Noruega no es pequeña; Noruega es muy extensa.
Cuando Skaaro, el armador de la Gaviota, sucumbió en un pantano del Norte, el suceso no tuvo ninguna repercusión en el Sur, excepto la escueta noticia aparecida en los periódicos y, tal vez, algún rápido escalofrío en la medula de tal o cual lector.
El municipio, en cambio, es pequeño; el municipio es estrecho. Cuando un hombre se hunde en el pantano, el recuerdo se mantiene vivo en la comarca mucho tiempo y aleja a niños y mayores de la ciénaga pavorosa…
Ana María dio la voz de alarma a la gente, de vuelta ya todos de la iglesia. No omitió avisarles. Fue corriendo al caserío por el camino más corto, gritando, a toda prisa; pero demasiado tarde. Cuando el vecindario acudió al lugar de la tragedia, vio en el lodo sin fondo de la ciénaga la islita verdosa flotando en la superficie y volcada hacia un lado. Nadie podía creerlo; todos se resistían a creer que el armador Skaaro hubiera cometido la locura de entrar en la ciénaga y hundirse; pero tuvieron que rendirse ante la evidencia. Luego, resultó qué casi todo el mundo había oído gritos de socorro, qué nadie tomó en serio. Sí, efectivamente; el armador había sucumbido en el pantano y su cartera y reloj fueron descubiertos a poca distancia. Llevaron la noticia a Augusto y a Eduardo, que estaban a bordo de la Gaviota. Augusto tomó la cartera bajo su custodia y contó los billetes en presencia de testigos; era el hombre indicado por los acontecimientos.
Ana María sostuvo desde el primer momento una sola declaración clara y rotunda, lo mismo ante el vecindario que, más tarde, en presencia del preboste: se mostraba apenadísima por no haber podido dar la voz de alarma a tiempo, y no acertaba a comprender la conducta del armador; no había pedido socorro antes que el fango le llegase al cuello. Por tal razón, en el transcurso de un par de horas que necesitó para llegar al poblado, llamar a la gente y conducirla al funesto lugar, Skaaro había sucumbido.
Tragedia horrible y tenebrosa.
Augusto corrió en seguida a la parroquia vecina en busca de los dos patrones de barco, amigos de Skaaro, en demanda de consejo sobre el destino de la embarcación y del cargamento de pescado, y Eduardo quedó encargado, mientras tanto, de la vigilancia de la carga. Ahora no fue difícil encontrar estibadoras. Todas se ofrecieron a ello de buen grado, bajo la impresión de la desgracia que se había abatido sobre el armador; incluso Ana María declaró estar pronta a bajar a la estiba, si su ayuda fuera necesaria.
Las demás mujeres se entretuvieron hablando en voz baja y temerosa:
—¡Oh, yo no volveré a pasar por el pantano! ¡Cualquiera sabe lo que a una puede sucederle allí!
—¡Callad, no habléis de eso! ¡No he podido cerrar los ojos en toda la noche, creyendo oír todavía gritos de auxilio!
—¿De modo que tú los oíste?
—Sí. Él no puede hallar reposo allí.
Ana María intervino:
—¿Por qué no ha de poder? ¿Qué os parece a vosotras?
—¡Lo que nos parece…! Está muerto y enterrado en el pantano. Nadie le auxilió, ni siquiera con un padrenuestro. El pobre no se pudo llevar consigo ni a sola palabra a Dios. Por esto no deja de llamar todavía.
Ana María dijo:
—Esto es una tontería. El muerto no grita. Sois unas miedosas.
—Pero, ¿no tienes miedo?
—No. Yo sería capaz de dormir allí arriba, a la misma orilla del pantano. No quedaron muy convencidas las otras mujeres, y dijeron un tanto picadas:
—¡Sí, tú siempre has sido en todo mejor que nosotras!
Cuando hubieron terminado la carga del pescado, Eduardo dio una vuelta por las peñas, repartiendo por última vez rosquillas y aguardiente. Aquellos momentos estaban impregnados de cierta decisiva solemnidad, pero sin alegría, sin alborozo. Las conversaciones eran espaciadas y susurrantes, bajo el pavoroso recuerdo del hombre inteligente y cordial que el pantano guardaba en su lecho. ¡Ah, qué frágil es la vida!
Augusto regresó de su visita supervisora. Era el hombre del momento, de pensamiento rápido, palabra segura y opinión firme; un Augusto muy diferente al de antes. El mandado de siempre, sólo habituado a la obediencia, se apoderó ahora del timón y señaló el día inmediato para liquidar jornales con todo el mundo.
—Dará comienzo a la hora acostumbrada —advirtió—, en previsión de que tengamos viento favorable.
—¿Quién pilotará el buque? —inquirieron algunos.
—¿Quién os figuráis vosotros? —preguntó él a su vez, lacónicamente.
La liquidación de jornales se deslizó sin la menor protesta. Los trabajadores de las peñas, que habían llevado escrupulosa cuenta de su jornal, apuntándolo con yeso en casa, en las vigas del techo, no pudieron sorprender la menor equivocación. Llamaba a los hombres al camarote de dos en dos, de manera que cada uno sirviese de testigo al otro, procedimiento este aprendido por él en su oficio de marinero. Dejó estupefacto a Carol, e incluso a Eduardo, cuando observaron que Augusto, a cada pago que efectuaba garrapateaba en una especie de diario particular como si llevase una cuenta personal del trabajo o de lo que fuera; Diario que volvía a hundir después en el bolsillo.
Una vez terminado el pago de jornales, Augusto declaró que conduciría la Gaviota a Bergen, yendo él en calidad de patrón. Nadie, fuera de él, sabía navegar empleando la brújula, la carta y el reloj, y los armadores de los otros secaderos no podían abandonar sus propias embarcaciones.
Está por demás decir que los circunstantes se quedaron unánimemente boquiabiertos al oír aquella noticia, no obstante no cogerles desprevenidos. Augusto había provocado ya la admiración general en varias ocasiones, y le consideraban capaz de muchas cosas, pero aquel era un salto enorme en las alturas. Sí, nada menos que armador y capitán de un yate grande con su cargamento completo. ¡Hasta sabía navegar con aguja de marear, carta marítima y reloj, a lo largo de todas las costas de Noruega…! ¡Aquel hombre lo sabía todo!
Llevaba a Eduardo a su lado, pero hacía falta otro hombre para la travesía. Habló de Teodoro:
—Teodoro tiene una hernia y usa braguero —opuso Eduardo.
—Pues he pensado en él —alegó Augusto con firmeza.
Eduardo recordó que Teodoro había sido uno de los más encarnizados en burlarse de su compañero; era un mal bicho.
—Cobrará su soldada —replicó Augusto.
Como el viento no soplaba, necesitaron remolque para salir de la ensenada, faena penosa que exigió el concurso de Carol con otro hombre. Afuera, en el fiordo, soplaba una tenue brisa e izaron el trapo.
También esta vez acudió el vecindario a las colinas para presenciar la partida y despedirse del barco, cuyo alejamiento les produjo una honda impresión de vacío; ahora, la bahía parecía dormir y las peñas solitarias.
Navegaban todavía por el fiordo del Oeste, cuando Augusto procedió a ajustar cuentas con Eduardo le pagó una suma redonda por su trabajo del verano.
—Te has portado como un hombre de provecho y quiero pagarte conforme te mereces —le dijo. Eduardo le dio las gracias; pero no acertaba a comprender, volviendo a calcular sus jornadas, que le correspondiera una soldada tan grande.
Augusto sacó su Diario del bolsillo, posó los ojos en él y le dijo:
—Aquí consta con claridad.
—¿Qué significa ese libro? —preguntó Eduardo.
—Has de saber —contestó Augusto— que en este libro constan tu ganancia y la mía. —Y prosiguió hablando—: ¿Recuerdas cuando en primavera te dije que el verano nos reportaría magníficas ganancias a ti y a mí?
—Sí, lo recuerdo —dijo Eduardo.
Y Augusto continuó:
—Fui al Lofot, traje a Skaaro y la Gaviota a la bahía, sequé el pescado. Tú no has oído hablar de nadie que me iguale, de alguien que sea capaz de llevar a cabo lo que yo sé hacer.
Reflexionó Eduardo un instante, y respondió:
—Quizá Napoleón.
—No —advirtió Augusto—, no pretendo equipararme a él. Pero, en cambio, puedes preguntarme por muchas cosas de este mundo. Ignoro pocas. Todo el verano he seguido el calendario con la cabeza. No hemos perdido ni un solo día.
Augusto podía hacerse fuerte en esto, pues había contado los días con absoluta exactitud. De las explicaciones de Augusto, pudo Eduardo deducir lo siguiente: No todos los trabajadores habían cubierto idéntico número de jornales; así, por ejemplo, Carol había hecho en total diez fiestas; tres, Teodoro, sin contar algunos días de paro en el secadero por culpa de la lluvia. Perfectamente; pero de aquel conjunto de jornadas, Augusto, muy pícaramente, se había apuntado un determinado número a su favor para acumularlas a su jornal personal. Aquella era la cuenta que él llevaba en su Diario. Cada trabajador recibió lo que le correspondía, pero Augusto tachaba los días de paro. Esto pudo ponerlo en práctica sin correr peligro alguno, por haber apresurado el desecamiento de la carga y llevar ahora algunas semana de delantera a las demás embarcaciones. Por tal procedimiento, Augusto había obtenido un suplemento de soldada, compartida generosamente, en una buena proporción, con Eduardo, de manera que había sabido llevar adelante aquella operación sin dificultad.
Tales cuentas no dejaron de producir cierto tras torno en el ánimo de Eduardo, pero se sentía anonadado. No obstante, se atrevió a preguntar:
—Y si el armador Skaaro hubiese estado presente, ¿cómo te las hubieras arreglado para reservarte tanto dinero?
Augusto respondió:
—Muy sencillo. Hubiera anotado dos o tres trabajadores más en la lista de las peñas, para cobrar sus jornales en su nombre y remitirlos a los interesados. Hubiera sido la cosa más natural del mundo.
El demonio de Augusto era muy juicioso y emprendedor; hombre de infinitos recursos.
Eduardo aceptó el dinero, no sin permanece; preocupado algunos días por la novedad de tales procedimientos, un tanto turbios a su parecer; sería cuestión de averiguar si semejante tráfico no podría acarrear consecuencias de mal agüero y si el mismo Skaaro no se les aparecería cuando menos lo esperasen. Un día, dijo Eduardo a Augusto:
—El armador está en el pantano y quizá sepa lo que hemos hecho.
—Lo cierto es —respondió Augusto— que yo le regalé mi anillo de oro.
—¿De veras? —preguntó Eduardo, sorprendido.
—Tan cierto como lo oyes. ¿Iba a dárselo por su bella cara?
—Pero yo no le regalé nada.
Augusto tuvo la réplica a punto:
—¿Cómo que no? ¿Acaso no he usado tu chaqueta de paño, nueva y flamante? A no ser que pretendieras cedérmela por puro capricho.
Augusto era ducho en barajar la razón con la sinrazón, la verdad con la mentira, sin sentir el menor escrúpulo, por lo que no vaciló en advertir que ellos deberían obrar siempre con arreglo a la más estricta honradez. Augusto reía, poniendo de manifiesto su dentadura de oro, al referir que Carol le había pedido la pipa del armador Skaaro.
—Ya no volverá a necesitarla —le había dicho Carol.
Cierto —le respondí yo—. Pero el difunto Skaaro hizo bastante por ti al salvarte el heno. Entonces Carol solicitó una prenda cualquiera de vestir, algún sombrero, un recuerdo del armador. ¡Inaudito!
—Pero, le respondí:
—No me presto nunca a semejantes indecencias y avaricia, para que te enteres. Qué te parece, ¿le contesté bien? —preguntó a Eduardo.
Eduardo estaba turulato ante tanta fraseología y malabarismo en las ideas, pero al fin acabó por ce der. Augusto debería comprenderlo mejor que él, |puesto que sabía tantas cosas; al fin y al cabo, no era, así como así, el hombre que se figuraban. W Habían hecho abundantes provisiones en Bodö, de manera que nada les faltaba. Las noches eran claras y navegaban con rumbo a Helgeland, relevándose los tres en el timón. El patrón, Augusto, consultaba con ahínco la carta de navegar, aun cuando bogaban en las proximidades de tierra firme, para que Teodoro le viera. De cuando en cuando, Augusto acudía rápido a la brújula, se detenía junto a ella y extraía del bolsillo el reloj de Skaaro, consultaba minutos y segundos, aprobaba con la cabeza y volvía a alejarse.
Teodoro no gozaba de ninguna consideración especial a bordo. El patrón, Augusto, no se dignaba contestar siempre que un muchacho tan insignificante como Teodoro aventuraba alguna opinión personal. Cuando hubieron de navegar por alta mar, de batiéndose con el oleaje en plena tormenta, Teodoro fue zarandeado de lo lindo. Ignoraba por completo la navegación a la vela, era neófito en una embarcación y ni siquiera conocía el nombre de varios cabos y escotas e hizo, al principio, muchas cosas al revés; el patrón juró hacerlo bajar a tierra y alistar en su lugar a «un hombre». Ahora, hubieron de salvar el trapo del topete e, incluso, la vela mayor y contentarse con la mesana. El patrón, Augusto, conducir el timón, daba órdenes y gobernaba a sus hombres Augusto no era ahora ningún bragazas; sus ojos azul marinos miraban con firmeza y pisaba fuerte sobre cubierta. Estaba metamorfoseado, erguido en el puente con mayor gallardía que cuando se arrastrara en cierta ocasión con las narices pegadas en el fondo de una nave de ocho remos. Imposible con paginar dos actitudes tan opuestas.
Descendiendo, al fin, de la alta mar, volvieron a navegar a la vista de otras embarcaciones, favorecidas por tiempo más bonancible y aligerados de inquietudes; Augusto fue en busca de su acordeón y se puso a tocar por primera vez en la travesía. Es taba de excelente humor. El viaje transcurría ahora rápidamente. Pasado ya el faro de Bodö, rozaron las islas de Frö y no tardarían en atracar en Trondhjem.
—¿Te has convencido al fin de que sé navegar? —preguntó a Eduardo—. ¿Qué te parece si pusiéramos ahora mismo la proa hacia países lejanos?
—¿Por qué?
Augusto miró en torno suyo; después habló con voz queda, presa de momentáneo titubeo:
—Llevo el reloj de Skaaro, y ya puedes imaginar las pocas ganas que tengo de desprenderme de él. Además, conservo más de mil escudos contantes y sonantes, que eran de Skaaro. Me parece que no es una pequeñez lo que ahora tendremos que entregar de un golpe. ¿Qué te parece?
Eduardo objetó con aire indiferente:
—¿Qué le vamos a hacer?
Augusto prosiguió:
—Asimismo, la embarcación y el cargamento, todo de gran valor. En fin, una fortuna completa. Nosotros hemos llevado el trabajo sobre nuestras espaldas y, por otro lado, el mismo Skaaro no habrá de obtener ningún fruto. Si hubiera justicia de veras, nosotros seríamos sus herederos.
—¡Diantre! ¡Qué cosas se le ocurren a esa cabeza! —exclamó Eduardo soltando la risa.
—Esto no es más que una opinión mía —dijo Augusto.
Por el momento, no volvieron a hablar del asunto. Pero en el transcurso de la jornada, Augusto volvió a la carga, y dijo:
—No pienso llevarme a Teodoro con nosotros. No soy tan tonto.
—¿Adónde?
—A España. Tenemos que desprendernos de Teodoro y hemos de componérnoslas para que tú pienses lo mismo que yo y yo lo mismo que tú. Si se presenta algo que tú no entiendes, hazte cargo de que yo lo entiendo por los dos. No es la primera vez que llevo a cabo cosas como esas.
—No entiendo ni una palabra de cuanto me dices —declaró Eduardo.
Naturalmente, no estaba al alcance de las entendederas de Eduardo. No era tan osado. Su camarada había navegado y dado la vuelta al mundo; por eso su vida exhalaba misticismo, misterio…
Anclaron en una verde ensenada de Fosenland, para hacer provisión de agua potable. El mugido de una catarata oculta en el bosque llegaba a sus oídos. En el fondo de la ensenada, dormitaba un caserío. Dos rapaces acudieron a la desembocadura de la ría y se detuvieron a contemplar el barco. No tardó en llegar una mujer joven, que corría a toda prisa a su encuentro, descalza y miserablemente vestida, cubierto el cuerpo con una camisa y una falda. Formuló una súplica:
—¡No lo toméis a mal, buenas gentes!
Allá arriba, detrás del caserío, se le había extraviado una oveja entre los peñascos; llevaba así dos días y dos noches, y como ella era el único ser viviente en la comarca, no le era posible salvar al animalito. La mujer afirmaba con lágrimas en los ojos que era una oveja muy hermosa y dócil. Augusto preguntó:
—¿No hay hombres en la cercanía?
—Sí —respondió la mujer—. Pero ahora están trabajando en la isla.
—La isla está en el mapa —declaró Augusto con el empaque que sentaba a un patrón de barca.
—¿Qué trabajo están haciendo allí?
—Están haciendo algo en el caserío de Fosen.
Augusto había formulado estas innecesarias preguntas para darse pisto. Seguidamente, dirigió una mirada al caserío de arriba, musitó algunas palabras, y como aquel día estaba de excelente humor, prometió a la mujer que iría.
Subieron las tinajas de agua a bordo, cogieron jarcias y tacos y bajaron otra vez al bote. Augusto había cogido también la escopeta, que cruzó sobre sus rodillas, con el solo designio de hacer el grande en presencia de la mujer.
Subieron al caserío y se hicieron mostrar aquel paraje. La oveja había intentado buscar salida por una estribación de la peña cubierta de césped, pero era tan estrecha, que el animal no podía marchar hacia adelante ni tampoco volver atrás. A sus pies, acechaban el abismo y la muerte.
Augusto preguntó a la mujer:
—¿Quieres venderme la oveja?
—¡Ah, no! ¡Venderla, no!
—Si quieres, te la compro, disparo desde aquí y la tumbo abajo.
—¿Matarla? ¡Oh, no…! ¡Una oveja tan hermosa!
Augusto subió a lo alto con sus hombres e hizo bajar a Eduardo sujeto a un cable. La oveja daba muestras de mansedumbre, sin duda porque estaba familiarizada con la vecindad del hombre, y no le temía. Colgado de la gruesa cuerda, Eduardo, de una manotada, hizo dar la vuelta a la oveja, en un movimiento rápido; levantó al animal por los aires, asiéndolo de la lana junto a la cruz, y le obligó a alzar las patas delanteras, descansando sobre las traseras, para dejarla caer otra vez sobre sus cuatro patas. Tan brusco movimiento pareció asustar un instante a la oveja, y tardó unos segundos en darse cuenta de su nueva posición… ¿No tenía ahora ya la cabeza inesperadamente atrás? Eduardo la acarició cariñosamente, pero hubo de empujarla y hostigarla para obligarla a emprender el regreso por el mismo camino que había atravesado dos días antes.
Eduardo tiró de la cuerda un par de brazadas y se dejó caer en la estribación de la peña. Se detuvo un instante en actitud meditativa, y se desprendió del cable, cuyo extremo cayó en tierra.
¡Tirad de él! —gritó a los de arriba—. Oyó como un chirrido de polea en las alturas del peñascoso muro y miró cómo tiraban del cable. Entonces, siguió a la oveja por la estrechura del socavón, palpando el muro peñascoso y avanzando con cautela.
Abajo, en el caserío, permanecía la mujer con sus dos críos, levantada la cabeza a las alturas, llorando, temerosa por la suerte de la oveja y también del hombre en peligro. De cuando en cuando, los chiquillos proferían un grito.
—¡No chilléis! —les decía la madre—. ¡Pueden caerse los dos!
Gritó de alegría cuando vio vencido el peligro, y cuando los hombres bajaron les dio las gracias y quiso estrecharles la mano; también invitó a los niños a imitarla, lo que cumplieron en el acto, tendiendo sus manitas, la izquierda o la derecha, como mejor les dictó su propia inspiración. Eduardo fue objeto de especial atención por parte de la mujer, que le dio las gracias, mirándolo con ojos penetrantes, y mientras sus mejillas se teñían de rubor… La joven veía que él era el más guapo de los tres. Tampoco Eduardo fue más cauto que la mujer, pues también él se puso encarnado como un tomate. ¡Ah, juventud bella e ingenua!
La lugareña invitó a los hombres a penetrar en su vivienda y les obsequió con leche, y volvió a dar la preferencia a Eduardo, sirviéndole primero. Esto pareció desagradar al patrón, Augusto, que sacó del bolsillo el reloj de Skaaro, y dijo:
—Volvamos a bordo, muchachos. Tengo que llevar adelante mi cargamento.
Era tanto el agradecimiento de la mujer, que por fiaba en servirles café.
—No —dijo Augusto—. Tenemos provisión de café a bordo para todo el viaje. De todos modos, muchas gracias. ¿Es tu novio ese que está ahí en la pared?
—Es mi marido —respondió ella.
—¿También trabaja en la isla?
—No. Fue más lejos.
—Guapo mozo —comentó Augusto—. ¿Se fue por mar?
—A América.
—¿De manera que en América? Conozco bien aquello. ¿Hace tiempo que tu marido se fue?
—Cuatro años.
—Entonces, no tardará en volver.
—Sólo Dios lo sabe —respondió la mujer.
—También debes saberlo tú. Escribe, ¿verdad?
—No, no escribe. No me ha escrito nunca.
Augusto se dio una palmada en la rodilla.
—¿No te ha escrito ninguna vez? ¿Cómo sabe entonces, que llegó a América?
—Sé que desembarcó en Nueva York.
—¿Y allí desapareció?
La lugareña guardó silencio.
A Eduardo se le partía el alma de pena al ser testigo de algo incomprensible para él; pero consciente de la existencia de un destino extraño que gravitaba como una cruz. Aquella mujer, de unos veintiséis años, atesoraba cierto encanto, más que encanto, ternura, que revelaba aquella cabeza humillada con ojos de mirar resignado. ¿Dónde estaría su marido? ¿Acaso existiría aún? ¿De qué vivía la mujer? En la estancia había una rueca; hilos de colores abigarrados aparecían colgados en la pared y en los respaldos de las sillas, por todas partes; ningún otro objeto, allí, tenía color definido alguno. Eduardo contemplaba todo aquello desde su asiento, mojándose los labios con la lengua de vez en cuando, con mirada cálida y afectada, temblorosa el alma al impulso de una sensación de dulzura, que acaso era compasión, tal vez enamoramiento.
Nada más quedaba ya a Augusto que preguntar. Se levantó y avanzó hacia la puerta de salida. Eduardo fue el último en salir de la estancia; casi rozándole los talones, le siguió la mujer hasta afuera y le dijo, mientras andaba:
—¡Muchas gracias y Dios te bendiga! ¿Cómo te llamas?
Eduardo repuso sorprendido:
—¿Quién, yo? ¡Ah…! Me llamo Eduardo. ¿Y tú?
—Luisa Margarita Doppen.
—Yo me llamo Eduardo Andreassen —contesto él—. ¡Adiós! ¡Salud!
¡Ah… juventud! No se dieron la mano. Ambos miraban el suelo y susurraban como malhechores…
—¿Le has dado un beso? —le preguntó Augusto después.
Eduardo enmudeció al momento; pero quiso mostrarse más varonil de lo que era y decidió reírse de la pregunta:
—No ha querido —respondió.
—¿No ha querido? ¡Si yo hubiera estado en tu lugar! —dijo Augusto.
Eduardo se dio cuenta de que el iris de una imagen acababa de quebrarse en su espíritu.
Pronto hubo de distraer su atención en otros menesteres. El barco estaba bastante adentrado en el piar y era preciso bogar hacia él. También Eduardo remaba con sumo brío, al mismo compás que Teodoro, el rostro vuelto hacia el caserío, y distinguió allí a la mujer, que se había detenido de espaldas a la casa, pero sin decir adiós con la mano… seguramente por estar la embarcación demasiado lejos ya.
Luego, izaron el trapo.
—¡Maldita sea! ¡Esa oveja nos ha hecho perder el tiempo! —exclamó el patrón Augusto—. Ahora, no podremos anclar en Trondhjem.
—¿No? ¿Qué teníamos que hacer allí?
—De todo un poco. Pero echaremos el ancla en Kristianssund. Está a mitad del camino.
Eduardo preguntó:
—¿Tú crees lo de su marido?
—¿Su marido? Seguramente a estas horas se habrá roto la crisma o alguien le habrá torcido el pescuezo. Ni más ni menos.
—Es lástima que sea tan desgraciada.
—¿Qué quieres? ¡Cómo puede el hombre saber de antemano, su destino! Es una mujer guapa, y estoy contento de haber estado allí con mis dos hombres y salvado su oveja. Pero no vayas a figurarte que no haya visto en mi vida mujeres más hermosas, en mar como en tierra.
Eduardo objetó, picado:
—Pero con toda seguridad es más guapa que Matea.
—¿Qué? —Augusto se echó a reír, moviendo la cabeza—. ¡Vaya qué pinta! Daría cualquier cosa por saber dónde está. ¡Si la tuviera al alcance de mi mano, Dios sabe lo que le haría! Pero es mejor así. No era para mí.
Hicieron alto en Kristianssund. Augusto subió a la ciudad y se compró ropa buena y un anillo de oro. Estuvo en todas partes con la cartera de Skaaro en el bolsillo, que cuidaba de abrir aparatosamente cada vez que efectuaba algún pago. Eduardo aprovechó la estadía para escribir a casa diciendo que había visto muchas más cosas que antes; había estado en alta mar y visto gran extensión de costa, también gente numerosa, ciudades y barcos. ¡Recuerdos a todo el mundo!
En las calles de Kristianssund, toparon con Papa, el relojero judío. Ahora, estaba aquí. Era el ente extraordinario de siempre, obeso y afable, con su barba respetabilísima y muchas cadenas de reloj en el pecho. Los relojeros de la ciudad le miraban con ojos torvos, sentimiento no compartido por la población, acostumbrada ya a sus periódicas apariciones, portador de relojes para grandes y chicos. Todo el mundo se detenía a saludarle, grandes y chicos.
—¿Quiere un reloj, esta vez? —preguntó Papa.
—Ya tengo uno —replicó el patrón Augusto.
Invitado a examinar el reloj de Skaaro, Papa lo abrió y declaró:
—¡Buen reloj!
—Es de veintidós rubíes —manifestó Augusto—. No tendría nada de particular que lo haya vendido usted mismo.
—No lo recuerdo, pero bien pudiera ser —repuso Papa. Se volvió hacia Eduardo y se informó de su nombre y de su pueblo; le reconoció al fin—. El año pasado estuviste en el mercado de Stokmarknes. Te vi pasar varias veces. Pero estás cambiado, has crecido y te has vuelto todo un hombre. ¿No te has comprado aún ningún reloj?
—Pienso comprarme uno en Bergen.
—No se te ocurra semejante cosa. Allí, te engañarán —le dijo Papa.
Augusto intervino:
—¿Cuánto pides por un reloj para mi timonel?
Papa hurgó en un bolsillo y extrajo dos relojes:
—He aquí un reloj superior. ¿Qué me dice, patrón? Aquí tenéis un par de relojes superiores. Relojes con áncora, nada menos.
Augusto abrió ambos relojes, uno tras otro, con gesto de hombre entendido y dijo:
—Este es el mejor, seguramente. Papa asintió.
—En seguida lo he conocido —exclamó Augusto—. ¿En cuánto me dejáis el reloj? Ultimo precio, ¿eh?
—En ocho escudos.
—¿Ocho escudos…? ¿No os burléis? Ocho escudos, pase para un armador. Pero, ¿de dónde quejéis que los saque un timonel?
—Efectivamente, no dejáis de estar en lo cierto asintió Papa.
Entonces, Eduardo preguntó con desgana:
—¿Y este reloj también es bueno?
—¡Ya lo creo!
—¿Cuánto vale?
—Doble que el otro. Os lo daré por dieciséis escudos.
Ambos camaradas se quedaron boquiabiertos. Augusto preguntó confundido:
—¿Cómo es posible que el más sencillo valga el doble?
Papa le tendió el reloj, y dijo:
—Hágame el favor de mirarlo bien, patrón, y dígame qué tal le parece.
Augusto cogió el reloj, lo abrió y lo examinó detenidamente, pero, esta vez, fue más cauto.
—No cabe duda que se trata de un buen reloj, se ve a la legua. ¡Pero que valga doble que el otro…! Papa declaró con acento sentencioso: —Es por el grabado de la caja. No se borrará nunca.
—¿El grabado?
—Sí, señor. Además, este reloj contiene tres ruedas más que el otro. Cuéntelas si quiere, patrón.
Augusto se atascó. Dejó de contar, y dijo, molesto:
—Será como quiera, Eduardo. Pero en Bergen te compraré un reloj excelente y mucho más barato que este. ¡Pierde cuidado!
Papa le preguntó:
—¿Cuándo zarpará usted, patrón?
—Luego, tan pronto empiece a soplar la brisa de la tarde.
Se separaron y fueron cada uno por su camino Augusto preguntó por el hotel más distinguido de la ciudad, y hacia él encaminó sus pasos.
—De buena gana te hubiera llevado —dijo a Eduardo—, pero aún no te has comprado ropa a propósito.
—Iré a bordo —respondió Eduardo— y relevar a Teodoro.
Eduardo estaba completamente transformado; llevaba dinero en el bolsillo; pero ningún humor entre pecho y espalda… porque hacía un par de días que le llevaban a maltraer enamoramiento y desazón; había perdido las ganas de comer, estaba paliducho y abatido, absolutamente indiferente a todo. De buena gana la hubiera escrito; pero no sabía la dirección. Además, él era torpe escribiendo, y ella, con seguridad, más despejada, se burlaría de él. ¡Ah, aquella escena de Fosenland! La pequeña Ragna de su caserío se había esfumado en su memoria; ahora, no se le oprimiría el corazón, ni mucho menos, si la viera en amores con otro mozo. El recuerdo de aquella mujer se había apoderado de su ánimo. Es taba obsesionado.
¿Qué hacer? No tenía ninguna esperanza de volver a aquella ensenada a buscar agua, y Luisa Mar garita Doppen se consumiría y moriría en su casa, sin otro consuelo que el mutuo recuerdo. ¡Bien habría podido él deslizar algún dinero en su mano…!
La casualidad quiso que el viejo Papa bajara también por el bastión y subiera a bordo de la Gaviota. Era tan atento y agradable en el trato, que Eduardo acogió con simpatía su presencia.
—¡Hola…! Me parece que vuelvo a dar con un antiguo conocido, ¿verdad? —exclamó Papa, sorprendido—. ¿Es este tu barco?
¡Naturalmente! Lo que Papa pretendía era ultimar la venta de un reloj; no podía conducirle allí otro objetivo, lo que tuvo la virtud de reanimar a Eduardo, y el regateo. No escatimó Papa los buenos consejos, se enteró del dinero que Eduardo poseía y declaró que cuatro escudos por un buen reloj sería lo justo.
—¡Mira! Este reloj es el que debes quedarte.
—¿El mismo que vale ocho escudos?
—El mismo. Quiero venderte un buen reloj. Siempre saludaste al viejo Papa como hacen los hombres bien educados, y tendrás el reloj por cuatro escudos. Te lo cedo sin ganar nada, por pura simpatía. Cualquier compañero te dará seis escudos por este reloj, puedes estar seguro de ello. No olvides darle cuerda ijadas las noches, sólo lo necesario. La maquinaria es muy fina. No quiero que hagas mal negocio con migo. Estoy seguro de que volveremos a vernos algún día.
Eduardo compró el reloj. Algo había de conmovedora inocencia en Eduardo, que le atrajo la simpatía de Papa, quien conocedor del entusiasmo que las baratijas solían despertar en la gente moza, le regaló una bonita cadena para el reloj, la que Eduardo acogió con tal entusiasmo y agradecimiento que, al estrechar la mano de Papa, este hubo de clamar piedad para sus dedos. Ambos interlocutores se despidieron.
—¡Oye, no vuelvas a apretar tan fuerte! —le advirtió Papa—. ¡Vaya fuerza tienes! Esto lo dijo para adular al muchacho, y, sin embargo, ¿quién podría afirmar que no se hubiera con sumado un milagro esta vez? Aquel judío errante, que durante su vida había engañado con seguridad a millares de hombres, es muy posible que vendiera esta vez con pérdida evidente, procediendo con honradez nada vulgar.
Augusto volvió a bordo y arrojó a la mesa un rollo de cartas de navegar que había comprado. Llevaba un puro en la boca y se daba aires de gran señor; pero estaba sereno del todo, si bien algo vanidoso por haber comido en un hotel de postín ternera asada y macarrones a la italiana.
—Me encontré en el hotel con otro capitán —dijo—, y hemos charlado mucho rato de sobremesa.
—¡Caramba! —¿Te compraste un reloj? ¡A ver!
Augusto tuvo conocimiento del parlamento con el mercader de relojes, dio rienda suelta a las suspicacias:
—¡Ya verás como ese pillete te ha engañado! Debiste ofrecerle dos escudos nada más. Es lo que yo hubiera hecho en tu lugar. Por lo visto, todavía no estás bregado en el trato con la gente. ¿No será, a lo mejor, un reloj robado?
—No sé. No me ha dicho nada.
—¿No, no ha dicho nada, verdad? Bueno, tú mismo lo verás. Es todo cuanto tengo que decirte.
Al caer la tarde, volvieron a zarpar.
La primera escala que hicieron fue la de Aalesund. También aquí quiso Augusto dejarse ver para lucir su magnífico traje y la sortija de oro. Se detuvieron pocas horas y volvieron a izar el trapo, no sin antes comprar Augusto más cartas marítimas, de las costas francesas esta vez.
Al parecer, habían dejado el buen tiempo atrás, pues se presentó lluvia y viento contrario que les fue forzoso sortear. Al principio, el oleaje no era bravío; pero soplaba viento frío. Al abordar alta mar, fue dura la navegación. Augusto blasfemaba como un condenado y se apostrofaba, a sí mismo como a sus hombres, despiadadamente. Eduardo y Teodoro fue ron unánimes en aconsejar viraje atrás.
—¿Volver la popa? —dijo Augusto—. ¡Estoy acostumbrado a otra cosa!
Estuvieron de guardia los tres a tina, privados de descanso, y sólo al penetrar en ensenadas con tierra por babor y estribor se echaban a dormir Eduardo y Teodoro por turno riguroso. Augusto era indomable y no depuso su guardia un solo instante.
Al fin pudieron recalar en Floro. Era una verdadera ironía, una irrisión haber de bogar contra el viento, precisamente ahora que estaban cercanos a la meta del viaje.
Floro era pequeño, pero bonito y acogedor. Sin embargo, Augusto se daba a todos los diablos, temeroso de que los otros barcos pesqueros del Norte llegasen a alcanzarle. ¡Aquella dichosa oveja nos hizo perder demasiado tiempo!
El tercer día, Augusto bajó a tierra y regresó borracho, por la noche; pero viendo las cosas con mayor claridad, calculando que los otros pesqueros llevaban, por lo menos, dos semanas de zaga tras la Gaviota.
Al amanecer, volvió otra vez a tierra. Al cabo de algún rato, mandó recado a Eduardo para que le llevase en seguida el acordeón.
Sí, señor. Augusto había desembocado en un paraje apropiado, en un alojamiento donde había dueña, camareras y bebida, y se estaba divirtiendo de lo lindo. El marino disfrutaba otra vez de permiso en tierra. Volvieron a reproducirse los acontecimientos de Stokmarknes, se prometió otra vez con la cantarera y le regaló su anillo… Ella era de Bergen, hembra deliciosa y arrebata dora, de busto turgente y mirar insinuante. ¡Augusto, Augusto! Durante el verano, había tenido tiempo suficiente para mojarse el gaznate con todo el aguar diente de la tina de a bordo; pero no había querido probarlo, no era bebedor; para ello precisaba entusiasmo, faldas y juerga, permiso en tierra y zambra marinera. ¡Qué hermoso!
Las mujerzuelas mostraban gran interés por redoblar el entusiasmo de Augusto; la dueña le llamaba capitán y le ofreció alojamiento en su casa durante su estadía, y hubo propina para las muchachas sólo por entrar un instante y dejarse contemplar. Eduardo llegó en plena fiesta. Tan pronto como Augusto empezó a tocar, una camarera dio un brinco y se asió a Eduardo para ponerse a valsar como un torbellino. Augusto reía bonachonamente y le incitaba a persistir en la danza:
—¡Muy bien! ¡Que se vea cómo bailas, piloto!
Pero Eduardo no se hallaba en su mundo, envuelto en nostálgicos recuerdos lejanos. ¿Para qué le servía lucir reloj y cadena?
Así transcurrió el tiempo hasta entrada la tarde. Al fin, Augusto fue perdiendo las ganas de tocar para que los otros bailasen, desatendido por la camarera que, encaprichada con su piloto, no cesaba de charlar y bailar con él; en una de las vueltas, arrastró al muchacho, bailando, hasta un pasillo oscuro. Le abarco con ambos brazos y exclamó:
—¡Oh…!
Un atisbo de sospecha le hizo fruncir el entre cejo a Augusto, quien encerró el acordeón en su estuche y se negó en redondo a seguir tocando.
—Ahora, quiero otra cosa. ¡Café! —gritó, con propósito de hacer trabajar a la camarera.
Entrada ya la noche, Eduardo fue a bordo; pero Augusto no quería que le hablasen de ir a dormir. Pidió otra botella y obtuvo que todas las mujeres de la casa tomasen asiento en torno suyo para escucha, el relato de sus aventuras. Al romper el día, se fue ron alejando una tras otra y Augusto se dejó caer sobre la cama tal como estaba, murmurando despreciativamente y fraguando planes contra la camarera, su prometida, que no aparecía por ninguna parte. ¡Merecía un castigo!
Transcurrió otro día y su noche. Augusto estaba muy cansado y se durmió. Cuando, al despertar, procedió al recuento de su dinero, para cerciorarse de lo que había malgastado, volvió en sí y renunció a mojarse sus labios con más gotas de aguardiente. Su estado era miserable. Eduardo bajó a la ciudad y le invitó a que volviera a bordo, pues había leído el boletín meteorológico y creía que tendrían viento favorable. Miraron ambos el cielo, cambiaron algunas palabras y estuvieron de acuerdo. Augusto entró en la casa y pagó la habitación. Al salir, exclamó:
—No adivino dónde se habrá metido.
—Muy entrada la noche, la vi abajo, en el malecón —observó Eduardo.
—¿En el malecón? Será una…
—¿Quién sabe si iba en tu busca?
—No, ella sabía dónde estaba yo. ¿Fue en busca tuya a bordo?
Eduardo pudo responder afirmativamente; pero prefirió velar por la paz de su camarada, y dijo:
—Seguramente habría salido a dar un paseo y tomar el fresco.
—¡Pues que tenga mucha suerte! —exclamó Augusto.
—Entonces, ¿no volverás a ver el anillo?
—¡Cómo quieres que lo vuelva a ver! —exclamó Augusto con voz sofocada—. Te advierto una cosa, Eduardo. Las mujeres no son leales…
Fueron a bordo y volvieron a zarpar.
Augusto, atosigado por los excesos de la embriaguez, estaba de un humor de perros; pero le era forzoso contentarse con apretar los dientes y plegarse a la faena. Les favoreció un tiempo claro y sereno y el viento de popa; pero nada devolvía el buen, humor a Augusto, quien afirmaba no haberse sentido nunca tan abatido, por culpa, seguramente, de aquel jerez del café con veneno y de las dos botellas de «Crambambuki Cream», que consumió aquella noche en compañía de las damas. ¡Esto estaba de más! A Eduardo se le ocurrió opinar que, según había oído decir, una copa de aguardiente puro sorbido en pequeñas dosis, sentaba bien. Por toda respuesta, Augusto escupió proyectando un arco y afirmó que el efecto era todo lo contrario.
—¡Qué loco aquel mocetón! Sus libaciones no eran producto de un exceso de euforia desbordante. No tenía nada que consumir; carecía de reservas y sólo la acción del tiempo le curaba.
Una mañana, al subir Eduardo a cubierta, halló en el timón a Augusto, que seguramente llevaría el diablo en el cuerpo, cuando hizo seña a su camarada para que se acercase a él, y le dijo:
—No llevamos rumbo a Bergen. Créeme, hemos dejado Bergen atrás.
—¿Qué dices?
—¿Te parece mal? ¡Tenemos que ganar dinero y prosperar!
El diluido tinte azul de los ojos de Augusto se espesó, su mirada se tornó dura y el patrón de la Gaviota declaró que estaba dispuesto a seguir con rumbo a España para vender allí embarcación y carga y hacerse rico. Eduardo tenía que secundarle y bogar con él.
—No imagines que desconozco el camino. ¿Para qué he comprado los mapas? Navegaremos por el sur de Noruega y después enfocaremos en línea recta el mar del Norte, atravesaremos el canal y, bogando a lo largo de las costas de Francia, bajaremos a Santander. Una vez allí, nos hallaremos en España. Conozco muy bien Barcelona, y siento que no podamos llegar allá. Pero está en el lado opuesto y tendríamos que adentrarnos en el Mediterráneo, lo que equivaldría a doblar la ruta.
La prolija cita de nombres y lugares no produjo la menor impresión en el ánimo de Eduardo. Se limitó a preguntar:
—¿Quieres que me quede en el timón?
Augusto desatendió la pregunta:
—Ya imagino lo que piensas. Temes que reconozcan la gabarra y la descubran. Pero yo sé el remedio, que ya en otra ocasión fue eficaz: bastará que anclemos en cualquier rincón de la costa escocesa, pintemos la nave de otro color y cambiemos el nombre. No habrá alma mortal capaz de reconocer el barco, aunque hayan llovido telegramas.
—Estás blasfemando —respondió Eduardo.
—¿A quién perjudicaremos con eso, vamos a ver? —preguntó Augusto—. Skaaro murió. Y no vayas a figurarte que Skaaro fuera un ángel de Dios y un apóstol del Señor. Sobre esto, puedo cantarle alguna canción. ¿Qué imaginas que se proponía cuando intentó hacer bajar a Ragna a su camarote? ¡Puedes estar seguro de que no respetaba a madre ni hija, ni a nadie, aquel puerco!
—¡Bah, deja a Skaaro en paz!
—No es más que un decir. Pero Skaaro está muerto, y un hombre que ha dejado de existir no se dará cuenta de lo que le hagamos. Si hubiese estado casado, la cosa variaría; pero aquellos dos armado res del Norte me dijeron que carecía de familia y que vendrían parientes muy lejanos para hacerse cargo de la embarcación. ¡Muy bonito! ¿Te parece a ti bien? ¡Me guardaré muy bien de entregar el barco a esa gente!
—¿Es posible que te atrevas a decir tantos disparates?
Sí, Augusto los decía, y no parecía tener ganas de fantasear. El mismo demonio se le importaba a él una higa, en su propósito de llevar a cabo sus planes. Aspiraba, sencillamente, a ser poseedor del reloj de Skaaro, de su dinero, de su barco y del cargamento, ¿qué había en ello de particular?
—Ya sé lo que me vas a decir: ¡Desde luego, a Teodoro no le quiero para nada! ¡Semejante trasto con hernia y braguero! ¡Vamos, quita allá, hombre! ¡Ese soltaría la sinhueso como una mujerzuela!
Eduardo dejó escapar un suspiro, cansado ya de la charla, y preguntó, por decir algo:
—Entonces, ¿tenemos que llevar nosotros dos solos el barco a España?
—No, alquilaremos un hombre en Escocia.
—Perfectamente, y ¿qué haremos con Teodoro?
—Muy sencillo, lo arrojaremos por la borda.
—¡Ja, ja, ja! —rio Eduardo con toda su alma.
Augusto quedó desconcertado ante estas carcajadas. Al fin y al cabo, él era todavía el patrón a bordo. Quiso hacer alarde de sensatez y se prometió obrar con prudencia; pero su desenfrenada fantasía le alzaba hasta las alturas. Con la natural ingenuidad de un inocente, dijo:
—Primero, le pegaré un tiro.
Eduardo fijó su mirada en los ojos del patrón Augusto y pronunció estas palabras:
—¡Tú estás loco!
—¡Quieto en tu sitio! —gritó Augusto de pronto—. No intentes desacatar la autoridad del capitán del buque. ¡Esto sería una rebelión! ¡Firme en tu sitio! Ya es tarde para volverse atrás. Para que lo sepas. ¡Hemos pasado de largo por el puerto de Bergen!
—No importa. Haremos rumbo atrás —declaró Eduardo.
—¡Nosotros no volveremos atrás! —gritó Augusto. El rostro de Eduardo se cubrió de intensa palidez. Fue adelante y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Desguinda la mesana, Teodoro! ¡Vamos a virar! Augusto calló. Permaneció inmóvil largo rato antes de ceder; pero no por ello consintió en mostrar se vencido ni abatido esta vez; al contrario, se esforzó por mostrarse alegre, y exclamó:
—¡Ja, ja, ja! ¡Cómo te lo has tragado! Siempre dije, Eduardo, que tú no eres ninguna lumbrera. Ya que estamos de acuerdo, viremos.
Acudió Teodoro, viraron y se pusieron rumbo a Bergen.
Augusto afectó un buen rato haber querido bromear con la exposición de sus planes de viaje aventurero. Lo que no le impidió preguntar a Eduardo:
—¿Qué imaginas que te hubiera sucedido en un buque regular si hubieses desacatado al capitán tan abiertamente? Te habrían descerrajado un tiro.
Anclados ya en la bahía de Bergen, liquidó con sus dos hombres y les pagó la soldada. Volvió a prodigar las demostraciones de camaradería y él mismo se rehizo pronto de su derrota, sin dejar de prodigar consejos a Eduardo:
—No olvides lo que te digo. Aquí, en Bergen, debes ponerte en guardia, no vayas a caer en las garras de algún bandido. ¿Qué me dices de tu reloj? ¿Va bien?
—Que yo sepa, sí.
—No tardará en pararse. No puedo acompañarte, pues tengo que hacer entrega del barco. Pero en primer lugar, debes subir tú mismo a la ciudad en busca de una gran relojería, y luego, vas a otra relojería, también grande, y te enteras del valor de tu reloj, si ha sido sustraído y si está cronometrado. Después, vuelves a bordo y haremos nuestros paquetes.
Nada dijeron a Teodoro.
Eduardo subió a la ciudad, compró varias prendas de vestir indispensables, adquirió algunos regalitos para los de casa y recordó que tenía que ir a una relojería. Al entrar, percibió el tic-tac de centenares de relojes de pared en torno suyo, ninguno de los cuales iba de acuerdo con los demás. Dos jóvenes permanecían sentados a una mesa, entretenidos en trastear ruedecillas de metal y otros accesorios de relojería. Uno de ellos se levantó, examinó el reloj que le mostró Eduardo, se informó del lugar de la adquisición y del importe satisfecho por él. Entretanto, de una estancia contigua a la tienda acudió una señora que se encargó del examen del reloj; se caló un cuerno en un ojo y lo miró detenidamente.
—¡Este reloj es excelente, superior! ¿Dónde lo compraste?
—Se lo compré a Papa.
—¿A Papa? —exclamó el relojero, extraordinaria mente sorprendido al oír el precio.
Cronometró el reloj según otro que, encerrado en un estuche de caoba descansaba sobre la mesa, y lo devolvió a Eduardo.
—Este reloj es muy curioso —dijo Eduardo señalando el de la mesa.
—Es un cronómetro —declaró el relojero.
A continuación, Eduardo fue a otra gran relojería establecida en una tienda llena de estanterías con cristales. Una señorita que permanecía en pie junto al mostrador, llamó a un hombre que tenía los cabellos grises, quien se puso el cuerno en el ojo, examinó el reloj de Eduardo y formuló algunas preguntas, cuyas respuestas le sorprendieron mucho. Aquí, preguntaron a Eduardo de dónde había venido y qué camino había seguido para llegar a Bergen. El relojero parecía concebir sospechas de que él hubiera robado el reloj, y terminó por decirle:
—Si el asunto es tal como tú dices, hiciste un negocio estupendo. —De una estantería de cristales extrajo dos relojes relucientes—. Te podría dar estos dos a cambio del tuyo.
—No tengo intención de cambiarlo —respondió Eduardo.
Por suerte, Augusto se había hartado de juerga en Floro y había recobrado ya el equilibrio de que tan necesitado estaba. En Bergen, no incurrió en la tentación de volver a reincidir. Una vez efectuada la entrega de la Gaviota a los parientes de Skaaro, del fiordo de Hardang, se las compuso para emprender en seguida el regreso con rumbo norte. Nada más tenían que hacer aquí. Los dos hombres de Hardang no eran gente asequible a la amistad. Examinaron detenidamente la lista de jornales de las peñas, se in formaron de un sinnúmero de pequeñeces y escucha ron con gran atención, no obstante saltar a la vista la absoluta exactitud de la liquidación. ¿Por qué razón, por ejemplo, hubieron de detenerse a estudiar un asiento sobre la reparación del velamen en Floro?, ¿vamos a ver? Incluso se les ocurrió mirar las velas Para convencerse de la reparación a que habían sido sometidas. Así es la gente al heredar; nunca se da Por satisfecha.
El aspecto de Augusto, al subir a bordo del vapor Próximo a zarpar con rumbo al norte, era bastante desmedrado; ni lucía cadena de reloj en el chaleco n{ llevaba cartera abultada con dinero de otro, y todo su equipaje se reducía a un saco redondo de marinero. Sí; pero Augusto no era tan lerdo como le creían, pues había salvado las cartas marítimas, mediante una oportuna incisión en la cuenta de provisiones, previamente redondeada. Además, en el saco llevaba un par de botas de caña, que ahora eran inservibles para Skaaro. La verdad era que aquel par de hombres de Hardang no habían sido muy exigentes en la liquidación. Su sorpresa fue grande al ver que después de todo el verano todavía quedase tanto aguardiente en la tina; esta vez, el gesto de sus rostros fue más expresivo que cuando examinaban alguna anotación de poca monta; les imponía la sobriedad de Augusto.
La travesía del Norte se deslizó monótona. Los días pasaban invariables y los tres camaradas se aburrían, añorando llegar pronto a su fiordo. En la travesía, la cadena volvió a lucir otra vez sobre el chaleco de Augusto, quien, además, a la vista de los otros pasajeros, extendió los mapas, designándoles faros, bajos y señales marítimas.
—¿Qué? Por lo visto te han dado el reloj de Skaaro —preguntó Eduardo.
—Lo he tenido que comprar —replicó Augusto con acento desabrido.
Eduardo no pudo evitar una sospecha, y preguntó:
—¿Por qué no te lo habías puesto hasta ahora? ¿Por qué tenías tanta prisa en salir de Bergen?
—Porque nos hubiera costado un ojo de la cara, si hubiéramos esperado hasta el próximo vapor. Deberías estarme agradecido —repuso Augusto.
Fuera como fuere, la sospecha no se desvaneció en el ánimo de Eduardo, sentimiento del que Augusto se dio perfectamente cuenta. Entre ambos camaradas se interpuso cierta tensión hostil. Eduardo no se mordía la lengua para azuzar al otro, aludiendo a su viaje pirata con rumbo a España, a lo que Augusto replicaba:
—¡Si hubiera tenido un revólver a mano, te hubieras guardado muy bien de desacatar al capitán de un navío, amigo mío! Quise hacer escala en Trondhjem para comprarme un revólver. Pero aquella indita oveja de Doppen nos detuvo demasiado en el fiordo. Busqué uno en Kristianssund y en Aalesund. Pero no lo encontré en ninguna parte.
—Según veo, eres un perfecto asesino —replicó Eduardo.
—No mereces ni que te conteste. Eres una perfecta nulidad, lo mismo que Teodoro, y todavía no has salido de las cuatro paredes de tu casa. ¿Sabes lo que hubiéramos podido hacer? Comprar en España un bergantín grande y poner en seguida la proa con rumbo al Pacífico, y una vez allí, ya nos podían echar un galgo.
Augusto no conseguía convencer a su camarada y resultaba evidente que su amistad no era ya la misma de antes. Al hacer escala en Trondhjem, Augusto bajó solo a tierra con ánimo abatido y abstraído. Al volver a bordo, dijo que iba en busca de su saco, pues acababa de alistarse en un bergantín pronto a zarpar para Riga.
Entonces, Eduardo se dio clara cuenta del sincero sentimiento de su compañero y comenzó a arrepentirse por haberle inducido a tan desesperado extremo.
—No hagas eso y ven conmigo a casa —le dijo—. ¿Cómo separarnos después de haber bregado tanto los dos?
—Sólo iré a Riga. Una travesía corta. El barco se llama Alegría del Sol, y si quieres algo de mí me es cribes al Consulado de Noruega.
Ambos sintieron honda emoción; pero a Augusto no le era posible volverse atrás; ya estaba enrolado. A Eduardo le entregó su anillo de oro, contrariando la resistencia del muchacho, y le rogó que no revelara nada a nadie en el fiordo de su proyectado viaje a España.
—Mi boca será una tumba —prometió Eduardo.
—Te creo —dijo Augusto—. Pero, ¿quieres extender la mano en señal de juramento?
—No tengo inconveniente —contestó Eduardo, sorprendido.
—Será como un juramento sobre los Evangelios que nunca podrás quebrantar. Serías un réprobo…
La despedida de Augusto impresionó a Eduardo. Sus manos quedaban libres, es cierto; pero esta alegría la empañaba la tristeza del vacío que sentía en torno suyo. En los dos años de trajinar en compañía de Augusto había adquirido algunos conocimientos. Las perspectivas de su pequeña comarca, que ya no representaba a sus ojos un mundo, ahora que había visto navíos, ciudades y tierras, se habían dilatado. Augusto había sido para él un camarada extraordinario y bueno, y le deseaba mucha suerte.
Eduardo se movía ahora a bordo del vapor con alguna torpeza, cohibido, solitario y apesadumbrado. No era Teodoro hombre digno de sus confidencias.
Cuando el vapor hizo escala en Foseno, Eduardo solicitó una canoa y se hizo conducir a tierra.