La travesía fue dura, sobre todo, en alta mar, debido a la escasez de tripulación; pero rápida y sin contratiempos. Carecían de instrucciones precisas del armador, mas el objetivo de los navegantes era arribar a la factoría, hacer entrega del barco y cesar en el servicio. Luego, resultó que habían pasado de largo, rebasando el fiordo de Fosenland. Estaban en pleno día luminoso y les favorecía una espléndida brisa; pero cuando se apercibieron a virar, se dieron cuenta de que se habían alejado extraordinariamente de su objeto. Teodoro no pudo sustraerse a la sospecha de que el capitán lo había querido así.
Al anochecer, arribaron a Trondhjem, y a la mañana siguiente, Eduardo telegrafió a la factoría. Knoff respondió sorprendido, felicitándole por el feliz viaje y dio órdenes concernientes al cargamento de la pesca. «De todos modos esperad carta mía», les decía.
Eduardo supo, además, que el bergantín aún no había regresado. La noticia le colmó de orgullo, consciente de que con su arrojo juvenil se había adelantado al veterano Norem. Asimismo, se enteró de que el bergantín Alegría del Sol había naufragado en el Báltico al regresar; la tripulación se había salvado en lanchas y había arribado ya al puerto de su matrícula, después de haberlo perdido todo en el siniestro.
Eduardo se apresuró a buscar inmediatamente a Augusto, Lo encontró semiborracho, tronado, envejecido y desarrapado, en una hostería. Eduardo que era patrón de barca y tenía dinero, pidió una habitación para él y su camarada, y Augusto le refirió su desgracia:
—No era esta la primera vez que naufragaba, pero antes fue gallardamente, en alta mar, no como ahora, en un estanque de patos —decía Augusto, dirigiendo una mueca despreciativa al mar Báltico.
Hablaba sin cesar, confundiendo torpemente los conceptos y desviando fácilmente el curso de sus ideas, si bien todo ello siempre en torno a su des gracia:
—¿Qué debo hacer ahora? ¿Es posible que un hombre quede destrozado así por completo? Veo que recibiste mi carta, de manera que ya conoces mi situación. No veo ahora una sola estrella en el cielo. Sin embargo, nadie había volado tan alto como yo. Dos días más, y a estas horas podría estar sentado en esta misma silla un hombre riquísimo. Como te lo cuento. Si hubiésemos naufragado en un mar decente, la cosa hubiera sido coser y cantar para mí, que he naufragado antes, por todo lo alto, salvando el oro y la plata, al paso que esta vez he salido del trance en cueros.
—¿No salvaste nada?
—¡Qué querías que salvase! Traía cinco cajas grandes, llenas de joyas y sedas. ¿Acaso podía metérmelas en el bolsillo, cuando hube de arrojarme al agua?
Augusto movía la cabeza con sumo abatimiento. Pidió de comer y consumió ávidamente todo cuanto le sirvieron, rodándolo con cerveza. A todo esto, proseguía hablando sin tasa, y decía:
—Estoy comiendo muy a gusto, aunque parezca mentira. ¿Salvar, decías? Nadie pudo salvar nada.
El capitán llegó a tierra sin gorra. Todos estamos la miseria.
—Pero, y el dinero, ¿no tuviste tiempo para metértelo en el bolsillo?
—¿Qué dinero? Ya no me quedaba dinero. Compré oro y piedras preciosas, que traía conmigo en diez cajas grandes.
—Antes, dijiste cinco.
—¿Cinco? Sí, pero aún no te había dicho que traía otras cinco. Estas cajas eran precisamente las mayores. En una de ellas guardaba, también, un fajo de billetes… que se hundió en el mar con todo lo demás.
Eduardo no daba crédito a cuanto oía; pero exteriorizaba su pesar, moviendo la cabeza tristemente.
—¿Verdad que esto es horrendo? —exclamó Augusto—. Tú imaginarás tal vez que tuve la precaución de asegurarlo todo y que a mi regreso me pondrían mil escudos en la mesa, ¿verdad? Pues si te dijera eso, hasta la silla en que estoy sentado en estos momentos estaría mintiendo.
He sido tan burro que no aseguré nada. Fui un imbécil.
Y acompañando la palabra con el gesto, lanzó un escupitajo y se desató en imprecaciones despiadadas contra su personal inutilidad, pareciendo como si volviera la espalda a sí mismo y se marchase.
—¿Y si hubiese asegurado mis cajas? Entonces, aunque se nos hubiese caído el cielo encima, al llegar aquí hubiera cobrado mi dinerito. En cambio, fie en mi estrella, al guardar género rico y valores en las cajas, para que luego Dios nos gratificase con una tempestad en alta mar.
—¿Tan duro fue el temporal?
—¡Bah! —exclamó Augusto, despreciativo—. Peores los he visto. Pero con honra, que en el mar Báltico no existe. El barómetro bajó de un golpe a seis, como una saeta de reloj. Era un aviso y corrimos a reforzar la vela; pero, ¿crees que pudimos llegar a tiempo? Aquello fue como si a uno le asaltase un asesino y quedara privado de movimiento. ¿Era un huracán? ¡Me río de los huracanes! ¡Cuando uno tropieza con un huracán en un mar de veras y los pies pisan una gabarra sólida, entonces yo me encaro con el diablo y le pregunto por qué sopla tan fuerte! ¿Pero esta vez? Al cabo de un minuto, salta ron la mesana y el trinquete, y comprendimos que estábamos perdidos. Cuando el barómetro desciende por bajo de seis, el huracán es inmediato; no da tiempo para contar hasta diez, y barre todo lo que encuentra a su paso. No se detiene a escuchar lo que tú le digas. Además, reina una oscuridad absoluta, como en plena noche. Así es imposible descubrirle ni orientarse. ¡Camarera! «Give me a trifle more of that meat»! Ella entiende el inglés. Como de mil ame res; pero es una lástima, la verdad. Por desgracia, la nave estaba podrida, no llevaba nada sólido en el vientre. Cargaba centeno y en toda ella no había ni un solo clavo con que poderse pinchar y hacer un agujero, lo que no impidió que se le abrieran grietas, anchas como este cuarto. Una verdadera porquería de gabarra, incapaz de soportar el peso del centeno; un centeno, por cierto, que no pesaba más que almohadones de pluma, si cabe la comparación. ¡Salvar! No comprendo cómo puedes hablar de salvamento. Nos hundimos como un plomo, tal como si tú sumergieses un balde en el agua. Nada, el capitán no pudo salvar ni el Diario de a bordo. Es un capitán muy inteligente, al que, según tengo entendido, le confiarán otro barco. Además, no abandonó la nave en tanto nos vio a todos con agua hasta las rodillas. «¡A las lanchas!», gritó. Y nosotros acudimos a ellas en un santiamén. Pero con semejante tempestad era imposible meterse en las lanchas, que amenazaban desprenderse del cabestrante como de un pelo de cabeza y permanecimos sobre cubierta hasta el momento de peligro supremo. Sólo entonces la abandonamos, porque tina gabarra es, al fin y al cabo, una gabarra. ¿Pero una lancha? ¡Ni pensarlo!
—De manera, que recibiste mi carta.
—¿Una carta tuya? No, Eduardo, no he recibido ninguna.
—Te escribí a Fosenland. Pero yo estaba en el Lofot y llegué ayer aquí con mi barco y mi pesca.
Augusto no escuchaba a su camarada, completa mente absorto en su desgracia:
—¡Todas las cajas hundidas! —exclamó—. Yo mismo estuve a punto de hundirme con ellas también, por negarme a refugiarme en la lancha. El capitán se había embarcado ya en un bote. Yo no me movía le mi sitio. Pero me arrastraron a viva fuerza. Gritaba como un condenado y creyeron que me había vuelto loco. Pero los locos eran ellos, que no compendian que una lancha no sirve para nada. La lancha en que me depositaron zozobró y el mar estaba infestado de tiburones. A un negro, de un mordisco lo partieron en dos. Te digo que no sabían lo que se hacían. Sí, lo partieron en dos. En una lancha, siento miedo, pero en la cubierta de un buque, no. Nadie lo quiere creer. Pero una lancha me inspira pánico. Por eso tuvieron que arrebatarme a viva fuerza. ¡Era asa de ver al negro partido en dos! Figúrate que, en el mismo momento, la mitad superior del cuerpo extendió los brazos hacia mí. ¿Pero si en aquel estanque de patos no hay tiburones, me dirás tú? ¡Con forme! Yo no he dicho tal cosa, pero no en balde he rodado por el mundo para ignorar que una barquichuela no sirve para nada. Y las olas nos hubieran rajado al fondo del mar, lo mismo que este vaso de cerveza, si en aquel mismo instante no hubiera amainado la tempestad. Así es de caprichoso el huracán. Cuando menos te lo piensas, se rinde y las tinieblas se dispersan. Al hacerse de nuevo la claridad, un buque estonio nos salvó. Naturalmente, digo que fuimos salvados, pero sólo salvamos la pelleja. Perdí mis diez cajas, y el ruso que aprendí, para poderlo hablar bien al poner la mercancía en venta, para nada me servirá ahora. Cuando me duele la cabeza, digo: U menja balitj galavaa! Para vender alguna joya, las extiendo en la mano, y pregunto: Tsjevo vam ugoá no? Y si la venta fracasa, por tratarse de algún individuo incapaz de pagar su precio, entonces, le digo con mucha finura: Prasjn pasjetitj, menja safíra! Me he ensayado aquí con la camarera, pero sólo en tiende el inglés; de manera, que no puedo hablar con ella. Por lo demás, maldita la falta que me hace. ¡Qué vergüenza! ¡En el Báltico, mar de agua azucarada, frente por frente al Kategat y sin poder arribar a Skagen! Ya te he dicho que no era la primera vez que yo naufragaba; de manera que podía dar lecciones a todo el mundo para naufragar bien. ¡Pero, esta vez! La gabarra estaba podrida y en cuanto perdió el mástil, se hundió como un plomo. Y aquí me tienes tú ahora, sentado delante de tus narices, sin otro nombre ni más fama que lo que tú mismo puedes contemplar en estos momentos. ¿Llevas todavía el anillo de oro?
—Sí, te lo devolveré —dijo Eduardo—, pues ahora te hace más falta que a mí.
—No tendrás la pretensión de despreciar el anillo —opuso Augusto, aceptándolo, sin embargo, en seguida.
—Ahora mismo vamos a salir para que te compres alguna ropa.
—Lo que yo quiero es que cierres el pico y no digas majaderías. ¿Estás forrado de billetes, acaso?
—Tal vez.
Ambos estaban emocionados, y Eduardo dijo:
—No hago ni más ni menos que lo que tú mismo hubieras hecho en mi lugar.
—¿Quién, yo? ¿Qué estás despotricando? No re cuerdo haber hecho nada por ti —protestaba el otro—. Hemos sido buenos camaradas durante bastante tiempo, y si hubiese podido salvar todas mis cajas, también habría habido una buena parte para ti, no te quepa la menor duda. ¿Qué hiciste de la sor tija de serpiente? ¿Se la diste a tu hermana? Es demasiado grande para ella. ¡Qué tonto fui, que no aparté para ellas tres o cuatro anillos con piedras legítimas y diamantes, cuando los tuve!
Salieron juntos y Eduardo le compró alguna ropa a Augusto. Después, fueron a bordo del barco.
—¡No sabes cuánto me alegro de haberme vestido con decencia antes de que me viera Teodoro! ¡Incluso aún me cree rico!
No omitió darse pisto en presencia de Teodoro, hundiendo varias veces los dedos en el bolsillo del chaleco, cual si conservara algo dentro, al tiempo que decía:
—¡Uno solo de mis diamantes bastaría para comprar el barco entero!
Augusto iba recuperando su buen humor y se había forjado ya un plan en la mollera, consistente en dar una audición de acordeón en Trondhjem, que quizás le reportara algunos escudos, mediante la exhibición previa de carteles, destinados a atraer la atención pública hacia un náufrago ruso. La gente acudiría en masa. Pero, ¿y si acudiese el cónsul de Rusia, pidiendo que le presentaran el náufrago y descubriese entonces que se las había con un noruego?
Desistió del concierto de acordeón, Luego, se le ocurrió construir una incubadora, como las que había visto en América, y comprar hasta un millar de huevos, para incubar polluelos; los criaría y vendería a los ricos de la ciudad. Lo cierto era que la cabeza de Augusto empezaba a trabajar de nuevo, y esto era lo más importante. De cuando en cuando, volvía a Atormentarle el recuerdo de las cinco o diez cajas, el número era lo de menos; pero ya no hablaba del naufragio con tanta insistencia.
Dio comienzo el desembarque de la carga del barco Hermine, y, mientras tanto, Eduardo y sus hombres distraían el ocio deambulando sin rumbo fijo. Eduardo recibió carta de Knoff con una profusa relación de mercaderías que debería cargar en el viaje de retorno, con el fin de ahorrarse el flete. Eduardo entregó la lista al almacenista aludido en ella, y volvió a estar desocupado otra vez. Terminó, al fin, la descarga, quedando con ello el barco completa mente vacío. Tras el baldeo, aguardó que le llevaran la mercancía y como tardaran, fue a reclamarla. El almacenista se excusó con vaciedades, alegando que su gente aún no había podido ocuparse de ello.
—¿Cuándo tendrán tiempo para hacerlo?
—¡Ya veremos! —respondió el comerciante.
Augusto fue en busca de la señera que aún no le había pagado la docena de cajas de puros compradas el año anterior.
—Tampoco este año puede pagarme —dijo Augusto—. No podía presentarme a ella antes de llevar esta ropa, y a pesar de que ahora hablo el ruso maravillosamente y sin atascarme ni una sala vez, no me ha dado ni un ore. No hay manera, ella pretende ser mi querida, a cambio de los cigarros, cada vez que me presento. No me parece mal del todo; pero no puedo vivir de ello. Pasé revista personal a las estanterías y me convencí de que mis cigarros ya no estaban allí. Los había vendido todos. ¡Claro, cigarros del mismísimo emperador, figúrate tú! Merecía que yo la hubiera abucheado de lo lindo, amenazándola en serio. ¿Pero qué le vas a hacer a una mujer que te echa los brazos al cuello, te cubre de besos y rompe a llorar? No lo puedo remediar, ya ves, hoy le he regalado el anillo de oro.
—Tienes razón es una gran tontería —confesó Augusto—. Tienes motivos para enfadarte. Pero ¿Qué podía hacer yo? Lo que necesito ahora es salir del atolladero. Por de pronto, voy a ver, si provisionalmente, me dan trabajo en algún matadero. Te advierto que se matar y despellejar a los animales, como el mejor. Lo aprendí en Australia.
La mercancía no llegaba, el tiempo transcurría, y Eduardo hubo de decidirse a visitar por segunda vez al almacenista. Se disculpó este de recibirle, alegando sus muchas ocupaciones; mas Eduardo pudo colegir, por las explicaciones de la dependencia, el motivo de la persistente dilación: No podían entregar la mercancía a Knoff así como así, de buenas a primeras. Se trataba de una partida muy importante de harina y de coloniales. Habían telegrafiado a Knoff en demanda de garantía y les contestó que se remitió al almacenista que le había comprado el cargamento de pesca. Esto estaba muy bien; pero el caso era que tan importante casa se negaba a arrostrar responsabilidad alguna sobre la mercancía perdida. El cargamento de pesca ya estaba pagado con creces, mediante los importantes anticipos cobrados por Knoff. Más aún, ignoraban si el cargamento del bergantín bastaría a cubrir cumplidamente los anticipos.
Tales explicaciones hicieron a Eduardo el efecto de un mazazo. ¿Estaría Knoff en situación precaria? Sería lo más asombroso que pudiera ocurrirle. Entre tanto, acaso Knoff se hubiese hecho con los fondos recurriendo a algún empréstito o lo que fuere. Le cierto fue que Eduardo recibió orden de retirar la lista e ir con ella a otro almacenista, en demanda de la mercancía. Así lo hizo. Lo recibió con una reverencia profunda y le dio a entender que el nombre de Knoff le bastaba. Inmediatamente, mandó la mercancía a bordo. Por consiguiente, la demora había obedecido a una estúpida y falsa interpretación.
Al fin, el barco estuvo pronto a zarpar; pero, ¿qué hacer de Augusto? A bordo había cama y mesa, y partido el barco, volvería a encontrarse en el mismo trance que antes.
—¡Si la India no estuviera tan lejos! —le dijo Eduardo, que aún creía en los cuentos índicos de los primeros tiempos de su amistad con Augusto.
Este respondió, olvidado ya de cosa tan vieja:
—¿En la India, dices? ¿Qué pito quieres tú que toque yo allí?
—¿Yo? Hombre, allí dispondrás de grandes me dios… ¿No es verdad?
—¡Es verdad! —recordó Augusto, al fin—. Algún día, habré de marcharme allí, para dar un vistazo a mis cajas. He perdido las llaves en el naufragio; pero ya me las compondré para abrirlas. ¡Lo menos, doce llaves! A propósito. Aquí vive un señor muy instruido que quiere escribir mis aventuras y tengo que contárselas todas. Me tropecé con él en un muelle y estuvimos hablando mucho rato. Nunca he visto a un hombre que escriba tan aprisa como él, a pesar de que he dado la vuelta al mundo entero. Ya puedo hablar tan de prisa como quiera; él lo apunta todo. Me dijo que escribiría un libro y que pondría mi re trato en él. Ayer, fuimos a ver a un impresor, a preguntarle si quería editarlo, y contestó que lo pensaría. El escritor me aseguró que ganaremos el dinero a montones. Yo me encargaré de correr el libro y venderlo en todas partes. ¡Veremos! ¿Por qué no ha de ser así, me dijo el escritor, de la misma manera que el actor Baardsen con su libro, dónde cuenta todo lo que ha robado durante su vida? ¿Qué dices tú a eso?
Eduardo nada entendía de todo ello, ya que leía y escribía muy torpemente. Los libros eran un mundo desconocido para él, por lo que hubo de limitarse a mover la cabeza. En cambio, había ganado en aplomo y no dejó de vislumbrar cierto peligro. Por tal motivo, aconsejó a su camarada que fuera cauto en sus relatos y no hablara demasiado, si no quería correr el riesgo de dar con sus huesos en la Cárcel de por vida:
Augusto hizo un gesto despreciativo:
—¿Cómo se entiende? Nunca se le ocurriría semejante cosa. Él no era ningún Bodöque.
La idea del libro proyectado, con su colaboración personal, le halagaba extraordinariamente, sobre todo, al pensar que su retrato presidiría la edición y sería la admiración de todo el mundo. Así, sabrían en el fiordo y en todas partes quién era él, y no sería escaso el arrepentimiento que se apoderaría de las mozas que se habían atrevido a tomarle por un loco. En una palabra, no era moco de pavo la fama que estaba a punto de alcanzar.
Empero, al atardecer del mismo día, Augusto había rectificado ya su propósito, decidiendo desistir del proyecto. El escritor le arrancaría fácilmente cualquier detalle peligroso de su vida. Una vez revelado, quedaría escrito en el papel. Añadamos a esto el retrato inserto en el libro y la policía del mundo entero fijaría la atención en su persona. ¡De ninguna manera! Él no era de piedra berroqueña.
Augusto volvió a sus meditaciones, moldeando en su mollera imágenes y planes en profusión, conducentes a la obtención de ganancias positivas, si bien terminaba siempre por volver a su vida marinera. A él no se le arrugaba el ombligo; no fuera Eduardo a imaginarse tal cosa. Un hombre de su temple encontraba enganche a bordo en cualquier parte. Pero tendría que ser para navegar por mares de altura; de ninguna manera en el Báltico. Se guardaría muy bien de ello. ¿Podría Eduardo prestarle algunos escudos? Iría a Bergen y buscaría enganche.
Eduardo le dio los escudos. Pero, ¿por qué no trataba de alistarse en Trondhjem?
Augusto le contestó que ya lo pensaría. Como primera providencia iría al campo, y solicitaría una plaza de gañán en alguna granja. Esta resolución era definitiva.
Grandes novedades en la factoría de Knoff. El barco de Eduardo ancló en un muelle de piedra inmenso. Allí había grúas, máquinas y rieles de ferrocarril, que penetraban en los dos almacenes de la dársena. Un hormiguero de hombres y caballerías, se taba en el emplazamiento de las obras y una potente grúa giratoria alzó una docena de sacos de harina del barco; los descargadores reían al ver la rapidez de la operación.
Knoff subió al barco, saludó con un movimiento de cabeza a Eduardo y se mostró amable; pero según su costumbre, aparentaba estar muy atareado y no cesaba de prodigar órdenes a su gente.
—¡Amarra el cable! ¡Echa a rodar todos los barriles! Tiene que salir mucho cargamento del barco ahora mismo.
Y volviéndose a Eduardo, le preguntó:
—¿Te has cruzado esta noche con el bergantín? ¿No? Entonces, no ha pasado de largo. ¿Tampoco sabes dónde podrá estar? Seguramente, en el secadero.
—No tendría nada de particular —repuso Eduardo—. En el Norte quedaron todos los pesqueros, anclados en los secaderos, el día de nuestra partida.
Reventaba de orgullo al adivinar, por el tono de la voz del amo, que el veterano Norem había hecho mal en consentir que le llevase la delantera un joven principiante.
—En Trondhjem, no te han faltado algunas dificultades —dijo Knoff—. Pero ya le he dicho cuatro verdades a aquel almacenista. Supongo que el otro no te salió con reticencias, ¿eh?
—¡Todo lo contrario! —respondió Eduardo, echándose a reír—. Al hablarme, se inclinaba como la hoja de un cortaplumas.
Eduardo no tardó en comprender la improcedencia de su chiste, pues el amo frunció el entrecejo, y preguntó:
—¿Cuántos bultos has traído?
—Treinta y cinco. Además, doscientos sacos de harina.
—¿Cuántos hombres vienen contigo?
—Dos hombres. Son del Norte:
—Págales y que regresen a sus casas. Pero si prefieren quedarse y pasear la mirada por un poblado grande, pueden hacerlo. En cuanto hayas terminado la descarga, puedes tomarte asueto por hoy. Mañana me traerás la liquidación y la caja.
Knoff se alejó.
Puro empaque y presunción en el amo. Eduardo acababa de regresar de una expedición prolongada En tal día, no hubiera accedido a efectuar el menor trabajo, aunque se lo hubieran ordenado. Quería de dejarse ver de los conocidos y disfrutar un poco de la admiración y respeto a que creía tener derecho por su calidad de capitán. ¿Y la caja? ¿Acaso aguardaba el amo que él le hiciera entrega de caja alguna? Sobraban algunos chelines, esto era todo; pero una caja, ¡vamos, hombre!
Liquidó con Teodoro y Ezra. Ambos quisieron permanecer hasta la mañana siguiente y dormir a bordo. Eduardo se ocupó en la descarga, conversó con algunos conocidos y contempló el trajín de los albañiles y demás operarios ocupados en la construcción del muelle. Ahora, sólo faltaba terminar un ala. Los albañiles levantaban los bloques de piedra, cantando, como si estuvieran izando el trapo a bordo. El espectáculo estaba impregnado de alegre juventud, pictórica de vida. A pesar de ello, no escapó a la perspicacia de Eduardo cierto desánimo manifiesto entre el personal permanente de Knoff, que, a duras penas, ocultaba su abatimiento. El guardalmacén dirigió una mirada discreta en torno suyo, y le dijo:
—¡Han cambiado mucho las cosas por estos andurriales desde que te fuiste! —Y movió su canosa cabeza significativamente.
El joven navegante le contestó:
—¡Todo se arreglará!
A esto, replicó el guardalmacén:
—Para la gente moza, como vosotros, podéis iros a América, nada tiene importancia. Pero yo soy viejo para tales andanzas.
Eduardo subió a casa del tonelero y entabló conversación con él.
Poco o nada tenía el tonelero que hacer, por lo que se entretenía laborando las escasas pulgadas de tierra que poseía.
—¡Sí, esto ha cambiado mucho! —afirmó también el tonelero—. ¡Dios sabe si habrá remedio! ¿No quieres entrar?
—¿No interrumpo tu trabajo? El tonelero sonrió a la observación que hizo Eduardo.
—No, hijo. Me estoy entreteniendo en mi huertecito. No me aguarda otra ocupadora. La tonelería está parada.
—¿Parada dices?
—Todo está parado aquí. El astillero, también, y todos hablan de irse a América. La panadería no tardará en holgar también.
—¡No es posible! —observó Eduardo—. Precisa mente, he traído doscientos sacos de harina.
—Bueno, entonces, habrá para amasar durante algún tiempo más. Pero, el día menos pensado, cesará la labor. No se trata de harina solamente, sino de dinero para pagar los jornales. El preceptor de la familia se fue ya.
Eduardo comprendió en el acto el trance en que se debatía Knoff, cuya actitud en el muelle había sido puro fingimiento.
—Ahora, tiene un muelle —dijo el tonelero—. ¿Para qué le servirá? Un soberbio muelle de piedra, con maquinaria y mecanismo capaz de cargar y descargar los buques en un abrir y cerrar de ojos. Pero los vapores no vienen. ¿Cuánto imaginaba Eduardo que costaba el muelle? ¡Asombroso! Echa la cuenta, des de que empezaron las obras hasta ahora, y calcula las sumas de dinero contante y sonante pagadas todos los sábados. La industria de Knoff estaba entre lazada, de manera que una rama servía de apoyo a las demás, cuando llegaba el caso. Pero el negocio de Knoff no podía soportar un derroche tan enorme durante todo el verano, como se había previsto. —Entonces, ¿de dónde saca el dinero?
—¡Qué sé yo! Algún préstamo o cualquier hipo teca. Triste cosa. Yo no puedo quitarme de la cabeza una pregunta: ¿A santo de qué se le ocurrió construir un muelle? Por pura presunción y manía de grandezas pretendió atraer hacia aquí a los vapores de la línea. Pero, a pesar del muelle, no vienen.
—¿No se lo conceden?
—No, porque ahora también han construido un muelle en el embarcadero.
—¡Caramba!
—Apenas empegaron aquí las obras, también allá se pusieron en movimiento. Para ellos es cosa de poca monta, pues tienen dinero ahorrado y pueden pagar se cualquier lujo. Además, han construido con madera, con troncos, y les ha salido más barato. Para asegurar el bastión, han comprado rieles viejos del tren de Storen, pagándolos al precio de hierro nada más. Son gente lista y previsora que no se soliviantan fácilmente. Hace tiempo que han terminado la construcción de su muelle que es ocho veces menor que el nuestro. Pero les basta, y los vapores atracan en él.
—¿Cómo te explicas tú —preguntó Eduardo— que no se decidan a trasladar la escala? ¿No estaría mejor aquí, precisamente?
—No podrá ser mientras el director de la Compañía esté al frente. Además, no pueden ver a Knoff ni en pintura. No lo pueden soportar, porque se pone demasiados moños y se ríe de ellos. Claro está que ningún lugar como este para la escala de los vapores. Todo el mundo está convencido de ello. Hay una región floreciente, y varios municipios bien poblados en tres direcciones distintas. Pero hablar del asunto es perder el tiempo mientras el director de la sociedad sea quien es… porque has de saber que media una ofensa. Hace ya mucho tiempo que el amo se burló de él ante una asamblea muy importante.
El tonelero terminó declarando que también él pensaba ausentarse de la factoría muy pronto. No había permanecido aquí por puro gusto durante tan tos años, erigiendo su vivienda en medio de su pedacito de tierra.
—A propósito: de Doppen, han venido varias veces a preguntar por ti.
—¿Estaba otra vez borracho aquel sinvergüenza?
—Vino su mujer. Piensan emigrar a América, según tengo entendido. Fueron a ver a Knoff en de manda de dinero para el viaje, ofreciéndole su pequeña casita en garantía, Pero Knoff tiene bastante con sus propios quebraderos de cabeza.
—¿Qué quería de mí?
—Lo ignoro.
Profundamente preocupado, Eduardo se alejó de a del tonelero. Sería cosa de saber si Knoff podría liquidar con él y pagarle sus haberes. ¡Pensar que Knoff se debatiese con tantas dificultades y que muelle fuese su ruina! Había sido Eduardo quien sugiriera la inspiración del muelle; él no había contado con su reconocimiento; pero, en cambio, había abrigado la esperanza de poderse vanagloriar de la honra personal que en ello le correspondía. Ahora, no se atrevería a hablar del asunto a nadie, pues los ánimos prevenidos ya contra él de antemano hubieran dado rienda suelta a la hostilidad.
Le sería muy poco grato verse en la necesidad de ausentarse de allí.
Se encontró con el ama de llaves, la señorita Sjíllingsen, casi novia suya, joven pizpireta de ojos azules. Era la única persona de genio vivo y activo en la factoría que acogió su presencia con palabra jovial y admirativa, al considerar la empresa que él había llevado a cabo, y la ensalzó con cálidas frases. El amo le había alabado por ello en la mesa la semana anterior. Todo esto lo oyó Eduardo no sin íntima satisfacción, y cuando, un instante después, entró en la panadería, gritó a su antiguo compañero de cuarto:
—¡Eso es, así, así! ¡Por algo he traído doscientos sacos de harina!
—¡Hum! —exclamó el panadero—. Todavía aguan taremos un poco.
También el panadero exteriorizaba su malhumor. Le habían rebajado el jornal y preveía el paro definitivo, razón que le había inducido a marchar en seguida a Trondhjem para ver de salir del atolladero, pues no estaba dispuesto a permanecer a bordo de un cascajo que hacía aguas por todas partes.
El pesimismo era general. Incluso los niños que se le acercaban exteriorizaban abatimiento. Romeo, también, a pesar de carecer ahora de profesor que le obligase a estudiar. Eduardo decidió ir a la tienda.
—Has traído mercancía, ¿verdad? —le pregunta ron allí.
Era como una inyección de valor que los mancebos se aplicaban a sí mismos, después de la rebaja a que habían sido sometidos sus salarios. «¡Qué gusto nos dará llenar de género cajones y estanterías!», decían.
Pero el primer dependiente, Lorensen, que veía más lejos, movía la cabeza, escéptico. También él pensaba en América. ¿Qué otra cosa podría hacer? Eduardo le aconsejó establecerse en cualquier caserío de la comarca y abrir un pequeño comercio por cuenta propia, idea esta que el otro no quiso tomar en consideración. Carecía de numerario. Para eso precisaba dinero contante y sonante.
Era como si, acostumbrados todos a los tiempos de las vacas gordas, fueran incapaces ahora de amoldarse a circunstancias menos fructíferas. El descontento no conocía límites. ¡El diablo acertaría a vivir con el sueldo reducido! Sólo les quedaba el recurso de emigrar a América. Todo se había trastocado in concebiblemente para aquella gente, antes bien retribuida, que no se resignaba a aceptar mengua en sus ganancias. Se habían acabado los buenos tiempos. No estaban dispuestos a consentir que la construcción de un muelle les redujera a la categoría de pobres diablos. Lorensen lo declaraba sin ambages ni rodeos:
—Nos iremos de aquí, donde ya no vale la pena perder el tiempo. Tú también vendrás con nosotros a América —dijo a Eduardo.
—De ninguna manera.
—¿Qué pretendes hacer aquí? —le preguntó el primer mancebo—. ¿Piensas ir acaso otro invierno al Lofot, en el barco? Tal vez te sea posible si de aquí a entonces no venden el barco con todo lo demás… ¡Pero no digas nada a nadie!
No tendría nada de particular que Lorensen estuviera en lo cierto. Por algo estaba al corriente del negocio y tenía elementos de juicio; pero no conocía a Eduardo. ¿A América? No pensaba en tal cosa ni quería pensar en ello.
A la mañana siguiente, se despidió de su tripulación. Se sentía muy cohibido, y al extender su mano pequeña y dura, le impidió decir adiós.
—¡Hum! ¡Este indecente zapato me hace daño! —exclamó, doblando el cuerpo. Pero acababa de recibir un buen salario y llevaba dinero en el bolsillo. Esto no dejaba de ser un consuelo para él—. Os deseo buen viaje —les dijo Eduardo—. Tal vez no tarde mucho tiempo en reunirme con vosotros.
Eduardo se dirigió al escritorio con su estado de cuentas y su cajita, muy pequeña. ¿Acaso podía ser mayor? Había pagado la pesca en el Lofot, los jornales en el secadero de su fiordo, amén de las provisiones, los tripulantes y el flete extraordinario del remolque, sin olvidar algunos aparejos indispensables adquiridos en Trondhjem. Además, había que aducir determinados cargos de índole particular, desde luego filtrados en el libro, que no dejaban de gravar el importe total de la cuenta. ¿Cómo iba a ser mayor la caja?
El rostro de Knoff se contrajo apenas en un gesto de impaciencia cuando Eduardo dio con los nudillos en la puerta. Knoff tenía la expresión habitual en él. Siempre le apremiaba el tiempo y nunca podía perderlo en asuntos de poca monta. También pudiera ser que hubiera previsto una liquidación poco grata y liviandad en la caja.
—¿Desea tal vez que vuelva más tarde? —preguntó Eduardo.
—No, pero la liquidación la repasará luego mi contable. Bastará con que me entregues la caja. ¿Esto me traes? —exclamó viendo los escasos billetes que se extendían sobre las menguadas monedas de plata.
—Esto. Es lo que sobra.
—¿De todo el dinero? ¿Del que te entregó Norem para comprar la pesca, como de los miles que te mandé después al secadero?
Eduardo había aprendido a moverse con desembarazo. Se lo habían enseñado Augusto, el viejo Papa, el patrón Norem, todo el mundo, y dijo ofendido:
—Esto es todo lo que resta. En el libro están los justificantes.
Knoff guardó silencio un instante, hojeó el libro, por delante y por detrás; por arriba, primero; luego, por abajo; detuvo la mirada en los último asientos, y preguntó:
—¿Quedamos en que han sido abonados todos los salarios uno por uno?
—Uno a uno, excepto el mío.
—¡Cómo! ¿No retiraste tus jornales?
—Mal podría cobrarlos, sin saber lo que me abonaría.
—¿Lo que yo te daría? Claramente lo convinimos en un principio: el salario de tripulante usual, ya te lo dije.
—Eso fue antes de darme la plaza de patrón.
—¿Patrón? —exclamó Knoff, moviendo la cabeza con gesto compasivo.
Esto pareció intimidar a Eduardo, lo que no le impidió advertir:
—Pero he arrostrado toda la responsabilidad.
—En efecto —respondió Knoff con indulgencia—, llamémosle así. Pero, en realidad, la responsabilidad ha sido mía.
—La cosa no ha podido ir mejor —murmuro Eduardo.
Knoff guardó silencio.
Eduardo inquirió bruscamente:
—¿Cuánto da a Norem?
—¿A Norem, el patrón del bergantín? ¿Te atreves a preguntarlo? Es un caso distinto. Ha ascendido a mis órdenes y mejorado el salario poco a poco.
—¡Ah, vamos! —respondió Eduardo, asintiendo con la cabeza y sin poder contener una contracción de la boca.
—Ni una palabra más. Quedamos en lo convenido: salario corriente de tripulante. Por consiguiente, te corresponden seis mesadas y el mes en curso. Hay que tener en cuenta, además, el aparejo de pesca.
—No era ningún aparejo, sino una red de aren que vieja. ¿Qué pide por ella?
—Encargaré a mi contable que busque cuánto pagué por ella. Después, te comunicaré el precio. ¿Una red vieja, dices? ¿Acaso no era una red con la que en el Norte cobraron una pesca asombrosa, si no mintieron los periódicos?
—Aunque así fuere —replicó Eduardo—. Para mí no era una red que valiera la pena. Tanto es así que la regalé.
Knoff volvió a hojear el libro:
—Veo que no has pintado el yate.
—No tuve tiempo para ello.
—En cambio, observo en el libro que has pagado salario a dos hombres durante todo el verano. ¿Qué hicieron esos dos hombres, que carecieron de tiempo para pintar el yate?
Eduardo enmudeció un instante. En efecto, aquel era uno de los puntos flacos de la liquidación. Bien lo había comprendido él de antemano. Había pasado verano ejemplarmente solo, sin ninguno de los dos hombres, hasta el último momento, en que tomó a Ezra a bordo, para que le cocinase. Sin embargo, había cargado el salario de dos hombres. Eduardo había meditado este paso muchas veces: ¿Tanta importancia tenía la cosa? ¡Peores las había hecho! ¿Por ventura no había pasado todo el verano en el yate, alimentándose de comida fría y café, para ahorrarse el jornal de un cocinero? Por lo que hacía al otro hombre, era cosa sabida que en todos los barcos del Norte había a bordo un hombre al lado del patrón. Si Eduardo se las había compuesto solo, era suyo el mérito. Lo desagradable era que había omitido raspar y volver a pintar el yate, una fruslería sin importancia. ¿En cambio, no era cierto que el Hermine había adelantado su viaje al Sur, con tres semanas de ventaja sobre los demás barcos pesqueros, obteniendo con ello la consiguiente economía?
—No puede ser más claro —manifestó Eduardo—. No pude prescindir de un hombre a bordo…
A no ser que quisiera que yo viviera sin alimentar me decentemente… Cocinaba, limpiaba y, de cuando en cuando, estaba de guardia, como es costumbre a bordo. Para el otro hombre no me faltaba trabajo urgente en una punta del secadero, cuando yo es taba en la opuesta. Hemos trabajado como condenados, sin apenas encontrar ayuda en los hombres allá en el Norte, forzados a confiar en mujeres y chiquillos para el trabajo en las peñas, de manera que casi todo teníamos que hacerlo nosotros mismos. Un día la marea subió inesperadamente hasta las mismas peñas y amenazaba arrebatarnos toda la pesca. ¿Quería que yo estuviera solo, atento a todo? No me atreví a descuidar la vigilancia.
Knoff, sentado en su sitio, no descosía los labios. Eduardo, dueño de la palabra, prosiguió:
—Si quiere reclamar, por no haber raspado ni pintado el yate, por mí, puede descontar media mesada, si le parece. Y si cree que yo me pasé todo el verano tumbado a la bartola, puede deducirme lo que tenga por conveniente.
En el mismo momento llegó un telegrama: Lo abrió Knoff y se levantó de un brinco de su asiento. La noticia era grave. Comunicaba el naufragio del bergantín.
Eduardo tuvo ocasión de pensar más tarde que no hay mal que por bien no venga. ¿Qué descubrió en el rostro del amo, en el momento supremo de leer el telegrama que anunciaba el naufragio? Los labios del amo profirieron dos exclamaciones:
—¡Una desgracia! ¡Nave y cargamento en el fondo del mar!
De golpe y porrazo, la ruina. Pero su rostro no revelaba pesadumbre; al contrario.
Contraviniendo sus hábitos, Knoff lio conversación con Eduardo:
—¿Cómo te explicas que el bergantín haya podido hundirse tan fácilmente? —le preguntó—. Ahora, sirve de pasto a los peces. ¡Norem empieza a hacerse viejo, tanto que no me extrañaría que tú le llamases bragazas, ja, ja, ja! Desde luego, es un hombre muy formal, pero un perfecto melón, ¿ver dad? ¡Pensar que yo había proyectado enviar el bergantín al Báltico el próximo año para acabar con las chinchorrerías de los almacenistas de Trondhjem! ¡Vamos, hay que reírse! Ahora, resulta que se ha hundido. ¿Dónde? A poca distancia del Norte del faro Villa, según reza el telegrama. ¡Menos mal que la tripulación se ha salvado! Mejor así. El viejo Norem no tendrá ninguna pérdida humana en la conciencia. A propósito, búscate un hombre y adecenta inmediatamente el barco. No quiero que lo vean en tan triste estado junto al muelle nuevo, de ninguna manera lo consiento.
Si, al menos, el amo hubiera puesto punto final aquí, todo hubiese ido bien; pero el caso fue que terminó por acentuar su locuacidad. ¿Qué significaba aquello? ¿Tan poca mella hacía en él la pérdida del buque, que pasaba de un tema a otro sin la menor dificultad?
—¿Estuviste ayer en la escala, al pasar? —preguntó a Eduardo—. Entonces, ¿ignoras que también allí han construido un muelle? No dejes de ir a verlo.
—Así lo haré.
—Un muelle de madera —dijo Knoff—. Lo han ajustado con clavos, según tengo entendido. Que les aproveche.
El tonelero y otros fueron de opinión que el naufragio reportaría pingüe ganancia al amo. Dependería de la suma asegurada por el bergantín y el cargamento. Como conocían bien al amo, estaban seguros de que habría cubierto el seguro al menos por el doble del valor real, tal vez sin segunda intención; pero, con toda seguridad, por el prurito de aparentar y no ofrecer la impresión del pobre armador de un triste barco con flaca carga a bordo. Las ínfulas características en él le favorecían esta vez. No sus pendió ningún trabajo, no profirió ninguna lamentación y los sábados pagaba a su gente religiosamente.
Cosa extraordinaria… Knoff parecía haber recobrado fuerzas. El espectáculo del granero, abarrotado de harina, y la tienda desbordante de mercancía, ejerció saludable efecto en su propia factoría como en la comarca entera. La gente parecía revivir y la esperanza volvía a asomar a los ojos. Eduardo no paró mientes en la transformación que se operaba, tan ocupado se hallaba en la limpieza del barco, tanto que incluso pernoctaba a bordo.
Un sábado Por la tarde, su ayudante, un arrapiezo, le advirtió que en el comedor del servicio volvería a haber baile aquella noche. Si Eduardo quería ir a tierra, vería a Haakon, que había venido para tocar en el baile.
Eduardo no se atrevió a preguntar por lo que Precisamente le interesaba a él. Al contrario, se mantuvo prudentemente retraído, conforme le aconsejaba la experiencia, y decidió no mezclarse con las bailadoras. De ninguna manera quería dar pretexto a una nueva riña. Escuchó al arrapiezo con prudencia pues la gente sospechaba de él y de la mujer de Doppen; pero nada impedía que hablara libremente de Haakon:
—¿De manera que ha venido Haakon Doppen? ¡Habrá vuelto para llenar de compras la mochila! Estará ya borracho a estas horas, ¿verdad?
—No —respondió el muchacho—. Ahora, no tiene con qué beber.
Eduardo se informó de Luisa Margarita con alusiones indirectas, procurando no nombrarla.
—¿Ha venido Haakon solo o con alguno de sus pequeños?
—No lo sé.
—Quiero decir si está con la mona pelirroja del año pasado. Severina se llama, ¿no?
—¡Quita allá! Está con su mujer —respondió el rapaz, mirándole de hito en hito.
Eduardo permaneció a bordo. Ya era hora de no reincidir en nuevos yerros. En otro tiempo, hubiera sacrificado la vida por ella; ahora, se decía a sí mismo que debía obrar como un hombre… ¿Entendido? ¡Qué locura la suya en aquel entonces! Su cabeza había sido un hervidero de disparates, sin paz ni ventura, cuando se debatía entre la bahía y Fosenland. Ahora, ya no le interesaba más que cualquier matorral de su terruño. Luisa Margarita terna dos niños. ¿Qué hubiera hecho él con ellos? Además, era casada.
Transcurrieron las horas sin que pudiera conciliar el sueño. Para no estar tan solo encendió una lámpara. Después se paseó sobre cubierta, sin temor a que le viesen desde tierra. La noche discurría con desesperante lentitud. De cuando en cuando, sentía tentaciones de asomarse al baile; pero las dominó al fin y descendió al camarote por si podía conciliar el sueño.
De repente, sintió unos pasos sobre cubierta. A pesar de su sorpresa, había estado esperándola, pues no dudaba de que era ella.
Luisa Margarita compareció en su camarote sin mostrar la menor agitación. Le tendió sencillamente la mano, excusándose de su venida. Después, extrajo un papel del pecho, y continuó hablando, sin entregárselo. Ensalzó los merecimientos de Eduardo, el patrón más joven del país, y lo inspeccionó todo, declarando que el camarote era muy bonito.
—¿Te gustaría vivir aquí?
—Sí —respondió ella.
Su aspecto era apacible y su hablar sosegado. Ya había transcurrido un año desde que él se ausentó de su casa. Se le aparecía más dulce ahora que entonces, más delicada y temblorosa la boca. ¿Qué podía decir él? Preguntó por los niños, la abrazó, la besó. Era una delicia besarla. Lo mismo que en otro tiempo, ella le correspondió con sincera espontaneidad.
—¡Luisa Margarita! —murmuraron los labios del mozo.
Ella tenía que hacerle una petición que confiaba no fuera desairada. Desde el primer momento, había adivinado él los deseos de la mujer; pero había estado soñando locamente con otra cosa: quería huir de Doppen y permanecer a su lado, vivir y morir junto a él. Ensoñadora locura… Venía a pedirle que la ayudara a ella y a su familia a irse a América, Luisa Margarita expuso la situación. Sería una obra de caridad. Ya se habían dirigido a Knoff y a todo el mundo en demanda de auxilio, pero nadie en la tierra era tan bueno para ella como Eduardo. Recibiría garantías:
—¡Mira este papel!
Se hallaban en trance angustioso. Haakon había aprendido, a su regreso, el oficio de hojalatero y hacía maravillas: coladores, baldes de hojalata y cucharones; pero tenían que guardarlo todo, colgado de la pared de su casa, pues nadie acudía a comprarlos en Doppen, que estaba muy lejos de poblado. La situación era insostenible. Y nadie había sido nunca tan bueno para ella como Eduardo.
Habló sin interrumpirse, temerosa de recibir una contestación adversa. Ahora, él decidiría. Sintió que la cogían de la mano.
Es posible que Eduardo experimentara cierto orgullo al considerar que era tenido por hombre rico y poderoso; pero movió la cabeza oyendo el relato.
—¿No puedes?
—No.
Luisa Margarita se sintió apenada.
—¿Por qué no hacéis como antes, cuando tú tejías y él…? ¡Bueno, él no hizo nunca nada!
—El mal está —repuso ella— en que todo el mundo conoce su asunto. No tropieza con nadie que no esté enterado. Sin embargo, lo cierto es que el mal paso lo dio por mí. Pero nadie se acuerda ya. Él cree que las cosas nos irían mejor en un lugar extraño, Entonces, mejoraría nuestra suerte, pues no le falta inteligencia.
—En Doppen dejé una palanca. ¿La utilizó para arrancar las piedras que quedaban en el prado?
La mujer permaneció callada.
—¿Utilizó la palanca, pregunto?
—No, porque ha aprendido otra cosa, y cuando llegue a otro país…
—¡Deja que se vaya solo!
A despecho de su angustiosa situación Luisa Mar garita no dejaba de asociar sus ideas. La sugestión de Eduardo era irrealizable.
—Haakon quiere tenernos a su lado, a mí y a los niños, pues estamos casados y debemos compartir el destino. Y lejos de nosotros, nunca haría nada de provecho —contestó ella con humildad.
—Efectivamente, sin ti también será difícil para otros. Pero esto no te altera la calma, por lo que veo.
—¡Sí, sí, sí! —exclamó ella apretándolo contra su seno—. Sufro por ti y no sé qué hacer.
—Muy sencillo: déjale que se vaya solo, y qué date.
—¿Cuál sería entonces nuestra situación? —murmuraron sus labios, a tiempo que movía la cabeza—. ¿Cómo podríamos ocultarnos? ¡Ni pensarlo!
—Lo que quieres es que yo te ayude a alejarte de mí, ¿verdad?
—No sé lo que quiero —dijo ella con voz apagada, presa de intensa desesperación.
Le desabrochó un botón del corpiño, sin que ella opusiera; pero, como intentase desabrocharle otro, besó muy cariñosamente y dio un paso atrás.
—¿Tienes prisa? —preguntó él.
—No. Él sabe dónde estoy.
—¿Sabe que estás conmigo?
—Sí; él mismo me suplicó que viniera a verte. ¡Oh, no es tan malo como imaginas!!
—Pienso que todavía es peor —replicó Eduardo, convencido.
—No lo creas. Está abatido. No hallamos ayuda en ninguna parte, a pesar de que ofrecemos todo lo que poseemos. Aquí está escrito; léelo si quieres. Me dijo que acudiera a ti. Pero él no pensó en… en otra cosa.
—Es diferente lo que él pueda que…
—Sé bueno, Eduardo. No me niegues lo que pido.
De repente, arriba se oyeron unas pisadas. Luisa Margarita las oía aterrada.
—Tú no sientes el menor cariño por mí —dijo Eduardo sin hacer caso de nada.
—¡Oh, sí, te amo…! Pero, calla. Alguien anda sobre cubierta.
—Lo que tú quieres es irte con él. No pretendes otra cosa.
—¡Qué menos puedo hacer! No debo abandonar a mis tres hijos.
—¿Ya tienes tres?
—Sí —respondió bajando los ojos—. Pero el último no es suyo.
Los pasos sonaban cada vez mas fuertes y más próximos. Pero las palabras que acababa de pronunciar Luisa Margarita abstrajeron a Eduardo de cuanto le rodeaba. Y preguntó enarcando las cejas:
—¿Cómo sabes tú que el último no es suyo? Ella, conteniendo a penas una sonrisa, dijo:
—¡Lo sé, lo sé muy bien!
Esta declaración sumió a Eduardo en un mar de perplejidades. Un rayo de cólera relampagueó en su rostro al oír el inoportuno tamborilear de unos de dos contra la claraboya. Enfurecido, gritó brusca mente:
—¡Vete de ahí!
—¿Quién es? —preguntó Luisa Margarita en voz baja.
—Poco me importa. ¡Que se vaya!
—¿Es una mujer que viene a verte?
—Lo ignoro. Quizá sea la señorita Ellingsen.
—¿De veras, la señorita Ellingsen?
—Subo a ver. Estate quieta. Así no te verá.
Subió a cubierta y se encontró frente a Haakon Doppen.
Haakon le saludó con torpes palabras, y le dijo:
—Sólo quería,… ¿Está ella aquí? ¡Perdóname lo del año pasado, perdónalo! He aquí mi mano.
Eduardo se quedó estupefacto ante la brusca metamorfosis del hombre que permanecía en su presencia, humilde, abatido e implorante. A larga distancia, exhalaba fuerte olor a aguardiente.
—¿Qué quieres? —preguntó Eduardo.
—¿Qué quiero? ¿Está todavía aquí? Quiero ayudarle a pedir tu auxilio. Pero, ¡por Dios! ¡No le digas que he venido! No he querido que implorara sola tu ayuda. Al contrario; quiero hacerle más leve el esfuerzo, por esto he venido. Estoy allá, en el comedor del servicio, y tocaré hasta que vuelva. Nuestra situación no puede ser más angustiosa. Ayúdanos a irnos y te daremos a cambio todo Doppen tal como está. ¿Has leído el papel? No te arrepentirás. Ella te lo traerá mañana firmado. Por Dios, no le digas que he venido. Di que era otra persona. ¡Perdona lo del año pasado y acepta mi mano!
Volvió rápido a tierra y se hundió en la oscuridad del muelle.
«Ese borracho indecente quería ver si yo estaba desvestido», pensó Eduardo. Y volvió a descender al camarote.
—¿Tres niños, decías? —preguntó Eduardo—. ¿De manera, que has tenido un tercer hijo?
—Sí —respondió ella.
—¿Cuándo?
Ella citó día y mes, sin reserva alguna ni reticencia.
En cambio, su pensamiento volaba hacia la persona que había estado sobre cubierta, y preguntó:
—¿La pudiste echar, al fin?
—Pude echarla a… ella, efectivamente.
—Me ha causado tanto miedo —murmuró Luisa Margarita—, que estuve a punto de esconderme en tu litera. ¿De manera que ella viene a verte aquí?
—Has dicho bien. Métete en mi litera.
Ella afectó no oírlo y se interesó repetidas veces por la señorita Ellingsen. ¿Solía acudir de noche? ¿Iba a menudo? Sus palabras no delataban amargura; pero inclinó su cabeza y se sumió en honda meditación. Eduardo repuso a sus preguntas, que la señorita Ellingsen había venido por primera vez para transmitirle un encargo.
—Sé buena, Luisa Margarita, y desnúdate. ¡Mira qué almohadas tan lindas y blancas!
Ella no se movió de su asiento, ni acertó a des prenderse de su actitud meditabunda; ni siquiera le seguía a él con la mirada.
—Tú no deseas otra cosa —le imprecó impaciente— que irte de mi lado.
—¿Yo? —exclamó ella—. Nada anhelo tanto como permanecer contigo siempre. ¡Dios mío! ¡No lo comprendes!
Eduardo se atormentaba a sí mismo, y cuando al fin cedió, prometiéndole ayuda, el timbre de su propia voz le sonaba de una manera extraña en sus oídos. Había reflexionado. Sería su propia ruina; pero poco le importaba. Su destino era el de un náufrago. La ayudaría, le daría su dinero, todo cuanto poseía. ¿Estaba contenta?
—¡Ah! —gimió ella.
Y se arrojó en sus brazos. Él sentía la cálida presión de sus senos, mientras Luisa Margarita lo cubría de besos con mayor pasión que antes. Prorrumpió en palabras de agradecimiento, acariciándolo con transportes amorosos:
—¡Mi chiquito! ¡Amado mío! ¡Dios te bendiga!
En aquel momento de pasión quiso él coronar su felicidad intentando de nuevo desabrocharle el vestido, pero ella no se prestaba, y rompió a llorar. Sorprendido y ofendido, Eduardo la rechazó, diciendo:
—¡Bien, como tú quieras!
—Si, si quiero —exclamó ella—, con tal que nos ayudes a irnos.
—He dicho que te ayudaré. ¡Toma todo mi dinero! —Arrancó la cartera de su bolsillo y arrojó un fajo de billetes que cayó sobre la mesa como una piedra—: ¡Cuéntalos tú misma!
—No… ¿Cuántos hay?
—Te digo que los cuentes.
—No, Eduardo, que Dios te lo premie. ¿Cuántos hay?
Él declaró la cantidad.
—¡Dios bendito! —exclamó ella—. Te lo agradeceré y lo recordaré toda mi vida —le dijo, repitiendo sus cariñosas expresiones—. Esto es más de lo que esperábamos recibir por nuestra casa de Doppen. ¿Puedes privarte de tanto dinero? ¡Debes conservar algo para ti!
—¡Coge el dinero, te he dicho! —le ordenó con dureza.
Aguardó mucho rato, sin obtener nada. Ella le entregó el papel, para que lo leyese, pero él lo arrojó sobre la mesa. Luisa Margarita le prometió volver a la mañana siguiente con el documento definitivo.
—Me tiene sin cuidado —le dijo él, aguardando.
Ella lo comprendió. Volvió a llorar y empezó a quitarse el vestido.
—¿Por qué lloras? ¡Antes no llorabas!
—No, no lloro. Mira, me estoy desabrochando.
No cesaba de llorar. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero ella aparentaba apresurarse de buen grado.
Profundamente ofendido, Eduardo se levantó bruscamente, la vistió con gesto violento, la cogió del brazo, levantándola casi en lo alto, y le dijo:
—¡Toma este dinero y vete! ¡No quiero nada!
Ella intentaba aplacarle, prodigándole palabras dulces y lastimeras, con el débil acento de su voz, pero él subió a cubierta conmoviendo la escalera con sus pisadas. La oscuridad era absoluta. Al verle marchar, ella le dijo con el alma en los labios:
—¡Eduardo, no puedo!
—¿Cómo, no puedes?
—No. Hoy, no.
—Entonces, ¿por qué viniste?
—Yo no quería, pero Haakon me dijo que viniera.
—No sabes cuanto me duele.
—Porque… abajo hay mucha luz.