín respondió que no era tan malvado. Además, la caja municipal le había pagado lo suyo por su escritura y por la vigilancia del alcalde.
—¡Eso es muy elegante! —exclamó Eduardo—. ¡Pero vas a quedarte con el dinero que te doy, si no quieres que se me suba la mosca a la nariz!
—Guárdalo en tu finca —respondió Joaquín, poniéndose en pie de un salto—. Y si no callas de una vez, que Dios me perdone, pero te hundiré este cu chillo en el vientre.
Eduardo miró a su hermano de hito en hito, y cedió. Al fin y al cabo Joaquín tenía el mismo temperamento exaltado que él. «¡Ese mocoso está blasfemando!», se dijo para su capote. La disputa no significaba riña y enemistad, y los dos fueron rápidos en reaccionar. Se querían bien, pero se avergonzaban de confesar tal sentimiento. Joaquín no era ningún botarate que estuviera dispuesto a despreciar su dinero; pero comprendía que su hermano necesitaba reunir todo cuanto pudiera para su viajé. Además, Joaquín no había mermado en lo más mínimo la parte que le correspondía en el Lofot, donde la pesca se había presentado buena y la ganancia era grande.
Llegado el invierno a sus postrimerías, Eduardo obtuvo el contrato de una embarcación para el del secamiento de su cargamento en las peñas de su ensenada. Era un armador nuevo, dueño no solamente del barco, sino también del cargamento. Era del fiordo de Ofot, entrado en años, formal y reposado. Quería dirigir el desecamiento personalmente. Joaquín quedó encargado del pilotaje en el fiordo del Oeste, bahía adentro.
A fines de abril, Eduardo anunció al viejo Martín y a la tripulación que pronto partiría para un largo viaje.
—¡Ya me he dado cuenta de ello! —dijo el viejo—. Lo temía. ¿Quién gobernará entonces la embarcación de ocho remos?
Eduardo se echó a reír.
—¿Gobernar la embarcación de ocho remos? Un; niño se bastaría. No tienes más que agarrarte al: timón tú mismo.
—¿Yo? —preguntó el viejo, moviendo la cabeza—. Yo no pondré la mano en el timón. Mis manos ja más tocaron ninguno. Mi sitio está en el mástil, y toda mi vida hice lo mismo. ¡Dios mío! ¿Cómo podremos volver al fiordo? ¿Te niegas a llevarnos? ¿A dónde quieres ir?
—¡Adónde quieres que vaya! A América, a donde van todos. A pesar de que sólo tienes hijas, también una de ellas se fue a América.
—Efectivamente, con su marido. Allí murió, y ahora yace en tierra extranjera.
Una vez terminada la pesca, cuando el barco debía emprender el regreso, Eduardo desapareció. Dejó los aparejos de Carol intactos, para que se los devolvieran; su propio traje de faena también apareció colgado. Marchó sin despedirse de nadie.