La mísera comarca parecía yacer perennemente adormecida en la eternidad invernal. Ninguna iniciativa, ningún asomo de espíritu de empresa en aquella humanidad apocada que, para vivir, se resignaba a llevar la mano a la boca. Las reducidas praderas, los estrechos campos producían hierba, pata tas y cebada; el ganado salía a pastar en verano; en invierno, se recluía en los establos. Así era, invariable y eternamente. La chiquillería aprendía lo mismo que sus padres habían aprendido antes, ni un poco más ni un poco menos, y los días se sucedían y así transcurría la vida. El retorno de los varones, que habían ido de pesca a las islas de Lofot, la llegada del otoño, recogida ya la menguada cosecha, cerraban el ciclo de su actividad anual. El tiempo restante se deslizaba insípido. ¿Qué otra cosa podían hacer? ¡Ah! Malvivir en el seno de la holganza, malhechores del tiempo, merodeando de una a otra parte en torno de las humildes viviendas, sin sentir otra atracción que la verborrea aldeana, abúlica, exangüe y hambrienta. Acudían a la iglesia para enterarse de las novedades.
En las comarcas vecinas la gente se procuraba un modesto, pero constante ingreso, obtenido de las embarcaciones mayores y menores que llegaban del archipiélago de Lofot con su carga de pesca para ponerla a secar en las peñas o en la orilla. Esto producía algún dinero para harina y café; allí, chicos y grandes salían a las peñas, donde hallaban faena y ganancia. En cambio, aquí, en esta otra comarca, las peñas estaban cubiertas de brezos, tierra y hierba, que las hacían inservibles para destinarlas al secamiento de la pesca. Vergonzoso abandono, triste negligencia esta que, un día, hizo proferir a Augusto justas palabras imprecadoras. ¿Por qué no salían a las peñas y las limpiaban como era debido? Todos los habitantes de la comarca deberían acudir como un solo hombre. Pocos días bastarían a tomar parte en la expedición.
Nadie le contestó. Aquella gente ignara respondía volviéndole la espalda; murmuraban entre ellos y se alejaban de su lado perezosamente. ¡No necesitaban las lecciones de Augusto! Pero Carol, el dueño de la embarcación de ocho remos y marido de Ana María, no juzgó la cosa del todo descabellada: ¿Qué habían hecho en las demás parroquias vecinas pocos años atrás? Un nutrido grupo de la población había salido de las peñas y las dejó limpias como una patena. Aquella faena las habilitó para siempre y allí llevaban a secar la pesca…
—Este año, está ya demasiado adelantada la estación —le contestaron.
Otra de las dificultades alegadas fue la carencia en la comarca de un hombre capacitado para dirigir las labores del desecamiento del pescado. Augusto declaró ser entendido en tal menester.
—¿Quién, tú? —exclamaron los demás.
—Yo estuve en Nueva Zelanda —respondió él.
—¿Dónde no habrás estado tú? —le replicaron.
La iniciativa de Augusto no pudo prosperar.
Un día, después de la hora meridiana de un hermoso domingo de principios de julio, cuando la gen te de la comarca aguardaba la fiesta de san Olaf para dar principio a la cosecha del heno, ocurrió un su ceso inesperado: En el granero de Carol resonaron los acordes de un instrumento musical. ¡Música!
¿Serían acaso otra vez aquellos dos hombres de tierras extrañas, que un día pasaron por el caserío con un organillo a cuestas? La chiquillería acudió en tropel de todas partes y descubrieron a Augusto y Eduardo, que estaban sentados dentro. Augusto tenía su acordeón sobre las rodillas, adornado con cordones de seda y oro. Por los dos teclados y los dos bajos brotaba una nube de sonidos armoniosos al compás de la presión dactilar de Augusto, quien no daba re poso a sus dedos. También acudieron los mayores que, de regreso de la iglesia, llegaban con intención de irse a dormir; pero variaron el rumbo al oír los acordes. Llegó Carol. En el granero ya no cabía ni un alfiler. Todo el mundo contemplaba al músico con asombro. ¿De qué estofa estaba hecho Augusto? Cuando se puso a cantar un aire arrebatador titulado Las chicas de Barcelona, la emoción fue general e indescriptible.
Augusto trató de recobrar aliento un instante, a la vez que secaba su frente.
—¡Sabe más que nosotros! —exclamó Carol.
—¿Dónde aprendiste a tocar? —le preguntaban.
Pero no respondía. Al cabo de unos segundos, decidió encerrar el acordeón en su estuche. De nada valieron las súplicas para que volviera a tocar.
Algunos, entre los hombres, habían oído tocar el acordeón en el Lofot y en las ciudades de Finnmark; pero nunca con el arte de que hacía gala Augusto, que había estado conviviendo entre ellos día tras día sin decir una palabra de su habilidad. Ahora, resultaba que no era lo que ellos imaginaban, ni muchísimo menos. Las maravillas que él había referido y que habían sido tenidas por pura mentira, podían muy bien ser verdad. Desde aquel instante, empezaron a mirarle con otros ojos, inspirados por una invencible creencia en lo misterioso. Aún no habían visto su llavero indio; pero pudieron contemplar las dos hileras de teclas de su acordeón, y era cosa de brujas que sus dedos fueran capaces de abarcar ambos teclados. ¿De dónde le venía su arte? Tal vez fuera obra de encantamiento; quizás, inspiración del príncipe de las tinieblas.
Eduardo estaba orgulloso de su camarada, cuyo brillo cuidaba de no empañar. Se acercó a Carol, y le dijo:
—Le habéis visto tocar sentado ahí. Pero yo aún le he visto hacer cosas mayores que todo eso. Ahora, se ha propuesto que vayamos a limpiar las peñas.
—Ya lo sé —dijo Carol.
—Creo que también tú vendrás con nosotros.
—Iré.
—Te comunico que empezaremos mañana.
Fueron muchos a la vez, incluso el recalcitrante Teodoro. Cuando Carol, el barquero, asentía, los de más compañeros no podían quedarse atrás, y una vez hubieron dado cima a la tarea al cabo de una semana, fueron incapaces de disimular su contento.
Poseyeron al fin, un emplazamiento para la desecación de todo el pescado que, seguramente, ahora tenían derecho a esperar en el fiordo.
Augusto dijo a Eduardo:
—El verano nos reserva a los dos una bonita ganancia. Puedes, pues, desechar tus temores.
Llegado el invierno, Eduardo partió en la barca de Carol, incorporado a su tripulación para la pesca en las islas de Lofot, y Augusto les acompañó como pasajero con el fin de ofrecer las peñas para la desecación y presentarse él mismo para los menesteres preliminares. Con sus dientes de oro y su anillo, también dé oro, no ofrecía el aspecto de un vulgar pescador cualquiera. Además, llevaba puesta la chaqueta negra de paño, que Eduardo le devolvió a título de préstamo, de manera que tenía el aspecto de un hombre acomodado. ¡Ah! No era mal embajador, Augusto. Siempre estaba seguro de su buena estrella. Después de haber estado yendo durante una semana entera de una embarcación a otra, para ponerse al habla con los patronos de barca, logró convencer a uno, que podía pasar por presa excelente; era patrón de barca y campesino del fiordo de Hardang. Embarcación y carga pertenecían a aquel barbián de barba frondosa, que lucía en el pecho una cadena trenzada con pelo y con cierre de oro. Más tarde, hubo de verse cómo gustaba de alborotos y francachelas. Las negociaciones con aquel hombre, conducidas por Augusto, que hubo de dar toda clase de explicaciones pertinentes y arrostrar la responsabilidad personal y la del emplazamiento, culminaron en la firma de un contrato en toda regla. El hombre del fiordo de Hardang había traído consigo un montón de rosquillas, un barril de aguardiente y un pañol abarrotado de nueces, manjares finos destinados a los trabajadores de las peñas. El patrón se llamaba Skaaro y Gaviota su embarcación. Augusto permaneció todo el invierno a bordo, ayudando al patrón en la compra de la pesca y en algunos otros menesteres, y, si se presentaba el caso, no desdeñaba dar una mano para el destripamiento del pescado; también era entendido en esto. Augusto no recibía ningún salario determinado; pero tenía a bordo comida y cama a su disposición. Por otra par te, su aspecto acomodado le relevaba de exigir salario por cada faena que llevase a cabo. Era más bien un huésped de visita a bordo. En las claras tardes de primavera, jugaba a las cartas con el patrón Skaaro, ganando y perdiendo nueces, y, para complacer a la asistencia, aceptaba alguno que otro traguito de aguardiente, resistiéndose, empero, a reincidir. Nadie ponía en duda sus excelentes cualidades de desecador de pesca en las peñas. Cuando refería sus aventuras en tierras extrañas, conseguía que los más recalcitrantes desarrugaran el entrecejo, y el patrón, que nunca había salido de los montes de Hardang y del archipiélago de Lofot, le escuchaba boquiabierto. En las postrimerías de abril, terminada ya la pesca en las islas de Lofot, la Gaviota se aprestó a zarpar, tomando a bordo a Eduardo para pilotar la embarcación en el fiordo del oeste. Nada quiso percibir el muchacho por aquella función; pero hubo de aceptar abundante yantar. Fue una noche inolvidable de primavera, bajo los reflejos solares, y acariciada por una suave brisa, cuando la Gaviota arribó a la ensenada y echó anclas junto a tierra. Encaramado en las colinas circundantes del fiordo, el gen tío contemplaba la soberbia arribada del navío.
El lavado de la pesca dio comienzo con la distribución previa de rosquillas y aguardiente entre todo el mundo. Augusto daba la vuelta, portador de la botella, seguido de Eduardo, con las rosquillas. El lavado, que era trabajo sucio e ingrato, a destajo, fue bien retribuido. La pesca era extraída de la estiba y transportada en lanchas a la playa, donde la recibían hombres y mujeres que, con agua hasta las rodillas, lavaban el pescado despojándolo de la sangre pasmada y de la piel negra del vientre, hasta dejarlo blanco. Una vez limpio el pescado, dos hombres lo transportaban en parihuelas a las peñas, donde era debidamente esparcido. Augusto y Eduardo dirigían todos los trabajos desde la cubierta de la Gaviota, atentos a los menores detalles. De cuando en cuando, proferían algún grito a los estibadores y daban órdenes a las barcas, acompañando sus voces con la mímica de sus brazos. Carol ganaba ahora con su embarcación de ocho remos el dinero que quería, transportando en cada viaje una gruesa de cien completa en su espaciosa embarcación. El patrón Skaaro bajaba a menudo a tierra, deambulaba por las peñas y decía chirigotas a las mujeres que lavaban el pescado. Sus humoradas eran bien acogidas.
Al cabo de algunos días, quedó terminado el lavado de toda la pesca y la Gaviota fue baldeada de arriba abajo. El pescado permanecía diseminado en pequeños montones sobre las peñas, en espera de que se fundiesen las últimas nieves para proceder al de secamiento.
La jornada daba comienzo todas las mañanas con el consabido trago de aguardiente para los hombres y la distribución de rosquillas o una mano llena de nueces entre mujeres y chiquillos, pero sin aguar diente. Sin embargo, la bebida era agradable al pala dar. Esta práctica era demostración de buena armonía entre el patrón y su gente, y de rigor en todos los secaderos de pesca. Eduardo se captó muchas simpatías entre la gente menuda, gracias a la entrega de alguna rosquilla extrarreglamentaria o de algún par de nueces en secreto. Esto les animaba a ir al trabajo con redoblado celo, sin formular protesta alguna. Al mediodía, terminaban de extender el pescado sobre las peñas. Entonces, disfrutaban de una hora de reposo y, luego, volvían el pescado del revés, dejando este otro lado al aire varias horas, y, al atardecer, lo recogían de nuevo. Toda la extensión del secadero era un hervidero de gente afanosa. La labor era ejecutada concienzudamente, sin otra interrupción que la de los domingos o algún que otro día lluvioso, en que el pescado puesto a secar era apilado en montones en el mismo emplazamiento, sin tocarlo de su sitio. Desde las islas de Lofot, el ador Skaaro había mandado la tripulación sobrante de retorno a sus casas, pues no había trabajo para todos durante el verano; él, por su parte, distraía el ocio yéndose de visiteo a los secaderos vecinos, a parlotear con sus colegas de oficio, de manera que Augusto y Eduardo quedaban solos a bordo. No desperdiciaban el tiempo. Al contrario, se mostraban incansables, en continua actividad. Mientras Augusto tenía a su cargo la cocina y la inspección de las labores de desecamiento, Eduardo procedió a calafatear y pintar la embarcación, y arrió el mástil y la escota para untarlos de aceite. Cuando la lluvia exigía que parte de la pesca fuera transportada a lugar seguro, Augusto y Eduardo bajaban a tierra y ni cortos ni perezosos coadyuvaban a la labor. Siempre que el armador volvía para echar una breve ojeada, encontraba a los dos trabajando afanosamente, y par tía otra vez, haciéndose lenguas de aquel par de norteños. A ello contribuyó mucho Augusto, que le había regalado su anillo de oro, presea de imponderable valor a ojos del hombre del fiordo de Hardang, no obstante la escasa importancia atribuida por el des prendido y bonachón marinero. El armador Skaaro ensalzaba las cualidades de su contramaestre y colmaba de elogios su nombre por doquier.
Una tarde el armador regresó de una de sus visitas a los secaderos de más allá, animado de un humor excelente y encantado de vivir. Había proyectado obsequiar a varios amigos suyos con un ágape a bordo y un baile en tierra. A Augusto le incumbió la tarea de buscar un músico para la fiesta. Augusto aceptó el encargo con un cabeceo y una sonrisa. También quedó facultado para preparar el granero mayor que encontrase y reclutar mozos y mozas para el baile. Pero ¿cómo hacerse con vianda fresca en época de veda para las aves marítimas y para la caza en tierra? Augusto señaló el ganado que pacía en el prado.
—Allá arriba, podremos escoger a nuestro antojo.
No solía haber pastores de oficio en los caseríos del Norte, y el ganado pacía a menudo en las cercanías del secadero. Las ovejas estaban ahora bien cebadas y el armador Skaaro preguntó a Ana María si quería venderle un carnero para obsequiar a irnos amigos suyos. Respondió ella que consultaría con Carol, y, al día siguiente, dijo que Carol había asentido. El armador le rogó que le acompañase al bosque para designarle allá el animal mejor cebado. Subieron juntos camino arriba; pero, al poco rato de ausentarse, Ana María regresó sola, excitada y jadeante, y se dispuso a reanudar su labor en el secadero. Sus compañeras la recibieron con intencionado alborozo.
—¿No encontraste a la oveja? ¿Dónde has dejado al armador? ¿Eras tú la que él buscaba?
Ana María guardaba silencio.
Skaaro bajó del bosque instantes después, y subió a bordo sin detenerse. Lo primero que hizo fue lavarse un ojo con agua fría.
Ahora, resultó que Augusto hubo de recibir el encargo de comprar el carnero y ejercer de intermediario. Esta operación se deslizó como una seda. Carol y Ana María no dijeron nada de lo ocurrido y vendieron el animal sin hacerse rogar; además, Carol cedió su granero para el baile.
Hubo, por consiguiente, fiesta, alegría, aguardiente y rosquillas, y, para quienes lo preferían, vino del comerciante de la comarca. Entre los convidados se hallaban dos armadores jóvenes, varias casadas jóvenes y algunas mozas de la comarca; el músico era Augusto, con su acordeón. Fue un acontecimiento nunca vivido el momento en que Augusto tomó asiento y empezó a tocar, accionando en ambos teclados y los dos bajos del instrumento con maestría sin par. Era música como para una boda, e incluso los dos arma dores forasteros declararon no haber oído jamás nada igual.
¿Era o no la fiesta un acontecimiento sin tacha?
Efectivamente, lo hubiera sido en absoluto de no haberse producido algo que hirió a Eduardo como lecho de alfileres. Era el caso que la pequeña Ragna estaba presente. Ragna se había convertido en una moza garrida y hermosota. Estaba allí y los dos aradores se la disputaban, ansiosos de bailar con ella. Tampoco Carol se bañaba en agua de rosas, obligado a contemplar a Ana María bailando sin cesar con el armador Skaaro, sin darse punto de reposo la sola vez. ¿Podía ser de otra manera? Era joven y robusta y, en plena euforia, gozaba, siendo el punto céntrico de la atracción general, lo mismo que en otros tiempos, cuando todavía era moza casadera, Posiblemente, juzgaba buen bailarín al corpulento hombre del fiordo de Hardang que, robusto como un oso, la alzaba como si ella fuera una pluma. Además, le producía muy grata impresión la reverencia que el armador solía hacerle cuando le daba las gracias al final de cada baile. Francamente, esto era algo inacostumbrado que jamás, ni cuando era novia, le habían hecho.
—¿Quiere usted que salgamos afuera para refrescarnos un poco? —preguntó el armador Skaaro.
—No —respondió ella—. ¡Dios me libre!
—Guardo una botellita de vino en el bolsillo —advirtió él.
—No me interesa —replicó la joven casada.
El armador hubo de salir solo y permaneció fuera un rato, apoyado en la pared. Acertó a llegar Olga con un cinturón de perlas. Era originaria de la parroquia vecina; pero prestaba servicio aquí, en casa del comerciante. De estatura pequeña y ligera, se doblegaba en la danza como un sauce; pero le faltaba algo para ser guapa. Sus ojos eran castaños y tenía una nariz desmedidamente respingona. ¿Qué importaba? El armador Skaaro habló un rato con ella, le dio a beber vino de su botella, admiró su cinturón de perlas, lo palpó y afirmó no haber visto nunca nada más hermoso.
A todo eso, Ana María permanecía sentada dentro, arrimada a la pared, mientras los demás bailaban, y no cesaba de dirigir miradas a la puerta. Al fin, se decidió a bailar con su marido; pero no era lo mismo, pues pateaba, no hacía reverencias ni le daba las gracias. En una palabra, estaba lleno de defectos. ¡Qué frías tenía las manos en aquella cálida noche de verano, y, sin embargo, qué pegajosas! Esto procedía del exceso de licor ingerido. Su hálito era aguardiente puro y no conseguía mitigar aquella peste ni aun masticando café, lo mismo que aquel hombre del fiordo de Hardang.
El armador Skaaro entró conduciendo a su dama, Olga, la del cinturón de perlas, y se pusieron a bailar, siempre en primera línea; cuando se interrumpía el baile, aguardaban de pie, en medio de la sala, con soberano desenfado, hasta que volvía a reanudarse la danza. Skaaro estaba loco y resplandeciente de alegría, y, enardecido por el torbellino de la danza, gritaba al músico, con voz imponente, que volviera a tocar otro baile:
—¡Haz que sea muy largo! —gritaba—. ¡Estíralo para que sea el doble más largo!
¡Ah, qué divertido era aquello!
Pero era preciso que el músico se diera algún respiro. El pulgar izquierdo, agarrotado por el lazo de seda, lo tenía blanco y sin tacto: los dos armadores forasteros extrajeron del bolsillo un billete de un escudo cada uno y se lo dieron, a título de premio, al ejecutante. Quisieron saber dónde había aprendido su arte; pero, según su costumbre, Augusto se abstuvo de satisfacer la curiosidad de los que le interrogaban. Durante el descanso, los dos armadores encendieron sus pipas y departieron con las damas Eduardo daba vueltas en torno a la sala y ofrecía aguardiente a los invitados.
Fue el caso que, sin saber la causa, empezó a percibirse olor a chamusquina. Sin embargo, el resplandor de la luz que penetraba por la puerta en la penumbra en que estaba sumido el granero, nadie acertaba a descubrir llama alguna; pero lo cierto era que el humo se hacía más denso por momentos. Todo el mundo profería resoplidos y dirigía la mirada a diestro y siniestro. Ambos forasteros pusieron la palma de la mano encima de la pipa para ahogar el rescoldo del tabaco. De pronto, surgió una llamara da del henal izquierdo.
—¡Agua! —gritaron multitud de voces a coro. Un estridente griterío mujeril inundó el recinto. Carol y sus convecinos partieron, dando saltos veloces, en busca de cubos de agua, en medio de un pánico indescriptible. Con la velocidad de un gamo, salvó Eduardo el corto camino que bajaba a la playa, con intención de apoderarse de baldes de lona a bordo de la Gaviota. Tan pronto el armador Skaaro, que precisamente se disponía a salir en busca del fresco en compañía de Olga, descubrió el fuego, viró en redondo, se quitó rápidamente su chaqueta y la rojo sobre la llama, para patearla inmediatamente, bailando encima como un condenado. Aquel gesto fue rápido, enérgico, resuelto. Apagada la llama, ¡qué le portaba su chaqueta! ¡Qué hombre! ¡Un héroe aureolado por el resplandor flameante que reverberaba en las mangas de su camisa de indiana violeta surcada de dados! De su cintura pendía un cuchillo en su vaina de plata reluciente. Ana María no apartaba la mirada de aquel hombre extraordinario, al tiempo que exclamaba:
—¡Ha echado al fuego su propia chaqueta! Cuando trajeron tinas y agua, no quedaba ya otra cosa que hacer que regar el rescoldo del heno humeante. Carol tardó buen rato en dominar el miedo y desasosiego que se habían apoderado de su ánimo, al considerar la enorme pérdida que hubiera sufrido si el fuego hubiese prendido en la cosecha de heno, depositada ya en el granero.
—Yo pagaré el heno echado a perder, ahora mismo —le dijo el armador Skaaro en presencia de testigos.
¡Qué hombre aquel! Y Carol le tendió la mano con palabras de agradecimiento. También Ana María le dio su mano, emocionada, y le sacudió heno y ceniza de su chaqueta. Skaaro, dijo:
—Nada tenéis que agradecernos. La culpa es nuestra por haber encendido nuestras pipas, única causa del incendio, cualquiera de entre nosotros que sea el responsable directo.
Volvió la cabeza en torno suyo, buscando con la mirada a sus dos invitados; pero no pudo descubrir los. Habían tomado el portante en el momento de pánico y de la inesperada extinción del fuego. También quedó probado que faltaban dos mozas; pero Olga permanecía sentada dentro.
Llegó Eduardo de retorno de la playa, portador de un balde de lona en cada mano, ambos llenos de agua del mar. Al ver que su llegada era tardía, depositó los baldes en el suelo y volvió a salir. Con paso silencioso, se dirigió hacia el bosque próximo, a lo largo de un sembrado de cebada, en actitud suspicaz. Un rumor de voces cuchicheantes llegó a sus oídos, y sus ojos descubrieron el nervioso temblor de unas matas de helecho. Así era: uno de los armadores forasteros estaba besando apasionadamente a Ragna. Segura mente, la había besado ya muchas veces, y Eduardo, al que un glacial escalofrío atravesó como un disparo de pies a cabeza, loco, fuera de sí, empezó a golpear se el pecho. Viole Ragna, profirió un grito, la soltó el armador y ella pudo ponerse en pie.
Aquella escena pudo tener nefastas consecuencias; pero, sabedor el forastero del predicamento que Eduardo gozaba a bordo de la Gaviota, procuró no provocarle. Cierto que su rabia corría parejas con el enojo de haber sido molestado en su juego; pero resolvió forzar la sonrisa y, sacando una botella del bolsillo, la mostró, acogedor, a Eduardo:
—¡Ven a echar un trago, compañero!
Eduardo le miró de soslayo y de mala gana, poniéndose en guardia ante tamaña cortesía. El armador ofreció de beber a Ragna; bebió ella a traguitos y dio las gracias.
—¿Es tu novio? —le preguntó el forastero.
—Que yo sepa, no —respondió la muchacha.
—¿Qué busca aquí?
—Lo ignoro.
Eduardo oyó estas palabras. No era hombre que acostumbrara volverse atrás. Por eso avanzó. Ragna se interpuso entre ambos hombres, y le preguntó:
—¿Qué intentas?
El armador cometió, entonces, el yerro de alardear de una vanidad excesiva:
—¡Déjalo, que se dé golpes en el pecho a su antojo!
Dicho esto, hizo ademán de agarrar a Ragna por un brazo, dispuesto a alejarse con ella. La primera envestida que recibió, le precipitó como una pelota contra una mata de helecho. Eduardo lo derribó como pelele, haciéndole una zancadilla, habilidad no olvidada desde sus tiempos escolares. Ragna profirió un grito que, en el acto, se apagó en su garganta, al tiempo que sus facciones se contraían en un gesto de sorpresa al descubrir el cambio operado en la persona del forastero. Había estado bailando toda la noche con el sombrero puesto, que, al caer ahora al suelo por efecto del violento empellón, puso al des cubierto una calva tan nítida como resplandeciente, Ragna estuvo a punto de soltar el trapo de la risa; la muchacha perdía el juicio. El armador se alzó, se caló el sombrero y se aprestó a la justa. Inmediata mente, el forastero arrojó a Eduardo de espaldas al suelo, con toda su furia, llamándole mocoso indecente. No terminó aquí la cosa. Eduardo se levantó en el acto, lívido de cólera, y apretando los puños con energía, saltó sobre su adversario. Volvieron a desasirse. Ragna, despavorida, profirió un chillido y echó a correr.
—¿Qué diablos pasa aquí? —gritaba la gente que acudía al lugar de la pelea.
Los combatientes rodaban por tierra. Ora tocaba el suelo con la espalda uno, ora el otro. Ambos parecían estar derrengados y chorreaban sangre. Les separó la gente, bonachona y tomando la cosa a risa. ¡Una tontería! Ganas de calentarse los puños y arrastrarse por el suelo. Pero Eduardo no se daba por vencido. Era un muchacho joven y sencillo; pero muy valeroso.
Al terminar el baile, al amanecer, se ausentaron los más esforzados bailadores, entre ellos, los dos armadores, e incluso Skaaro y Olga, con su cinturón de perlas, Josefina de Kleiva, Beret… De regreso del bosque, bajaban solos por los senderos, uno a uno, casi arrastrándose; extrañas parejas aquellas que habían salido estrechamente enlazadas, y no quisieron regresar unidas. Augusto, que había guardado ya su acordeón en el estuche, volvió a descubrirlo para tocar una marcha en honor de los armadores al despedirse estos y tomar el camino del mar.
Augusto y Eduardo hubieron de dormir en tierra para ceder a los dos forasteros su sitio a bordo. Se tumbaron en el granero de Carol, para despertar al cabo de dos horas, en el momento en que debían dar principio las labores en las peñas. Echaron de menos un poco de sueño; pero eso era todo.
A otros, en cambio, les faltaba más, incluso alegría, paz y tranquilidad. Ana María estaba de un humor de perros, atormentada por los celos y sin poder quitarse de la cabeza el recuerdo de Olga, con su cinturón de perlas. ¿Qué había venido a buscar en el baile aquella ramera, a quién se le ocurrió traerla de su lejano pueblo y qué había encontrado de bello Skaaro en semejante mujer? Ana María le odiaba en aquellos momentos con todo su corazón.
En cambio, Carol no podía estar más satisfecho Había salvado la cosecha de heno, había recibido un escudo del armador Skaaro por la velada en el granero; es más, le habían devuelto, por decirlo así, su mujer, y bailó con ella alegremente como de recién casados.
—Entre el heno, he encontrado esta pipa —dijo mostrándola a su mujer.
—¿Entre el heno? ¿Cuándo?
—Al apagar el fuego.
—Esta pipa es de Skaaro.
Lo mismo creo —respondió el marido—. Olvidé devolvérsela.
No podía ser mayor la satisfacción experimentada por Carol: incluso había encontrado una pipa. Partió tabaco y se puso a fumar en ella.
—¡Es de espuma, lo conozco muy bien! —exclamó con aire de suficiencia, para dar a comprender a Ana María que él era entendido en muchas cosas.
Todo volvió a sus cauces normales, y los invita dos se ausentaron de la ensenada.
Augusto y Eduardo subieron otra vez a bordo de la Gaviota, y se reanudó el secamiento del pescado. Estaba casi seco, y lo cubrieron con cortezas de abedul en previsión de que vinieran días de lluvia. Skaaro recibió dinero, dos mil escudos redondos, des tinados a satisfacer el alquiler de las peñas y los jornales de la gente. El armador iba a todas partes con el dinero encima, que le abultaba en el bolsillo. Nadie acertaba a comprender qué se proponía al llevar tanto dinero encima, como no fuera por puro orgullo.
Augusto decía a Eduardo:
—Un hombre no se puede pasear por todas partes con tanto dinero en el bolsillo, sin correr el peligro de que le atraquen.
—Aquí todo es muy diferente que por ahí fuera —objetó Eduardo.
—No sé qué decirte. Allá afuera, uno ganaba a veces su bonito dinero. Una vez, me dieron veinticinco dólares, sólo por cerrar el pico.
—¡No es posible!
—Hubo una riña. Por allá no hay riña sin que alguien quede muerto en tierra. Tumbaron a uno y se llevaron su reloj y su dinero.
—¿Y te dieron veinticinco dólares? —No en balde, pues fui testigo. Aquellos individuos eran muy formales. Me dijeron: «¡Si no cierras el pico, te mataremos!». Callaré, respondí. Y me dieron el reloj del muerto, un grueso reloj de oro. No me atrevía a aceptarlo, temeroso de verme envuelto en el asunto, por lo que les dije: «Prefiero que me deis cincuenta dólares». Me dieron veinticinco, con promesa de pagarme el resto otra vez. Ya volveríamos a encontrarnos, y entonces me pagarían, me dijeron. Eran muy formales.
Eduardo estuvo un rato moviendo la cabeza gravemente, y exclamó al fin:
—Es un crimen matar a un hombre.
—Es tu opinión, y la mía también —respondió Augusto—. Claro está, esto depende de las circunstancias. A mí no se me ocurrió nunca recurrir a tales procedimientos. No lo necesito. Me bastaría volver a la India, donde poseo una riqueza fabulosa.
Llegó, al fin, el día en que la pesca estaba a punto de ser expedida; día grande, ricamente dotado de sol, y alegrado por el alborozo de Gaviotas y de seres humanos. Barcas grandes y pequeñas transportaban la carga a bordo del barco. No faltó Carol con su embarcación de ocho remos, que de nuevo le daba mucho dinero a ganar. Skaaro había estado de suerte aquel verano, pues llevaba dos semanas de delantera a los armadores de las otras peñas y podía llevar en seguida excelente mercancía a Bergen. En las estibas de la Gaviota aguardaban las estibadoras la primera carga de pescado. Tal menester solía ser confiado a las mujeres, que descendían a la estiba, donde apilaban el pescado cuidadosamente. La tradición exigía que esta faena fuera desempeñada por las más guapas entre el mujerío, las que percibían por ello un jornal espléndido. El descenso a la estiba era considerado como mi honor extraordinario; pero algunas lenguas expeditas se hicieron eco de ciertos rumores venidos de las comarcas vecinas, que advertían existir cierto peligro en ello, pues el camarote estaba bien provisto de manjares y aguardiente y, a veces, de algo peor.
No descendió Ana María a la estiba de la Gaviota; pero allí estaban Beret y Josefina de Kleiva, y, más tarde, Ragna y otra moza que fue para dar una mano a sus compañeras. Ana María no figuraba, pues, entre las estibadoras, ni fue solicitado su con curso. En las peñas, las demás mujeres le preguntaron si subiría a bordo para unirse a las otras estiba doras, a lo que ella respondió:
—¡Os figuráis que yo pienso estibar! ¡No es trabajo para una mujer de mi rango!
Pero la procesión iba por dentro. Por eso no pudo menos de exclamar:
—Josefina de Kleiva puede hacer lo que quiera. Es viuda y puede hacer de su persona lo que le venga en gana. Pero a Beret, que tiene a su marido en una de las barcas, y un crío de dos años en casa, ¿qué necesidad la obliga a ir a la estiba?
—Es un trabajo bien pagado —advertían las demás.
Ana María dijo, no sin ironía:
—Por mí, que se gane el jornal como le parezca mejor…
La operación de cargar el pescado duró varios días. El primer día, después del almuerzo, bajó el armador Skaaro a la estiba, y dijo a Josefina:
—¿Qué te pasa, que pones esa cara de pocos amigos?
—Este olor es insoportable. Skaaro le advirtió:
—Lo mejor que puedes hacer es echarte un rato. Verás como eso te pasará en seguida.
Josefina opuso algún reparo; pero el armador la condujo al camarote y ella se acostó. Al cabo de algún rato, se sintió repuesta; pero rogó que no la mandaran a la estiba, temerosa de las miradas equívocas de Beret y Ragna. La condujeron a tierra y en las peñas declaró francamente a quien quería oírla que no podía soportar el olor de a bordo.
—¿Quién estibará en tu lugar? —preguntó Ana María.
—Él dice que con Beret y Ragna tendrá suficiente —respondió Josefina.
Esta contestación dejó pensativa a Ana María.
Aquella noche, vivos escrúpulos de honradez despertaron en la conciencia de Ana María. Buscó la pipa de Skaaro, que Carol había guardado en un cajón de la cómoda, y, a la mañana siguiente, la llevó consigo a las peñas; saltó a la lancha de Augusto y, remando con sus propias fuerzas llegó a bordo. Skaaro reconoció su pipa sin titubear, exteriorizó su agradecimiento y la obsequió con aguardiente.
—Me parece que es de espuma de mar —declaró ella aludiendo a la pipa.
—No, es de una madera exótica llamada raíz de viña.
El armador y ella estuvieron de conversación algún rato, hasta que Ana María, lanzando una mirada a la estiba, inquirió:
—¿Podrán esas dar abasto a todo el trabajo?
—No —respondió él—. Pero, ¿qué le vamos a hacer? A no ser que tú quieras trabajar…
—Nadie me lo ha pedido hasta ahora.
—Es cierto, creí que no accederías. ¿Quieres estibar?
—¡No! —replicó Ana María.
Skaaro intentó insistir con mayor ahínco, para convencerla de que debía reemplazar a Josefina. Dijo que precisaba ayuda, y más ahora, ya que también Ragna comenzaba a decir que necesitaba descansar.
Ana María parecía titubear.
—Debería hacerlo por prestaros ayuda —dijo.
Pero quiso que Skaaro volviera a insistir y reincidió en su negativa.
Entonces, Skaaro dio media vuelta sobre sus talones con un gesto de disgusto, y exclamó:
—¡Está visto que eres la eterna aspavientos!
¡Ah! Él no descendió a rogarla en lo más mínimo; nada de eso. Al contrario, la dejó plantada y bajó al camarote.
Ana María abordó la lancha y remó hacia tierra.
A duras penas podía contener las lágrimas y poco le faltó para dar suelta a su enojo. ¡Skaaro se las pagaría caras! ¿Y si ella revelara a Carol que una vez había intentado sorprenderla en el bosque? ¡Ah! Carol le ajustaría entonces las cuentas, podía estar seguro de ello. Él le había rogado que llevase a bordo una cazuela llena de guindas, como aquellas que se criaban allí; por pura amabilidad le respondió ella:
—¡Esperad un poco, aún no están bastante maduras!
¡Se guardaría muy bien ahora de coger guindas para él!
En las peñas, dijo a las mujeres, con el mayor descaro, que se arrepentía de haberle devuelto la pipa. ¡Podían decírselo en su misma cara!
—¿Qué te ha hecho? —preguntaron las otras.
—¿Qué me ha hecho? ¡Ha tenido el descaro de pedirme que bajase a la estiba! ¡No había manera de desprenderse de él! ¿Qué se habrá creído ese pordiosero? ¡Estaría bonito que yo estibase para él!
Resultó, efectivamente, que también la pequeña Ragna subió una tarde de la estiba, declarando que no podía soportar el olor que había abajo.
—¡Ahí va ese cangrejito que ya se siente con agallas para conquistar al armador! —decía Beret.
Estaba visto que aquel buen hombre dejaba con la mayor frescura que las estibadoras se sintiesen rendidas y enfermas para llevárselas consigo al camarote, hasta que volvieran a reponerse. Una de las mozas del fiordo de Hardang, que también ayudaba la estiba, le había hecho una visita el día anterior; ora, Ragna no quería pasar inadvertida.
—¡Ja, ja, ja! —exclamaba Beret. Y reía con gran aplomo.
Cuando el armador descubrió a Ragna sobre cubierta, le dijo en el acto con benevolencia:
—Si estás fatigada, ven abajo y échate un rato. Pero esta vez Eduardo estaba en guardia; inspeccionaba el recuento y lo dirigía todo como un verdadero piloto. Estaba encaramado en las jarcias y, tan pronto oyó de qué se trataba, de un brinco bajó a cubierta. Ragna, que sabía de sobra qué significaba la actitud de Eduardo, decidió excusarse, y dijo:
—No hace falta que baje a echarme, bastará con que me siente aquí un momento.
No duró mucho rato su reposo, pues Beret, que no era muy discreta y que, en cambio, tenía mucho de brusca y envidiosa, ¡bien lo sabía Dios!, se puso a gritar desaforadamente por la escotilla:
—¿Es que tengo que hacer todo el trabajo yo sola?
Ragna se apresuró a contestar:
—¡No creas que pienso bajar al camarote! Estoy cansando un rato aquí arriba. Eduardo sólo acertaba a percibir atisbos de las locuras humanas, lo que no impedía que cada día que transcurría tuviera a la pequeña Ragna más clavada en el corazón; y tal vez no cupiera descartar la posibilidad de que el armador Skaaro cediese a la debilidad de querer besarla, de echarle la cabeza atrás para cubrirla de besos. Había que evitarlo. De todos modos, Ragna permaneció sentada después de haber respondido con una negativa, y, al alejarse Skaaro, ella echó la cara atrás, haciendo una mueca:
—¡Se figuraba que me haría bajar!
Estas palabras aliviaron de un gran peso a Eduardo, que le dijo:
—Si abajo te sientes mal, más valdrá que no te quedes. Prefiero que venga un par de mujeres de las peñas.
Contestó ella que ya se sentía mejor, y volvió a descender a la estiba.
Llegado el domingo, fue preciso suspender las labores de carga. Algunos feligreses se encaminaron a la iglesia. Aquel día Ana María quiso apacentar el ganado; alguien tenía que cuidar de este menester, al que ella no consintió en substraerse. Carol se ofreció a tomar su lugar; pero Ana María se negó en redondo. Hacía ya algunos días que Carol y su mujer no estaban en muy buena armonía; esto ocurrir; desde el día que Ana María decidió restituir la pipa a su dueño.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Carol.
—¿Por qué lo hice? ¿Te proponías tal vez robar la pipa?
—Se la hubiera comprado, pagándosela al hacer la liquidación.
—¡Sí, sí! —le dijo su mujer—. Si esta es tu intención, todavía estás a tiempo.
La contestación de la mujer era un exabrupto, que tuvo la virtud de excitar la cólera de Carol, al tiempo que preguntaba:
—¿Estás segura de que querrá cederme de nueve la pipa, después de haberle sido devuelta?
—Eso no te lo puedo asegurar —respondió ella.
—¿De manera, que no lo sabes? Pero yo sé que tú debiste dejar la pipa en paz.
Ana María hubo de ceder, exclamando:
—Ahora, me arrepiento.
Así terminó la discusión. Lo que no significaba que Carol hubiese depuesto su actitud y que su mujer modificase la suya; al contrario. Sin embargo, aquel día se endulzaron algo los ánimos, desde el momento en que ella le dispensaba de la guarda del rebaño.
—¿Piensas acaso hacer de guardián? No está bien ni quiero que lo digas.
Probablemente, Ana María obedecía a alguna inspiración determinada en su empeño por apacentar el ganado. Era como un insecto que revolotease en torno a la llama; empujó el ganado hacia las peñas y se las compuso para ser visto por la gente de a | bordo. Estaba peripuesta, acicalada y llevaba su ropa de cristianar, circunstancia que, por ser fiesta dominical, no podía tener nada de sorprendente. Una vez convencida de haber sido vista por Skaaro desde la cubierta del pesquero, empujó el rebaño pausadamente camino arriba, hacia el bosque y los pantanos. Y acertó… El armador acudió.
—¡Buenos días! Pero, dime, ¿qué hay de las guindas que me prometiste? —le dijo.
—¿Corre prisa? —preguntó ella, incisiva.
—¡Ya lo creo! El tiempo pasa. Mañana terminará la carga, y por poco que el viento sople favorable, izaré el trapo.
—Yo quería que las guindas madurasen —advirtió la mujer.
Skaaro le dijo, forzando su amabilidad, que de ninguna manera debía ella darle las guindas; no se las pedía.
—Será mejor que las coja yo mismo. No me delatarás al preboste, ¿verdad?
Ana María quiso demostrar al hombre que no le arredraba su conversación, y empujó al rebaño, apartándole del paraje pantanoso, para seguirle a la zaga. Desconcertadora se ofrecía la ocasión a Skaaro, quien, imposibilitado de desviarse del camino, exclamó tan enojado como cohibido:
—¿Puedo, pues, apoderarme de unas cuantas guindas?
—¿Por qué no, si os place? —respondió Ana María. Y señalando más allá del pantano, añadió—: Allí están más maduras.
Siguió él la dirección sugerida por la mujer, pisando más hondo en el fango a medida que avanzaban sus pasos. ¡Ah…! Senda demoníaca y sin fondo en la ciénaga, en la que aposta le había empujado ella, consciente de que, a determinada distancia, de no detener él sus pasos a tiempo, sus piernas no Podrían liberarse de la pegajosa presión del barro, en el que acabaría por hundirse sin remisión. Ana María conocía el paraje en toda su extensión; todos los habitantes de la comarca sabían que, circundada Por el lodo, emergía allí una islita verde, de hermoso aspecto, una bola de tierra verde que rodaba bajo los pies de los que pretendían hollarla con sus plan tas en busca de refugio. Ana María había presenciado una vez cómo un toro criado en parajes extraños sucumbió en aquella ciénaga. También había llegado a sus oídos la leyenda, o acaso fuese una historia verídica, de una moza que, un día remoto, buscara en aquel seno fangoso alivio a sus penas de amor. Había escogido aquel lecho de muerte para poder rogar a Dios durante su lenta agonía. Mas, cuando la superficie de la ciénaga llegó a cubrir el cuello de la desgraciada, con los brazos hundidos ya en el lodo, el terror hizo resonar en los ámbitos de aquel paraje pantanoso la angustia de un grito infinito que, estremeciendo las recoletas sombras de la noche apacible, repercutió en los oídos de la vecindad del caserío; cuando acudieron en socorro de la desventurada, nada pudieron hacer, excepto impetrar la gracia divina. No obstante, habían intentado salvar la, cavando en el barro hasta el lugar donde ella se hundía; lograron asir sus cabellos… y le arrancaron la cabellera. Prosiguieron cavando todavía, le ciñeron al cuello lazos y sogas e intentaron halar su cuerpo… Eran muchos los que se agitaban en medio de la negrura de la noche, donde nada podían ver… Y le arrancaron la cabeza. Desistieron del salvamento y rezaron un padrenuestro. Esa era la leyenda, o historia verídica.
El armador Skaaro saltó a la islita, que se volvió como una bola; el hombre cayó a un lado y allí permaneció. En los primeros momentos, fingió no alterarse; no quería que Ana María imaginara que sus botas le importaban una higa, no obstante ser calzado dominguero. Irguió la cabeza y rio un poco, sin que se le ocurriera proferir la menor expresión de disgusto, y exclamó:
—¡Hermosa calle y bonito empedrado! ¡Ja, ja, ja!, y Ana María guardó silencio.
El armador se esforzaba tan briosa cuan inútilmente en sacar las piernas afuera. Pateó con impaciencia, y, al fin, al ver que sus esfuerzos eran baldíos, gritó:
—¿Qué es este infierno?
Ana María respondió imperturbable:
—Deberías haber dado un rodeo.
Skaaro no volvió a reír; se movía con dificultad y el fango le alcanzaba ya hasta las rodillas. La cólera se apoderó de él; se inclinó a un lado, en un tentó de levantarse; se volvió al opuesto, redoblando los esfuerzos, pero con ello sólo conseguía empeorar su situación y se hundía pesadamente; advirtió que una bota se había desprendido de un |pie, lo que contribuyó a aumentar su irritación, y, rechinando los dientes y golpeando furioso al aire in ambos brazos, rugió como un can rabioso:
—¿Tengo que quedarme aquí?
Comenzaba a comprobar que la mujer, situada en tierra firme, se había propuesto hundirlo en la charca.
—¿Qué haces ahí? ¡Ayúdame! —le gritó.
—No se pide socorro de esa manera —respondió ella, mordaz.
Estas palabras le hicieron reflexionar: tendría que suplicárselo. La situación era tal que no había esperanzas de que sus gritos de auxilio fuesen oídos a bordo de su barco anclado en el fiordo, pues el viento soplaba tierra adentro. En cambio, un grito enérgico sería fácilmente percibido en el caserío. La superficie fangosa le llegaba ya al cuerpo y la ciénaga le atraía al fondo. Profirió un primer grito.
No gritó sólo con todas las fuerzas de sus pulmones, sino con mayor energía, si cabe, para atemorizar a Ana María.
—¿Qué dirá la gente de ti, cuando venga? —le preguntó.
—Nadie está en casa. Todos se han ido a la iglesia —respondió.
Con el rostro congestionado por la furia, Skaaro se revolvió contra ella, alzando sus puños amenaza dores:
—¡Si te propusiste asistir desde ahí a mi hundimiento con sangre fría, eres peor que un monstruo!
—¡Deberías rezar a Dios! —dijo Ana María.
—¡Socorro…! —gritó Skaaro a pleno pulmón; y oyó con cierta esperanza el eco que la vibración de su potente llamada devolvió desde el caserío. A la mujer le dijo entonces:
—¡Cuando salga de aquí, arreglaré las cuentas fatigo, arpía!
—¡Deberías rezar a Dios! —insistió ella.
—Te colgaré del trinquete y te daré mil azotes con el cable.
—¿De veras?
—Y, después, te entregaré a la Justicia.
Ella se sentó en el césped, y procedió a alisar su vestido con mano suave e indiferente.
—¿Esperas a que me hunda? —gritó Skaaro—. Pero tendrás que aguardar hasta que te vuelvas morada. Todavía tengo los brazos fuera. ¡So…co…rro…!
De nuevo, le respondió la voz del eco, pero la de los hombres permanecía muda.
El armador no podía contener su agitación, que contribuía a acelerar su propio hundimiento, por tener el barro casi a la altura del pecho. Intentó inclinarse adelante, en posición plana, con objeto de no penetrar en la ciénaga como una barrena; pero, hundido ya hasta medio cuerpo, le fue imposible echarse adelante.
—¡So…co…rro…!
Ana María volvió a levantarse, sacudió ramas y hierbas de su vestido y miró a su alrededor. El silencio era absoluto.
—¿Qué te hice yo, bestia feroz? —preguntó su víctima, profiriendo resoplidos—. Lo que este verano quise un día de ti, no era tanto como para que ahora intentes privarme de la vida; bastante tuve con un ojo morado. Además, desde entonces, nunca volví a molestarte. Bailé contigo en el granero y ni siquiera quisiste salir conmigo afuera, para tomar un poco el fresco. ¿Acaso te violenté? ¿Por qué quieres ahora que yo sucumba? Vuélvete por tu camino y deja que yo siga el mío. No estoy tan loco por ti. Además, tú misma me trajiste la pipa. Aún no comprendo por qué, ¡por mil diablos! ¿Por qué lo hiciste? —Enmudeció un instante y aguardó, mirándola con gesto extraviado—. No contestas, no; eres demasiado simple. ¿Quieres que te diga lo que eres? Escoria de hembra, que no tiene entendimiento para comprender lo que hace. Estás hecha de madera, tu cabeza es un tarugo. ¡Esto eres tú! ¡A ver si al fin ahora abres la boca!
Ana María se aprestó a unirse a su rebaño con paso lento.
—¡Me abandonas! ¡No te olvidaré ante la Justicia del Señor! —le gritó, amenazándola.
—Voy en busca de gente —respondió ella.
Y se alejó de aquel paraje.
—¡Mientes! —le gritó él—. Sigues el camino opuesto, porque te propusiste hacerme morir. ¡Esto es lo que querías!
Al quedarse solo, recobró algo la calma. Apartó un poco de lodo con la mano y consiguió alcanzar su reloj, lo secó y lo introdujo en un bolsillo superior; después, quiso salvar su cartera, recordando los dos mil escudos y papeles de importancia que con tenía; era una cartera repleta que quiso sostener con la mano en alto, para que fuese la última en hundirse y quizás arrojarla en los últimos momentos a terreno seco. Alguien la descubriría. Era el arrendamiento de las peñas y los jornales de todos los trabajadores, pendientes todavía de pago.
Inescrutables son los designios del destino: Aquella misma mañana, había saltado de su camarote, jocundo y cantando alegremente, y ahora era un condenado a muerte, a dos pasos nada más de tierra firme. Es cierto que él podía haber parlamentado prudentemente con Ana María, en lugar de apostrofarla; hubiera podido ofrecerle un montón de dinero a cambio de que ella le arrojase un par de troncos que le sirvieran de apoyo en el barro. En efecto, podía haberlo intentado, pero ni un solo destello de tales pensamientos iluminó su mente, ni se arrepentía de ello. Era tal la repulsión que experimentaba hacia aquella bestia humana, y tan intensa su cólera, que se cerró este camino salvador.
Transcurrieron las horas, volvieron a repercutir en el espacio sus gritos en demanda de socorro, y nadie, sino el eco, respondía; reinaba un profundo silencio; ya hacía rato que había cesado el resonar de las esquilas de las vacas, síntoma delator del alejamiento del rebaño; también el viento soplaba con menos fuerza, a la par que el sol trasponía la hora meridiana. Dieron las dos, las tres después; lo veía en su reloj que extrajo y sostuvo en la mano. El lodo le llegaba a la altura del pecho. ¡Ah! Ya no le sostenía el valor. Las lágrimas inundaban sus mejillas por momentos; comprendía que iba a morir. Tenía expeditos los brazos, pero no podía mover las piernas, como si sendas glebas de plomo las inmovilizasen de arriba abajo. Si era cierto que la gente se había encaminado a la iglesia, como había afirmado Ana María, debieran ya estar de regreso en sus casas. El camino era largo, y tal vez, en la colina donde estaba asentada la iglesia, se habrían entretenido curioseando noticias; pero ahora ya era tardé. ¿Sería posible que no hubiera salvación para él? Gritaba, rugía en demanda de socorro; callaba un instante, escuchaba, volvía a rugir y a gritar; lloraba y golpeaba el lodo con las manos. Poco a poco sus desesperadas llamadas fueron haciéndose más débiles, vencido su coraje.
Lo sucedido llegó al conocimiento público mucho tiempo después, tras la revelación de Ana María. Ella no había ido en persecución de su rebaño; había presenciado y oído todo cuanto él dijera en voz alta. Algunos de los gestos del hombre parecieron incomprensibles a Ana María: de pronto, él se puso a escribir en un papel encima de la cartera. Ella pensó: ahora, escribe que soy culpable de su muerte. Su actitud varió luego por momentos; enmudecía, lloraba desconsoladamente, tembloroso. Cogió el papel escrito, lo rasgó en pequeños trozos y lo hundió en el lodo, junto a sí. Parecía abatido y contrito. La ciénaga fue sorbiendo sus brazos; casi nada sobre salía en la superficie. Ana María percibió una opresión en el pecho; se alejó de allí, huyó, corrió al caserío, gritó…
El último gesto de Skaaro fue arrojar el reloj y la cartera a tierra firme. Nada había escrito. Como carecía de familia y allegados, no hubo de legar a nadie su último adiós.