Capítulo VIII

Avanzado ya el invierno, esta pesca no dejaba de ofrecer cierto peligro, y fue preciso activar la faena sin pérdida de tiempo antes de que el arenque desmereciera. Además, los peces no podrían vivir en Hommelviken mucho tiempo, de la nada.

Joaquín corrió aquella misma noche en busca del traficante; tenía que telegrafiar y divulgar la buena nueva y pedir sal y barriles. El traficante Gabrielsen, molesto por su derrota en la elección municipal, respondió:

—¿Por qué no os dirigís a vuestro alcalde?

Ambos se burlaron de ello, y llegaron a la conclusión de que Gabrielsen dispondría todo lo que fuera del caso. La noche estaba ya avanzada, pero el telégrafo llamó en todas direcciones. El mismo segundo día de Pascua, ancló en Hommelviken un vaporcito que compró arenque, y al día siguiente arribaron dos veleros.

Aquel año, no hubo fiestas de Pascua para nadie en la ensenada. A nadie le fue dado dormir a la bartola, ni holgar, ni entretenerse en la iglesia como de costumbre. Todo el mundo estaba atareado en la cura del arenque, que salaban y embarrilaban afanosamente desde la mañana hasta la noche; fueron llegando las embarcaciones una tras otra, en incesante actividad, que atrajo a la gente de las comarcas vecinas. ¿Y el dinero? El dinero llovía. Acudió por correo y por telégrafo y el lugar de Hommelviken se hizo famoso. No había allí casa ni cobertizo que no albergara gente forastera, enviada por Dios para que la dueña reclamara dos chelines por huésped y por noche, y la hija trotaba por todas partes, sin que sus dieciséis años escasos le impidiesen dar el sí a dos hombres en un solo día.

El comerciante Gabrielsen se apresuró a aprovechar cumplidamente la inesperada prosperidad del distrito. Se sucedieron las arribadas de embarcaciones portadoras de mercancía, la que apenas si daba abasto hasta la llegada del buque inmediato, hasta que, por fin, Gabrielsen se decidió a enviar a su mujer a Trondhjem con misión de proveerse de toda la gama de mercancía imaginable, como telas, cristalería, golosinas, alfombras, pipas largas y pañuelos de seda; incluso compró violines y acordeones. Resultó estrecho el menguado almacén de Gabrielsen para contener tanta mercancía y hubo de ensanchar su establecimiento. Hizo traer tablones y algunos carpinteros del Sur trabajaron durante varias semanas en la construcción de un edificio, con el que Gabrielsen jamás había soñado. La prosperidad general entrañaba naturalmente el bienestar particular. Ahora, la gente podía comprar objetos de valor y vestirse con tejidos extranjeros. Gabrielsen los vendía. También se extendió la moda de las chaquetas de piel de astracán imitado y los mitones de cañamazo para los días de guardar. También cayó en desusen la bebida de jugo de frutas de las tinas y ahora les enviaban vino del Sur en cajas y botellas con etiquetas antaño exclusivamente para los días de boda fueron cosa corriente en bautizos, confirmaciones y entierros. El tendero Gabrielsen expendía a placerá queso de Roquefort y de Dinamarca, y se generalizó el aguardiente francés y los huevos de nacimiento1 en gran escala.

Corrieron las semanas como sobre ruedas, y Joaquín, dueño de la red y cabeza de equipo, proseguía afanado con sus arenques, sin reposar más que lo estrictamente necesario. Se entregó en cuerpo y alma a esta nueva ocupación, que le parecía un sueño, y hasta el décimo día posterior a Pascua no se acordó de comunicad los acontecimientos a Eduardo. Su atolondrada juventud e inesperados afanes aceleraban el compás de su nueva dignidad. No obstante sus escasos quince años y las pecas que le surcaban profusamente el rostro, las mocitas bebían los vientos por él, y los padres, veteranos ya, tenían que obedecer sus mandatos. Se compró una chaqueta de hombre, excesivamente amplia para sus pantalones cortos de muchacho. ¡Qué importaba su pequeñez! Vendía su arenque y estaba atento a todo. Al fin, hubo de empezar a introducir alguna rebaja en los precios; pero sabía contar y escribir mejor que un escriba y tenía que nacer quien fuera capaz de engañarle. Ese era Joaquín, el arrapiezo que pocos años atrás corriera por las callejas exhibiendo su nariz mocosa y los dientes mellados. La gracia divina le había convertido en la providencia del caserío. Había conseguido arrancar de todos los hogares a la gente necesaria para su tráfico. Incluso sus diminutas hermanas hubieron de aportar su prestación personal al aseo y saladura del arenque, obteniendo con ello su correspondiente ganancia, a pesar de que a duras penas podían alcanzar con la mano el fondo de los barriles.

Joaquín, el mocito, era creador, por la gracia divina, de una época dorada sin precedentes en el caserío. Lástima que su madre yaciera en el lecho, atormentada por pertinaz dolencia a la que la muerte no ponía fin.

Los últimos restos del arenque se estropearon. Era cosa ya prevista, bajo los rayos del sol de abril feneciente, que hacía fundirse la nieve. Joaquín ven día ahora el arenque para el alumbrado, es decir, para el aprovechamiento del aceite; también lo ven día entre la población de la ensenada para pasto del ganado, recurso salvador en época de escasez de forrajes. Los animales comieron arenque hasta hartarse; la leche sabía a arenque y el tocino también. El tendero Gabrielsen criaba gallinas, cuyos huevos también sabían a arenque. Al final, rasparon concienzudamente la red y reservaron los restos del arenque para abono de los campos.

En una palabra, aquellos fueron los días grandes de una época dorada. Cierto que Hommelviken comenzaba a recaer en su marasmo habitual, pero no importaba. Ahora, llegaba Eduardo pilotando su yate para echar anclas en el interior de la bahía.

La arribada de Eduardo era ya tardía para infundir alegría a su madre con el regalo del precioso vestido y la bonita falda. De haber llegado dos días antes, la madre habría podido acariciar los regalos con mirada desfalleciente y amorosa… y hubiera sonreído a su hijo con inefable dulzura. Ahora, Eduardo sentía que sus manos estaban vacías no obstante la ofrenda aportada. Era irrefrenable su dolor al recordar su prolongado silencio y al imaginar que acaso con un par de vestidos habría alcanzado a salvar a su madre a tiempo, en lugar de malbaratar los regalos, distribuyéndolos en Fosenland entre gente extraña y en momentos de borrachería amorosa. ¡Si al menos hubiera remediado su olvido de Trondhjem, enviándole un paquete grande, mejor todavía, una caja entera! De vez en cuando, lo recordó; pero había acabado por olvidarlo del todo.

Distribuyó entre sus hermanitas el calzado y las otras chucherías, lujo inesperado que les produjo gran alegría; pero, sin embargo, también para esto llegaba demasiado tarde. Las niñas acababan de ganar su propio dinero y podían comprarse zapatos y otras cosillas en la tienda de Gabrielsen. Llevaban el cuello más limpio, y ceñido a él, un pañuelo, un legítimo pañuelito de seda azul. ¿Para qué querían ellas el pañuelo de seda de su hermano Eduardo? ¡Si al menos fuese encarnado! De repente, se acordó del medallón de oro que había intentado malbaratar también, lo mismo que los otros regalos y que Luisa Margarita no se había atrevido a aceptar.

—¡Para ti! —dijo a la mayorcita de sus hermanas. Esta vez, una llama alumbró los ojos de la muchachita, cuyos labios temblorosos murmuraron:

—¡Oh!

La otra contemplaba el regalo desde su asiento, profirió también varias palabras de grata sorpresa, pero su boca no tembló.

Eduardo se quitó la serpiente de oro que lucía en el dedo, y la puso en su mano:

—¡Y esto para ti!

La criatura no acertaba a reponerse de su sor presa. ¿Qué haría ella con tal joya?

—Llévala colgando de un cordón, sobre el pecho —le dijo Eduardo; y añadió, pensando en Augusto—: ¡Así lo llevan en Rusia!

Al ver la extrañeza de su hermana, se corrigió:

—Pero si prefieres llevarlo en el dedo, no tienes más que estrecharlo un poco, así… Eso es… Ahora, serán cuatro anillos.

Pero aun así el anillo le venía demasiado ancho.

—La única solución que veo es que cambiéis los regalos —dijo a sus hermanas, que se apresuraron a obedecer su consejo.

Sin embargo, aquellos regalos no colmaron la satisfacción de Eduardo. Lo único positivo fueron unos cuantos escudos más, entregados al padre, que Eduardo retiró de su provisión de monedas de dos chelines. No podían ser más oportunas. El entierro de la madre costó caro. Sólo el párroco percibió un escudo por recibir el cadáver a la puerta del patio parroquial y precederlo hasta la sepultura, y otro escudo por la plática fúnebre. Joaquín intentó pagarlo todo de su peculio particular, pero él no lo permitió.

Ya en su caserío, Eduardo no podía sustraerse a la sensación desconcertante que se apoderó de él desde su retorno. Faltaba la sencillez de otros tiempos y su mismo hogar carecía del cálido atractivo de antes. Sus propias hermanas habían cambiado, y aunque le agradecían sus regalos no correspondían a su afecto como él esperaba. Su padre fue el único que estrechó sus manos al recibir los escudos. Pertenecía a la antigua escuela, sana y sencilla. Evidente mente, en el caserío se había infiltrado un espíritu nuevo. Por fin, Eduardo le dijo a Joaquín:

—Me parece que has estropeado a esta gente con la pesca del arenque.

Tanto era así, que nadie parecía alegrarse de la ganancia que les prometía las labores del secadero Se habían acostumbrado a cosa mejor que al trabajo en las peñas. Las faenas para la cura del arenque les había reportado grandes ingresos.

Al disponerse Eduardo a comenzar el lavado del cargamento, acudieron Carol y los otros para pedir aumento de jornal.

—¿Pero no convinimos ya el precio en Skroven? —les dijo Eduardo.

—Sí, pero desde entonces acá los tiempos han cambiado —respondieron los reclamantes.

Pedían incluso aumento del alquiler de las peñas alegando que los tiempos eran otros. Eduardo; amenazó con irse a otra parte.

—¿Adónde? —le preguntaron, sabedores de que los secaderos vecinos estaban ya contratados.

—Al Sur —respondió Eduardo.

—Como tú prefieras —le dijeron.

No tenían inconveniente en descansar. La tripulación de Joaquín no recataba el desinterés que le inspiraba el desecamiento de la pesca. Eduardo hubo de telegrafiar a su armador, preguntando si debería trasladarse al Sur. Knoff contestó que allí correría el peligro de encontrar ya alquiladas las rompientes. Por lo demás, dejaba el asunto en manos de Eduardo. Él final de la cantinela fue que el yate Hermine hubo de resignarse a satisfacer mayores jornales y alquiler en las peñas de aquella ensenada, antes que exponerse a no encontrar un secadero para su cargamento en el Sur.

No, ni la ensenada ni la comarca circundante eran ya lo que fueran en tiempos pasados. El mismo Joaquín, excesivamente favorecido por la fortuna, era ahora incapaz de soportar su peso. Eduardo ofrecía a su hermano enganche a bordo. Sus dos hombres de Fosenland estaban de regreso en sus hogares y precisaba ahora un substituto.

—Te confiaré el mismo puesto que yo desempeñé el año pasado al lado de Augusto en la Gaviota.

Joaquín declinó el ofrecimiento. Había tomado gusto a su nueva categoría de amo de red y sólo le interesaba la pesca del arenque. Pensaba dedicarse a ella, durante el verano, en Vesteraalen. Había contratado ya su equipo de pescadores y estaba en los preparativos de la faena. A Eduardo no le quedaba otro recurso que el de incomodarse con su germano, la cabrita loca que ya comenzaba a mostrar las orejas.

—¿Cuánto dinero te queda todavía? —le preguntó.

Joaquín se lo dijo.

—Será mejor que yo te lo guarde.

Joaquín le entregó todo el dinero innecesario. Claro está que él hubiera preferido conservarlo en su propio bolsillo; pero Eduardo era su hermano mayor, había estado en Bergen y hecho carrera, y además, de él procedía la red La faena del lavado de todo el cargamento, operación en la que Eduardo había previsto mayor apresuramiento por parte de sus paisanos, transcurría perezosamente. Había accedido, al fin, a las demandas de aumento de jornal. Por la mañana, acudían con retraso a su trabajo y lo interrumpían antes de la hora. Hacían lo que les venía en gana. A Eduardo le desesperaba un trabajo tan lento que significaba pérdida de tiempo y mengua de su prestigio personal. Al lamentarse de la lentitud en la faena, le respondieron que era una labor propia de cerdos trasegar con pescados cubiertos de sal, muy ásperos al tacto, que hinchaban las manos y ensuciaban la ropa. Eduardo alegó que este año no era la faena más dura que la del año anterior.

—Sí, sí —les dijo, subrayando sus palabras con el gesto severo de un hombre maduro—. ¡Ya vendrán siete años de vacas flacas!

Esto pareció molestar a los demás, que, acordándose de que habían sido suspendidos una vez cuando su confirmación, preguntaron a Eduardo, con aviesa intención, si había acrecido ya tanto su sabiduría infantil. Eduardo hubo de morderse los labios y optó por guardar silencio; pero no pudo sustraerse a la ingrata sensación de que acaso le valdría más vivir entre extraños, allá abajo, en Fosenland, que aquí, en su fiordo. Por lo menos, allá había alcanzado la categoría de auxiliar en la tienda, con derecho a sentarse a la mesa de un hombre extraordinariamente rico.

¡Ah, si hubiera estado presente Augusto! Él habría reducido a los hombres a la obediencia, revolver en mano, de ser preciso. Con él no se hubieran atrevido a tanto.

Menguada hubiera sido la faena de no ser por Beret. Aquel demonio de Beret era una mujer buena joven y jovial, casada con un hombre pequeño y lacónico. Trajo consigo a Josefina de Kleiva, la joven viuda, y ambas se entregaron al trabajo con energía varonil, lavando el pescado con agua hasta las rodillas. Ganaban un dineral, cierto, y Eduardo extremaba su generosidad con ellas, prodigando la ración de licor y rosquillas; pero trabajaban como fieras y dejaban a los hombres muy a la zaga. Ambas mujeres, cuya fama de ligeras de cascos quizá no dejaba de tener su fundamento, demostraron superar a todos por su habilidad y tenacidad en el trabajo. ¿Obedecería esta cualidad al deseo de ser bienquistas por el patrón Eduardo, el mozo de dieciocho años? ¿Las impulsaba la esperanza de subir a bordo como estibadoras durante el verano, una vez seca la pesca para poder bajar al camarote y enterarse de algo nuevo? El caso es que dieron cima al lavado del pescado, y el barco Hermine fue baldeado de proa a popa.

Al dar principio la acostumbrada labor de deseca miento, los hombres fueron alejándose de las peñas poco a poco y la faena quedó en manos de mujeres y niños. Las hermanas de Eduardo estaban presentes. Eduardo atendía él solo a la inspección a bordo y en tierra. De buena gana hubiera querido pintar el barco, pero hubo de aplazar la realización de sus deseos por ser más urgente atender al desecamiento de la pesca. También necesitaba que alguien cuidase en cocinar para él, pero se las compuso como mejor pudo. Comía fiambres, bebía café y se abstenía de lamentaciones. Naturalmente, sus mejillas enflaquecieron y ya no solía reír a menudo; esto contribuyó a crearle cierta fama de hombre serio, que le favorecía. Grande era la responsabilidad que pesaba sobre sus espaldas, con un cargamento de valor en sus manos y la obligación de llevar a cabo el desecamiento de la pesca, valiéndose de los someros cono cimientos adquiridos el año precedente al lado de Augusto, que le sirvieron de base excelente esta vez para ampliar su experiencia en la labor. Pasó más de una noche en vela e incluso los domingos bajaba a tierra para inspeccionar el pescado.

El equipo de la red partió a la aventura, ya que no tenían ninguna noticia de que hubiera arenques a la vista. Esta vez, Carol pudo alejarse tranquilo de su mujer, que había vencido, al fin, su dolencia. Con la primavera, habían llegado los días claros, y el dinero afluía a la casa. Ana María recobró de nuevo su juventud y belleza, y hasta se decidió a ir a la tienda de Gabrielsen para comprarse algunos ador nos. También acudió a las peñas, no por necesitarlo, sino con el único fin de estar en compañía. Se había puesto guapa, fresca y apetitosa. Los demás conversaban con ella como si nada hubiese ocurrido. Era pronta y acertada en las preguntas y sonreía bonachonamente los chistes salpicados de verde. Estaba, pues, restablecida del todo.

Por entonces, ocurrió algo que merece la pena contarse.

A las peñas vino una mujer, abuela de Ragna, muy viejecita, de cara pequeña y manos menudas. Ragna había crecido a su lado. Ya no era apta para el trabajo, que el año anterior no había solicitado; pero hogaño se presentó una mañana y se mantuvo expectante sin descoser los labios. Naturalmente, también hubo un hueco para ella, y Eduardo le encomendó la labor más sencilla que pudo imaginar para la anciana.

—¿Por qué no viene Ragna al secadero? —le preguntó un día.

—No quiere —respondió la vieja, sin mayor explicación.

—¿Está enferma? ¿Está en casa?

—Sí, está en casa.

Como no pudiera obtener ninguna respuesta explícita, Eduardo dijo:

—Creía que ella vendría a reunirse aquí con nosotros.

—No —exclamó la vieja, moviendo la cabeza.

Posiblemente, algo le habría ocurrido a Ragna; pero él tenía la atención acaparada por otras preocupaciones de mayor monta, y renunció a proseguí interrogando a la abuela.

Al día siguiente era domingo y Eduardo empuñó los remos de la lancha para poner pie en tierra y dar un vistazo al pescado. En su dirección vio venir del caserío a una mujer, que había rodeado toda la en senada, un camino largo. Era Ragna. De pequeña, la había querido de veras por ser la más guapa de la escuela. Eduardo procedió a remover el pescado para no ofrecer la impresión de que la estaba mirando, cuando la sintió junto a él. Entonces, le dijo:

—¡Caramba! ¡Cuánto tiempo sin verte, Ragna!

¡Oh, juventud! Ambos enrojecieron como amapolas.

—He sabido que ayer preguntaste por mí —le dijo ella volviendo la cara.

Él no sabía que contestar, y, orgulloso de ser patrón, la invitó a subir a bordo para tomar un café. Ella se excusó, pero acabó cediendo.

Saltaron a la lancha y Eduardo bogó hacia el yate. Ya a bordo, él encendió el fuego y se dispuso a preparar el café.

—Esto me toca hacerlo a mí —dijo Ragna. Eduardo observaba el cambio que se había operado en Ragna. Su delicado rostro estaba desfigurado y parecía entristecida.

—Muele tú el café, es lo que hago peor —le dijo él, poniéndole el molinillo en la mano.

Ragna se echó a reír, y él se maravilló de que todavía supiera reír. No había olvidado la alegre risa de la muchachita de antaño.

—Créeme, siempre que muelo café se me cae al suelo o lo derramo sobre mis rodillas.

Ragna cogió el molinillo y le enseñó a sujetar el cajoncito con las piernas.

Tomaron café y comieron rosquillas con manteca, sobre cubierta. Ella se negó a ingerir licor. El excelente desayuno les infundió buen humor y les hizo más comunicativos. Ya no eran los mismos que iban a juntos a la escuela. Él no había dejado de quererla; pero, en los últimos tiempos, no había demostrado el mayor interés por ella.

—¿Quieres que te muestre mi camarote?

Ragna descendió tras Eduardo. Estaba segura de que, dada su fealdad actual, no había de acecharla el menor peligro. Sentada en el banco del camarote, Ragna contemplaba la litera, la mesa, la estufa y el armarito de pared, de donde Eduardo extrajo una botella y un vaso. Ragna bebió un sorbito de aquel aguardiente tan delicioso al paladar, tan suave. Hablaron de cosas insignificantes, hasta que ella alegó que era tarde.

—Si te quedaras un rato, podrías hacerme la comida.

—¿Qué te gustaría comer? —Una comida de marino: guisantes con carne y tocino.

Súbitamente, como no pudiendo contener un impulso de su alma, exclamó:

—Nada haré mientras no me digas lo que piensas de mí.

—Pero, ¿de qué?

—De esto, de que yo esté así, como me ves. Él quería ahorrarle la vergüenza y el dolor de una confesión, y dijo:

—¿Es que te ha sentado mal el aguardiente? Pero ella estaba resuelta a hablar, y comenzó a revelar sus cuitas.

—¿Quién fue? —preguntó Eduardo.

—Ya te lo puedes figurar… Aquel patrón de pesca.

—No sé de quién me hablas.

—El del año pasado, cuando viniste a la enramada.

—No lo puedo creer.

—Pues créelo. Ha sido él.

—¡Pero si tú no quisiste! Tú te resististe.

—Sin embargo, fue él.

—Nunca lo hubiera creído. ¿Y qué dice?

—No quiere creerlo, lo mismo que tú.

—Supongo que habrás hablado con él.

—Sí, he ido a verle. Su barco está anclado en el secadero de la bahía del Norte. Se ha reído de mí.

Eduardo se daba cuenta de que había llegado demasiado tarde para impedir lo que quería evitar. Rememoró lo sucedido el año anterior. Al arder el granero de Carol, él corrió a la Gaviota para buscar baldes de agua. Al volver, observó la ausencia de Ragna y salió en su busca. La encontró en la enramada. En tan corto intervalo de tiempo sucedió el hecho. Era evidente que ella accedería a la petición del otro… ¿Por qué, por qué la habría amado él? Estaba convencido de que ella no le amaba, puesto que se había entregado sin resistencia. También recordaba ahora que, ya en la escuela, Ragna se burlaba de él cuando se mostraba torpe en la lectura. Al evocar estos episodios de su vida, le apenaba la idea de haber sido el hazmerreír de todos cuando intentó acudir en socorro de la muchacha, el día en que el patrón Skaaro pretendía llevársela a su camarote. ¿Quién le mandaba interponerse ante la chica por segunda vez? Augusto hubiese dicho en su lugar: «Vete con Skaaro, y sé feliz». Tal vez le impulsó a ello su amor propio herido, pero esta vez estaba dispuesto a no ser juguete de ella ni de nadie.

—¿Te disgusta lo que me ha sucedido? —preguntó Ragna, temerosa.

—Nada —contestó con aire indiferente—. Es asunto que no me incumbe.

Ragna hizo ademán de retirarse, pero no se decidía a marchar.

Eduardo se había sumido en hondas reflexiones. ¿Acaso había sido él mejor que ella? ¿Qué opinaría de él si le revelase su aventura amorosa? Se sentía más culpable que ella, y esto hizo que endulzase su gesto y sus palabras.

—La verdad es que no sé qué aconsejarte.

—Pero tal vez puedas decirle algo, abogar por mí —le dijo ella ya más tranquila.

—¿Qué quieres que le diga? No sabría expresarme debidamente —repuso Eduardo malhumorado.

Sentía hervir la cólera en su pecho. Estaba con vencido de que un perrazo había hecho presa en una niña, y esto le enfurecía. Como era lento en sus resoluciones, buscaba tenazmente una solución. Por fin, le dijo:

—Yo no puedo alejarme ahora de aquí, donde tanto tengo que vigilar.

Ella asintió.

—Pero el sábado por la tarde iré a la bahía Norte —acabó diciendo él.

—Dios te bendiga, Eduardo —exclamó ella tendiendo sus brazos hacia él.

Fue un movimiento de desamparo que ella con tuvo al iniciarlo, profundamente conmovida, temblor rosos los labios.

—No creo que se ría de mí —observó él con dureza.

Ella permanecía sentada frente a Eduardo. Era Ragna, la pequeña Ragna de los años escolares, de los juegos infantiles y de los asuetos campestres de su niñez, que había sido tan linda y que reía con su monísima boca. En su imaginación, evocaba ahora los dulces momentos vividos, cuando el más ligero con tacto con la mocita le hacía estremecer al impulso de una rápida y deliciosa tensión que galvanizaba su ser.

Ahora aparecía ataviada con un vestido salpicado de rombos verdes y azules, derrotado y descolorido; ella no había podido participar en las labores del arenque, ni ganar dinero como las demás.

Por el cuello de su camisa asomaba una punta que ostentaba un botón de hueso oscuro cosido con hilo blanco. Quizás este botón revelara indolencia, pero estaba convencido de que no poseía otro mejor. Su aspecto no podía ser más deplorable. Calzaba sus pies con unas zapatillas con suela de madera, cuyo uso era general en la ensenada.

Conmovido por la compasión que le inspiraba la desgraciada criatura, se inclinó hacia la litera y sacó una caja a rastras. Ya hacía tiempo que aquello ocupaba su pensamiento. Ya había imaginado a Ragna ataviada con el vestido y la falda traídos para su madre, muerta al llegar él.

—¡Mira! —le dijo con gesto brusco que pretendía disimular su debilidad—. ¡Coge estos pingajos!

Las palabras de Eduardo eran claras y rotundas. Sin embargo, resultaban incomprensibles para ella, que, indecisa, fijaba la mirada alternativamente en el donante y en las prendas. Él las depositó en el regazo de su amiga de la infancia, declarando que las había comprado para su madre; pero que, muerta esta, para nada le servían ya. Sus hermanas todavía eran muy pequeñas.

¡Pero que todo aquello fuera para ella!, pensaba Ragna, sin dar crédito a sus ojos y oídos, incapaz de contener las lágrimas que intentó disimular, riendo como una loca, de tal manera que aparecía desconocida. Tendió su mano a Eduardo para testimoniarle su agradecimiento, pero sus palabras enmudecieron en su garganta, en la que un nudo hizo abortar un sollozo; su mano poderosa y carnosa pendía lasa, carente de fuerzas. La profunda emoción de la moza puso al descubierto su gran torpeza, y no se daba cuenta de que su nariz goteaba y que para contemplar uno de los vestidos, dejó caer el otro al suelo.

—Pruébatelo ahora mismo —le dijo él.

Pero se arrepintió en seguida de sus palabras, comprendiendo que ella no podía ponerse la falda allí, la atrajo hacia sí con la mano, obligándola a levantarse del banco, y depositó el vestido sobre sus hombros.

¡Ah! Aquel vestido era la prenda que tanto había precisado durante el último medio año para ocultarse debajo de sus pliegues. Ella se contempló hasta los pies, juzgándose admirable con aquella prenda magnífica, ornada con cordones de seda en las puntas, como ninguna otra poseía en el caserío. Correspondía a su estatura y ocultaba su estado.

—¡Si me lo hubieran dicho esta mañana no lo hubiera creído!

Y se dejó caer en el banco, envuelta en el vestido.

—Quedamos en que iré el sábado por la tarde. Llegaré allí ya de noche. Le veré el domingo, y el lunes estaré aquí de vuelta.

—¡Ah, es mucho, es demasiado! —murmuraba ella.

Pero su atención no estaba acaparada por el paso que él iba a dar el sábado; su vestido, su precioso atavío, la absorbía por completo.

—Ahora, ocupémonos de la comida del mediodía —recordó él.

Al poner otra vez su pie en cubierta, Ragna pareció perder energías. Asomó su cabeza varias veces por la borda para escupir; pero intentando disimular, como si nada le ocurriese, y se sintiera ya mejor, lo que no impidió que él comprendiese que la mujer deseaba volver a tierra. Empuñó los remos a toda prisa e impulsó la lancha hacia la atarazana.

Su tarea no podía transcurrir mejor. Inspeccionaba las labores de desecamiento del pescado, y vivía con fiambres y café. El martes por la mañana, la abuela de Ragna fue portadora de una noticia que sumió a Eduardo en un mar de confusiones. Durante buen rato, pareció querer desistir del viaje a la bahía del Norte. ¿Desistir? ¿Por qué? ¿Acaso ahora no ten dría objeto ya? No cesaba de pensar en ello, y con vino consigo mismo en que no debía aplazar el viaje de ninguna manera. Transcurrieron cuatro días y, llegado el sábado, partió en su lancha hacia la bahía del Norte, reclamado por un asunto de suma importancia. Era de noche cuando llegó a su destino.

El domingo por la mañana, subió a bordo del barco del patrón forastero. No se produjo ninguna riña. Ambas partes parlamentaron. En un principio, el re querido se puso lívido ante el descaro del muchacho: ¡Qué se había creído aquel arrapiezo!

—No es ningún cuento lo que te refiero. El niño ha nacido ya…

El patrón del pesquero rompió a reír, poniendo los dientes al descubierto.

—¿El niño? —Estaba imponente, violento—. ¡Vete a tierra, chico! ¿El niño?

—He venido a pedirte una reparación del mal que has causado, un primer socorro.

—¡Vuélvete a tierra, te digo! —ordenó el patrón.

Pero el muchacho no se iba.

El otro se arrancó el pañuelo del cuello, haciendo saltar un botón. Ya podía respirar mejor; pero tampoco esto le sirvió de gran cosa. En la cámara de proa había un hombre que no convenía oyese nada referente al asunto. Por esta causa, el patrón no podía hablar a voces, que hubieran atraído a aquel hombre; pero a duras penas pudo contener un resoplido:

—¡Eso lo tienes tú en la conciencia e intentas ahora endosármelo a mí!

Eduardo le replicó con una mirada dura y agresiva como un garrotazo, como si sus ojos hubieran sido movidos por una contracción de su colérico puño.

—No es esta hora de chanzas —le dijo con un gesto que indicaba claramente que había llegado al límite de su paciencia. Palideció y contrajo las mandíbulas.

—¿Con qué autoridad me hablas, y qué te trae hasta aquí con tanta arrogancia? ¡Te advierto que debes volverte a tiempo a tierra! A proa, hay un hombre que no debe advertir lo que pasa.

—Me esforzaré para no arrancarte los intestinos de buenas a primeras —exclamó Eduardo, dando un brinco—. No me iré de aquí, hasta que no me entregues un socorro para ella, ¿entendido?

—¡Silencio! ¡Cierra esos morros, escandaloso! —vociferó el patrón.

Temblando de cólera, Eduardo exigió:

—¡Que venga ese hombre! ¡Llámale! ¡Dile que venga a escucharme!

Esto era precisamente lo que el otro quería evitar a toda costa. No es que el patrón fuera hombre carente de valor, y bien hubiera podido preguntar a Eduardo: «Pero, mi joven amigo, ¿qué imaginas que haría si intentases arrancarme los intestinos?». Sin embargo, juzgó prudente abstenerse de proseguir exasperando al loco del muchacho, que amenazaba con salir de sus casillas, y Dios sabría a quién no atraería con sus voces para que fuera testigo de la disputa. También podría defenderse, alegando su falta de responsabilidad, que, seguramente, recaía sobre aquel mismo rapaz, que reclamaba el socorro con excesiva precipitación, puesto que ni siquiera le exhibía prueba alguna escrita. Por consiguiente, no le faltarían alegatos en su descargo. Pero no dejaban de sobrarle razones para repugnarle la posibilidad de recibir en su fiordo cierto papel de manos del preboste, cuya diligencia llegaría a cono cimiento de todo el mundo, sobre todo, de alguien que era absolutamente indispensable que ignorase el hecho. El patrón se veía, pues, en un aprieto, del que juzgó prudente librarse con cautela. Llevó la mano al bolsillo. Al mostrar en ella un billete azul de cinco escudos, la disputa cesó como por ensalmo, y Eduardo pareció darse por satisfecho en un principio.

Terminaron, no obstante, discutiendo sobre la cantidad, hasta que el reclamante emprendió el retorno con un billete de diez escudos.

La diligencia había sido consumada felizmente y con diabólica osadía, puesto que el niño había nacido muerto.

Al llegar a las peñas, el lunes por la mañana, Eduardo se enteró de ello por boca de las mujeres. Él simuló ignorar el asunto, qué le confirmó la abuela de Ragna.

—¿De manera que la criatura ha nacido muerta? —preguntó Eduardo.

—Sí, por suerte —le respondió la vieja.

Eduardo había ganado en aplomo y no era ya tan escrupuloso como antes, cuando se trataba de compaginar pensamientos, palabras y acciones. Había engañado al patrón de la bahía del Norte de buen grado, y no vacilaría en reincidir de presentarse la ocasión, pues no era justo que la pequeña Ragna sobrellevase sola las consecuencias de un desliz impremeditado. ¡Con tal de que ahora fuera cauta con el dinero y no lo arrojase por la ventana!

Ragna había abandonado el lecho para ir a la factoría.

Al día siguiente, acudió ella a las peñas, algo fláccida y amoratada de rostro; pero bastante ágil y dispuesta. Fue en sustitución de la anciana. Eduardo la observó un instante: había recobrado la salud hasta cierto punto; pero seguramente carecería todavía de fuerzas para permanecer allí encorvada manipulando el pescado. Además, debería estar rendida después del camino hecho el día anterior para ir a la factoría. Ordenó que subiera a bordo y cocinase la comida para dos personas. Un arrapiezo se encargó de conducirla en la lancha.

—Para este menester debieras llamar a otra que estuviera más fuerte —le dijo Ana María.

—¿Cómo se entiende? Precisamente por tal motivo quiero confiarle un trabajo más ligero replicó Eduardo.

—¡Bah, no es la comida lo que te interesa! —murmuró Ana María con rabia—. ¡Ni siquiera has pensado en la comida!

Eduardo miró a Ana María con ojos rígidos, boquiabierto. Ella estaba lívida.

—No habrá vencido todavía del todo la enferme dad —pensó él.

Y desistió de replicar para no irritar a la mujer. Al cabo de un instante, vio que lloraba.

El caserío, sumido en la locura y la sordidez, era ahora un infierno. Esto hubiera podido soportarlo Eduardo en una comarca extraña; pero no en su propio terruño, donde había nacido y crecido en un ambiente muy diferente al actual. La sensación de artificio que imperaba por doquier le era doble mente ingrata. Había vuelto después de peregrinar por el mundo, yendo a Bergen y a otras mucha, partes, y había gobernado un barco abarrotado de carga, con trabajo y ganancia para todos. Tan gran de era su empuje que hubo de estrellarse contra el desapego, la resistencia y la ingratitud de sus paisanos, que porfiaban en desempeñar el cometido de una manera que no era ciertamente la de Eduardo. ¿Cómo era posible comprenderles? ¿Qué se proponían? Ana María, la mujer de Carol, no se recataba de meter las narices en sus asuntos. Merecía ser perdida del trabajo; tenía motivos para ello. Pero el día que terminara la faena del desecamiento de la pesca y la carga estuviera estibada a bordo, entonces, pondría la proa con rumbo a su destino. ¿Soplaría el viento aquel día? Estaba dispuesto a no perder ni una sola hora, en espera del viento, que siempre soplaba afuera. Pagaría su buen dinero para hacerse remolcar hasta la bahía exterior.

Ragna gritó desde el barco que la comida estaba a punto. Él levantó la mano por toda contestación. No acudió apresuradamente ni se le ocurrió echarse de cabeza a la lancha, no; era el patrón e iría cuando lo tuviera por conveniente. Era una torpeza llamarle a gritos de tal manera, para anunciarle que la comida estaba lista. No debiera hacerlo; iría cuando el rico reloj que llevaba en su bolsillo marcase la hora. ¡Qué se figuraban aquellos mentecatos! Al disponerse a remar en la lancha para dirigirse a bordo, volvió a tropezar con Ana María.

—No le des ningún licor a beber —le dijo ella—. Es peligroso.

Eduardo se incomodó y replicó:

—¡Bah! Déjame en paz y no me vengas con majaderías.

—Es una advertencia nada más, no te sulfures.

—Como tú has tenido tantos hijos, se ve que tienes mucha experiencia.

—No —respondió ella, mirándole de una manera singular—. No he tenido hijos… ni los tendré.

¿Qué significaban aquellas palabras? ¿Eran una incitación dirigida a él? ¿Acaso pretendía ella ofrecérsele exenta de peligros? Ana María tenía el rostro enrojecido. No lloraba; al contrario, aparecía descaradamente importuna. Sea como fuere, ella le había desconcertado; y le contestó:

—No tengo intención de darle a beber licor. Me propongo dejarla en paz.

Subió a bordo malhumorado. Ragna había llenado cumplidamente su misión; pero él se sintió descontento al descubrir que ella había comprado excesivos adornos en la factoría. Llevaba una camisa confeccionada en la ciudad, con orla bordada en el cuello. ¿Qué había hecho de la camisa del botón de hueso? ¡Estaba visto que Ragna era la más a propósito para que la mandasen de compras a la factoría con diez escudos en el bolsillo!

—¿No traes plato para ti? —preguntó Eduardo.

—No. Ya he mordisqueado algo en la cocina, al ver que tardabas tanto en venir —respondió ella.

Esto no contribuyó a devolverle el buen humor, ni mucho menos. Era desagradecimiento y falta de respeto. Naturalmente, Eduardo estaba en casa; nadie le trataba con el debido respeto porque era compañero de infancia de muchos. «¡Sí; pero no vuestro igual, no lo olvidéis!», decía en su fuero in terno.

Se puso a comer en silencio, sirviéndose de cu chillo y tenedor con la mayor corrección posible, tal como había aprendido en la mesa de Knoff. Al ver que faltaba agua en la mesa, la reclamó.

—Corro en su busca —respondió Ragna.

Y salió a toda prisa.

En realidad, no necesitaba agua; pero la dejó correr. Ragna volvió al punto, portadora del largo cucharón que solía pender siempre de la tinaja de agua. Dispuesto a darle una lección, se apoderó de un vaso en el armario y vertió el agua, hecho lo cual devolvió el cucharón a Ragna sin pronunciar una sola palabra. Ella comprendió que debía volver a colgarlo de la tinaja, y salió afuera. No volvió a bajar de cubierta.

Cuando él subió, le preguntó ella con humildad:

—¿Qué debo hacer ahora?

—Por de pronto, lavar la vajilla. Y luego, poner orden en el camarote, Iba Ragna a ejecutar la orden, cuando él la de tuvo para decirle:

—Esa Ana María es una bruja. ¿Ha sanado de veras?

—¿Por qué lo preguntas?

—Ha dicho que tú no debieras cocinar.

—¿Eso ha dicho? —respondió Ragna, despechada—. ¿Pretendía tal vez hacerlo ella en mi lugar?

—No ha dicho tanto, pero…

—Pero con toda seguridad lo tenía en la cabeza. Así se ha vuelto. Enloquece por todos. Renuncio a decirte lo que Carol, su propio marido, dijo de ella antes de irse a las pesquerías.

Eduardo bajó a la lancha para dirigirse a tierra Cuando Ragna, en el transcurso de la tarde, hubo puesto orden en el camarote, le llamó a gritos, y Eduardo, sin responder, le ordenó a un muchacho que la hiciera venir.

—He dejado bien limpios el camarote, la escalera y los cristales de cubierta. Después, he sacado y batido los colchones —le informó Ragna.

—Está bien —dijo Eduardo.

—¿Los has probado ya? —se atrevió a preguntarle Ana María.

—¿Probar qué?

—Los colchones. ¿No los probaste aún?

—¡Cochina! —la increpó Ragna.

Ambas mujeres se desataron en imprecaciones y denuestos, que se entrecruzaban como dardos envenenados. Eduardo intervino enérgicamente, pero sin éxito, pues haciendo caso omiso del patrón, proseguían insultándose y cruzándose palabras gruesas, que eran oídas por las demás mujeres, que trabajaban junto a los montones de pescado y son reían solapadamente. La chiquillería aprendió mucho en muy poco rato. Como Ana María no se decidiese a deponer su actitud provocativa, la disputa amenazaba terminar mal, y Ragna le repitió a gritos, enseñándole los dientes, lo que Carol había dicho de su propia mujer antes de emprender su viaje al Lofot: ¡que ella corría por todas partes con un solo deseo entre las piernas! Todo el mujerío que las escuchaba confirmó estas palabras con un movimiento de cabeza. Carol lo había dicho y ellas lo habían oído, lo que no impidió que cuando la pelotera hubo terminado, y Ana María se alejó profiriendo aullidos, todas las mujeres, una a una, se pusieran de su parte, pues ella representaba más que la otra y les daba algunos granos de café cuando estaban apuradas.

Se había puesto en evidencia la falta de respeto hacia Eduardo, quien pensó en la conveniencia de ir aquella misma tarde a casa de Ana María para decirle: «¡Que sea la última vez que vengas a las peñas!». ¡Ah! ¡Con qué arrogancia proferiría esas palabras! Pero no se atrevió a rechazar una sola mano trabajadora, obsesionado por la idea de terminar cuanto antes e izar la vela para irse, al fin, de allí. En cambio, dispuso que a partir de aquel día ni Ragna ni Ana María volvieran a subir al barco. Entonces, reclamó a un muchacho para con fiarle la cocina y resolvió prescindir de ayuda femenina a bordo. La cosa no fue del todo mal. El arrapiezo era despierto. Tenía doce años y aprendía a desempeñarse con rapidez. Se llamaba Ezra. Sus padres eran muy pobres. Ahora, comía hasta hartar se, como jamás hubiera soñado en su vida, y en la cocina, cebaba la panza a su antojo. Además, tenía derecho a permanecer a bordo como un almirante, a la vista de los demás arrapiezos que le miraban desde las peñas, y escupía al mar por la borda como un almirante, a la vista de los demás arrapiezos que le miraban desde las peñas, y escupía al mar por la borda como un hombre. Sus compinches le gritaban que se encaramase por los aparejos y subiera a tocar el gallardete. No, esto no estaba todavía al alcance de Ezra; además, no había gallardete. Pero se adiestraba en secreto, y como dormía a bordo, de noche trepaba a los cables con los pies desnudos para ejercitarse; era de la piel del diablo.

Sin que se produjesen nuevos incidentes, el trabajo fue avanzando en las peñas y el pescado prometía volverse mercancía blanca y excelente. Cubrían los montículos de pescado con cortezas de abedul, y ganaban dinero; unos cuantos días más, para que el pescado se secase de día y fuese exprimido de noche bajo el peso de grandes piedras, y con un poco de suerte y tiempo bonancible, en breves días podrían estibar el cargamento a bordo.

Joaquín volvió con su red y su equipo. La suerte no había favorecido a aquellos pescadores de aventura, por lo que hubieron de emprender el regreso sin haber cobrado un solo arenque, después de permanecer todo el verano en Vesteraalen, consumiendo sus provisiones y malbaratando el tiempo. No se arrepentían de ello. Todavía les quedaba algo; pero, ahora, no llevaban la nariz tan alta como antes. Esto no obstante, ninguno entre ellos exteriorizó grandes deseos de trabajar. A Carol no le dejaba salir Ana María desde el día de su regreso, y tampoco ella volvió a acudir a las peñas. «¡No volvería a poner los pies dónde estuviese Ragna!», dijo. Además, Carol era alcalde ahora, y le aguardaban un montón de papeles y cuentas y un mar de asuntos que era preciso despachar. Precisamente, esto era lo peor que podía sucederle a él. Claro está que convocó al Concejo en pleno en su casa; pero, como era poco ducho en escritura, le fue forzoso reclamar la ayuda de Joaquín.

Esto representaba pérdida de muchos brazos para Eduardo. Por otro lado, Carol se negaba a facilitar su embarcación de ocho remos, cuando él no podía estar presente. Eran evidentes el despego y la in gratitud de sus paisanos. Y, a todo eso, había que estibar el cargamento a bordo, de prisa.

En vista de esto, Eduardo resolvió requisar la lancha de arenque de Joaquín, sin andarse en explicaciones, y llamó a Teodoro y a unos cuantos grandullones para constituir un equipo; Beret y Josefina de Kleiva fueron estibadoras; Ezra les daba la mano a ambas y trabajaba por dos.

¡Sólo hubiera faltado que Eduardo no hubiera podido atreverse a utilizar la lancha de la red!

Una noche, terminado ya el trabajo y cuando todos estaban sentados apurando su cena, un clamor general resonó en las peñas, acompañado de gritos y gestos:

—¡Cielos, mira allá arriba!

Ezra estaba trepando por los aparejos. Había alcanzado ya una altura peligrosa y se había desprendido del último cable para asirse al mástil desnudo, por el que trepaba ahora con manos y pies, semejante a un insecto; se hizo silencio en tierra y varias mocosas se echaron sobre las peñas, aprestándose a contemplar el espectáculo sin apartar un solo instante la vista del trepador. Ezra hizo como que giraba un gallardete, nada menos, y por si esto no bastara, el diablo del pillete prosiguió ascendiendo. ¡Oh! Merecía una paliza. Subió hasta el extremo, puso la mano sobre la boca y la apoyó en ella para descansar. ¡Con tal de que bajara sin que le ocurriera nada! Pero Ezra no daba señales de emprender el descenso. Parecía estar provocando la cólera divina el condenado, y hacer méritos para recibir una paliza muy merecida. ¿Pretendía acaso subir hasta el cielo? «¡Por Dios, no digáis ni una palabra!», se decían entre sí los que le contemplaban entre las peñas. Ezra se incorporó, subiendo más arriba aún pulgada a pulgada con la flexibilidad de un mono, hasta erguir medio cuerpo, que sobresalía del sutil tope del mástil, temeridad que arrancó a los espectadores varios gritos.

—¡Silencio, no gritéis, por Dios! —se decían unos a otros apretando los dientes.

Ezra llegó, al fin, a la meta: dobló lentamente su cuerpo hacia adelante y apoyó el vientre sobre el pomo del mástil.

Eduardo y las estibadoras le veían maniobrar desde cubierta, inmóviles. ¡Qué otra cosa podían hacer si ni siquiera se atrevían a gritarle! Al fin, Eduardo se decidió a salir de su titubeante pasividad, trepó irnos pocos metros por una jarcia y gritó al muchacho:

—¡Ezra, baja! —Su voz temblaba y le habló dulcemente como a un chiquitín.

—¡En seguida bajo! —respondió el arrapiezo, des de arriba, colgado, con la cabeza hacia abajo.

Merecía que le pusieran las posaderas como un tomate. Al contestar, deslizó su cuerpo fuera del tope del mástil. No necesitó mucho rato para descender. Lo más difícil era salvar el gallardete; pero en cuanto hubo resbalado hasta las jarcias, en un abrir y cerrar de ojos saltó sobre cubierta.

Eduardo le dio unos cuantos tirones de oreja, pero muy suavemente, y prometió a aquella cabecita loca llevarle a bordo cuando el barco zarpase rumbo al Sur.

El último día de carga, Carol acudió por la mañana a ofrecer sus servicios y se excusó de no haber podido presentarse antes, impedido por las reuniones del Concejo y demás trámites administrativos inaplazables. Joaquín le acompañaba. Eduardo pugnaba por contener su cólera; pero no se atrevió a rechazar los ofrecimientos de aquellos hombres, necesitado de ayuda varonil, en previsión de que la excesiva bonanza hiciera necesario el remolque del barco hasta el mar libre. Aparentó no ver a Joaquín.

Trabajaron perezosamente, después de su prolongada holganza de todo el verano. Al atardecer, Eduardo anunció, de la misma manera que Augusto el año anterior, que al día siguiente, a las nueve de la mañana, pagaría los jornales.

Eduardo pasó la noche en vela, poniendo en orden sus cuentas. Daba pena verle escribir; pero era una ardilla contando y manejaba a maravilla dos cajas a la vez: la suya y la del armador. Dio cima a este menester con el aplomo de un hombre. Al amanecer, mandó a Ezra al telégrafo para que comunicara su partida a Knoff y para tomar conocimiento del boletín meteorológico.

Reunidos todos los trabajadores de las peñas, procedió a pagarles sus haberes por turno. Beret y Josefina de Kleiva fueron espléndidamente retribuidas con arreglo a sus méritos, y a sus hermanitas les dio un escudo de propina. Todo estaba debida mente presupuestado y equilibrado en las diferentes partidas.

A mediodía, dio fin el pago de jornales. Ezra volvió con el pronóstico del tiempo. Las perspectivas no eran muy halagüeñas; anunciaban lluvia y niebla en alta mar. De todos modos, no precisaba claridad, pues no recalarían en el fiordo grande.

—Ahora, necesito que me remolquéis afuera —dijo Eduardo.

—¿Remolcarte, ahora? ¿Salir afuera por la tarde? —exclamaron Carol y Joaquín.

—Es necesario —replicó Eduardo.

Fue en busca del cable y se dirigió hacia el ancla seguido de Teodoro y Ezra. Al ver los otros hombres que la cosa iba de veras, se apresuraron a prestar ayuda, deponiendo sus reparos.

El barco fue remolcado con inesperada facilidad. Al adentrarse en la bahía, encontraron un poco de brisa que les indujo a izar la mesana, y en pleno crepúsculo, surcaron, al fin, alta mar.

Cuando los tripulantes del remolque subieron a bordo del Hermine para cobrar el flete, ayudaron a izar la vela mayor. Joaquín había abrigado hasta el último momento la esperanza de incorporarse a la tripulación del barco y preguntó si Teodoro y Ezra bastarían para la travesía. Eduardo respondió que no precisaba más gente en su nave. Esto no significaba que Joaquín quisiera ir con ellos, pues pensaba salir al mar con su red, advirtió el otro. Como aludiera a su dinero, Eduardo le entregó un par de escudos, diciéndole que le guardaría el resto. Y Joaquín no obtuvo un céntimo más, a pesar de sus reclamaciones.