Cuando los dos amigos se separaron, Eduardo regresó a Fosenland, donde le guardaban su mochila y su ajuar. En Trondhjem, había olvidado algo que ahora lamentaba, y en Doppen había repartido entre gente extraña los regalos adquiridos en Bergen para llevarlos a casa: el bonito vestido para su madre y los zapatos y las chucherías para sus hermanos. Ni siquiera les había escrito ni le había enviado dinero a su padre. Desde Trondhjem pensó remitirles algún presente; pero acabó olvidándose también. Ahora, se avergonzaba de ello. Su familia esperaría noticias con ansiedad. Su padre debía estar profundamente disgustado y su madre pasaría los días repitiendo con dulce esperanza: «¡Hoy llegarán noticias!».
Pero los días pasaron sin que llegara la anhelada carta.
Le entristecía pensar que su hermano Joaquín, que habría crecido mucho y que llevaría unos vestidos cortos, ya no se alegraría al recibir la chaqueta nueva que le compró.
Al llegar a la factoría, le preguntaron si deseaba quedarse; pero él anunció que sólo iba para recoger cosas. Knoff exclamó al verle:
—¡Hola! ¿Ya estás aquí otra vez?
Y se alejó al punto, elegante e imponente, como siempre.
El tonelero le contó que Haakon Doppen había estado en la factoría, de compras. Continuaba igual que antes, pues apenas si había cambiado. Primeramente, se negó a tocar el acordeón, y sólo después de haberle invitado a beber algunas tazas de café y va rías copas de aguardiente, accedió a interpretar algunos bailables. Los amigos le decían para agasajarle:
—Bien se ve que no has olvidado tu arte.
Eduardo se quedó el domingo y el lunes para marchar al día siguiente. Pero el martes decidió quedarse; escribió una carta y envió dinero a su casa. Esto le aligeró la conciencia y le infundió una alegría desbordante que se tradujo en el propósito de adquirir muchas cosas para llevárselas a su familia al día siguiente.
Se preparaba para partir cuando tropezó con Knoff, quien le dijo:
—¿Pero se puede saber cuándo vas a ponerte a trabajar? Siempre te encuentro dando vueltas.
—No tengo ninguna prisa por trabajar —respondió Eduardo.
—¿Acaso piensas hacer el grande?
—Eso precisamente, no. Pero…
—Pero ya sabes que aquí el que no trabaja no tiene derecho a comer.
—Yo no como de su pan.
—¿Pues de quién entonces?
—Estoy en casa del tonelero y le pago mi pensión.
Knoff guardó silencio un momento, y luego, quiso recoger velas, diciéndole:
—No lo creía así. ¿Dónde has estado todo esté tiempo?
—En Trondhjem y Levanger.
—Muy bien. Ya sabes que por mí puedes instalar te en mi casa, como antes. Y si quieres alistarte para ir a las pesquerías de Lofot, te daré jornal completo. Y, a propósito: ¿Has pasado por el embarcadero al venir? ¿No sabes si va a morir pronto aquella gente?
—Que yo sepa, no.
—De haber pedido trabajo allí, te lo hubiesen de negado seguramente.
—No busco trabajo. He venido aquí en busca de mi mochila.
—¿Cuándo arrojaré al mar esa porquería de embarcadero? —exclamó Knoff obsesionado por este deseo.
La experiencia le había enseñado a Eduardo a aprovechar las ocasiones y ahora comprendió que era este el momento que él acechaba.
¿Por qué no ha establecido aquí la escala de los barcos?
—No quieren. No me dejan —gimió casi Knoff moviendo la cabeza.
—La culpa es suya.
—No sabes lo que dices.
—Se muy bien lo que hablo. Yo sé lo que usted debe hacer para conseguirlo.
—¡Pero si he removido cielo y tierra! —exclamó Knoff burlándose del muchacho.
—Lo primero que debe hacer usted es construir un muelle.
Knoff, que se disponía a meter sus manos en el bolsillo del pantalón, se quedó inmóvil. La sugestión había hecho mella en él.
—¿Te parece bien a ti? —prorrumpió al fin.
—Es la única manera de conseguir que los buques recalen en la factoría.
—¿Hacer un muelle? ¿Lo dices en serio? ¿Un muelle, un atracadero?
Eduardo vio claramente que era dueño de la situación.
—Lo increíble es que no se le haya ocurrido ya.
—Tanto como ocurrírseme, te diré… Pero… ¿cómo voy a tener la seguridad de que…? Me parece que…
Eduardo peroró como un técnico: no valía la pena preocuparse por la desviación de los barcos. La bahía tenía suficiente calado para cuantos buques arribaran, y además, ofrecía la ventaja de ser un puerto sin témpanos de hielo. Aquí reinaba la actividad y había mucha gente, mientras que el embarcadero estaba lejos de poblado y era una lengua de tierra sin condiciones.
—Construya un muelle y ya verá cómo los barcos, preferirán descargar aquí antes que hacerlo allá, bailando siempre y expuestos a los peligros de plenamar en días de mal tiempo.
—Ven conmigo. Quiero mostrarte… —comenzó a decir Knoff marchando febrilmente.
Bajaron a la playa e inspeccionaron la costa.
—El muelle debe construirse junto al bastión más extremo, porque además de haber bastante fondo para los vapores, es donde atracan las gabarras que traen harina y sal —afirmó Eduardo.
—Siempre pensé que era ese el lugar apropiado para construir el muelle —repuso Knoff ya más dueño de sí y señalando la extensión circundante.
Eduardo pasó por alto esta pretensión y tuvo el talento de no hacer resaltar la actitud incongruente de Knoff. La deferente conducta que al regreso observaba Knoff para con él colmaba su satisfacción. No bastándole a Eduardo lo sucedido se puso a darle consejos sobre los materiales a emplear y los sistemas de construcción en uso.
—No todos los muelles son iguales —le decía—. Los hay de piedra y también hechos en forma de empalizada.
—¡Será de piedra! —exclamó Knoff—. Quiero un muelle muy sólido.
—De piedra, le resultará más caro.
—Nada, nada, lo dicho —añadió, haciendo un gesto displicente con la mano—. Bueno, ya lo sabes, chico. Si quieres alistarte en la tripulación de mi barco, desde hoy percibirás la soldada completa. Ve, y despídete del tonelero. Toda mi gente ha de vivir en mi casa. Pronto será Navidad, y por Año Nuevo habrás de zarpar. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí, señor —respondió Eduardo.
Por fin, sus esperanzas eran realidad: había obtenido trabajo fijo en la factoría. ¿Qué intención perseguía aquí? Ninguna otra sino quedarse y trabajar. Sus recuerdos se habían reavivado poderosamente.
Se ocupó en diversidad de trabajos, al azar, tal como se presentaban. Nadie procuraba que hiciera algo determinado. Al dar comienzo la venta de Navidad, le llamaron a la tienda para prestar ayuda. Aunque no escribía muy bien, era un Satanás para calcular, precisamente lo que allí hacía falta. Además, sabía emplear la conversación adecuada a la idiosincrasia de los compradores, iba bien trajeado y lucía en los dedos no ya un sencillo anillo de oro, sino una sortija de serpiente con tres vueltas; de manera que Eduardo llenaba a pedir de boca su sitio en la tienda. Comía en el comedor, lo mismo que los otros mancebos, en compañía del amo y su familia.
Esto representaba una ascensión considerable que influyó poderosamente en su ánimo.
Un buen día, se presentó Luisa Margarita acompañada de su marido. Habían hecho el camino a pie en condiciones sumamente duras. Luisa Margarita llevaba las sayas cubiertas de nieve. Envuelta con tanta topa, estaba casi desconocida; desaparecía aquella su dulce ingenuidad. Eduardo la saludó inclinándose, como solía hacer con todos los clientes, antes de reconocerla. También examinó al hombre, cuyo rostro extraño tenía una remota semejanza con el retrato que vio en la estancia de Doppen; pero su aspecto era agradable. Lo que más destacaba en él era su rizado y hermoso cabello.
—¡Toma! ¿Tú aquí? —exclamó Luisa Margarita con franco acento.
Era su voz, pero llevaba la cabeza tan envuelta en un pañuelo que apenas pudo reconocerla. Se protegía las manos con mitones de lana, y aquella profusión de ropa que la ocultaba, en la que no faltaba el vestido que él le había regalado, la desfiguraba por completo.
—¿Quién es este? —preguntó el marido.
Luisa Margarita se lo dijo, y entonces se volvió a Eduardo con cara sombría:
—¿De manera que estuviste trabajando en mi casa? ¿Cuánto cobraste por tu trabajo?
—¿Cobrado?
—¿Qué te dieron por ello? —preguntó.
—La comida —respondió Eduardo.
—Eso es, la comida —afirmó Luisa Margarita.
—¿La comida… nada más que la comida?
Eduardo había aprendido a no dejarse sorprender, y dijo:
—Nada más pedí. En aquel entonces, yo era un vagabundo. Por lo tanto, me conformé a trabajar sólo por la comida.
Haakon interrumpió el interrogatorio, volviéndose hacia su mujer para preguntarle con aire de zumba:
—¿Ha podido hacer algo de provecho este individuo? Es de lo más fino que he visto.
—¡No seas así! —le dijo su mujer en voz baja.
Procedieron a hacer sus compras y guardaron los objetos en la mochila. Eduardo preguntó por los niños y fue informado cumplidamente. Haakon iba descubriendo conocidos suyos entre los demás compradores y enhebró conversación con ellos, mientras Eduardo y Luisa Margarita iban de un lado a otro del mostrador escogiendo la mercancía que ella solicitaba, y así hubieron de llegar al extremo del mostrador, donde al fin se hallaron solos; pero se limitaron a hablar de las compras, sin murmurar palabra alguna en secreto. ¡Ah! ¡Qué momentos tan felices vivieron los dos! No podían ser olvidados fácilmente.
Al fin, Eduardo preguntó:
—¿Estás bien?
Ella dirigió una rápida mirada atrás, y respondió:
—Sí, gracias, estoy bien.
—¿Qué le habrá parecido a él mi presencia aquí?
—Calla, he de ir en su busca…
—Aguarda un instante —dijo Eduardo—. Óyeme, Luisa Margarita, he estado esperándote.
Ella se limitó a mover la cabeza, sin contestar.
—Quisiera regalarte una cosa que guardo en el bolsillo.
—¿Has oído hablar mucho de él?
—Sí —respondió Eduardo.
—Pero le han indultado, al fin —dijo ella rápida mente—. Su conducta ha sido tan ejemplar que le han perdonado un año entero. ¿Te parece poco?
—Algo es —murmuró Eduardo, distraído.
—¡Con tal de que ahora no esté bebiendo! —dijo ella preocupada.
—¿No estará de conversación con una muchacha que tiene la cabellera roja? Esa no le dará nada.
—Sí —dijo Luisa Margarita—, la conozco. No es precisamente de las más inofensivas.
—¡Bah, déjalos en paz! —Eduardo hurgaba sus bolsillos y por fin halló lo que buscaba—. Toma este regalito…
—No, de ninguna manera, no me atrevo. Aguarda un instante. Voy a echar un vistazo y vuelvo en seguida.
Eduardo la siguió con la mirada al cruzar ella la tienda en dirección a la puerta. Había perdido su maravilla. Este duro e inesperado mazazo del Destino le anonadó despiadadamente, dejándole como un muñeco trapo. Tiró de un cajón del mostrador y se sentó al margen.
Ella volvió a entrar y dijo tranquilizada:
—Está con algunos amigos suyos. Enséñame una cinta de perlas… o mejor será una cinta de seda. He prometido una a mi pequeña.
Eduardo se puso a buscar lo pedido, con pensamiento absolutamente ausente, maquinalmente y sin darse cuenta de lo que hacía, sin hablar más que de los precios. Llegado el momento de pagar, la mujer hubo de ir en busca de su marido. Volvió a entrar con él como si tal cosa, a pesar de que se veía a la legua que el hombre había estado empinando el codo.
Haakon empezó a bromear amistosamente con su mujer.
—Tú has terminado ya. Ahora, me toca a mí. Mostradme unas cuantas pipas.
Eduardo depositó sobre el mostrador pipas y más pipas, para que escogiera a su antojo.
—Supongo, amiguito, que no harías nada malo en mi casa, ¿eh? —dijo Haakon.
Eduardo guardó silencio.
—¡Escoge una pipa! —intervino Luisa Margarita.
—Esto es pacotilla nada más —respondió Haakon—. ¡Búscame una tú!
—¡Esta! —dijo ella designándole una.
—¡Venga, puesto que tú la eliges! —Y dirigiéndose a Eduardo, dijo—: Si me la dejas barata, me la llevaré. Ahora, una libra de tabaco de Virginia, y habrás terminado conmigo. Te alegrarás, ¿eh?
Eduardo guardó silencio.
—¿Quieres decirme cuánto te debo por todo esto?
Eduardo citó el importe de la venta.
—¡Esto sí que lo has sabido decir aprisa! Pero en otras cosas no haces cara de saber gran cosa, ni abres la boca. ¿Tampoco hablaba cuando estaba en casa, Luisa Margarita?
—¡No seas imprudente! —le instó ella en voz baja.
—¿Imprudente? ¿Por qué no contesta? Ha trabajado en mi casa y…
—¡Paga de una vez! —le instó ella con insistencia—. ¡No vaya a hacérsenos tarde para el regreso!
Pagó él al fin, perezosamente. La cuenta era larga y abarcaba muchas partidas pequeñas. Eduardo tenía la cuenta en la cabeza; pero hubo de detallarla dos veces a su comprador, semiborracho. A mitad de la cuenta le interrumpió Haakon:
—Pero tú no hiciste nada malo, ¿verdad?
Eduardo le volvió la espalda para ponerse a las órdenes de otro comprador…
Cuando al cerrarse la tienda, por la noche, Eduardo pasó por delante del comedor, oyó que dentro había baile, amenizado por un acordeón, y descubrió a Luisa Margarita en la puerta. Los de Doppen no habían emprendido el regreso. Eduardo quería pasar de largo… El vacío que sentía en el alma y su desazón eran tales que… Además, nada le quedaba por decir a Luisa Margarita.
Ella le siguió, y le dijo:
—Nos quedaremos aquí hasta mañana. Les ha prometido tocar durante toda la noche. No importa, pues una vecina nuestra cuida de los niños. ¿Qué me has dicho antes? ¿Qué tenías algo para mí? El caso es que no me atrevo. ¿Qué me querías dar? No me lo querrás decir. Pero ya me lo figuro: tu retrato…
—¿No lo querrías?
—¡Qué duda cabe! Pero… bien sabes…
—No es mi retrato. No tengo ninguno.
—¿De veras? ¡Dios santo, qué bueno has sido para mí!
—Es tanto lo que te quiero —oyó él proferir a sus propios labios.
Ella movía la cabeza, sin pronunciar palabra alguna.
—¿Olvidaste ya lo que nos unió? ¿Es posible que lo hayas olvidado ya?
—Tengo miedo —murmuraron los labios de Luisa Margarita, mirando temerosa en torno suyo.
—¿No recuerdas ya lo que me dijiste aquella mañana?
—¿Qué te dije? —Que hubieras preferido guardarme más tiempo al lado tuyo.
—La pura verdad. Pero él volvía a casa, y era imposible. Me voy.
—Sí —dijo Eduardo, despechado—. ¡Ve a reunirte con tu marido!
—No es tan cabeza loca como lo juzgas, Eduardo. Debieras haberle contestado y decirle algo. No has sabido acogerle con prudencia.
Eduardo se puso lívido de cólera:
—¡Que se vaya al diablo… o… que venga, si quiere! ¡Aquí le aguardo!
—¡No, Eduardo, por Dios! ¡Debes guardarte de él! ¿Oyes? ¡Tengo miedo!
—¡Ja, ja! Ya sé que le cuesta poco trabajo esgrimir un cuchillo.
—Debes tener en cuenta que estaba borracho, y perdonárselo. Además, mató sin querer, y así lo juró por Dios.
Eduardo declaró, montando en cólera:
—No tengo ganas de permanecer aquí para estar hablando de él. Me interesa menos que la suela de mi zapato. Se lo puedes decir de mi parte.
—¡Eduardo, sé bueno conmigo también esta vez! —suplicó Luisa Margarita posando la mano en su brazo—. Olvídame. No te será difícil encontrar una moza que haga que me olvides para siempre… ¡Ahí está él! —murmuró echando a correr con pavor hacia la puerta de la cocina.
Haakon, que les había visto, le preguntó a su mujer por qué hablaba con aquel hombre. Eduardo no oyó la respuesta; pero a la luz de la lámpara del pasillo vio que la apartaba bruscamente, diciendo que iba en busca de Eduardo.
Este le esperó, decidido a todo. El choque fue fulminante, casi sin insultos previos ni blasfemias. Se arrojaron uno sobre el otro. La cólera que Eduardo había ido almacenando en su alma hizo explosión.
Con su puño descargó un terrible golpe tras la oreja de Haakon, quien se desplomó sobre la nieve como una masa inerte.
Luisa Margarita lanzó un grito y los bailadores salieron corriendo a la calle. Llegaban tarde para evitar la pelea. Todas las antipatías se concitaron contra Eduardo, aquel norteño que tan rápidamente prosperaba en la factoría. Al derribar al músico, les privaba de las delicias del baile. Eduardo no se intimidó al verse rodeado por aquel grupo hostil. Un mozo se le acercó más de lo conveniente, amenazándole. Haakon Doppen, que se sentía flojo por haber bebido bastante, se levantó avergonzado y deprimido. Luisa Margarita le sacudió la nieve que lo cubría. El contacto con la nieve parecía haberle devuelto su serenidad y su vigor.
—No creas que esto acabará aquí —le dijo a Eduardo, que permanecía inmóvil en su puesto.
Los dos hombres se disponían a agredirse de nuevo, entre insultos, mientras Luisa Margarita gritaba despavorida.
—¿Qué escándalo es este? —gritó, de repente, una voz.
Era Knoff. Su mirada iba de uno a otro, como interrogando a los presentes.
Alguien contestó que no sucedía nada; pero los demás optaron por decir la verdad.
Knoff clavó sus ojos en el forastero, diciéndole:
—Puedes quedarte aquí, si quieres. Pero a condición de irte a dormir ahora mismo.
—Dormiré o no dormiré —replicó Haakon.
—¡Cómo prefieras! —dijo Knoff.
Se alejó.
El respeto que Knoff infundía a todos, les obligó a obedecer en el acto. Llevaron a Haakon a la cama y la paz de la noche renació en torno a la casa.
Eduardo estuvo deambulando, al resplandor de la luna. Después de lo sucedido, la prudencia debiera haberle conducido al lecho, en demanda de reposo; pero se abstuvo de hacerlo al ver en la granja una lucecita que titilaba en el pabellón destinado a los forasteros. ¿Qué podía significar aquella luz? Nada, sino que todavía no era tarde. Alimentaba la esperanza de que Luisa Margarita saliese tal vez para conversar un rato. ¡Qué desamparo tan grande el suyo!, pensaba Eduardo. Allí, en la casita, permanecía Luisa Margarita junto a su marido sin poder asomarse. Y si saliera, ¿qué sucedería? No esperaba que ella le acariciase con su mirada amorosa por haber castigado a su marido, ni tan sólo que admirase su valor. ¡La humanidad estaba corrompida!
Él ya no significaba nada para ella. Augusto hubiera dicho en su lugar: ¡Que seas muy feliz!, y se hubiera quedado tan fresco. Pero él no podía olvidarla ni dejar de compadecerla por la tristeza que alberga aquella mujer en su alma. Hasta tal vez careciese de una chimenea para calentar el cuerpo aterido por la nieve que cubrió sus vestidos.
Por último se fue, y mientras daba vueltas al cobertizo de abajo no cesaba de reflexionar: «¡A qué he venido a esta tierra extraña! Mejor estaría en mi fiordo yendo a las pesquerías de Lofot en invierno y a Vesteraalen en verano; o también a pescar arenques a las pesquerías de Finmarca». Allí, podría hacer muchas cosas, y ser feliz, y hasta casarse con Ragna, y llegado el momento, se encargaría de la casa paterna donde podría criar algunos animales y atender los campos de patatas para cubrir las necesidades de su familia. Esto es lo mejor que podía hacer, pues no tenía necesidad de ir errante en una noche de invierno como aquella, martirizado por desazones amorosas.
Eduardo erró por aquellos contornos, sin rumbo fijo, sintiendo la nostalgia del terruño natal. Añoraba su caserío, su comarca, pobre, pero luminosa y jocunda en verano, y rica en cuentos y leyendas de hadas y gnomos en invierno. No había en la tierra lugar como aquel. Y, además, ¡tenía Ragna una boca tan linda, siempre sonriente cuando niña! Ahora, estaría hecha una mujer. Hasta los niños eran allí ángeles cuando reían. En cuanto a las bellezas naturales, es taba convencido de que en ninguna parte había montañas que sobrepasasen a las de su rincón. En marzo, llegaban los estorninos en bandadas, a las que Poco después seguían las de los gansos grises. ¡Oh, aquellos pájaros que alegraban el cielo y cuyo paso le enseñaron sus padres a saludar siendo niño con la cabeza descubierta, y firme y solemne en su sitio! Volvería a su lar, sí; iría en el barco de Knoff a las pesquerías del Lofot y de allí regresaría a su casa para siempre. Era cuestión de dos meses. Regresaría cuando los conejos y las perdices blancas del bosque comenzarían a pardear, cuando los arroyos palpitarían debajo del hielo y los sauces florecerían… Pero… ¿qué pajaritos eran aquellos que revoloteaban en torno a las casas y que no recordaba haber visto nunca en el Sur? Eran chiquititos, amarillo uno, gris el otro, y tan insignificantes que movían a risa. De pronto, experimentó una sensación de piedad por aquel par de animales, expuestos a los rigores invernales; pero, al par que caminaba, pensó que no valía la pena enternecerse por aquellos pájaros vulgares, el gorrión gris y el verderón amarillento, escapados de sus nidos. Y, para espantar su mal, comenzó a cantar.
—¿Qué hace usted por aquí cantando a estas horas? —le preguntó una voz.
Sus pasos le habían llevado junto al caserío, donde le salió al paso el ama de llaves, la señorita Ellingsen. La joven se cubría con un abrigo de piel, lo que indicaba que ya hacía mucho rato que permanecía fuera, tal vez observándole.
—Como usted puede ver, no hago nada. A última hora, se me ha ocurrido ir a ver si estaban cerradas las puertas del cobertizo. Por lo que veo, iba usted a hacer algo por el estilo.
—Quise tomar un poco el aire. Todo el día lo paso encerrada en casa.
Él intentó pasar de largo.
—¿Qué ha sido el alboroto de antes? ¿Ha reñido usted con ese Haakon Doppen?
—Eso ha sido.
—¡Que no es poco, Dios me asista! ¡Valeroso mozo, que se ha atrevido a tanto!
—Estaba beodo —dijo Eduardo con gesto displicente, lo que no impedía que el elogio de la señorita le halagase en su fuero interno.
La señorita Ellingsen no era del todo fea, bien lo sabía. Joven e inteligente, tenía a su cargo la dirección de toda la casa con varias muchachas bajo sus órdenes, desde el amanecer hasta morir al día. Su cuerpo perfecto y esbelto, sus ojos castaños y su seno turgente, y el perfume misterioso que de ella fluía en estos momentos, detuvo los pasos de Eduardo.
—Usted debe ponerse en guardia contra ese hombre —le advirtió ella—. ¿Está usted enterado de sus antecedentes?
—Perfectamente enterado —respondió él con acento indiferente—. Pero no por eso es más peligroso añadió con gesto convencido.
—¿Usted conoce a su mujer?
—Sí. En otoño estuve trabajando en su casa durante algún tiempo. Ella no tenía quien la ayudase.
—¿Se llevaron ustedes bien?
No cabía duda. La señorita Ellingsen había espiado sus movimientos, oído la conversación sostenida con Luisa Margarita y acaso también presenciado la riña desde una ventana.
—¿Que si nos llevamos bien? —respondió él—. Esa pobre mujer es una mártir. Pero no se quejaba, ni hablaba nunca mal de su marido.
—Usted se está enfriando. Permítame que…
Intentó cubrirle con su abrigo de piel; pero él se negó, riendo.
—Ya que no quiere, retírese pronto a casa. Le acompañaré hasta la puerta.
—Vaya una muchacha simpática y agradable —pensaba Eduardo mientras caminaban.
Al llegar al umbral de la casa, le dijo la joven:
—¿No me invita usted a pasar?
Él se quedó boquiabierto, sin responder.
—¡Buenas noches! ¡Ja, ja, ja!
Y la señorita Ellingsen se retiró riendo.
Amanecía ya cuando una bola de nieve arrojada contra la ventana despertó a Eduardo y al panadero. De un brinco, llegaron a la ventana; pero por más que miraron no pudieron ver a nadie. La luna se había ocultado detrás de los montes, y el día avanzaba perezosamente a través de la penumbra crepuscular. Eduardo se vistió a toda prisa espoleado por una poca esperanza. Salió de la casa con el alma en vilo. Sí, era ella, que le aguardaba detrás de la esquina que formaba el edificio.
—¿No dormías, Eduardo? —le preguntó.
—No, estaba despierto —contestó él, sorprendido.
—Mi marido está como enloquecido por la borrachera.
—¿Por qué me llamas? ¿Acaso quieres prevenirme, contra algún peligro? —preguntó Eduardo, agradecido.
—No es eso, no. Aunque en parte también hay algo de cierto en lo que supones. Sólo quiero rogarte que evites peleas, y que vivas alerta.
Y tras un momento de silencio, la mujer echó a correr hacia su aposento. Era evidente que trataba de impedir que su marido volviese a reincidir en hechos que motivaran una nueva condena infamante.
Eduardo volvió a acostarse. Se levantó, ya avanzado el día, firmemente resuelto a alejarse de aquel malhadado lugar para regresar a su ensenada lo antes posible.
Su padre le había escrito agradeciéndole el envío del dinero. Era una ayuda providencial. Lo invertiría en comestibles para el invierno, en una techumbre nueva para el cobertizo y en vestidos para las niñas, que había encargado a Josefina de Kleiva, hábil costurera. Le escribía Joaquín, que era un portento de sabiduría, hasta el punto de superar a Eduardo. Joaquín era un mozuelo pecoso y muy formal, a la par que muy ducho en echar llaves y zancadillas. El mismo Joaquín le decía que se había alistado en la tripulación de Carol para ir a las pesquerías de Lofot y que después, pensaba concurrir a la pesca del aren que. A pesar de haber cumplido sólo catorce años en agosto, le pagarían soldada entera.
Efectivamente, Joaquín era un joven de grandes aptitudes, y el mismo Eduardo lo reconocía así. No era de los que se lanzan a locas aventuras en pos de sueños vanos.
Cuando Eduardo se incorporó aquella mañana a su puesto para comenzar la venta, le aguardaban ya varias compradoras. Luisa Margarita y su marido se hallaban en la sección de ferretería. Ella mostraba evidentes deseos de marchar y le tiraba del brazo; pero él se desprendió de ella y se dirigió al mostrador. Al ver a Eduardo, puso la mochila en el suelo.
—Queríamos marchar anoche mismo —comenzó diciendo Luisa Margarita—, pero hemos tenido que quedarnos porque ayer olvidamos comprar algunas cosas.
Resultaba evidente que el sueño había desvanecido los afectos de la borrachera en la cabeza de Haakon.
Se mostraba como avergonzado, y aunque con gesto rudo, se limitó a pedir lo que deseaba. La moza de rojos cabellos que el día anterior había estado con él, entró en la tienda y se encaró con un mancebo pidiendo algo.
Luisa Margarita palideció al verla, y se situó de modo que su marido no la descubriese. La animad versión se unía a sus celos de esposa.
Eduardo, que había reflexionado sobre lo sucedido la noche pasada, no dejaba de compadecer a Haakon. Comprendía que sus sospechas eran lógicas, y que tenía suficientes motivos para demostrarle su antipatía No en balde había pasado varias semanas viviendo bajo el mismo techo que su mujer. Haakon tenía razón para pensar mal.
Al descubrir a la pelirroja, le dijo Haakon:
—Oye, tú, ayer te fuiste del baile muy pronto.
—No podía esperar. ¿Y cómo acabó la cosa? —preguntó ella.
—Pregúntaselo a ese, al de las sortijas de oro.
—Sé prudente —le aconsejó su mujer.
Haakon la obedeció; pero su calma era aparente. De pronto, se volvió hacia Eduardo, diciéndole:
—Ayer nos peleamos, camarada.
Eduardo, compadecido, se limitó a contestar:
—Lo sucedido no tiene importancia.
La respuesta irritó aún más a Haakon, que no se conformaba a comer en el mismo plato. Además, la Presencia de la pelirroja le excitaba. Para él no carecía de importancia el hecho de que el otro le hubiese derribado a puñetazos. Tampoco le gustaba que aquella moza creyese que era una diversión fácil tumbarle al suelo.
—¡Conque no tiene importancia…!
Eduardo guardó silencio.
—¡Puede que la tenga! —afirmó Haakon.
Y se echó a reír, mirando a la pelirroja.
—¡Bueno, ya estamos listos! —dijo Luisa Margarita.
—Pues, sí, Luisa Margarita, yo no soy como tú me quisieras, ni tan guapo, ni tan fino, ni llevo cuatro anillos en los dedos como alguien que yo me sé y cuyo nombre no quiero decir —le dijo a su mujer mirándola.
—¡Pero Haakon, por Dios! —gimió ella.
Haakon cogió de pronto la mochila, la cargó rápidamente sobre sus espaldas y se fue hacia la puerta de salida, escoltado por Luisa Margarita. Eduardo oyó cómo le decía al irse:
—Quisiera saber si ya llevaba todos esos anillos cuando trabajaba en mi casa.
Tras la venta de Navidad, vinieron las fiestas y luego, enero, seguido de febrero. Eduardo recibió entonces la orden de inspeccionar el barco y tenerlo aparejado para la partida.
—¿Quién es el patrón a bordo? —preguntó.
—Ya vendrá —respondió Knoff.
Esto eran pequeñeces, y Knoff carecía de tiempo para ocuparse de ellas. Ya vendría el patrón, o quizás no viniera, y acaso no lo hubiera; pero a Knoff le reclamaban muchas ocupaciones en otra parte. Tenía empleada su propia caballada, y la requisada en toda la comarca, para el transporte de piedra desde una cantera enclavada en un lejano despoblado hasta la punta extrema del bastión, donde ordenó acumular piedra sobre piedra, destinada a la construcción del muelle. La construcción se aceleraría sensible mente si pudieran superponer grandes bloques de piedra en línea. El muro extremo fue construido a quince codos de profundidad, trabajo que requirió la presencia de buzos venidos de Trondhjem, amén de albañiles y peones, grúas, alijador y demás material rodado. ¿Costo? ¡Colosal! Los preludios de su esforzada empresa los saboreaba Knoff todos los sábados, al pagar el jornal a diez hombres con sus respectivas cabalgaduras por el acarreo de la piedra, y a otros tantos por hacer saltar los bloques en la cantera la montaña.
Cercano ya el día de la partida de los pesqueros, Eduardo recibió orden de alistar la tripulación del barco, y como alegara que tal menester era de competencia del patrón, Knoff se limitó a responderle con vaguedades. Resultó que el patrón no vino; el hombre que debía tomar el mando había dejado de acudir, por lo que no quedaba otro remedio que confiar el barco a Eduardo.
—Yo no puedo —dijo Eduardo.
Knoff consultó su reloj; el tiempo le venía justo, y le hizo la siguiente manifestación:
—No tienes más que gobernar, siguiendo al bergantín que conduce mi veterano patrón. ¿No me dijiste Que ya habías estado en las pesquerías de Lofot?, pues tú comprarás allí la pesca. El dinero te lo darán en el bergantín. Para ello ponte de acuerdo con el patrón.
Y como Eduardo insistiese en sus objeciones, replicó Knoff:
—Supongo que no pretenderás que el barco se quede en casa, ¿verdad?
—De ninguna manera, pero…
—Yo no tengo tiempo que perder. Quiero que conduzcas el barco.
Era un puesto de honor que le ofrecían y Eduardo depuso al fin su resistencia. Desde luego, Augusto le había enseñado ya a gobernar un barco, de manera que ninguna dificultad habría de surgir por este lado, y los conocimientos cartográficos, necesarios para un viaje al Norte, tampoco le eran desconocidos, razón que le indujo a arrostrar la empresa.
Siguió a Knoff, y le dijo:
—En el cobertizo tiene una red grande, ya vieja. ¿Cuánto quiere por ella?
—¿La red del arenque? ¿Para qué la quieres?
—Quisiera tenerla.
—Knoff reflexionó un instante, y le dijo:
—Puedes llevártela. Ya hablaremos del precio más tarde.
Una gran demostración de confianza por parte del amo, pues no era asequible a todo el mundo obtener red de arenque por su bella cara nada más. Claro está que no; pero tampoco un cualquiera era capaz de concebir la idea luminosa de construir un muelle como había sugerido Eduardo.
Era inminente el momento de la partida. Fue preciso, pues, atender a los últimos detalles, hacer provisiones de boca; subieron a bordo aguardiente y rosquillas y de todo. Eduardo hubo de despedirse también cumplidamente de la señorita Ellingsen, con la que mantenía buena amistad. El diablo sabría porqué; pero ella atribuía a esa amistad exagerada trascendencia, como si hubiera de ser eterna. No bebía él los vientos por la señorita, no se había enamorado de ella; pero le halagaba muchísimo el afecto que le demostraba la joven ama de llaves, con preferencia a todos los muchachos de la tienda. Esta circunstancia contribuyó extraordinariamente a elevar su propia estimación.
No tardó en hacer buenas migas con Norem, el patrón del bergantín, un viejo de barba gris, lujosamente instalado en su casita del valle, adonde fue invitado Eduardo un día, que pasó entero, espléndidamente tratado. Más tarde, Eduardo pudo atisbar el significado de tal acogida. El patrón tenía sólo hijos, de manera que carecía de hija casadera; pero le interesaba, no obstante, asegurar la amistad de Eduardo por otra cosa.
Zarparon al fin, el bergantín a la cabeza y el yate Hermine, patrón Eduardo Andreassen, detrás. Navegaban sin dificultad sobre un mar apacible y perezoso, amparado por una mano de estrellas. Eduardo bajó a tierra en Bodö, a comprar regalos para los de casa, una falda y un vestido para su madre, calzado y varias chucherías para los demás; su corazón se henchía de felicidad al imaginar el momento de mostrarles los regalos e írselos entregando uno a uno; sus hermanas extenderían sus manitas en acción de gracias.
Invirtieron sus tres buenas semanas en la travesía, pues el tiempo se mantuvo invariablemente bonancible. Por fin, llegaron a Skroven, rico poblado en el que no carecía Eduardo de algunos conocimientos. Acababa de dar principio la temporada de la pesca. Poca gente, pues, quedaba en los hogares. Tenían orden de Knoff de estar al corriente del movimiento en las pesquerías de Lofot occidental, e incluso poner la proa hacia Oeste si fuera preciso.
Al divisar la arribada de la embarcación de ocho remos, de Carol, con su tripulación, todos ellos vecinos de su fiordo, Eduardo sintió repercutir una inefable conmoción en su pecho. Su hermano Joaquín estaba hecho ya todo un hombre. Tenía el puño fuerte de la familia y el rostro redondo y pecoso que Mera peculiar. El encuentro fue muy celebrado. Los hombres de su fiordo no volvían de su asombro al ver a Eduardo convertido en patrón de un yate forastero y comprador de pesca, además. ¿Cómo era posible maravilla tal? ¿Había heredado de algún inglés o estuvo en tierras del Canadá? La tripulación en peso acudió a bordo del yate de Eduardo, que les obsequió con aguardiente y rosquillas. También es taba presente. Teodoro, el del braguero. Como este había participado en la expedición a Bergen y era, por consiguiente, el que había estado más lejos entre todos ellos, le fue dado exteriorizar su admiración por Eduardo:
—Ese cuerpo encierra mucho bueno, puedo asegurarlo.
Teodoro preguntó por Augusto.
—Augusto era una maravilla. Si se estrella contra un arrecife en el mar, de pronto le nacen alas y vuela a tierra. Un día está en Riga, al siguiente tropiezas con él en Levanger, y cada vez más y más rico —contestó Eduardo.
Los pescadores le escuchaban, admirando el ajuar del joven patrón, que hubo de mostrarles la sortija de serpiente para que se convencieran de que tenía tres vueltas. Carol no pudo menos que exclamar:
—¡Está visto que no hay como salir al mundo Para llegar a ser alguien!
Uno de los tripulantes de la barca, el viejo Mariano, terció:
—Tú, Carol, en cambio, eres alcalde de nuestro municipio, y nos parece muy bien. Pero, al fin y al cabo, ¿qué somos? ¡Polvo y ceniza!
Preguntaron a Eduardo si iría a las rompientes de su bahía para secar el pescado, propósito que les fue confirmado. Entonces, le preguntaron qué jornal percibirían, y Eduardo les respondió que les pagaría la soldada acostumbrada en los demás secadero Le dieron gracias por su obsequiosa acogida, y se retiraron.
Joaquín se quedó a bordo, y le dio noticias de la familia y las gracias por el dinero mandado. El cobertizo tenía ahora una cubierta nueva y las niñas iban a la iglesia muy bien vestidas. La madre había estado muy achacosa todo el invierno y el día de la partida de Joaquín yacía en cama; pero no era nada de cuidado. El padre estaba muy fuerte y aquel invierno había inspeccionado ya toda la línea telegráfica. Por lo demás, no había mucho que contar en la comarca. Es decir, sí: habían hecho alcalde a Carol. El traficante que desempeñaba antes el cargo se empeñó en construir un camino. Carol se opuso a ello, alegando que no podían permitirse tal dispendio. Dimitió aquel y los vecinos eligieron a este.
—Algo hay también que contar de Carol —añadió Joaquín—. Su mujer está trastornada.
—¿Cómo ha sido eso? —preguntó Eduardo, picada su curiosidad.
—Pasa el tiempo profiriendo incoherencias. Está como loca y parece que la han embrujado.
—¿Quién? ¿Ana María?
—La misma. ¿Qué te parece? ¡Ella, siempre tan dispuesta y valiente en invierno, cuando los hombres estaban en las pesquerías! ¡Ella, que tenía valor para matar un ternero! Nadie se lo explica. Ahora, no cesa de decir que oye desde el pantano a Skaaro, que clama y pide reposo. Cuando regresó Carol y le eligieron alcalde, ella le pidió que convocase a toda la comarca, para excavar el pantano y extraer a Skaaro. Está obsesionada por la desgracia de Skaaro, a pesar de que ella hizo cuanto pudo por salvarlo. Puedes comprender el estado de ánimo de Carol, que a duras penas se atreve a alejarse de casa…
Eduardo mostró a su hermano todos los regalos que quería llevar a casa en primavera; entregó a Joaquín una navaja de hoja rutilante, oculta en su vaina, y le invitó a descender a la estiba para enseñarle la red.
—¡Coge esa red de arenque! —le dijo.
Joaquín hizo un gesto de incomprensión.
—¿Que la coja? —preguntó, acercándose a la red, que se elevaba ante sus ojos cual la masa imponente y terrosa de una montaña—. ¿Has dicho que la coja? —volvió a preguntar.
—Cógela, es para ti —exclamó Eduardo con orgullo.
Joaquín se mostraba asombrado.
Rieron los dos. De pronto, la mirada de Joaquín se volvió jubilosa y soñadora, él era ahora dueño de una red que le permitiría situarse en el centro de un corro de hombres, a cada uno de los cuales señalaría su puesto; extendería la red sobre un bajo y aprisionaría en ella un tesoro, cuya mitad pertenecería al dueño de la red… Los dos hermanos estuvieron tapiando de la red, comentando su longitud, procedencia y precio. Joaquín hubiera querido llevársela en: seguida; pero una red de arenque no es un pañuelo de bolsillo, sino un lastre muy pesado, y con vinieron en que la embarcación de ocho remos de Carol viniera en su busca para trasladarla a tierra y depositarla en cualquier cobertizo.
Fueron sucediéndose los días, con pesca todavía mala y tiempo variable. En el yate de Eduardo todo estaba a punto para el destripamiento del pescado. Pero la pesca siguió siendo mediocre. Eduardo compraba cuanto podía, más aún era insuficiente para llenar la estiba.
El patrón Norem le dijo que tenía noticias de que en el Oeste tampoco era más abundante la pesca; pero como no acudían compradores por allá, juzgaba pena la oportunidad para izar el trapo con rumbo Oeste. Antes de marchar, le dejaría dinero en abundancia. El viejo le hablaba en tono de paternal amistad y Eduardo se mostraba impresionado.
—Antes de que mi bergantín zarpe, he de decirte algo que no tiene gran importancia. Pero creo que hemos de ponernos de acuerdo. Oye, Eduardo, llevo doce años comprando pesca para Knoff sin que nunca haya pasado nada entre nosotros. Ni tú ni yo somos tontos y no debemos quedarnos a mitad del «mino. No tiene nada de particular que una embarcación pague la pesca un chelín más que otra. Además, el armador no puede seguir al día la cotización del pescado. Knoff lleva demasiados asuntos en la cabeza para averiguarlo. Si tú y yo nos ponemos de acuerdo podremos dar un precio a la pesca que nos, convenga. Al fin y al cabo» haremos lo que hacen todos, y Knoff ignorará que le defraudamos. ¿Qué te parece, mi joven y buen amigo?
Eduardo tardaba en contestar.
—Si obtenemos dos chelines de rebaja, nos los repartiremos —prosiguió el viejo.
—Perfectamente. Pero, ¿cuándo se compra el pescado con dos chelines de rebaja? —preguntó Eduardo—. Nunca, porque para algo existe la cotización diaria.
—Te falta experiencia —repuso Norem—. Como nosotros establecemos el precio, lo fijaremos cada día dos chelines más alto en las cuentas que hemos de entregar a Knoff. Así nos quedará un bonito margen.
—¡No está mal ideado! —exclamó Eduardo, que recordaba que Augusto le había dicho una vez que en la compra de pescado siempre quedaba algo para el propio bolsillo.
—Esta es la manera de obtener nuestro beneficio —continuó Norem—. Knoff no pedirá a otras embarcaciones la comprobación de los precios, y si la pide no sacará nada en limpio, pues todos hacen lo mismo.
—Pues si ha de pasar así… —resolvió Eduardo, comenzando a deponer sus reparos.
—Así sucederá —respondió Norem, que era un hombre respetable, un hacendado con casa propia—. Todo estriba en que vayamos de acuerdo, y aunque nos separemos y yo haga con mi bergantín rumbo al Oeste, no creo que los precios de allá sean diferentes a los de aquí.
Al despedirse, el patrón Norem le estrechó la mano a su joven y querido amigo, y Eduardo cerró el trato con un gesto que casi equivalía a un juramento. ¿Qué otra cosa podía hacer él?
Aun en el caso de que se decidiese a descubrir la trampa al armador, este no habría de creerle, con toda seguridad, por ser Norem un veterano de toda su confianza. Además, ¿de qué le serviría a Eduardo la pretensión de aparentar mejor hombría que los demás e intentar atravesárseles en el camino? No cabía ninguna duda de que Norem era un pícaro redomado, que explotaba las demostraciones de hospitalaria amistad que le había prodigado en su morada para iniciarle más tarde en sus rateriles manejos.
Así eran los hombres.
Se presentó, al fin, pesca abundante, y Eduardo compraba y compraba, sin cesar, y las monedas de dos chelines iban acumulándose en un cajón secreto su mesa, hasta que, hacia mediados de marzo, el estallido de una tempestad imponente, obligó al paro general. Durante tres días seguidos, tuvieron que soportar la tormenta, que fue horrenda, poniendo en conmoción mar, tierra y hombres. Preludio de la tempestad fue una bonanza silente, una placidez que ningún rumor, ni el más leve murmullo, turbó. Un silenció de muerte imperaba en todos los ámbitos, e incluso las aves marinas enmudecieron. El mundo entero parecía haber expirado. Esta misma impresión de inmovilidad constituía el síntoma más terrible. Nada existía aparte de un marasmo desconcertante y atrofiador de los sentidos. El tránsito de doce horas sumió al mundo en un abismo profundísimo, en un desquiciamiento universal, enervante, desfalleciente y embotador… Acá temblaba un insignificante y minúsculo tallo de hierba, nacida en el techo de un cobertizo; allá soplaba una ráfaga repentina que agitaba las aguas, y las olas parecían revivir a su impulso. De pronto, de la lejanía, llegó algo así como una invisible y extensa cola rozagante; como avalancha de espíritus suave y traicionera que envolvió al mundo, y el estridor de un silbido prolongado e intermitente hirió los oídos. Era el preludio de un coro de monstruosas fieras que, de pronto, prorrumpieron en discordante acorde de rugidos que atronaban los espacios, un estrépito ensordecedor de trombones, lamentaciones graves y profundas de órganos Monstruosos que lanzaban mugidos y bramidos apocalípticos. Durante un lapso de varias horas el mar se desató en furia loca, epiléptica, irrefrenable.
Los hombres pudieron precaverse de la tormenta desguindando aparejos, reforzando las amarras y asegurando los techos de algunos cobertizos y atarazanas con cables metálicos. Al tercer día, cesó la furia de los elementos; la tormenta, al alejarse dejó tras de sí el incansable rodar del mar rugiente bajo la silente mirada de una media luna que, entre vellones errabundos, guiñaba un ojo. El peligro había cesado.
Una semana tardó en reanudarse la pesca, en gran parte por culpa de los mismos pescadores. Acudieron en busca de los arenques a los mismos emplazamientos de antes, y no los hallaron; bogaron más lejos todavía, y tampoco los descubrieron. Hubieron de resignarse, pues, a bogar parsimoniosamente, de retorno a la costa, y entonces tropezaron con un enjambre de peces que volvían a salir hacia el mar. Los pescadores comprendieron que habían huido de la galerna para refugiarse en las proximidades de la costa. Esta circunstancia favoreció la rica pesca recogida durante las dos semanas siguientes, que Eduardo supo aprovechar para comprar sin tasa y trocar las monedas de dos chelines por billetes, que, a su vez, no tardaron en aumentar el volumen incipiente de su cartera.
Por Pascua, Carol decidió zarpar con sus hombres para pasar un par de días en casa y ver si había mejoría en el estado de su mujer. Joaquín aprovechó esta favorable coyuntura para cargar en la embarcación de ocho remos la red de arenque con rumbo al fiordo del Oeste. Eduardo le entregó unos cuantos escudos, procedentes de las piezas de dos chelines acumuladas, para su padre. Este, que casi nunca descosía los labios, acogía siempre las ofrendas de su hijo con gesto conmovido.
Pasó Pascua; pero Carol y sus hombres no volvieron. La pesca se reanudó en seguida, pasada la festividad, y Eduardo volvió a comprar con crecientes bríos. Transcurrieron otros siete días sin que Carol regresara a Skroven. ¿Qué les habría sucedido? Eduardo telegrafió y el décimo día después de Pascua, Joaquín le contestó que había cobrado abundante pesca con su red en Hommelviken, donde había arenques muy hermosos. Allí habían acudido varios compradores, y tenían, además, sal y barriles. La tripulación de la barca no volvería aquel invierno a Skroven. Saludos…
No fueron pocos los comentarios, hablados y escritos, que motivó la pesca del arenque, enviada por la Providencia en mensaje extraordinario y maravilloso.
Aquel diablo de Joaquín tenía siempre puestos los ojos en su sitio y ahora no vivía para nada que no tuviera relación con su red. Durante el viaje de re torno, al llegar a Hommelviken, divisó unos pájaros y los surtidores de un par de ballenas con rumbo hacia la costa. Joaquín, que por haber participado el año precedente en la pesca del arenque conocía el síntoma, gritó a Carol que hiciese alto. Carol, ansioso de llegar al lado de Ana María, no se mostró muy dispuesto a ello; pero pájaros y ballenas encierran gran interés para todo norteño. Accedió Carol y celebraron un consejo. Era preciso obrar rápida mente. La veloz maniobra consistente en llegar hasta allí con una embarcación de ocho remos, arrojar un cabo de la red a tierra, para sujetarlo fuertemente a una peña, y prepararse, en el instante oportuno, a aprisionar a la bandada de arenques, fue una hazaña maravillosa, de la que los mismos actores se admiraron, una vez consumada, sin acertar a volver de su asombro. Ballenas y pájaros se acercaban a toda prisa. ¡Con tal de que no se les ocurra ahora cambiar de rumbo! Joaquín, dueño de la red, estaba atento al instante decisivo. Quería aprisionar a la bandada en un arco exterior, tendiendo la red entre dos orillas. Las aves llegaron, al fin, a cernerse sobre sus cabezas. De pronto, se vieron rodeados de arenques por ambas bandas.
—¡Remad! —ordenó Joaquín.
Y todos empuñaron los remos como un solo hombre para remar materialmente en una superficie de arenques y abrirse paso entre los peces.
Advirtió Carol que estaban describiendo un arco excesivamente pequeño para cobrar rica presa. Joaquín, gritó:
—¡Rumbo a tierra otra vez, en línea recta! ¡No quiero coger las ballenas en la red!
Aquello fue maravilloso. La nutrida bandada de peces fue quebrada por la red, y las ballenas siguieron a la zaga de la columna que había quedado fuera, desviándose mar adentro. Al alcanzar la red el extremo opuesto de la ensenada, todavía le sobraban algunas brazas de su longitud.
La bandada de arenques había quedado, pues aprisionada en la red, pero los hombres hubieron de trabajar hasta la noche para asegurársela por todos los medios. No tenían ningún catalejo, pero sabían muy bien que el terreno era blanco y limpio en Hommelviken. Las amarras hubieron de ser reforzadas en tierra por exigirlo el enorme peso de los arenques aprisionados en la red. ¡Con tal que esta no cediese!
Por fin, los arenques fueron irremisiblemente aprisionados. La tripulación de la barca había sido favorecida por la suerte. En opinión de Carol y de otros hombres entendidos, debían dar gracias a la galerna, que había arrastrado a ballenas y arenques hacia la costa. En la ensenada, todo el mundo recordaba con horror los angustiosos días de la pasada tormenta, que había estallado con ímpetu tal que los ancianos aseguraban no haber conocido otra igual en su vida. Una mujer que acarreaba leña en el bosque había sido arrastrada por el huracán con su cabalgadura. Una techumbre acá y toda una casa acullá habían volado al mar…, y la gente se agrupaba temblorosa para orar en coro e impetrar la gracia divina. Y Ana María, ya fuera de sí, antes, hubo de buscar ahora refugio en el lecho y ponerse una mordaza en su boca para retener algo que pugnaba por franquear los labios.
¡Ah! Pero apenas pasada la tormenta, los hombres volvieron a recobrar el perdido aplomo, no sin avergonzarse un tanto de haber clamado a Dios. Es más, la llegada de Carol y su tripulación, a raíz de la festividad de Pascua, con las ropas cubiertas de es camas de arenques, que acababan de cobrar profusamente, y la consiguiente promesa de abundante dinero, contribuyó a levantar los decaídos ánimos de la mísera comarca, a tal extremo, que incluso Ana María abandonó el lecho, arrancó la mordaza que obstruía su boca y participó de la alegría general durante buen espacio de tiempo.