Capítulo VI

A pesar de estar sólo a mediados de noviembre, el bergantín Alegría del Sol estaba ya de retorno y había empezado a descargar todo su cargamento.

Como quiera que entre los tripulantes eran varios los avecindados en Trondhjem, Augusto fue autorizado a albergar a bordo a Eduardo, muy contentos ambos de volverse a ver. Los dos tenían muchas novedades que comunicarse.

Augusto llevaba muchos anillos en los dedos y una cadena de oro en el pecho. Ni por un instante pensó en subir a Froland para llevar un barco al Lofot, pues acariciaba otros planes. Augusto aludió a sus proyectos con mucho secreto; pero no pudo por menos que revelar a Eduardo que estaba en camino de ganar fama casi mundial.

—Dentro de pocos días habrá mercado en Levan-Ser, ¿no es cierto?

—¿Qué te propones hacer allí?

—¿Allí? ¡Tú verás!

—Ni una palabra más, por ahora.

Pero Augusto señaló con el gesto en torno suyo a bordo del bergantín Alegría del Sol, dejando traslucir que en todas partes había ocultado cosas valor.

Al atardecer extrajo de un escotillón una caja llena de cigarros, la envolvió en un paño y se la dio a Eduardo.

—Tenemos que venderla en algún sitio. Pero tú no digas nada a nadie.

Fueron a un estanco, donde Augusto se habría personado ya anteriormente, a juzgar por su familiar saludo; pero la sorpresa de Eduardo fue grande al ver que casi no sabía una palabra de noruego, haciéndose comprender por signos. Abrió la caja de cigarros, mostró la mercancía, la olió, claveteó la caja con un magnífico cortaplumas e hizo entrega de la mercancía. Acto seguido, percibió el dinero, que Augusto metió en su bolsillo con gesto displicente, Al marchar, preguntó al estanquero:

—¿Speromaske?

—Sí —le contestaron.

—¿Has vendido los cigarros? —le preguntó Eduardo al salir a la calle.

—¡Bah! Poca cosa esta vez, un par de cajas —dijo Augusto—. He querido hacerle un favor.

A la tarde siguiente, vendió una docena de cajas en una tienda de comestibles. Eduardo fue portador de ellas y cerrado el trato en la trastienda, donde Augusto abrió las cajas y mostró los cigarros al industrial, invitándole a aspirar el aroma, a la vez que tendía la mano en demanda del dinero, dijo:

—¿Speromaske?

—¿Qué significa esa palabra que pronuncias siempre al despedirte? —preguntó Eduardo.

—Que espero hacer más negocio —le respondió Augusto—. Yo paso por ruso. Ahora, vayamos de prisa. Todavía podremos hacer una salida, a pesar de que la noche está encima.

Eduardo llevó otra docena de cajas de puros a una pequeña tienda, donde una señora se hallaba detrás del mostrador. En las estanterías aparecían paquetes de cigarros y también botellas de vino. La señora les acogió sonriente y les condujo a una habitación aneja con sofá, sillas y mesas. Frisaría en los treinta. Que esbelta, expedita de movimientos y agraciada de rostro. Les sirvió vino, bebieron, y Augusto le dijo palabras extrañas; pero Eduardo no descosió los labios. La señora no podía pagar los cigarros en aquel momento; pero la risa de oro de la dentadura Augusto le hizo comprender que esto era lo de menos. Podía esperar hasta «más entrada la noche». Antes de salir, Augusto la besó detrás de la puerta y pareció convenir algo con ella, pues señaló al reloj a tiempo que le decía algo en aquel enrevesado len guaje.

—¿Por qué te haces pasar por ruso? —preguntó Eduardo.

Augusto respondió:

—Porque así se convencen en el acto de que hacen un buen negocio… y lo hacen de veras. Yo vendo más barato que los almacenistas al por mayor y sirvo cigarros mejores, unos puros finísimos. No me cuestan gran cosa. Los compré a los obreros que empaquetan cigarros en las fábricas de Riga, que, naturalmente, los roban, y venden a precios asequibles. Desde luego, no he pagado derechos de aduana. ¡No faltaba más!

—¿Por qué me los haces llevar a mí?

—Esto no puedes entenderlo. Es necesario que yo lleve un criado. El día que vayas a Rusia, no verás a nadie que lleve el más insignificante paquete. Para eso están los criados. El que tiene muchos paquetes, lleva dos criados.

—¿Cuántas cajas de puros te quedan todavía?

Augusto echó la cabeza hacia atrás, con gesto olímpico, y le dijo:

—Ahora me deben de quedar unos centenares. Antes que tú llegases, vendí alrededor de un millar.

—¿Quién te hizo de criado? Augusto quedó suspenso:

—¿De qué…, de criado? Hice subir a los clientes a bordo. ¿Por qué me haces esa pregunta?

—Por saberlo. Dime, ¿es este el asunto que tiene que reportarte tanta fama? —preguntó Eduardo pensativo.

—Esa pregunta no merece respuesta —dijo Augusto, amoscado—. No te voy a contar hoy mismo todos mis proyectos. A otra cosa ahora. ¿Tienes tú algo más que yo? ¡A ver, enséñamelo!

—No, no tengo nada.

—Está visto que no te conviene regañar conmigo ¿verdad? —dijo Augusto.

—¿Regañar? —exclamó Eduardo arrepentido.

—Tengo que decirte que no hay ningún hombre en toda la costa al que yo aprecie más que a ti. Quisiera que tuvieses todo un cargamento capaz de hacerte rico. Puedes creerme.

Así estuvieron charlando en su extraño lenguaje norteño, muy bien avenidos los dos. Muchas de aquellas palabras eran sorprendentes, estrambóticas, por no decir rebuscadas; pero eran expresión de sus propias ideas. Augusto volvió a mostrarse reconciliado, y haciendo el grande lo mismo que antes, le dijo:

—Al llegar a la costa rusa bajé a tierra e hice lo que nadie era capaz de llevar a cabo. Pregúntalo a toda la tripulación, si quieres.

—No es necesario que pregunte, me basta con verlo. Además, no se ven muchas veces anillos de oro como los que llevas en los dedos, Augusto echó la cabeza atrás: —Tengo otros como estos.

Eduardo hubo de probarse varias de aquellas sor tijas, pesadas y extrañas, unas como serpientes y otras con piedras; las sopesó en la mano e inquirió su precio. ¡Oh, qué Augusto aquel! Ya no era el mismo que merodeaba con su comercio de pieles y que hubo de empeñar su chaqueta de paño para pagar el flete de la embarcación de ocho remos. Casi estaba por creer que había ido a la India por sus cajas.

—¡Pruébate esta! —le dijo Augusto. Y extrajo del bolsillo una sortija de serpiente—. ¿Te va bien? Pues quédatela.

Eduardo no salía de su asombro:

—¿Para mí, dices?

Augusto quiso darse tono y simuló incomodarse:

—No grites de esa manera cada vez que te regalo un anillo de oro. Parece como si no creyeras mis apalabras. Te digo que la sortija es tuya, y basta. Puedes ir a ese Knoff y preguntarle si tiene alguna que se le asemeje.

—¡Puede que no! —exclamó Eduardo, anonadado.

Prosiguieron hablando de Knoff. Eduardo había ido algo lejos en sus ponderaciones en la carta remitida a Riga, y ahora no podía decir nada malo; pero no pasó por alto las debilidades de Knoff, sus tretas en el comercio con las gentes y sus majaderías. Aquella escala del Sur era su monomanía.

—¿Qué tiene, pues, de importante aquel desembarcadero?

Eduardo explicó lo que había oído decir a todo el mundo en Fosenland, a saber: que el desembarcadero tenía desde hacía mucho tiempo el despacho de los buques que hacían la travesía regular Vadsö-Hamburgo; de manera que habían descartado por completo a Knoff, no obstante ser este un gran negociante. Parecía imposible, pero no había podido lograr ningún cambio en tal estado de cosas.

Augusto se adaptó rápidamente al ambiente del relato de Eduardo, apoyado en su experiencia, que solía inspirarle con frecuencia recursos y salidas muy a tono. ¿Tiene uno que bogar mucho rato en el fiordo para llegar hasta la factoría de Knoff? ¿Es muy profunda la bahía? ¿Hay habitantes en el interior la comarca?

Eduardo respondió que estaba más poblada que vieja escala, situada esta en una lengua de tierra.

—¡Pues, entonces, Knoff debe de ser un zoquete de marca!

—¿Por qué?

Augusto se exaltaba por momentos. Acababa de concebir un plan y preguntó al instante:

—¿Decías que del embarcadero acuden a tierra en busca de carga y pasaje en un bote del barco?

—Así es.

—¿No me has dicho antes que no hay hielo en la bahía dónde está la factoría de Knoff?

—Efectivamente, no hay hielo en la bahía. Aquello está como Svolvar, ¿sabes?

—No tiene más que construir un muelle.

—Entonces, tendrá que construir un muelle. Esto es lo que debe hacer —asintió Eduardo, sin comprender una palabra.

Augusto no pudo menos que admirarse de Knoff y reírse de él. ¿Por qué no se le había ocurrido ya construir el muelle? De haberlo hecho, tendría ya la escala de los barcos, pues nadie afirmaría que un vapor fuera capaz de pasar de largo frente a un muelle donde podría anclar lo mismo que en los puertos. Que le citasen a él un solo buque que prefiriese, descargar fuera, en plena mar, en vez de hacerlo anclado junto a tierra.

Eduardo iba abriendo los ojos desmesuradamente. ¡Oh, qué hombre aquel Augusto!

—¡Eres terrible! —exclamó.

—¡Qué me cayese en las manos ese Knoff y verías tú! —añadió Augusto muy finchado.

—Vamos allá los dos —dijo Eduardo.

—Si yo fuera un tunante, iría contigo, le compraría una extensión de terreno, construiría el muelle yo mismo y tendría los buques en casa. Entonces, accedería a alquilarle el muelle a Knoff y le sangra ría como se merece. Y cuando me hubiera hartado de chupar, accedería a que me lo comprase. Todo legalmente.

—¡Eso, eso! ¡Ven conmigo!

Augusto sopló poderosamente por los pabellones de su nariz:

—¡No, no voy! ¡Quita allá! Si quieres escuchar mis consejos, te diré que tú mismo debes pilotar el barco en el viaje al Lofot.

—¿Yo?

—Nadie más que tú. ¡Piénsalo bien! Y, además, ten en cuenta que si ese señor Knoff se atreve a ponerte la proa y a no pagarte lo que te corresponde, conforme me has dicho, entonces tú no debes ponerte guantes con él, y saldas la diferencia en la compra de la pesca.

—Yo no puedo gobernar el pesquero —dijo Eduardo, oponiéndose a tal idea.

—¡Hombre, parece mentira! ¿Para qué te enseñé a fondo a bordo de la Gaviota el empleo de la brújula y los mapas, el reconocimiento de las profundidades y las señales luminosas y el manejo del velamen?, ¿vamos a ver? Me obligas a decirte que me avergüenzo de ti.

—Además, no me confiarían el gobierno del barco.

—Tienes razón —reconoció Augusto—, pues no eres lo suficientemente tunante cuando se te presenta ocasión de hacer valer tu cabeza. Nunca fuiste astuto. En fin, sea como quiera, no quiero saber nada de ese barco. Puedes decírselo a Knoff y darle gracias de mi parte. Tengo otras ocupaciones…

Todavía vendieron varias cajas de puros en la ciudad y pasaron juntos varias horas. Augusto se guardó bien de descarriarse lo más mínimo.

—Esta vez, no habrá permiso de tierra. Ahora, soy negociante. ¡Sería imperdonable que yo no me ganase ahora un capitalazo!

Dos días después, comunicó que pensaba ir al mercado de Levanger, y con mucha prosopopeya, in vitó a Eduardo a acompañarle. Partieron una mañana desapacible, nubosa y fría.

—¡Mejor! —decía Augusto—. Así los aduaneros y los policías tendrán más embotados los sentidos. Debajo del brazo llevaba con gran misterio una cajita, dejando traslucir que encerraba algo de gran valor.

Cuando llegaron a Levanger, Augusto cerró la puerta de su habitación en el modesto hotel donde se refugiaron, y le dijo a su amigo:

—¡Ha llegado el momento de que deslumbre tus, ojos, criatura humana!

Al abrir la caja, se puso en evidencia que contenía efectivamente valiosos objetos de oro, plata y piedras preciosas. ¿Cómo habían llegado aquellas joyas a sus manos? Eran sortijas, pendientes, dijes, imperdibles, broches, relicarios, maravillas que dejaron mudo de asombro a Eduardo. ¡Era mucho aquel hombre Augusto! Eran joyas casi insignificantes, anticuadas, pero herían la vista con su brillo y factura exótica. En aquel momento solemne, Augusto estaba pálido, y fue atribuyendo precios elevados a un anillo desmesuradamente ancho o a cualquier medallón azul y oro con perlitas incrustadas. Con toda seguridad, eran joyas baratas, pero el brillo opaco de diamantes deslumbraba a Eduardo. Posiblemente, Procedían de alguna casa de empeño o de algún anticuario; tal vez habían sido robadas en alguna mora da particular, pero no le incumbía a él averiguarlo.

Entre aquellas preseas añosas y pasadas de moda había un cofrecillo de plata con aretes y filigrana incrustados en fondo negro, a todas luces procedentes del interior de Rusia, labor exquisitamente nielada Augusto abrió el estuche y extrajo un diminuto reloj de oro con una piedra azul en la tapa.

—¿Quieres cambiar tu reloj? —le preguntó, y sus palabras resonaron como un sarcasmo—. Este reloj pertenecía a la emperatriz de Rusia. Todas las ruedas son de oro y tiene cincuenta rubíes.

Augusto terminó sacando de la cajita una pieza larga de tejido de plata con hilos de oro, preciosa como un sueño, de un rojo y azul desfalleciente, cuyos extremos terminaban en flecos muy prolongados.

Eduardo contemplaba tanta maravilla con mirada estática, inmóvil en su asiento. Ciertamente, Augusto había puesto los primeros cimientos de su bienestar mientras estuvo de patrón en el barco de Skaaro. Es posible que hubiera ahorrado hasta el último chelín de su soldada a bordo del bergantín Alegría del Sol durante los últimos meses; pero Eduardo, incapaz de justipreciar el valor de aquellos adornos y joyas, que, según él, acaso valdrían un millón, pensaba: «¿De dónde habrá sacado Augusto tanta riqueza?». Eduardo sentía una irrefrenable sensación de angustia.

No dejaba de ocurrírsele a Augusto que su camarada, sentado frente a él, estaba ensartando en su mente toda una trama de pensamientos que le con cernían; pero la grandeza del momento le vedaba descender a minucias e iniciaciones.

Eduardo se decidió al fin a preguntarle:

—¿Venderás todo eso por cuenta de alguien?

—¿Cómo se entiende? Lo venderé por cuenta propia. ¿Qué te creías?

—Nada. Es un asunto que no me importa.

—¿Importarte a ti? ¿Acaso imaginas que todo eso no es mío? ¡Todo esto es mío, muy mío, tan mío que mira… cómo estoy dispuesto a defenderlo!

Augusto sacó de su bolsillo un revólver que sostuvo con la mano en alto, colérico.

—Sí, sí —dijo Eduardo.

—¿Cómo ha de importarte a ti? No le importa a nadie —prosiguió Augusto—. Has de saber que Rusia no es un país como este. Cuando en Riga estalla un incendio, puede arder una casa donde venden joyas… además, ardían también tres casas vecinas. Varios hombres ayudamos a extinguir el fuego, y lo hicimos por humanidad. En cambio, hubo muchos que se hicieron pagar. Eran una caterva de salteadores y granujas merecedores de la horca, te lo digo yo. No eran cristianos. Luego, vinieron a vendernos los objetos, y como no estaban dispuestos a una negativa, hube de comprarlos para salvar la vida. Así fue todo. Pero algunos eran hombres decentes; no pidieron mucho y se contentaron con poco. Les dije dónde podrían en cobrarme para quitármelos de encima, pensando que una vez arribado en paz a Dunamunde no trata rían de pisarme los talones. ¡Pero que si quieres! Dieron conmigo, y una noche me trajeron unos cuantos anillos y a la noche siguiente los pequeños relicarios de plata; me dijeron que si no yo, otro lo compraría todo. Lloraron y gimieron para que me quedase con aquello. ¿Qué podía hacer yo? Cuando hicieron la señal de la cruz y se arrodillaron a mis pies, les hice el favor que me pedían. No tuve corazón para arrojarles lejos de mí. ¿No hubieras hecho tú igual que yo?

—Claro que sí —respondió Eduardo subyugado por el relato de su camarada—. Habría obrado lo mismo que tú.

No tardó Eduardo en reflexionar y darse cuenta de que su impremeditada exclamación había sido claudicante y no reflejaba su íntimo pensar. Un año atrás, sus propias palabras hubieran provocado un movimiento de protesta. Ahora, en cambio, había aprendido mucho de Augusto, de otros, de Knoff y de la misma vida cotidiana. Empezaba a enjuiciar pon menor severidad la razón y la sinrazón, se le iba endureciendo la espina dorsal y se le hacía más sencillo caminar adelante. Todavía guardaba viva en su corazón la maravillosa aventura vivida junto a Luisa Margarita, pero el recuerdo era menos impetuoso que antes. Ya había pasado tiempo desde entonces.

El mercado de Levanger no era muy importante. Eduardo tardó poco en verlo todo. El segundo día de mercado, volvió a topar con Papa, el relojero judío. Se reconocieron y saludaron rápidamente con grandes demostraciones de amistad. Eduardo sacó el reloj de su bolsillo y lo mostró para que viera que todavía lo poseía y que nada anormal le había ocurrido. También le refirió las manifestaciones de dos relojeros de Bergen que lo habían examinado.

¡Qué amigos y camaradas se hicieron en seguid los dos! No había transcurrido una hora desde el encuentro, cuando Eduardo caminaba ya embutido en un sobretodo que Papa le puso al ver que el muchacho temblaba de frío debajo de su chaqueta. El abrigo le venía desmesuradamente ancho; pero era bueno y sólido contra el frío y con muchos bolsillos que encerraban relojes de plata nuevos y relucientes para que Eduardo los vendiese, pero sin descubrir que eran de Papa; no era necesario decirlo.

¿Cómo se las compondría Eduardo para comerciar con los relojes? Su maestro le adiestró previa y sabiamente, hicieron varios ensayos y como el muchacho no carecía de aptitudes, lo demás vino solo. Aquello era una escuela en la que rápidamente adquirió la sabiduría necesaria. ¡Qué casualidad! También él empezaba a abrirse paso, puesto al nivel de Augusto, y asimismo con objetos de valor en sus manos. Tuvo a gran honor la confianza que le demos traba Papa y se propuso corresponder a ella con toda su voluntad.

Vendió algún que otro reloj a gañanes y muchachos de su edad. Empezaba pidiendo precios exorbitantes, para aflojarlos después, tráfico provechoso y divertido que le entretenía agradablemente; aprendía a ensalzar sus méritos; pero el momento culminante y sensacional era cuando daba el cambiazo, después de haber guardado y trocado los relojes en los bolsillos, para vender definitivamente el primero de los tres o cuatro que había exhibido. Este era el golpe maestro. ¡Ja, ja, ja! ¡Cómo se reía él para su capote ante las maravillas que operaba con sus juegos de manos!

Al regresar por la noche, para liquidar la jornada, Papa exteriorizó su satisfacción, mientras guardaba su dinero en una voluminosa cartera.

—Has demostrado inteligencia —le dijo el maestro.

No podía pedirse más; cinco relojes el primer día no era grano de anís. No tenía más que volver a la carga al día siguiente.

Al otro día, vendió más del doble. Había aprendido; ¿pero quién sabía si su comercio de relojes no empezaba ya a antojársele ingrato? Eduardo carecía de la justa medida espiritual para ello; dio un reloj, al precio más reducido, a un muchacho que se paró junto a él tiritando de frío bajo una camisa desabrochada, quien al contar su dinero vio que le faltaba un escudo para pagar. El joven mercader de relojes Henas si pudo reprimir un sollozo que se le subía a la garganta cuando el pobre muchacho le tendió la mano en expresión de agradecimiento. ¡Oh, Dios! La inocencia es regalo celestial por encima de todo; lo demás, es lodo. Contribuyó más aún a aumentar la íntima turbación de Eduardo, el beneficio que le reportó aquella venta generosa. Su joven, mísero y admirado comprador fue incapaz de guardar el secreto de la compra y lanzó la noticia a los cuatro vientos, empujando así a nuevos compradores que agotaron la mercancía antes del mediodía, no obstante los elevados precios exigidos por Eduardo. Gozaba fama de vender extraordinariamente barato. ¿Quién sería capaz de adivinar la procedencia de la mercancía? A lo mejor era robada. A pesar de ello, o precisamente por esto, los compradores juzgaban oportuna la ocasión, y quisieron aprovecharla.

Por la tarde, Eduardo volvió a deambular con relojes de repuesto en los bolsillos. Se situaba ora acá, era acullá, vendía un reloj aquí, luego, otro más lejos, y, finalmente, pasó por el sitio donde Augusto había sentado sus reales. También aquí se hacía pasar por ruso. Su lenguaje era un galimatías y realizaba la venta de sus joyas con arreglo a un método asombroso. Su público estaba integrado por mujeres y hombres; pero predominaban las mujeres. A juzgar por las apariencias, el negocio era floreciente, y el vendedor hacía gala de ingenio a despecho de sus dificultades idiomáticas. Eduardo le oyó atribuir virtud de encantamiento a una sortija, y al mostrar luego unas arracadas, sostuvo que habrían sido descubiertas en unas ruinas, después de un terremoto.

—Este broche con piedras azules formó parte, un día, de una corona de mártir.

Eran innegables sus dotes de vendedor y su capacidad para la fantasía, y cuando algunos reían moviendo la cabeza, otros salían en su defensa para dispensarle sus torpes conocimientos del idioma noruego. A una señora que llevaba sombrero le ofreció una pieza de seda con trama de oro, e insinuó que había sido un día el velo de desposada de una princesa rusa. Respondió la dama, sonriendo, que no tenía intención de cubrirse el rostro con aquel velo, lo que no le impidió comprarlo.

Al caer la tarde, acudió a Eduardo el muchacho de la camisa abierta, presa de gran pena y con evidente temor en la mirada. Su reloj se había parado; no andaba. Eduardo experimentó un escalofrío. No había fiado gran cosa en aquellos relojes tan baratos, y los consideraba con recelo.

—¿Se te paró ahora mismo?

—No, hace ya rato y he ido a un relojero.

—¿Qué te ha dicho?

Como el muchacho mostrase vacilación en contestar, Eduardo renunció a proseguir su interrogatorio. Agitó el reloj… ¡Nada! Intentó darle cuerda… ¡Nada! La cabeza de Eduardo era un hervidero lleno de pensamientos en aquel instante: bien podría cambiar el reloj. Papa no descubriría un reloj parado entre los demás al devolverle la mercancía sobrante. El aprendiz se proponía engañar al maestro.

—Te daré otro reloj —dijo al muchacho.

—Muchas gracias. Pero, ¿irá bien, verdad?

—Tendrás otro reloj o te devolveré el dinero, como prefieras —le dijo conmovido.

—¿De veras? ¡Muchas gracias! —exclamó el muchacho loco de alegría.

Y permanecía indeciso sin saber cuál elegir.

—No me atrevo a garantizar estos relojes; lo mejor que puedes hacer es decidirte por el dinero. Te lo digo tal como lo siento.

Le devolvió el dinero y el muchacho se fue agradecido y contento.

Otros dos mocetones le salieron al encuentro cuando iba de regreso, y le cubrieron de groseras imprecaciones por su escandaloso negocio. Habían ido a consultar a un relojero y les dijo que sus relojes no valían ni un escudo, siendo así que les había cobrado tres. Eduardo no juzgó prudente una pelea con tan tos relojes en los bolsillos del abrigo, y optó por preguntar:

—¿Se os han parado vuestros relojes?

—No, pero no valen lo que hemos pagado.

Entonces, Eduardo decidió dejarlos plantados en su sitio, y ellos siguieron apostrofándole durante todo el camino, pero sin pasar a mayores.

Como estaba seguro de que los relojes que vendía no eran buenos, al proceder Eduardo a la liquidación de la venta del día dio a entender que al siguiente, último de mercado, tendría ocupaciones en otra parte.

—¿Por qué dejas esto si te va tan bien? —le preguntó Papa—. Hasta ahora, la venta ha sido buena y el último día de mercado será el mejor de todos.

Eduardo alegó que tenía precisión de ayudar a su arada.

—Le conozco bien y te aconsejo que te pongas en día. Está vendiendo botín de rapiña —le advirtió Papa—. Tú no te irás con él, dejándome colgado con estos relojes.

—Me iré, no le quepa a usted la menor duda —respondió Eduardo con acento resuelto.

Papa no volvía de su asombro y se resistía a creer en semejante cosa. Recordó a Eduardo que el magnífico reloj que llevaba en el bolsillo se lo había dado casi de balde, y tan sólo le pedía y suplicaba en cambio un pequeño favor.

Eduardo había hecho el firme propósito de abandonar al viejo, y por esto le respondió:

—He vendido veintinueve o treinta relojes, o tal vez más. Pero, ¿qué clase de relojes?

—Relojes baratos, claro…, y a precios baratos también.

—¿Tienen la caja de plata?

—Aparentan serlo —respondió Papa—, pero lo sé.

—Yo también lo ignoro. Pero lo que sí sé es que hoy un hombre arañó su reloj y descubrió que debajo de la capa hay latón.

Papa hizo un movimiento con ambas manos:

—Sí. Pero el reloj es barato.

—¿Por qué no los vende usted personalmente en vez de confiar la venta a otra persona?

—Creí que podrías hacerme este favor.

—Conforme. Pero estoy enemistándome aquí con todo el mundo, y hasta he tenido que pelearme con varios.

—¡Ja, ja! Tú eres robusto —dijo Papa, riendo—. Además, tú no volverás a Levanger, y yo sí. El viejo Papa ha de ir de un poblado a otro, y volver a pasar otra vez… No tengo más remedio.

Según Papa, Eduardo debiera haber testimoniado mayor agradecimiento a su viejo amigo judío; mas, no pudiendo vencer sus escrúpulos, se negó a trabajar un día más por su cuenta. La despedida fue amistosa. Papa le dio una palmada en los hombros, y le dijo:

—Volveremos a vernos otra vez.

Eduardo no percibió remuneración por su trabajo. Hizo entrega del amplio sobretodo y se retiró a su hospedaje con menos peso encima.

Augusto se había retirado también, y daba muestras de descontento, sin cesar de quejarse amarga mente:

—No hay manera de hacer dinero. Ya puedes pedir el precio que quieras, que no tendrás más remedio que bajarlo hasta el último ore. ¡Qué gente esta! Una caterva de hiposos que no se avergüenzan de hacerte ofertas escandalosas. ¡Levanger! —exclamó subrayando la palabra con una mueca—. ¿Has estado alguna vez en otro sitio más miserable? Mañana volveré a probar fortuna otra vez y venderé a cualquier precio. Y me iré en seguida.

—¿Vendiste ya el reloj de bolsillo de la emperatriz? —preguntó Eduardo.

—¡Cómo quieras que venda el reloj de la emperatriz! ¿Qué imaginas que me hubieran dado aquí por él?

—¿Anda el reloj?

—Claro que anda. ¿Por qué lo preguntas?

—En Trondhjem lo venderás —dijo Eduardo.

—Sí, y me cogerán preso en el acto.

Ahora, Augusto no se bañaba en agua de rosas; todo lo veía sombrío, por lo que estaba de un humor de perros. Había ido a Levanger, pueblo de quinientos habitantes, creyendo que su tesoro de joyas y adornos habría de reportarle allí una ganancia fabulosa. Grande había sido su desilusión. No estaba triste, pues no había dejado de ganar dinero con su mercancía, pero el desengaño sufrido le puso furioso.

La celebridad con que soñara había naufragado.

A la mañana siguiente, previo un recuento de todas sus joyas, les asignó al azar precios asequibles, y los iba citando cobardemente. Eduardo adquirió al contado un medallón de oro que se podía llevar colgado de un cordón. No valía gran cosa, y Augusto nada le quería cobrar, pero Eduardo le obligó a percibir el precio establecido en un principio.

Eduardo permanecía solo y aburrido en su habitación. La prudencia le aconsejaba abstenerse de salir a la calle, donde podrían reconocerle y hacerle objeto de nuevas persecuciones. No sabía cómo distraerse. No era dado a meditar y la lectura le inspiraba aversión. A mediodía, Augusto se marchó y Eduardo se decidió a salir también algo más tarde. Los días eran ahora más cortos y no tardaría en obscurecer.

Augusto no apareció por ninguna parte. En cambio, el viejo Papa merodeaba por el pueblo conversando con todo el mundo. De cuando en cuando, sacaba algún reloj del bolsillo y lo sometía al cliente Para que lo examinase. Eduardo reconocía cada movimiento de sus manos y estaba seguro de adivinar todas sus palabras sin equivocarse.

Al cruzar por cierta calle, se topó con Augusto, que salía de una tienda. No estaba borracho; pero se Mostraba jovial, triunfador.

—Ahora, voy vendiendo por las casas. Es lo que debí hacer desde el primer día. El platero del pueblo me ha comprado algunas pequeñeces y en esa botica acabo de vender el reloj de oro.

—¡Qué suerte tienes!

Augusto hizo un signo afirmativo.

—Y lo he vendido caro, no creas. Resultó que aquella señora que me compró el velo de desposada era la boticaria. No quería creer que el reloj hubiese pertenecido a la emperatriz de Rusia; pero hice la señal de la cruz, y en el acto llamó a su marido. SI lo quieres, cómpralo, le dijo. En fin, chico, un buen negocio. La cosa marcha. Ahora, voy a ver a unos oficiales, y entre ellos, a un capitán muy rico. Pero… ¿qué quieren esos ganapanes?

Dos jóvenes se les habían acercado y le pidieron a Eduardo que les devolviera el dinero de los relojes que le habían comprado el día anterior, y como el aludido ya no llevaba los bolsillos llenos de relojes optó por empujarles diciéndoles que le dejaran a paz.

—Id a ver a Papa. Yo no tengo nada que ver. Él me encargó que los vendiera, y así lo hice. Comprendo que tenéis razón. Pero yo obedecía órdenes de mi amo.

Los cuatro siguieron calle abajo sin dejar de pelearse.

La gente que pasaba se detenía al oír la discusión, y los dos mozos comenzaron a gritar:

—Este es el individuo que nos vendió ayer uno relojes de plata que han resultado de hojalata.

El público les hizo coro y Eduardo fue conducido ante Papa.

—Aquí le traemos al que nos endosó ayer unos relojes que son una estafa.

Papa movió tristemente la cabeza, lamentando tener que vivir en un mundo tan miserable. Después instó a los mozos con buenas palabras.

—Dejad en paz a ese joven. Los relojes son buenos, y si les pasa algo os los arreglará cualquier relojero por poco dinero.

—Pero, ¿cómo vamos a arreglar unos relojes recién comprados? Lo único que debe hacer es devolvernos el dinero.

Papa estaba desconcertado; pero no cesaba de hablar exhortándoles a la paz. Eduardo se escabulló mientras tanto, oyendo que Papa decía:

Lo sucedido os enseñará a no comprar relojes a nadie más que a Papa. Los demás os engañarán siempre.

Eduardo se encerró en la hostería, decidido a no salir. Estaba indignado contra el viejo; pero le consolaba saber que había un mundo donde cada cual se escudaba en los demás para escurrir el bulto.

Augusto se retiró, al fin de la jornada. Se había desprendido de su caja y ahora llevaba las joyas re partidas en los bolsillos.

—Tuve que tirar la caja por algo que me ha sucedido —dijo a Eduardo al llegar—. ¡Este pueblo es una guarida de perros! ¡Vámonos de aquí! Pero esta misma noche, en seguida, y ojalá no hubiese venido nunca.

—Esta noche, no podemos.

Augusto se aplacó un tanto y comenzó a referirle sus cuitas.

—Le vendí algo a ese capitán, que, por cierto, vive donde Cristo dio las tres voces. Regresaba a toda prisa para ganar tiempo cuando vi en el camino un edificio de grandes proporciones. Sin saber qué pudiera ser me colé dentro. Era la escuela. ¿Qué iba yo a hacer en una escuela? Salió el maestro y me preguntó qué quería.

—Soy ruso, señor, y quisiera venderle uno de es tos objetos, algún nitchevo… Miró lo que llevaba muy por encima, para no comprar, pues ya es sabido que los maestros tienen poco dinero, y me soltó de pronto:

—¿De manera que tú eres ruso? Yo aprendí algo el ruso cuando estuve de maestro en Hammerfest.

Y se puso a hablarme en ruso. ¡Y aquí mis apuros! Yo le contestaba moviendo la cabeza, riendo, y hasta le hice la señal de la cruz; pero el diablo de hombre me exigía una respuesta a lo que me decía, y yo, no sabiendo cómo salir del mal paso, le solté unos cuantos sortilegios, y algún que otra palabra endemoniada. El hombre no entendía nada y movía la cabeza extrañado. Claro que yo llevaba el revólver; pero me faltaba corazón para matar a un hombre sólo por saber el ruso. No sabiendo qué hacer, cerré la caja de golpe, le enseñé los dientes, solté el grifo de la cólera y salí pitando. El hombre me miraba con ojos sospechosos, y ya fuera de su mirada, me di a pensar en que puede hacerme una mala jugada. Temo que me denuncie.

—¿Y qué has hecho de la caja?

—Yendo por aquel camino, la vacié, metiéndome las joyas en el bolsillo, y la tiré. Así ya no se me podrá reconocer por la caja.

—Creo que has hecho mal.

—Déjate estar, que yo sé lo que me hago. La culpa de todo la tengo yo por no haberme hecho pasar por malayo o siamés. ¡Maldita idea la de fingirme ruso…! Pero, pronto, vámonos y ahora mismo.

—No es posible. Pero, de todos modos, no veo que hayas hecho nada para tener que escapar.

—Verdaderamente. Ni siquiera llegué a sacar el revólver.

Pero Augusto no las tenía todas consigo, y, a pesar del hambre que sentía, se durmió sin cenar.

Sin nuevos tropiezos, los dos amigos regresaron a Trondhjem. Augusto estaba más tranquilo. Llevaba la cartera bien repleta, pues el negocio no había dejado de ser fructífero al fin y al cabo. Pero le amargaba un poco el humor pensar que no había sido todo lo bueno que deseaba.

Efectivamente, lo vendido no representaba ninguna riqueza que le permitiese brillar en el mundo. Eduardo, más sobrio y modesto, se mostraba satisfecho, y esto exasperaba a su amigo, que se había forjado muchos proyectos que no llegaban a fraguar. Le enfurecía la idea de que todavía le quedaban joyas de aquellas que habría de vender. ¿A cuánto ascendía lo que le quedaba? Apenas para un par de trajes y para sustentarse durante el invierno. Para colmo de males, la señora que le había comprado las cajas de puros no pudo pagarle. Las doce cajas eran una pérdida considerable; si bien reconocía que la buena señora había hecho cuanto pudo para pagarle. Pero…

—Nada, nada —decía Augusto—. Este mal negocio me obliga a hacer algo, algún otro asunto que sea provechoso.

—Eso no lo lograrás si no vienes conmigo al Norte.

Augusto se le quedó mirando con la boca abierta.

¿Pero cómo te atreves a aconsejarme, a mí, que he dado la vuelta al mundo? Es una tontería pedir me que me vaya contigo sabiendo que aún pertenezco a la tripulación del bergantín y que he de salir pronto hacia Riga.

—¿Te vas otra vez?

—Sí, pero ahora será otra cosa. Compraré muchas cosas hasta llenar toda una gabarra, que será mía. ¿Qué me contestas a ello? —exclamó erguido como un gallo—. Traeré un verdadero cargamento.

—Pero, ¿dónde lo vas a vender? Esta vez no te ha ido muy bien.

—No temas. Iré a venderlo a otro sitio.

—¡Con tal de que después no tengas que arrepentirte de nada! —objetó Eduardo, reflexionando. Tan sensatas palabras irritaron a Augusto. ¡Qué presentimientos los de aquel inocente muchacho! Augusto sé revolvió con gesto colérico contra la inoportunidad de aquellas palabras que sólo podían infundir desaliento en su ánimo.

Permanecieron juntos algunos días más, hasta que el bergantín completó su carga de pescado seco y otras mercancías. Mientras tanto, Augusto se había deshecho de sus bujerías. Estaban satisfechos, pero no se entregaron a excesos; antes al contrario, dedicaron sus horas de vagar a recorrer la ciudad visitando todas las iglesias y museos, y siempre que cruzaban por el puerto, Augusto disertaba sobre muelles y escolleras. Eduardo le oía maravillado. Era una lástima que Knoff no estuviera presente.

Augusto se abstenía de toda juerga cuando llevaba la cartera llena, renunciando a lo que brinda el Permiso en tierra. Ahora ya no era el mismo que en los días en que malbarataba lo poco que tenía. Entonces, con la soldada como único porvenir, se entregaba a la embriaguez. Ganaba para el día y no tenía que preocuparse de nada más. Un jornal es harto insuficiente para regenerar a un hombre. Una cartera llena de billetes era otra cosa. Y él se había propuesto elevarse socialmente.