En un ambiente de tráfico y ruido ensordece dores, se celebraba el mercado, donde pululaban vehículos y embarcaciones que día y noche llegaban sin cesar. Una muchedumbre sin fin discurría entre los edificios. Dos hombres venidos de la comarca de Namdal, que habían empinado el codo más de lo conveniente, iban con ganas de armar bronca.
Cada uno allí cuidaba de su personal policía.
Aquel alegre espectáculo no dejaba de ser pródigo en enseñanzas para Eduardo, quien, contento de haber acudido al mercado, deambulaba por todas partes, en tanto que Augusto había ido a hacer entrega de las pieles. Eran numerosas las casetas, provistas de mercancía tosca y gran surtido de géneros, en mayor variedad que las que se ofrecían en el archipiélago de Lofot. Allí había funámbulos, organillos, fieras, juegos de bolos, buhoneros, tiovivos, gitanos que decían la buenaventura a la gente, barracas donde servían café y gaseosas. También podía ver uno a la mujer más gruesa del mundo y una ternera con dos cabezas. Tampoco faltaba, como siempre, el indispensable Papa, dignísimo viejo y relojero judío, que ocultaba misteriosos bolsillos en su caftán. Era un hombre extraordinario.
Eduardo se detuvo buen rato junto al viejo judío, no porque intentase comprarle algo, sino para admirar los resplandecientes relojes de bolsillo que exhibía.
«¡Qué rico debe de ser, para deambular con tan tos relojes!» —pensaba Eduardo.
El viejo Papa había sentado sus reales en Noruega, no obstante haber podido ser más propicio el destino en otras tierras. Llevaba ya toda una gene ración deambulando por el Norte, de una a otra ciudad.
Visitaba los caseríos de pescadores, acudía a todos los mercados y hablaba divinamente el noruego, sin ignorar ninguna palabra. Algún defecto de pronunciación delataba su origen extranjero. Papa solía ser cordialmente acogido por doquier. Todo el mundo conocía a aquel hombre pequeño y obeso, con su dilatado vientre exornado con varias hileras de cadenas de reloj, que departía con viejos y jóvenes, y llevaba relojes, de oro para los ricos y de plata para los pobres. Su método en el arte de traficar se acomodaba admirablemente a la idiosincrasia del comprador.
Al muchacho que le rodeaba, contemplando sus maravillas con ojos de asombro, le decía Papa:
—También para ti tengo un reloj bueno. Míralo, cógelo.
Cuando el jovenzuelo, una vez informado del precio, parecía desistir de la compra, Papa le preguntaba:
—¿Cuánto dinero llevas?
El muchacho poseía la mitad, la tercera parte tal vez. Esto no era motivo para que Papa desairase al joven comprador, ¡de ninguna manera! Redoblaba su acogedora cordialidad, reveladora de un esfuerzo por llegar hasta el límite extremo de la condescendencia, dispuesto, incluso, a prestar al muchacho un poco de dinero para ayudarle a adquirir el reloj. A veces, Papa aplazaba el cobro de algún pico hasta el año siguiente.
—Tú eres hijo de buena familia, eres un hombre honrado, incapaz de estafar su dinero a un pobre judío —solía decirles.
Ante una prueba de confianza tan fabulosa, el aludido reaccionaba siempre y daba pruebas de una honradez, que más tarde, en su vida, no siempre solía emplear, y pagaba al año siguiente. Muy rara vez, o nunca, aconteció que tomaran a Papa por un bobo.
Con arreglo a esta pauta, el viejo relojero judío conducía su andariega industria, un año tras otro, con invariable sosiego y dignidad. Cuando se presentaba la ocasión, engañaba; si le sorprendían in fraganti, enmendaba la treta, a veces, con otra treta.
Cuando se las había con vanidosos que examinaban el reloj concienzudamente con aires de suficiencia, Papa se revelaba excelente psicólogo… y los batía sin piedad. Solían acercársele en actitud altiva y le interpelaban familiarmente:
—¡Hola, Moisés! ¿Tenéis un buen reloj para mí?
Papa extraía de un bolsillo un reloj reluciente, que mostraba con dignidad.
—Fijaos bien —decía.
El comprador examinaba el reloj, lo abría y preguntaba si era bueno.
—¿Que si es bueno? —respondía Papa—. ¡Yo uso otro igual, miradlo!
Y sacaba uno de los relojes que llevaba en un bolsillo de su chaleco. Luego, daba comienzo el regateo. Papa pedía caro a todo el mundo; pero a los sabihondos, que presumían de entender en relojes de bolsillo, no vacilaba en pedirles el doble. Si le ofrecían la mitad, contraía el gesto con profunda pena ante el desengaño que experimentaba al con templar tamaña maldad humana, y retiraba el reloj.
—No es posible cerrar tratos hoy.
Pero el comprador, que ya terna noticia de los procedimientos de Papa, volvía luego a echar otra mirada. Papa le reconocía en el acto.
—¡Hazme una oferta! —le decía.
A veces, el hombre ofrecía un par de chelines más. Pero…
—¡No, no, no! —exclamaba Papa.
Volviendo a sacar otra vez el reloj del bolsillo, lo mostraba, abríalo, lo volvía a cerrar y lo ocultaba otra vez en su bolsillo. Si el hombre hacía ademán de marcharse, Papa lanzaba un profundo suspiro, lamentándose de la tacañería de la gente, y cerraba el trato. ¡Vendía con pérdida! Esto le conduciría a la miseria y moriría como un pordiosero. ¡No tenía remedio! El hombre pagaba, Papa sacaba el magnífico y reluciente reloj con un grabado en la tapa, que entregaba al comprador, y si el reloj palpitaba con un tic-tac enérgico, ¡ay!, ya no era el mismo reloj. Papa había llevado su mano a uno de los bolsillos traidores, para sacar otro con la misma apariencia, pero más barato.
Sucedía, a veces, que el presumido comprador, por ser también listo y avisado, sorprendiera el engaño y protestara escandalosamente. Entonces, Papa movía la cabeza con un mohín de sentimiento, y decía:
—Perdóname. A veces, hago las cosas sin darme cuenta. Te agradezco que te hayas fijado. Yo no en gaño a nadie.
Y para dar una satisfacción al comprador, le entregaba su propio reloj de bolsillo. «¡Este sí que es un reloj garantizado!» —pensaba el hombre—. Y regresaba a su caserío con un tercer reloj de mucho menos valor.
En aquel mismo mercado, tropezó Eduardo con el armenio, aquel organillero que un día había pasado por su aldea; el húngaro proseguía al lado suyo. Topó con ellos en el malecón. Se habían instalado en un emplazamiento muy animado y tocaban y hacían invariablemente sus acostumbradas habilidades con el mayor brío.
Ninguno de ambos camaradas había cambiado tanto en los tres años transcurridos desde la vez que pasaron por el poblado de Eduardo, para que fuese imposible reconocerlos; la única variación estribaba en que ahora el armenio tenía azules los dos ojos, porque aparecía ciego del todo. Mísero hombre, triste organillero en tierras extrañas, tal era su destino. Movía a compasión a los de corazón tierno, que se apresuraban a depositar algunos chelines en la hortera del chiquillo de las figurillas; la gente menuda y la moza se aglomeraba también aquí en torno al organillo maravilloso, que guardaba a Napoleón con sus generales de oro y colorines.
—A esos dos les conozco yo —musitó Eduardo a su vecino—. Les vi tiempo atrás.
Y dirigiéndose al hombre del manubrio, le preguntó:
—¿Os habéis vuelto ciego?
—Si, ciego —respondió el hombre moviendo la cabeza tristemente.
—Pues no lo creo —declaró Eduardo.
Se había dado cuenta de que el armenio le había mirado con bastante fijeza, en el momento de formularle la pregunta.
De pronto, intervino el húngaro, profiriendo voces desacompasadas, y agredió a su compañero, vapuleándolo de lo lindo a fuerza de puñadas, que hicieron proferir un grito de horror a los espectadores, al tiempo que retrocedían y pedían el auxilio de los mayores. Bien; pero aquí, cada cual ejercía su policía personal. Los dos mozos de Namdal, que se hallaban cercanos al lugar de la escena, acudieron y descargaron una lluvia de puñetazos sobre el húngaro, lo arrojaron por los aires sobre sus cabezas y contestes ambos en que aquel era un muñeco de trapo, acordaron lanzarlo al mar. Pero dos hombres eran demasiados incluso para el húngaro también, quien, después de patalear un rato, esforzándose por desprenderse de sus agresores, hubo de optar, al fin, por la súplica, los de Namdal quisieron mostrarse benévolos, después de haberle zarandeado a su antojo, y lo soltaron, consintiendo en dejarle correr, no sin aplicarle preventivamente un puntapié en las posaderas. Se detuvieron a contemplar al fugitivo, riendo su hazaña brutal: debieran de haberle picado en pedazos pequeñitos, convirtiéndole en grano para las gallinas. Luego, se volvieron al agredido, en espera de una explosión de agradecimiento. Pero este no les dio las gracias, y se limitó a permanecer en su sitio, profiriendo quejidos, mientras se secaba una mejilla.
—¿Has visto alguna vez sangre tan extraña como esa? —se preguntaron a una los dos interlocutores—. Tiene un tinte azul.
—No es sangre —aclaró Eduardo—, sino colorete con que se unta la cara. A ese par de individuos les he visto ya antes, hace tiempo.
—¿Cómo? ¿No es sangre?
—No, ni es ciego tampoco —dijo Eduardo.
De entre la muchedumbre, surgió una voz abundando en la misma opinión.
—No es ciego. He visto a ese par de granujas allá arriba, en el Finnmark. Allí, hacían la misma comedia para sacarnos dinero.
Ambos jóvenes se acercaron al hombre y se detuvieron a contemplarle un instante.
—¿Verdad que no eres ciego? —le preguntaron.
El interpelado sorbía con las narices, y contestó:
—Ciego, ciego del todo.
Uno de los interpelantes esgrimió una navaja e hizo ademán de herir en la cara al presunto ciego, quien, obedeciendo a un instintivo movimiento de horror, dio un paso atrás. Fue incapaz de resistir la prueba; antes al contrario, se apresuró a recoger el organillo, intentando apelar a la fuga. Los dos mocetones de la comarca de Namdal permanecieron inactivos y confundidos a la vista de semejante actitud, que les dejó atónitos y desairados por haberse dejado arrastrar hasta semejante patraña, indigna de sus robustos puños. Permanecieron indecisos un instante, metieron las manos en los bolsillos y volvieron a sacarlas otra vez. ¿Verdad que habían estado a punto de arrojar al agua al más inocente de los dos granujas?
—¡Largo de aquí! —le ordenaron—. Eres tan ciego como nosotros.
—¡Ya lo creo! —tartamudeaba el armenio—. Estoy ciego, casi ciego.
—¡Largo de aquí! ¿Has oído?
Ello fue causa de que fracasase la jornada de ambos organilleros en el mercado, que el armenio y su compinche hubieron de abandonar a toda prisa. Tomaron por el camino de la isla de Hadsel, con rumbo a Melbo, para proseguir tocando el organillo y repetir la comedia de siempre, de caserío en caserío, e ir tirando adelante a costa de grandes esfuerzos. ¿Qué otra cosa podían hacer? Eran seres huma nos obligados a luchar, poniendo a contribución todas sus fuerzas para no sucumbir, y así, hasta que murieran…
Estaba visto que Augusto era una caja de sor presas. Eduardo lo perdió de vista una mañana, al dejar la barca en la que habían descansado toda la noche, y no volvió a verle hasta la tarde del día siguiente. Estaba bebido y alegre. ¡Ah, el demonio de Augusto! ¡Era otra vez marinero con licencia en tierra!
Bajó por la calle donde estaba Eduardo y se de tuvo a admirar al viejo Papa y sus relojes. Tenía el rostro congestionado de alegría y llegó hablando en inglés consigo mismo. Llevaba un anillo de oro muy reluciente que se había comprado, y, en torno al cuello, había anudado algo que parecía ser de seda, con toda seguridad para uso femenino, a juzgar por los flecos.
Tan pronto descubrió a Eduardo, le hizo señas y preguntó si había comido ya.
—Ven conmigo. Te llevaré a un sitio donde me conocen mucho.
Entraron en una barraca, donde servían pan con mantequilla y platos calientes, y allí tomaron asiento al cuidado de dos mujeres, jamona una, joven la otra. Augusto era conocido en el establecimiento. Golpeó con familiaridad el brazo de la muchacha, y ordenó:
—¡Tráeme una botella, Matea!
Y volviéndose a Eduardo, le invitó a pedir cuanto se le antojase.
—¡No hay ningún manjar en la tierra que no puedas hacerte servir —le advirtió—, y Matea, mi novia, te lo traerá al punto! You bet!
Matea sirvió la comida y trajo botellas de vino.
Durante el curso de la comida, Augusto justificó su desaparición: había hecho entrega de las pieles a «Klem, Hansen & Co.», de Trondhjem, y quiso disfrutar de un día de asueto, en compañía de varios camaradas muy simpáticos que había encontrado.
Eduardo le preguntó:
—¿Cuánto te han dado por las pieles? ¿Cómo te ha ido el asunto?
—Estupendamente bien —respondió Augusto—. ¡No esperaba tanto!
Y prosiguió su charla, refiriéndole que se acababa de prometer con una muchacha, de manera que no tendría tiempo para emprender el regreso a casa en la barca.
—¡Pero yo no puedo ir solo en la barca hasta casa! —exclamó el adolescente, asustado.
—¿Solo? No pienso en semejante cosa. He decidido comprar la barca.
—¡Pero si no está en venta!
Augusto sopló con energía por ambos pabellones de la nariz:
—¡No te preocupes por eso!
A todo eso, comieron y bebieron copiosamente, y charlaron de lo lindo, y, de vez en cuando, Augusto tarareaba algún cuplé. Jamás en su vida había yantado Eduardo tan regaladamente. ¡Si desde su mísero hogar hubieran visto tal derroche de manjares!
—¿Para qué quieres la barca? —preguntó a su camarada.
Augusto aún no lo sabía a punto fijo; pero que ría comprarla porque sí, para no tener que bogar en viaje de retorno. Además, no quería alejarse de su prometida aún. No se le había desvanecido del todo el pánico que había experimentado durante la travesía. Fuera como fuera, por ahora no quería ocuparse de asuntos serios. No era aquel momento oportuno, teniendo la cabeza impregnada de alegría y con ganas de juerga.
—¡Mira qué hermosa es Matea! ¡Merecía el anillo de oro grueso que le he regalado! ¿Verdad que es grueso?
Augusto, siempre tan parco en palabras, hablaba por los codos, con inacostumbrada facundia, caldeado seguramente por los licores, que barajaba rápidamente, sin cesar de mostrar sus dientes de oro al reír, presa de un buen humor inagotable.
Acertaron a entrar dos mozos, que Augusto no vaciló en intimidar con sus maravillosos relatos, hablándoles de todos los países del Orbe, sin dejar de mencionar las tierras tropicales. Los habitantes de la India rodeaban los tobillos con unas anillas de oro de ley sin cierre alguno, soldadas, puestas sobre la piel y adornadas con diamantes y unas campanillas que resonaban al andar. Pero solía suceder que se fracturaba el hueso. Entonces, tenían que aserrar la anilla para entablillarlo.
—Venid acá y tomaréis licor en el café con nos otros —gritó a los jóvenes recién llegados.
Sentía gran comezón por departir con los demás y no quería ser solo en disfrutar. Además, Eduardo era convidado de poco gasto.
—¡A vuestra salud, muchachos! Soy hombre que ha viajado mucho, os lo confieso, he dado la vuelta entera al mundo, y me hago cargo de que Calcuta y Sydney son nombres de ciudades ignoradas por vos otros. Esto no impide que, en este momento, mis posaderas reposen en el taburete donde me veis. ¿A que no adivináis lo que me ha traído hasta aquí? Pieles, sí, señor. Soy negociante. Os advierto que el negocio de pieles no es ningún oficio manual… que las multiplique. Preguntad al camarada que está sentado a mi lado. Él os dirá si hemos traído un cargamento estupendo. ¡A propósito, Eduardo! —exclamó de pronto—. ¡Voy a pagarte tu salario!
Eduardo respondió turbado:
—No queda mucho por pagar. Me acabas de dar bastante.
Augusto, ni corto ni perezoso, extrajo su voluminosa cartera y procedió a contar el dinero; pero, sin pararse en minucias, le dijo:
—Toma esto. Ya me dirás si está bien.
Eduardo le dio las gracias con evidente turbación, manifestando que aquello era soberbio y superior a lo que le correspondiera.
—En efecto —declaró Augusto—. Afortunadamente, puedo ofrecértelo.
Llamó a Matea y le preguntó si no había ninguna botella más. La muchacha respondió que no.
—Tráete otra —le dijo él, asiéndola cariñosamente de un brazo.
Como ella profiriera un quejido, Augusto apretó con mayor fuerza, diciendo:
—Cuanto más grites, tanto peor será.
—¡Suéltame! —gritó la joven con las mejillas como una amapola.
Pero él no la soltó, sin obligarla antes a prometerle que traería otra botella. Por lo demás, trataba a la muchacha sin extremar los miramientos, como si ella fuera algo supeditado a su propia persona, una costilla suya. ¡Extraña conducta entre prometidos!
—Además, trae cigarras, pero cigarros superiores, para todos nosotros.
Uno de los dos jóvenes parecía estar en mayor conocimiento con la muchacha, pues ambos cruzaban sus miradas frecuentemente y Matea apoyaba la mano con innecesaria dulzura en su espalda, siempre que era atraída a la mesa para cualquier menester. Augusto no se daba cuenta de nada; su buen humor iba en aumento y no deponía su tonta postura de hombre adinerado y listo como un diablo. Refirió una riña habida a bordo de una goleta: un malayo esgrimió una navaja, intentando coser a golpes al piloto, y lo hubiera hecho pedazos de no haber intervenido Augusto, hundiéndole un punzón en la panza…
Augusto guardó silencio.
—¡Diablo! —exclamó uno de los muchachos—. ¿Cómo terminó aquello?
Augusto se había detenido en medio del relato, con intento, sin duda, de deducir la moral del suceso.
—Aguardad un instante, que lo recuerde. ¿Que cómo terminó? El malayo dio siete u ocho vueltas sobre cubierta y volvió a levantarse con el punzón en el vientre…
—¡Oh…! —exclamó el auditorio.
Sí. Augusto se había superado y movía la cabeza, consciente de haber ido más lejos que su pensamiento.
—¿Lo mataste? —preguntaron los jóvenes horro rizados.
Augusto hizo marcha atrás. Matea estaba presente y no quiso aparecer como un asesino:
—No lo maté —respondió—. A un malayo, a un mahometano como aquel, no se le mata con un trozo de hierro clavado en la barriga. Cuando arribamos a puerto, bajó a tierra con el punzón en la barriga en busca de un doctor.
—¿Por qué no se lo arrancaba?
—Imposible. Le hubiera chorreado la sangre.
Transcurrió la tarde embebidos todos en el relato de tantas aventuras maravillosas. Al fin, Eduardo, que había conservado claro el juicio, le preguntó:
—¿Has escrito ya a propósito de la barca?
—No —respondió Augusto—. Yo no escribo. Mandaré un telegrama urgente, con respuesta pagada y todo. Nosotros, los que estamos acostumbrados a correr por esos mundos, utilizamos el telégrafo. Matea, tráenos café.
Pero antes de que llegara el café, Augusto se puso lívido y hubo de salir afuera. Estaba visto que no era borracho, ni mucho menos; no resistía el aguardiente. Empinaba el codo, sólo si la ocasión le llevaba a tal extremo, y, entonces, el muchacho perdía el tino. Él había arado y rastrillado y también cosechado en el mar, y cuantas veces disfrutaba de asueto en tierra, volvía a sembrar en su propia persona. Esto le bastaba. Se lo decía a sí mismo y no ponía empeño en ocultarlo a los demás.
—Vuelvo en seguida —todavía pudo musitar.
Y salió. Eduardo le siguió para decirle:
—Mejor será que vayas a bordo y te eches un rato.
—¿Quién? ¿Echarme yo? ¿Qué te has figurado? ¡No faltaba más!
—Si te tumbas un rato, te pasará en el acto.
—¿Qué es lo que tiene que pasarme? —replicó Augusto, estúpidamente tozudo—. No estoy borracho. Ha sido este cigarro…
—Sin embargo, harías muy bien echándote a dormir un rato.
—¿Dormir… en pleno día? —exclamó Augusto, sin deponer su testarudez—. ¡De ninguna manera!
Esas ideas nuevas no le entraban en la cabeza, y, como les sucede a todos los borrachos, él no estaba borracho ni mucho menos. Se hallaba muy sereno, la culpa era del cigarro…
El aire fresco le hizo pasar rápidamente el mareo. Volvieron los colores a sus mejillas y sus piernas, a aguantar firmes el peso de su físico. Ambos cantara das volvieron a entrar en la taberna.
Aquí, les aguardaba una sorpresa: el diantre del joven aquel y la muchacha estaban de pie en un rincón, abrazándose a todo pasto y a la vista de todo el mundo.
Semejante sorpresa tuvo la culpa de que una banqueta volara por los aires, paira ir a caer sobre la mesa, encima de vasos y tazas, que quedaron hechos cisco; esto fue lo inmediato. Acto seguido, Augusto se apoderó de un cuchillo de cortar pan, que encontró a mano sobre una mesa, y adelantó varios pasos hacia la pareja del rincón. Esta actitud operó un efecto fulminante: el mozo profirió un rugido de terror, soltó a su dama y escapó a galope tendido por la puerta, seguido de su compañero. Así quedó el establecimiento despejado, sin nadie a quien agredir. Augusto permaneció un instante inmóvil en su sitio, con la mirada fija en su novia, en la actitud del gladiador desarmado, reducido a la nada, mudo y atontado.
—¡No tiene importancia! —dijo Matea.
La dueña salió de la cocina un tanto atemoriza da, recomendando silencio. No quería poner de patas en la calle a un hombre como Augusto, buen cliente de su aguardiente prohibido; pero le rogó con extremada amabilidad que pagase y se fuese. Ya volvería después.
—¡Dadme el cuchillo! —le dijo.
Augusto denotaba en su gesto deseos de acabar con alguien; pero depuso poco a poco su cólera. Al fin y al cabo, no había ido allí a cazar osos, y resolvió entregar el cuchillo victorioso a la mujer.
Matea volvió a hablar otra vez:
—No era nada, ¿oyes? Hace tiempo que le conozco. Es del fiordo de Ofot, hijo de un barquero, y se llama Nils.
—Sí, ¿pero…? —tartamudeaba Augusto.
—No hacíamos nada de particular. Hablábamos, nada más —prosiguió Matea—, y no hacíamos casi nada.
—¿No te ha besado? ¡Lo vi con mis propios ojos!
—¡Quita allá! ¡Estás loco! —gritó Matea—. Era pura broma.
Acabó por hablar como si ni siquiera fuera ella la que estaba en el rincón, conduciendo así a Augusto a la mayor de las confusiones.
—Perfectamente —decía él.
Tenía dos ojos en la cabeza, sólo dos; pero, con ellos, veía muy bien. Matea se acercó a su barba, le habló rendidamente y obtuvo que se sentase mientras pagaba el gasto. Como le pidiera una botella para llevársela, en el acto se la entregó, se dejó abra zar y correspondió con idéntica ternura; en una palabra, Matea no podía ser mejor chica de lo que era. Esto pareció producir gran consuelo a Augusto.
Sin embargo, al levantarse de su asiento, la cólera le asaltó de nuevo y exigió de ella que renegase de Nils y de todos los mozos del mundo.
—¡Ya lo creo! —se apresuró a responder Matea—. Con mil amores, puedes estar seguro.
—En caso contrario, ya me estás devolviendo el anillo —le dijo él.
La muchacha aparentó intentar quitarse el anillo, y rompió a llorar en silencio, conmoviendo a Augusto en tal grado que le faltó poco al muchacho para que también a él se le saltaran las lágrimas.
—Por ahora, conserva el anillo —le dijo—. Queda demostrado —advirtió a Eduardo— que acaba de prometer fidelidad y sumisión de por vida.
Eduardo se sintió extraordinariamente halagado de desempeñar papel de tal importancia, y contestó:
—Yo soy testigo.
—¡Puedes jurarlo ante la Cruz! —exclamó Matea vertiendo lágrimas de emoción—. Dios sabe que no le quiero volver a ver ni un solo segundo.
—Entonces, puedes quedarte el anillo para siempre —añadió Augusto, generosamente.
Sin embargo, aquel noviazgo formal no acababa de convencer a Eduardo. Cuando fueron a expedir el telegrama, le preguntó si no sería más prudente aplazarlo hasta el día siguiente:
—A no ser que creas —añadió— que esté bien ofender a un hombre que ha viajado mucho.
—Te digo que quiero comprar la barca —respondió Augusto rotundamente—. ¡Tú mismo has oído la promesa!
—Pero, ¿cómo regresaré a casa?
—En el vapor —respondió Augusto.
Entretanto, garrapateó en varios formularios, hasta dar con el texto definitivo, lo entregó al funcionario y pagó la respuesta. Estaba sereno, al fin.
¿Fue, por eso, Augusto a descansar a bordo? Ni mucho menos. Él era un hombre libre, dueño de su tiempo, y llevaba dinero en el bolsillo. No es que intentara malbaratar su fortuna y comprar chucherías inútiles; pero quería mercarse una chaqueta de paño para el día de la boda. Además, ¡hacía tanto tiempo que deseaba un revólver!
—¿Qué es eso? —preguntó Eduardo.
—¿No lo sabes? Sirve para disparar. Es una pis tola.
—¿No es mejor una escopeta o…?
—No, no puedo llevarla en el bolsillo. Si hoy hubiera tenido a mano un revólver, en vez de un cuchillo, entonces habrías visto. —Augusto prosiguió explicando los objetos que le hacían falta: por ejemplo, su cadena de reloj había perdido el baño de oro; en el extranjero, ningún capitán de barco o piloto consentiría en llevarla… ¡tenía que tirarla! ¡Quería que se viera que él era todo un hombre! En un tenducho, había descubierto un acordeón con teclado doble y unos lazos de seda muy gruesos, un instrumento magnífico.
—¿Sabes tocar? —preguntó Eduardo.
Augusto respondió rotundamente:
—¿Pues qué te creías?
Eduardo no creía nada, sólo dudaba. Si Augusto también sabía tocar, era un tío del demonio, pensaba.
A Eduardo no se le ocurrió comprar objetos tan lujosos como los elegidos por su camarada; pero no dejaba de tener sus planes, él también: quería comprarse una camisa de muchos colores con profusión de cordones en el pecho y una gorra con visera de charol, si lo permitían sus medios. También pensaba llevar a casa un corte de vestido para sus hermanas; las pequeñas solían levantar los brazos en acción de gracias siempre que les llevaba algo, sin acertar a pronunciar palabra alguna de tanta emoción como sentían.
Por la noche, poco rato después que Eduardo se hubiera echado a dormir, Augusto subió a bordo y se arrastró por debajo de la lona.
Efectivamente, había comprado el acordeón y una cadena de oro, y ofreció un cigarro a Eduardo, de una caja llena.
—¿Te has comprado la chaqueta? —preguntó Eduardo.
Augusto se dio una palmada en la rodilla y gritó:
—¡Pues la olvidé! Pero mañana todavía llegaré a tiempo. Este mercado es una miseria comparado con los que uno está acostumbrado a ver en otras partes. No hay manera de dar con un revólver.
A la mañana siguiente, bajó a tierra con intención, dijo, de mercar la chaqueta y regresar otra vez, por ser el último día de mercado. De acuerdo, Eduardo le esperó; pero Augusto no volvió.
Aguardó hasta la hora meridiana, y entonces, fue a tierra, deseoso de poder estirar las piernas. Como de costumbre, se detuvo en el corro del relojero judío.
—¿De dónde eres? —le preguntó Papa.
Eduardo le contestó.
—¿Quién es tu padre? —volvió a preguntarle.
Eduardo nombró a sus padres; pero Papa no les conocía. Preguntó también al muchacho qué le había traído allí, cuántos años tenía, cómo se llamaba y si en invierno iba a la pesca a las islas, y Eduardo respondió a todas las preguntas. Una vez que Papa hubo terminado el interrogatorio, se volvió a otros muchachos.
Augusto no aparecía por ninguna parte. Eduardo fue al cafetín de Matea. Augusto había estado allí dos veces; pero volvió a salir; iba muy elegante, llevaba una chaqueta negra de paño y una cadena de oro, le contó la muchacha. Eduardo aguardó buen rato y volvió a marcharse.
Los mercaderes estaban atareados con el empaque de la mercancía que no habían vendido, y haciendo los preparativos de marcha. Ofrecieron a Eduardo un sinnúmero de cosas a precios irrisorios, una pañoleta, un par de tirantes y una pipa larga.
—Ven acá y míralo antes de que lo meta en el paquete, hazme el favor. Fíjate en esta navaja de afeitar, de calidad superior. Según veo, la necesitas. Dame por ella lo que quieras. Te la cedo casi de balde.
A Eduardo le asomaba ya el bozo, razón que le indujo a adquirir la navaja, no sin ponerse colorado como un tomate, de avergonzado que estaba.
Al atardecer, Augusto hizo su aparición a bordo, luciendo su magnífica chaqueta; pero con humor abatido, seguramente por el malestar que sucede a la embriaguez. Eduardo le preguntó en el acto si había recibido contestación al telegrama.
—¡No!
—¿Pero has preguntado en Telégrafos?
—Tampoco.
Eduardo observó el rostro de Augusto. El azul de sus ojos se había vuelto pálido y diluido, y el rostro había perdido lozanía. Eduardo opinó que su camarada estaba necesitado de reposo.
—Me encontré con unos individuos que jugaban a las cartas —declaró Augusto.
—¿Y perdiste?
—Se perdían de vista. De todos modos, no me ganaron gran cosa. A propósito, ¿me has buscado hoy?
—Sí, también fui a ver a Matea y le pregunté por ti.
—¿Y qué te dijo?
—Que estabas muy guapo. Aseguró que nunca había visto a un hombre tan elegante como tú.
—Naturalmente, siempre compro lo mejor.
Luego, comentaron el precio de la cadena de oro; había costado mucho dinero y Eduardo quiso volverla a ver. Pero no era posible ya.
—Ojalá —dijo Augusto— no la hubiera comprado, porque ya no la tengo.
—¿Cómo, te la jugaste?
—Pero todavía me queda el reloj —exclamó Augusto a tiempo que se volvía de espaldas.
Una ligera conmoción hizo temblar sus labios.
—Lo mejor que puedes hacer es acostarte —le dijo Eduardo.
Pero tampoco esta vez le hizo caso Augusto. Había ido tan lejos, que había perdido las ganas de dormir; se sentía desorientado y profundamente abatido.
Al despertarse Eduardo a la mañana siguiente, descubrió a su camarada rendido por el cansancio, sentado afuera, en la banqueta de remar, y durmiendo vestido, pálido como un cadáver.
Vehículos y embarcaciones habían abandonado el embarcadero, al alba. Sólo permanecía allí aún un vaporcito anclado junto al bastión, cargando mercancías, al propio tiempo que los pasajeros subían a bordo. También Eduardo acudía a bordo; pero primero resolvió saltar a tierra e ir a Telégrafos en busca de la contestación. Había llegado ya, se la entregaron y corrió con ella a la barca. Augusto permanecía sentado en el mismo sitio, junto a los remos, despierto y contando su dinero.
—He aquí el telegrama —dijo Eduardo.
A lo que Augusto respondió:
—¿Sí? Poco me importa ya.
—¿No quieres ver lo que dice?
—No. Tíralo al agua.
—¿Estás loco? —le dijo Eduardo con el mayor respeto. Miró al vapor, próximo a zarpar, y preguntó:
—¿No tengo que volverme a casa en ese vapor?
Augusto se limitó a suspirar, sin moverse de su asiento, retenido por una honda preocupación.
—Porque ahora yo no tengo ya nada que hacer aquí —prosiguió Eduardo, procediendo a hacer un paquete con sus efectos personales.
—No corre prisa —dijo Augusto.
—¡Cómo! ¿No corre prisa?
Augusto desgarró el telegrama y examinó el con tenido o hizo como que lo leía.
—¡Ya me lo figuraba! —exclamó en el acto—. Carol exige un precio desvergonzado. ¡Léelo tú mismo!
Eduardo deletreó el telegrama. Opinó que el precio estaba justificado por tratarse de una embarcación de ocho remos nueva, con los aparejos completos. Pero Augusto exclamó:
—¡De ninguna manera! ¡Prefiero tomar rumbo a casa y devolver la barca!
Esto variaba, y Eduardo nada tenía que alegar en contra. Augusto volvió a tierra. Parecía más cuerdo.
Pero el nuevo día fue testigo de nuevos acontecimientos, en tierra, que lo dejaron apabullado.
¡Matea había partido! Cuando los dos camaradas se dirigieron al tenducho para hacerse servir comida caliente, el local estaba desocupado. No quedaba otra cosa en la cocina que las paredes desnudas y un fogón frío; la dueña se había ido. Matea también.
Esto arrancó a Augusto una exclamación idiota:
—¿Eh…? ¿Has visto alguna vez cosa semejante?
—Seguramente, habrán partido —dijo Eduardo.
—¿Partido, dices? ¡Imposible! ¡Vamos a buscarlas!
Las buscaron por todas partes. Augusto había llevado consigo el acordeón, deseoso de tocar en presencia de Matea. Nadie en la vecindad podía informarles, por la sencilla razón de no haber vecinos; casi todos los tenderetes estaban vacíos. Inspeccionaron la plaza del mercado de arriba abajo; pero allí no encontraron casi a nadie. Entonces decidieron bajar al embarcadero, donde sólo pudieron cerciorarse de que el vaporcito también había zarpado ya.
Augusto, joven incauto y burlado, tomó la fuga de la mujer tan a pecho que fue indispensable prodigarle consuelo y arrancarle de la actitud estática en que se había quedado, mientras contemplaba el horizonte con mirada ensimismada.
Eduardo le dijo:
—Me parece que, en el fondo, es mejor para ti. No sé, pero si ella es una…
Augusto no salía de su mutismo. De pronto, le preguntó Eduardo:
—¿Se ha llevado el anillo?
—¿De dónde será ella? ¿Lo sabes tú? —inquirió Augusto con mirada sombría.
—¿Cómo quieres que lo sepa yo, cuando tú mismo lo ignoras?
—¡Ay de mí! ¡Que tengan buen viaje ella y él anilló! Pero no es esto lo peor —se lamentó Augusto—. Precisamente ayer le di mi reloj.
Eduardo exclamó asombrado:
—¡Estás de broma! El ánimo de Augusto no estaba propicio a bromas, ni maldita la gracia que le hacía todo aquello. Tenía muerta el alma. Eduardo hubo de proveerle de todo para la travesía de retorno y asumir el mando, pues el otro era una absoluta nulidad.
El rudo trabajo de a bordo contribuyó, naturalmente, aún más a acrecentar la pena de Augusto.
A lo largo del fiordo de Hadsel la brisa les era favorable; pero, luego, el viento amainó y les fue preciso remar sin sosiego para hacer avanzar la pesada embarcarán por el extenso Raftsund. Esto constituía para Augusto un trabajo propio de esclavos de galeras. Sudaba como un condenado y tuvo que despojarse de la ropa, prenda por prenda. Al llegar la hora de cenar, se limitó a tumbarse, rendido, en la barca.
—¿No tienes un poco de aguardiente? —preguntó Eduardo—. He oído decir que devuelve las fuerzas.
Pero Augusto no era bebedor, ni podía, como otros, reponerse de la embriaguez volviendo a beber; al contrario, este solo pensamiento le producía nauseas.
Inesperadamente, a Augusto se le ocurrió preguntar:
—¿Para qué he de regresar a casa, vamos a ver? Tras una meditación muy breve, Eduardo respondió:
—En primer término, para devolver la barca a su dueño.
—Eso lo puedes decir tú. Pero yo, no.
—¿Cómo se entiende eso?
Y apoyando ambos codos sobre las rodillas, respondió Augusto, presa de inenarrable desesperación:
—Es preciso que te lo revele de una vez. No tengo dinero para pagar el flete.
Eduardo permaneció atónito, mudo, mientras Augusto proseguía hablando estúpidamente, sin darse punto de reposo:
—¿Se puede saber por qué me miras de esa manera…? Es tal como te lo digo. No puedo pagar el flete.
Eduardo tuvo ánimos para decirle:
—¡Y pretendías, nada menos, que pagar la barca!
—¿No lo entiendes? Entonces, podía comprarla y pagarla también.
No te creo, pudo haber contestado Eduardo; pero guardó silencio. ¿Qué podía pensar él, ahora, de su camarada? Empezaba a sospechar que Augusto había fanfarroneado de lo lindo, ni más ni menos. ¿Qué le habrían pagado por sus pieles? No sería gran cosa, ningún capital; si acaso, una cartera con billetes pequeños. Esto no bastaba para regodearse el resto de sus días y contonearse con cadenas y sortijas.
—¿Te queda dinero? —preguntó Augusto.
—¿A quién, a mí? No será gran cosa.
—Es necesario que me ayudes. Te vendo mi chaqueta nueva.
—No alcanzará a tanto —observó Eduardo.
Procedieron a contar el dinero, y Augusto declaró:
—Hay lo suficiente. Te puedes quedar con la chaqueta.
—¿Me la regalas?
Augusto, ligero y derrochador, musitó:
—Te servirá mejor que a mí.
Mísero iba a ser el retorno para Augusto, que había soñado con anonadar a los mozos bajo el peso de su triunfo. Vana ilusión. Sin embargo, ello no impidió que Augusto recobrara su buen humor. Puesto que había salido del mayor de los apuros, podría satisfacer el flete de la barca y aún le quedaban su anillo de oro y el acordeón. Con tales atributos, también podría aspirar un hombre a imponerse en una pobre comarca. De pronto, se le despertó el hambre y manifestó deseos de probar la provisión de manjares. No cabía la menor duda de que Augusta había recobrado el aplomo.
Al llegar a la mañana siguiente al fiordo del oeste, fueron acogidos por una generosa brisa que les relevó de la esclavitud de los remos.
—¿Qué piensas hacer este verano? —preguntó Eduardo.
—Algo habré de hacer, no cabe la menor duda —respondió Augusto con franco desembarazo—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque yo mismo ignoro lo que haré.
Sentado en la proa de la embarcación, en actitud de solemne reposo, Augusto recogió sus pensamientos.
—¿Qué haré este verano? —exclamó al cabo de un rato—. ¿Te preocupas por mí? Créeme, Eduardo, no hace falta.
Eduardo no estaba muy persuadido de que, hasta el verano, estuviera el mundo con los brazos abiertos a la espera de su camarada. Este pensamiento le mantuvo silencioso.
No se le ocurrió a Augusto otra cosa que hundir las manos en el mar, secárselas cuidadosamente en el pantalón y coger el acordeón, para introducir los dedos en los lazos de seda y tocar una marcha arrebatadora. Esto arrancó a Eduardo un grito de admiración:
—¡Eres maravilloso! Tocas como los ángeles.
Augusto escupió al agua, y repuso:
—¡No lo cuentes en casa!
Eduardo no acertaba a salir de su asombro por lo que su camarada no le había revelado que sabía tocar; era un hombre como no había otro, loco de /.remate; pero asombroso. ¿Cómo era posible que un mozo como él estuviera en su cabal juicio? Su actitud vergonzosa durante la travesía de ida, cuando la borrasca de granizo le había arrancado lágrimas de miedo, y los pecados y desafueros que le hiciera vomitar eran la revelación de una vida tejida de aventuras, Ahora estaba allí, sentado frente a él, tocando bailes y marchas nupciales, que alternaba con una canción inglesa que rimaba con la música. ¡Eran muchas las cosas que Augusto sabía!
—Durante mi existencia, he tocado en presencia de míseros y de potentados —dijo Augusto.
—¿Dónde aprendiste?
Augusto desatendió la pregunta, y prosiguió:
—Una vez, toqué en presencia de un rey.
—¿Es posible?
—Ante el rey de la India. Era negro y tenía col millos. Estaba rodeado de antropófagos. Pero él y yo hicimos muy buenas migas. Tócame un baile, Augusto, me dijo.
—¿Cómo se llamaba?
—Kafavaripeilunglog.
—¡Vaya un nombre! ¡Horroroso!
—Así se llamaba —afirmó Augusto, creciéndose—. Kafavaripeilunglog. ¡Tendrías que haber visto los anillos que llevaba en las orejas! Le colgaban hasta los hombros y estaban labrados con dientes de sus enemigos. Le regalé mi acordeón.
—¿Le regalaste tu acordeón?
Augusto sonrió con picardía.
—Te diré la verdad, Eduardo, no se lo di de balde, así como así. A cambio de ello, me dio una porción de cajas llenas.
Eduardo escuchaba absorto, sin acertar a comprender.
—¿Llenas de qué?
—No debes preguntarlo, pues no soy de los que tienen afición a darse postín —respondió Augusto—. Tampoco debes contar esto en casa. Aquellas cajas están en la capital de la India, aguardando que yo vaya a buscarlas.
—¡Nada de todo eso es verdad!
—¿Que no es verdad? ¿Acaso te mentí alguna vez? ¿Me creerás cuando hayas visto estas llaves? —dijo Augusto, sacando del bolsillo ocho llaves y un saca corchos.
Eduardo enmudeció de asombro. También esto lo había ocultado Augusto durante mucho tiempo. Le aguardaban ocho cajas en la India y ahora era la primera vez que los ojos de Eduardo contemplaban el llavero. Le fue forzoso rendirse a la evidencia.