Capítulo V

Bajo el pertinaz rugido de la catarata, se extendía el triste caserío en un rincón de la verdeguean te ensenada. Allí permanecían invariablemente Luisa Margarita Doppen y sus hijos, que, a la puerta de su casa y someramente vestidos, acogieron la nueva aparición de Eduardo con perfecta serenidad. Él iba bellamente ataviado, y la joven le sonreía, temblorosa la mirada. Al verle, apenas si pudo exclamar:

—¡Ah…! ¡Qué veo…!

Eduardo dejó resbalar su saco hasta el suelo y le tendió la mano.

—¡Dios te guarde! La suerte ha querido que me vuelvas a ver aquí.

Debía la seguridad de su palabra a su holgada situación actual, a su traje nuevo y a la buena compostura de su porte. De lo contrario, hubiera sido incapaz de proferir una sola palabra.

—¡Cuánto me alegra verte de nuevo! No podía olvidar al hombre que me prestó tan rápida y buena ayuda —exclamó ella con espontánea vivacidad, pero tensamente sonrojada—. ¿Has venido en el vapor? ¿Dónde habéis dejado el barco?

—En Bergen. Desde que me marché no he dejado de pensar en tu oveja, imaginando que como no obstruimos el sendero volverá a extraviarse otra vez. Por eso vengo.

—¿Pero es posible que te hayas acordado tanto de la oveja? —prorrumpió ella dando una palmada.

Seguidamente, con el afán de quitar toda importancia a su visita, refirió que su camarada y patrón se había separado de él en Trondhjem para volver a la mar, y como se encontraba solo, había poda darse el gusto de una pequeña excursión.

—¡Dios de bondad! —exclamó la mujer, complacida.

Con ropa nueva, dinerito fresco en el bolsillo, el reloj y el anillo de oro, Eduardo aparecía como un mozo apuesto y guapo. Se inclinó hacia los niños les dijo:

—¡Os traigo unas cuantas cositas!

—Ven, entra y acepta lo que de todo corazón ofrecemos —dijo Luisa Margarita.

La buena mujer no había permanecido ociosa durante las últimas semanas. Había estado tejiendo una labor, que tenía muy adelantada ya, una verdadera obra de arte de varios colores, un primor de diseño y trama.

—De esto vivo —declaró ella—. Hilo la lana y tiño yo misma. Es lana de mis ovejas.

—¡Soberbio! —exclamó Eduardo, sin entender una palabra de la labor—. ¿De esto vives, decías…? ¿Cómo se entiende?

—Mando mis tejidos a Trondhjem y de allí van a todas partes. Una vez, hice un juego para una exposición y me mandaron un diploma.

Eduardo acogía con expresivos movimientos de cabeza las explicaciones de la mujer, que no precisaba más para enorgullecerse como una colegiala:

—¿Qué me dices de esta labor? ¿Verdad qué es bonita? He hecho otras más bonitas que esta, que es digámoslo así, ordinaria.

—¿Dónde aprendiste estas labores?

—¡Qué sé yo! ¿Aprender? Pues, mira, así: poca poco, me parece a mí. Mi madre me enseñó a hilar y tejer siendo yo todavía muy pequeñita.

Eduardo abrió su saco y entregó los regalos a los niños. Eran los objetos adquiridos en Bergen para sus hermanitas: un pañuelo de seda para la niña y un cortaplumas para el niño, amén de un par de zapatos para cada uno. Los niños se olvidaron por completo de dar las gracias, y su madre hubo de advertírselo, tal era el delirio que se apoderó de los pequeñuelos al recibir tanta riqueza.

—¡Eres muy bueno! —exclamó la madre.

Después que el huésped hubo comido y bebido, la mujer le condujo afuera para mostrarle el pequeño establo con una vaca y diez ovejas, el henal, la senda que conducía al río, su cabaña de madera y todo cuanto poseía; en todas partes reinaba la más ordenada pulcritud. En un cobertizo anejo a la casa, introdujo la llave en la puerta, la abrió con cierto aire solemne e invitó a Eduardo a entrar: de una viga pendían muchas labores que ella había tejido. También había allí harina y otras provisiones de boca. Asimismo, aparecían colgadas un par de faldas y un solo vestido dominguero, lana, un poco de manteca y varias pieles de oveja…

A ella le pareció no ser tan mísera una vez lo hubo mostrado todo al forastero, como quien saca del arca los juegos de plata que son tesoro de familia. Eduardo lo miraba todo y abundaba en la misma opinión de la mujer, diciendo que era mucho lo que ella poseía. ¡Soberbio!, decía él.

¡Seres felices! Estar cercanos a la nada, es ser algo todavía. Recogió su saco y procedió a extraer su ropa de faena, dispuesto a subir a las montañas.

—Puedes hacer lo que tengas por conveniente. Pero, ¿cómo vas a pasarte la noche en la montaña? Ya tendrás tiempo mañana de cerrar el sendero. Ahora, debes descansar. ¡Pero si mañana es domingo! De todos modos, ya lo harás el limes.

Habló de un tirón, para disimular seguramente el turbador sonrojo que sentía.

—Bueno, como quieras. Dormiré sobre el heno, si toe lo permites.

—¡Ya lo creo que sí! Te daré mantas y un cobertor muy bonito para que te tapes.

Eduardo se fijó en una fotografía clavada en la Pared. Era del marido, un buen mozo. Sus rasgos fisonómicos eran correctos y parecía un hombre realmente favorecido. Tenía el cabello ensortijado, la nariz corva, la boca grande, y su mirada denotaba impetuosidad.

—Buen mozo —observó Eduardo después de haber preguntado la edad que tenía.

—Sí —dijo Luisa Margarita—, muy guapo. Baila mejor que nadie y con el acordeón en la mano, era un portento.

—Augusto también —interrumpió Eduardo—. Mi patrón, el que viste aquí, ¡oh, un maestro! En mi pueblo se decía que había aprendido en la escuela de Wittenberg.

—¿De veras? —dijo ella—. Mi marido era tan hábil que podía andar sobre las manos un trecho largo. Y, ¿ves aquella pértiga? A esa misma altura saltaba con los pies juntos.

—¿Es posible? —exclamó Eduardo incrédulo.

—Tal como te lo digo. O, por lo menos, casi tan alto.

—Es asombroso.

—También cantaba muy bien. Pero era indomable. Seguramente, le habrá sucedido alguna cosa desagradable en América. También le gustaba el aguardiente. Como tenía muchas simpatías, le invitaban a todas las fiestas y poco a poco le fue tomando gusto.

—Es incomprensible que no escriba.

—Sí, no escribe. Pero el día menos pensado llegará una carta, o él en persona, ¿no te parece?

Eduardo movía la cabeza sin contestar.

—¡Qué bien cantaba! —repitió ella, ensoñadora.

Enumeró todas sus virtudes y las bellas cualidades que tanto habían influido en su sentimiento. El recuerdo que guardaba de su marido estaba impregnado de profunda admiración.

—Sí, pero no escribe.

—Era un cabezota, y el día de la partida dijo que no escribiría antes de que tuviera algo interesante que contar. Hasta que pudiera decir que había ganado mucho dinero y llegado muy alto. Tal vez tarde cinco años, decía él.

—Y, mientras tanto, tú has de vivir aquí, con los niños, sin recibir un céntimo.

—¡Qué sé yo! De todos modos, él sabía que no moriríamos de hambre en Doppen. Yo tenía que tejer algún tiempo antes de su partida, pues él no ganaba mucho.

Permanecían sentados, sosteniendo una charla digna de que la oyeran los oídos más castos, por estar cuanto decían exento de malicia. Al llegar la noche, ella se apresuró a prepararle el lecho en el granero. Él la ayudó a transportar las pesadas mantas y ambos extendieron el heno; Luisa Margarita alardeó de cierta sapiencia maternal, diciéndole que en aquellos menesteres de preparar la cama era más entendida que él. De cuando en cuando, ambos soltaban la risa. La joven entraba y salía seguida siempre por él, que no acertaba a separarse de su compañía. Tan in tenso era su enamoramiento que lo exteriorizó con algunas palabritas humildes, al tiempo que la acariciaba torpemente con el brazo. Esto era una osadía, que ella, empero, acogió sin enojo, limitándose a mover su cabeza sonriente, diciéndole que era joven y guapo, fornido y bien plantado.

El caso es que ella toleraba sus caricias.

Por la ventana del patio, vio si los niños dormían bien tapaditos, y al convencerse de ello, invitó a Eduardo a penetrar en la estancia para conversar un rato. Al día siguiente era domingo y no había precisión de madrugar.

Pero, una vez dentro, tuvieron que callar porque los niños comenzaron a agitarse al oír el rumor de la conversación. Finalmente, la niña abrió los ojos, y preguntó:

—¿Qué haces, madre?

—Nada. Duerme.

Como no podían permanecer allí sin despertar a los niños, optaron por volver al granero, donde nada, absolutamente nada sucedió. Con las manos enlaza das, no sin emoción en sus corazones, le exponía él los pensamientos que le habían embargado durante la travesía de Bergen. La había añorado constantemente. Con gesto juvenil, de bella y loca ingenuidad, él humedecía de vez en cuando sus labios sin levantar la mirada del suelo. Su corazón comenzó a golpearle despiadadamente. «¡Hum!», exclamaba a veces con fiereza para infundirse valor. La joven permanecía sentada a su lado, escuchándole sonriente y al parecer, enamorada. Él sentía tentaciones de besarla; pero no lo hizo. Sólo al marcharse ella, sin pedirlo ninguno de los dos, sus labios se unieron en un largo beso. Y nada más.

Desde aquel día, se reunían todas las noches en el granero porque en la estancia de la casa podían despertar a los niños. Nunca les faltaba tema de conversación, que prolongaban siempre mucho sin sentir cansancio. Eduardo le refería las dificultades había tenido que vencer para llegar hasta Doppen. Al descender del vapor, nadie supo decirle dónde estaba la aldea. «¿Un lugar llamado Doppen?», preguntaban; pero nadie sabía que existiera.

Una de las veces, pasó un mozancón que sin saber de lo que se trataba, pues sólo había oído palabras, terció diciendo:

—Yo conozco a uno que se llama Haakon Doppen.

—También yo —repuso otro que había en mi grupo.

—Sí, es mi marido. Ya ves cuántos le conocen. Es un hombre extraordinario.

—¿Tu marido? ¡Si me dijeron que estaba en cárcel! —repuso Eduardo con asombro.

—¡Ah! Pues entonces no era él.

—Dijeron que en la cárcel de Trondhjem.

—Debe de ser otro —se obstinaba ella moviendo cabeza con visible nerviosidad.

—Después de hablar con mucha gente inútilmente, conseguí que dos mozos remasen en la barca que me trajo. Ninguno de nosotros conocía el camino.

¡Hay tantas ensenadas verdes desde el desembarcadero del vapor hasta aquí! Y los tres hubimos de bogar un buen rato. Hasta que, de pronto, renació en mi memoria el recuerdo del paraje hasta donde habíamos llevado el barco para hacer provisión de agua, y oí el rumor de la catarata. Entonces, reconocí el lugar, porque ninguna ensenada es tan bella como esta.

—¿Te lo parece? —dijo Luisa Margarita—. A mí también.

—Sería muy feliz si pudiese estar siempre aquí.

—Sí —dijo ella cavilosa—. También yo. Pero…

El día lo dedicaban al trabajo; ella, junto a la rueca y fuera, él. Hacía ya una semana larga que había obstruido el sendero del socavón de la peña; pero encontró nuevos motivos de trabajo, ajustando vallas, despejando prados, y al final dijo que tenía que arrancar en la pradera algunas piedras inoportunas que impedían guadañar.

—Pero será mucho trabajo para ti solo —observó ella.

No estaba muy seguro de ello. Tal vez no pudiera hacerlo solo. De todos modos, necesitaba una palanca.

Efectivamente, no carecía de tema para conversar durante la noche. ¿Dónde podría encontrar una palanca, prestada o comprada? En la factoría, sí; pero para llegar hasta allí tendría que subir la montaña. Este viaje lo hacía Luisa Margarita un par de veces al año, nada más. Menos lejos, había dos mercados ambulantes; pero allí no hallaría ni una plancha. Así pasaban las horas hablando y hablando.

A la mañana siguiente, Eduardo intentó valerse de sus propios medios. Afiló dos estacas de madera de aliso y procedió a socavar los pedruscos. Así arrancó una piedra tras otra y rellenó los hoyos con hierba. Algunas veces, cuando necesitaba algún peso para sus estacas, acudían los niños…, y, si hacía falta, también Luisa Margarita. Los cuatro se divertían de lo lindo arrancando los pedruscos… ¡Una familia que roturaba su campo!

A mediodía, terminada la comida, Eduardo volvía a su trabajo. Tomaba sémola y leche, comida excelente; pero Luisa Margarita le hubiera servido de buena gana manjares más exquisitos, y se lamentaba de carecer de pescado. Él se sentía orgulloso de participar en los quehaceres de la casa, llegando así a ser como marido y mujer. Ella le pidió una vez que fuera al cobertizo para desprender el hueso de una Pata de carnero y romperlo con el fin de que ella tu viera grasa con que untar la rueca. Eduardo salió. Sin ser visto, se llevó una caja de cartón que guardaba en el saco y que contenía los Regalos comprados en Bergen para su madre: una falda de lana fina, un pañolón y una especie de vestido sin mangas que estaban muy en boga. Colgó tala ropas en la pared, con presteza, quebró el hueso la pierna de carnero y abandonó el cobertizo.

Al entrar con el meollo en la estancia, dijo que tenía que ir en seguida a la factoría, pues llevaba ya mucho tiempo pensando en ello.

—¿Qué significa eso…? ¿Piensas irte de viaje?; —dijo Luisa levantando la cabeza de la labor.

—Nada de eso. Es que quiero echar una ojeada por allí. Necesito una palanca, pues mis estacas de madera se quiebran.

—Creí que querías marcharte —repuso ella tranquilizada.

—¡Me quedaré aquí hasta que me eches! —contestó Eduardo riendo.

Ella movió la cabeza tristemente y guardó silenció un instante.

—Te enseñaré el camino —le dijo interrumpiendo su labor en la rueca—. Hay un sendero que conduce a las dos primeras casas y desde allí el camino es mejor. Llegarás a la factoría. Pero no podrás regresar hoy mismo.

Al llegar al altozano, se detuvieron y se miraron fijamente. Ella iba como siempre, descalza, sin cubrir su cuerpo con otra ropa que la falda y la camisa; pero aparecía embellecida por el cálido rubor de la marcha y la dilatación de los pabellones de su nariz. Su indumentaria no era indecorosa; somera pero suficiente.

—Pregunta en Correos si tienen alguna para mí.

Eduardo permaneció ausente un día y una noche. Ella le lavó y recosió la ropa maternalmente. Llevaba ya veinticuatro horas de ausencia y no tardaría en estar de regreso. Él había colgado en el cobertizo dos bonitos trajes domingueros con intención que la mujer adivinó, conmovida por la delicadeza de Eduardo. ¿Lo añoraba o sentía indiferencia? Luisa Margarita caminaba con paso tranquilo; pero empezó a escalar el monte con la esperanza de verle llegar. Tal vez necesitaría ayuda para el transporte de la impedimenta. Al alcanzar la cima, oteó el paisaje en torno suyo y descubrió en la lejanía a un hombre que en la ensenada, remaba en una barca; era Eduardo.

Naturalmente, venía en el bote, pues la palanca de hierro era harto pesada para llevarla a cuestas mucho rato. Corrió sendero abajo a su encuentro, y se reunió con Eduardo junto a la orilla. Había comprado la palanca, aquella barca y unos aparejos de pesca. Pensaba salir de pesca a la bahía.

—¡Dios santo! ¡Eres todo un hombre! —exclamó ella.

—¿Cómo? Esto no es nada extraordinario. La pesca constituye un placer para mí, y, además, la barca no es nueva.

—Nunca cesas de idear cosas, de pensar en mí —le dijo entusiasmada—. Ayer, colgaste dos vestidos en el cobertizo. ¿Con qué palabras agradecértelo?

Emprendieron la ascensión al caserío. Luisa Mar garita compartió la carga con él: vituallas, otro par de vestidos, utensilios, golosinas para los niños y un cuello blanco para Luisa Margarita. ¡Ahora, no iría ella a desairarle! Además, depositó dos cucharas de las de sopa sobre la mesa.

No podía ser más oportuno. Precisamente, andaba escasa de cucharas. Eduardo pensaba en todo.

En la casa reinaba el consiguiente jolgorio. Eduardo era el más feliz de todos. Al pasar junto a su silla, Luisa Margarita se inclinó ligeramente por en cima de su espalda; él sintió el dulce calor de su cuerpo, delicioso y jadeante, al servirle la comida, que a duras penas pudo ingerir; después, tomaron café y los bizcochos que él había traído; nada faltaba allí. Mientras Luisa Margarita se entretenía en abrir el paquete y trasladar las vituallas al armario, él se apoderó subrepticiamente de su taza y tomó un sorbo de café en el mismo sitio donde ella había posado los labios.

Llegó la noche; pero no pudieron retirarse a des cansar sin que antes se produjera el acontecimiento sensacional y extraordinario.

—¿Fuiste a preguntar si había alguna carta? —le Preguntó Luisa.

—Sí… Había una carta que traigo aquí.

Al descubrir la letra, el rostro de la mujer se contrajo con ansiedad. Abrió la carta y gritó un disparo:

—¡Es de Haakon!

Eduardo y los niños la contemplaban mientras ella leía, ora pálida, ora enrojecida su faz, y de cuando en cuando exclamaba:

—¡Qué dicha! ¡Ah…!

—¿Es de tu marido? —inquirió Eduardo.

—Sí —dijo ella, dando rienda suelta a su ale levantándose de su asiento de un brinco—. ¡Pronto llegará, hijos míos! ¡Padre viene!

Eduardo humedeció sus labios secos con la punta de la lengua, y dijo:

—La carta viene de Trondhjem, si mis ojos no han engañado.

—¿De Trondhjem? No… Sí… Ha llegado de Trondhjem, de vuelta de América. Mirad el matasellos, dice Trondhjem. Ya veis, viene un año antes… antes lo que él dijo. Es una suerte que hayas ido a la factoría. En Trondhjem, se detendrá poco, sólo para reponerse un tanto… del viaje, naturalmente… No tardará en llegar.

Instintivamente, la mujer empezó a trasegar y poner orden en la habitación.

Eduardo salió de la casa. Con paso reposado, tomó por el camino del río, se sentó un rato en la orilla dejó fluir sus pensamientos al compás del agua que murmuraba sobre el álveo. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Para qué había traído la palanca y la barca?

Luisa Margarita había acostado ya a sus niños cuando Eduardo regresó a la casa parsimoniosamente en el momento en que ella salía.

—He vuelto a leer la carta. Mi marido está al llegar.

—Ya lo sé —dijo Eduardo.

Luisa Margarita no hizo la menor indicación acompañarle al granero, como solía hacer los otros días. Estaba transformada, muy distraída, como abstraída en sus pensamientos. Al alejarse Eduardo, ella no le siguió. Eduardo volvió la cara una sola vez, y continuó alejándose, sin esperarla. Muy despechado y profundamente infeliz, se desnudó en el acto para no caer en la tentación de volver a su lado.

Al cabo de un rato, ella llegó y se sentó tímida mente junto a él, deseosa de mostrarle su afecto, compadecida.

—No debes afligirte.

Así rompió ella a hablar para decirle cuanto era capaz de exteriorizar: imposible revolverse contra el destino. Con el tiempo todo pasa. Las mismas palabras vulgares con las que ella misma intentó consolarse el día de la partida de su marido.

Eduardo guardó silencio con gesto sombrío.

—No tiene remedio —prosiguió ella—. Pero con la bendición divina te llevarás además mi eterno agradecimiento por todo lo que hiciste.

—No sé qué va a ser de mí, ahora —dijo él.

—¡Ah! No tardarás en encontrar una moza —respondió ella—. Al fin y al cabo, yo soy casada y no puedo serte nada…

Dicho esto pareció querer levantarse para irse.

Eduardo se sentía incapaz de vencer su loco enojo. ¿Era posible que ella no se desesperase, ni que si quiera se entristeciese? ¿De qué estofa estaba hecha aquella mujer? Enlazándola con ambos brazos, la atrajo hacia su yacija. Ella no pensaba ya en él y allí estaba de más. Pero le había engañado vergonzosamente y él quería guardarla para sí. No anhelaba otra cosa.

—No tienes corazón —le dijo él.

—¡Mucho! —respondió ella—, y te guardo en él. He pensado en ti desde que te conozco y jamás olvidaré tu cara ni esos ojos azules oscuros. ¿Qué quieres que te diga? Pues bien, te diré la realidad pura… Debes buscarte una novia, pues ya sabes que soy casada. No sé qué otra cosa podamos hacer…

—¿No podría quedarme aquí?

—¿Aquí? —preguntó ella asustada—. ¡No!

—Pero sí cerca de aquí, en la factoría.

—Imposible, no debes pensar en ello. Mi marido lo notaría.

—¿Tanto le quieres?

—Con toda mi alma —respondió ella—. Pero nunca sabré agradecerte bastante lo bueno que has sido para mí.

Permanecieron silenciosos un instante hasta que él empezó a besarla sin que ella opusiera resistencia pero como él, muchacho torpe e inexperto, intentara ir más lejos, ella le dijo:

—No, no me atrevo.

Avergonzado, Eduardo apoyó la cabeza en el seno de la mujer, y así permanecieron los dos unos instantes, percibiendo él los latidos del corazón bajo la tenue camisa que cubría el cuerpo de Luisa Margarita. De pronto ella le cogió la cabeza y le dio un beso, diciéndole muy quedo, sin apartar la boca de sus labios.

—No me atrevo.

Eduardo le rogaba con voz apagada, y, finalmente, Luisa se atrevió, no se sabe si por un afecto casi; maternal, por compasión o por amor. El caso es que Eduardo fue iniciado por Luisa Margarita en aquella maravillosa enajenación de los sentidos, en aquella embriaguez exenta de artificio, inextinguible en él, blandamente aceptada por ella.

Rompía la mañana cuando Luisa regresó a su cuarto. Dos horas después, estaba de nuevo junto al camaranchón de Eduardo, cubierto su hermoso cuerpo con su somera vestimenta habitual.

—¡Eh! Levántate. De un momento a otro puede llegar, y tengo miedo —le decía para despertarle del su profundo sueño.

Él se incorporó, saliendo pesadamente de su sopor.

—¡Bueno, mujer! Déjale que venga —contestó en son de reto Eduardo.

—No, no. Debes irte antes de que llegue.

El muchacho extendió los brazos, anhelando hacerla suya otra vez, pero ella se escurrió. Eduardo clamaba lastimosamente, queriendo atraerla por última vez, antes de marcharse.

Accedió Luisa y le besó con repentino arrobamiento, enloqueciendo los dos.

—¡Dios mío! ¿Por qué eres tan loco? —murmuró.

Los niños se levantaron ya entrada la mañana Eduardo se desayunó a toda prisa, y tras recoged sus cosas se echó el hato a la espalda, diciendo:

—Hoy, pesará más que el día de mi llegada.

—No tienes necesidad de llevarlo a cuestas. Vete en la barca.

—En la barca, no. Te la regalo.

—No me atrevo a tomarla. Las otras cosas puedo decir que me las he comprado, pero una barca…

—De todos modos, los niños le dirán que yo he estado aquí —observó Eduardo.

—Es cierto. Pero yo le diré que estuviste trabajando y que eras bueno conmigo… Llévate también la palanca.

—No. Dile que me la dejé porque él había de continuar arrancando piedras.

—Bueno, déjala. La palanca puede dejársela olvidada un jornalero. Pero la barca es imposible —con testó ella reflexionando.

—Ya no volveré a verte más, seguramente —decía Luisa Margarita con labios temblorosos.

—Tal vez —respondió él conmovido—. ¿Te hubiera gustado tenerme siempre a tu lado?

—Eso hubiera querido yo… Pero no puede ser.

Sin poder contener sus sollozos, Eduardo bajó hacia el mar con el saco sobre sus espaldas. Pero lo que le hacía sollozar no era la pena de la separación, sino la alegría que le había causado su res puesta.

Luisa Margarita, de espaldas a su casa, le vio alejarse bogando hacia la bahía. Le contemplaba irguiendo su busto, y cuando ya casi le perdía de vista le dijo adiós con la mano.

Aquel traficante se llamaba Knoff. Era el dueño de extensas posesiones en las que se levantaba un edificio central embadurnado de blanco y dos pabellones de cuatro pisos destinados a almacenes. En la ensenada parecían haberse dormido un bergantín y un vaporcito pesquero. También poseía una barriada de casitas y varios obradores.

Knoff era un hombre inteligente y trabajador. Se vanagloriaba de sus bienes y de sus empresas. Su gran orgullo no le impedía ser algo deshonesto en sus costumbres, lo que no empañaba su prestigio de hombre de valía. Su fatuidad era tanta que a su mujer la designaba siempre con el apelativo de señora y a sus dos hijos los había bautizado con nombres de Romeo y Julieta. Negociaba en todo era armador, tonelero, panadero y agricultor. Los vapores que hacían la travesía regular del Norte pasaban desdeñosos ante su factoría, eran u pina clavada en su corazón. Y no meramente amor propio lastimado, sino porque aquello le taba mucho dinero, pues sus barcas tenían que j portar las mercancías desde o hasta el embarcadero donde atracaban los vapores. Hacía tiempo que laboraba inútilmente para acabar con tal anomalía.

Al presentársele Eduardo en demanda de trabajo le habló en forma taimada, preguntándole qué hacer, aunque no lo necesitaba.

—¿Sabes cortar árboles, cuidar de las caballerías, remar, llevar los libros del escritorio y ayudar horno? —le preguntó.

Eduardo le contestó sonriendo:

—Todo son cosas que conozco muy bien.

—Perfectamente. Pero para todo eso ya tengo a mi gente —declaró Knoff.

Eduardo, que había aprendido mucho al lado Augusto, dijo:

—Aquellas dos grandes embarcaciones son suyas ¿verdad?

—Sí, las dos.

—¿Tiene usted completa la tripulación?

—Sí. Pero ahora está descansando por haber transportado la carga de pescado a Trondhjem. Estamos en otoño y hasta el invierno no hay que ir a Lofot; pero no cuentes con ello.

Eduardo guardó silencio un momento. Aunque comenzaba el otoño, los charcos aparecían ya helados por las mañanas.

—¿Has navegado por mar? ¿Te has embarcado alguna vez?

—Muchas. El mar es mi elemento. Conozco bien todo el archipiélago de Lofot.

—¿Te atreverías a pilotar uno de esos barcos?

—No, señor. Pero soy capaz de hacer cuanto me mande.

Knoff le abarcó con la mirada e hizo ademán de hombre importante que carece de tiempo para ocuparse de pequeñeces. Pero volvió a sus preguntas.

—Para los barcos ya tengo a dos antiguos patrones ¿Has ido a la pesca alguna vez?

—Sí —respondió Eduardo.

—¿De dónde vienes, del Sur o del embarcadero?

—De Bergen, adonde he llevado un velero con otro.

Como el mozo era apuesto e iba bien trajeado, causó una impresión favorable en el ánimo de Knoff, sobre todo, por el reloj y el anillo de oro que lucía.

—Vuelve dentro de una hora. En este momento no tengo tiempo —dijo Knoff, consultando su reloj.

Eduardo descendió parsimoniosamente por el sendero que conducía a los cobertizos. Fatigado y con fundido por las emociones experimentadas, se tumbó sobre la hierba. Ya era mucho trabajo para aquella jornada su viaje desde Doppen y la presentación en la factoría. Además, su conversación con Knoff, sin reflexionar previamente, todavía le había agotado más.

Las horas vividas la última noche permanecían inconmovibles en su imaginación. Un impulso invencible le movía a romper el silencio que le envolvía, y sus labios murmuraban frases entrecortadas y ardientes. Una profunda conmoción agitaba todo su ser sumiéndole en una avasalladora sensación de pasmo. Se sentía trastornado, extraño a sí mismo. Sus manos rozaban la deliciosa piel de Luisa Margarita y veía el irreprochable arco de sus cejas sedosas que coronaban unos ojos castaños sin expresión, clavados en él. ¡Oh, dulce y amada Luisa Margarita! Evitaría volver a su lado para ahorrarse graves disgustos y se resignaría a trabajar lejos de ella.

A la hora señalada, se presentó ante Knoff, quien comprobó que no había perdido un solo minuto. Consultando su reloj, exclamó meneando la cabeza:

—Esto es ser puntual. Bien, puedes quedarte aquí. De momento, trabajarás en los graneros, pues ha llegado mucha harina. ¿Cómo te llamas?

—Eduardo Andreassen.

Romeo, el hijo de aquel Knoff tan atildado, escribió su nombre en un papel, y entregándosele, le dijo a Eduardo:

—Toma. Preséntate al contramaestre que dice aquí.

Durante el transcurso de aquella jornada, trabajó alternativamente en los graneros, en la panadería y en la atarazana. Acudía adonde le llamaban. Por la noche, le dieron de cenar bastante bien y durmió bajo el mismo techo que el panadero. El otoño fue recio, pero pasó sin que Eduardo muriera de amor. En la factoría había un regimiento de obreros, marineros, mozos de almacén y mandaderos. A Knoff no le gustaba rechazar a nadie, y más, si habían solicitado inútilmente trabajo en el embarcadero. Aquel diminuto embarcadero lo tenía montado en la nariz. No era más que una vieja factoría comarcal en una lengua de tierra; pero el que la explotaba podía expender aguardiente y poseía, además de muchos ánsares, un capital ahorrado en el transcurso de los años. El negocio más importante provenía de la línea regular Vadsö-Hamburgo; esto era la espina clavada en el corazón de Knoff. Todo hombre que no encontrara trabajo allá abajo podía estar seguro de que lo encontraría en la factoría de Knoff.

—¿Cómo se entiende que no te hayan dado trabajo allá? —solía decir—. ¿Tan faltos de negocio andan? Yo no puedo admitir a cuantos vengan de allá, pero toma este volante y entrégalo al contramaestre. Tal vez te pueda ocupar en los bosques.

Eduardo se encontraba muy a gusto allí. Siendo joven, guapo y listo, no era nada raro que las criadas le distinguieran y mimaran. Hasta el ama de llaves, viéndole tan modoso, le preguntó de dónde venía y cómo se llamaba. Los niños de la casal mostraban su afecto colgándose de sus brazos, particularmente Romeo, y la señora Knoff le encargó un día que trajese arvejos para las palomas. Los domingos se ponía su traje nuevo y alternaba con lo mejor: el tonelero y el panadero. También el contramaestre del astillero le distinguía con su simpatía acogedora y aceptó la devolución de la barca de Eduardo, reintegrándole su dinero; tenía facultades para ello, pues llevaba muchos años al servicio de Knoff y gozaba de cierta autonomía. Por boca del mismo contramaestre y de otros empleados, Eduardo supo muchas cosas que concernían a Haakon Doppen.

Eduardo fue a bordo del bergantín y del yate y paseó la mirada por ambas embarcaciones, hermosas y bien conservadas; no comprendía bien el aparejo del bergantín, pero el yate le agradó.

Se le ocurrió escribir a Augusto, bergantín Alegría del Sol, Riga, para referirle dónde estaba y lo que hacía. Creyéndose necesitado de su camarada, ponderó el lugar, a Knoff y a todo el mundo, instando a Augusto a reunirse con él. Allí había trabajo para él y con seguridad le confiarían el gobierno del yate para llevarlo a la pesca en el Lofot: ¡Piénsatelo bien y no dejes de contestar! Posdata: Creo que no tardarás mucho en salir pitando del bergantín de Riga.

Al cabo de tres semanas, le llegó una carta de Dunamunde. Augusto le decía que no entraba en sus hábitos salir pitando de ningún barco noruego, pues él cuidaba de no apartarse de la más estricta corrección. El navío todavía estaba anclado en el puerto, cargando centeno para el viaje de retorno, que seguramente rendiría en Trondhjem a principios de diciembre; entonces, podría ir Eduardo a Trondhjem y hablarían los dos. Bricbarca Alegría del Sol. Saludos de los compañeros. Con Dios.

Augusto había afinado el olfato y le llamaba a Trondhjem.

Pasaron las semanas e hizo su aparición la nieve. Romeo y Julieta resbalaban con sus patines sobre el hielo. Knoff yacía en el lecho muy acatarrado, retenido acaso por el miedo de caer enfermo. Desde la cama, observaba, sin embargo, todo el movimiento de su empresa y no cesaba de expedir recados, ahora a este, después a aquel y al de más allá. A Eduardo se le encogió el ánimo cuando un domingo, precisamente después de la comida meridiana, le previno la señorita Ellingsen de que Knoff le llamaba. ¿Significaba esto un despido? Ella abrió la Puerta y, haciéndole atravesar la estancia familiar de Knoff, le condujo a la escalera principal, por don de subieron al primer piso.

Al cruzar por la estancia, la expedita e inteligente mirada de Eduardo captó un lujo extraño a sus ojos: Un gran espejo que se elevaba desde el suelo hasta el techo, un sofá con moldura de oro, un piano y la hija que tocaba en él, la señora Knoff con brillantes arrequives en el pecho, un preceptor, empleados del escritorio y cuadros en las paredes con marcos dorados. Su retina retuvo un instante la visión de otro mundo ignoto a través de un valladar no muy elevado, pero suficientemente alto para Eduardo, que veía era nuevo para él.

¿Por qué le hicieron atravesar la estancia? ¡Quien sabe si ello obedecería a órdenes superiores inspiradas en el fin de intimidar al muchacho con la fugaz contemplación de aquel paraíso que pusiera de relieve su pequeñez de hormiga! A oídos de Eduardo había llegado ya noticia de las sutiles genialidades del amo.

Penetró en el dormitorio y se detuvo junto a la puerta.

Knoff le dijo a boca de jarro:

—Del escritorio me comunican que has recibido alguna mercancía, que has hecho cargar en tu cuenta personal.

—Sí, señor, una pieza de hule —respondió firme Eduardo.

—¿Por qué la hiciste apuntar?

—Creí que no habría inconveniente en hacerlo, como anticipo.

—¿Anticipo? No hemos hablado de salario —dijo Knoff. Y viendo que a Eduardo se le cortaba la voz, prosiguió—: No puedo pagarte ningún jornal determinado por el tiempo que permanezcas aquí en expectativa de embarque.

—Entonces, pagaré el hule —dijo Eduardo.

—Por lo visto, tienes dinero.

—Efectivamente, tengo dinero.

—Mejor para ti —dijo Knoff—. Tienes mesa puesta y cama, y esto basta cuando se está en expectativa de embarque. A decir verdad, no tengo precisión de ti. No es que yo sea pobre, pero es mi norma.

—Yo no trabajo sólo a cambio de cama y mesa —repuso Eduardo algo molesto.

—¿Qué pretendes? Está próximo a llegar el invierno y aquí al menos tienes albergue —exclamó Knoff como asombrado.

—Me iré.

—¿Adónde?

—A Trondhjem, cuanto antes.

Knoff guardó silencio un instante. Aún quería estirar más el arco.

—Perfectamente. Si tal es tu intención, puedes irte a Trondhjem. ¿Tienes algo que hacer allí?

—¡Ya lo creo! —contestó el mozo, resuelto.

Y se fue.

Acto seguido, procedió a hacer su mochila y durante esta operación le asaltó la idea de que devolver el hule, que estaba flamante y sin utilizar, equivaldría a confesar a Knoff que carecía de dinero. De ser un pillo, se hubiera zafado de pagar y llevado el hule. Es lo que haría Augusto en su lugar. No era cosa de esperar hasta el lunes para entrar en el escritorio y pagar una cuenta tan mísera. Eduardo había aprendido ya un poco a no ser tan exageradamente celoso de la pulcritud y legalidad en sus actos. Sin embargo, desistió de tal propósito ante el temor de que se hiciera público en lugar tan cercano a Luisa Margarita.

¡Luisa Margarita! Le resultaba extraño que durante el tiempo transcurrido nadie de Doppen se hubiera acercado a la factoría. Eduardo estaba siempre al acecho, sin omitir informarse al mismo tiempo; pero no había visto a nadie de aquel caserío. El | contramaestre del astillero opinaba que Haakon Doppen no se dejaba ver porque tenía vergüenza. Posiblemente, durante los cuatro años pasados en la cárcel habría ahorrado algún dinero, con el que habría hecho sus compras antes de ausentarse de Trondhjem. Sin duda alguna, no dejaría de aparecer Por Navidad, en compañía de su mujer, para mercar algo.

Una vez que Eduardo hubo satisfecho el importe de su deuda, el lunes por la mañana, y a punto ya de emprender la partida, acudió Lorensen, mancebo Principal de la tienda, portador de los saludos de Knoff y con recado de que a partir de aquel día percibiría soldada completa como tripulante del yate.

Esto contribuyó a exacerbar más todavía la cólera de Eduardo, que rechazó la oferta. El yate no podía zarpar y él no iba a cobrar el dinero de Knoff sin ganárselo.

—Díselo de mi parte y dale recuerdos.

De todos modos, Eduardo dejó la mochila, por si se le ocurriera volver. Sólo se llevó alguna ropa en un hato.