Del caserío vecino llegaron dos hombres. Rostros morenos y barbas grises sedeñas. Uno de ellos llevaba un organillo colgado de la espalda.
Nadie en toda la comarca aguardaba en tal día acontecimiento alguno digno de mención, cuando he aquí estos dos forasteros, que después de elegir un emplazamiento asequible a todo el mundo, asegura ron el organillo sobre un palo apoyado en tierra y se pusieron a tocar. De los contornos, afluyó un aluvión de curiosos, mujeres y niños, adolescentes y viejos, que se apresuraron a formar un nutrido corro en torno a los músicos. Ahora, en invierno, cuando todos los hombres están ausentes, de pesca en las islas de Lofot, son raros aquí los sucesos; nadie canta, nadie danza en esta pobre y mísera comarca, donde la llegada de los músicos constituyó un acontecimiento inesperado, una aventura extraordinaria que nadie en su vida podría borrar ya de su memoria.
Uno de los dos hombres daba vueltas al manubrio; tenía un ojo defectuoso y parecía estar ciego. El otro sostenía un saco y no hacía nada; sólo era acompañante del músico y se limitaba a contemplar sus desmedradas botas de caña, inmóvil en su sitio. De pronto, se quitó el sombrero de su cabeza y lo tendió al auditorio. Pero, ¿cómo pretender dinero en este mísero caserío cuyos moradores a duras penas podían ir tirando durante el crudo invierno, en espera de la primavera, que les devolvería sus hombres? Al ver que no le daban nada, volvió a encasquetarse el sombrero. Estuvo quieto un instante; pero no tardó en entablar conversación con su camarada, en lengua extraña, subiendo el tono con creciente dureza, con intento, al parecer, de obligarle a poner fin a la tocata y reanudar la marcha. Sin embargo, el músico seguía tocando. Cambió la pieza y volvió a rodar el manubrio, haciendo resonar una sentimental melodía que se apoderó del alma de todos los circunstantes. Una mujer joven, acaso la de mayores posibilidades entre las presentes, dio rápidamente media vuelta con designio, sin duda, de dirigirse a su vivienda en busca de alguna moneda, gesto que el compañero hubo de interpretar torcidamente, imaginando que se alejaba definitivamente, por lo que le lanzó unos gritos acompañados de una sardónica mueca.
—¡Silencio! —le dijo su camarada y músico.
¿Silencio? No era el acompañante hombre propicio a callarse cuando se lo ordenaran y, estallando en cólera, se abalanzó sobre el ejecutante, cubriéndolo de puñadas. Esto era fácil para él, impedido su compañero, medio ciego, para defenderse, reclama das sus manos por el organillo que oscilaba en la punta del palo, y que hubo de resignarse a hurtar la cabeza. Esta súbita y aleve agresión provocó una unánime lamentación entre los oyentes, cuyo círculo retrocedió repentinamente; la chiquillería, atemorizada, se puso a llorar.
Del corro, surgió Eduardo, chicuelo de unos trece años, pecoso y rubio, echando chispas por los ojos. Presa de cólera, era seguro que había resuelto jugarse la vida. Introdujo una pierna entre las del agresor; pero fracasó, lo que le infundió bríos para reincidir, consiguiendo, al fin, hacerle caer en tierra. El muchacho estaba jadeante como un fuelle. Quiso su madre arrastrarlo consigo; pero él quedó firme en su sitio, haciendo rechinar sus dientes borracho de furia.
—¡En seguida a casa! —gritaba su madre reiteradamente, incapaz de dominar el miedo.
Era flaca y enfermiza, sombra de criatura humana, muy apacible de genio y temerosa de Dios y carente de poder sobre el rapaz.
El forastero caído se levantó del suelo y miró al chico de través; pero no le hizo nada. Al contrario, parecía estar intimidado mientras se sacudía la nieve de su ropa con extremado esmero. Volvió a dirigir la palabra a su camarada, amenazándole con los puños en alto, se alejó y desapareció.
El músico quedó solo, haciendo sorber discreta mente las narices y llorando en silencio. Un surco, rojo hendía una de sus mejillas, sangre de color muy extraño, seguramente por ser el hombre originario de país lejano y tener la piel tan oscura.
—¡Las puñadas las merece aquel! —murmuró la mujer joven persiguiendo al agresor con la mirada.
Y fue a su casa en busca de dinero.
Visto esto por las demás mujeres, ninguna quiso ser menos y también ellas fueron a sus tabucos una tras otra a buscar alguna moneda. Quizás el músico poseyera mayor número de bienes terrenales que las pobres mujerucas que le hacía ofrenda de alguna mi seria; pero cuyas almas desbordantes de misericordia quisieron ofrecerle el sacrificio de medio chelín, incluso de una moneda de dos chelines, de cobre, algo que, en aquel entonces, representaba mucho dinero, deseosas de consolar a un hombre que lloraba.
Por eso el músico no quiso estar a menor altura que sus bienhechoras. De pronto, dejó caer una tapa del organillo, poniendo al descubierto un teatro, un verdadero paraíso que las dejó atónitas.
—¡Aaah! —exclamó todo el mundo.
Jamás nadie había visto semejante maravilla en la comarca: Figuras pequeñas de colores y oro aparecieron en la escena, moviéndose a medida que el músico daba vueltas al manubrio, ora despacio, ora aprisa, girando sobre sí mismas, dando un paso adelante, volviendo la espalda y parándose repentinamente, para volver a agitarse otra vez.
—¡Napoleón! —gritó el músico, indicando la figura central.
Todos habían oído el nombre de Napoleón y fija ron sus ojos asombrados en aquella figura. Junto a él permanecían dos generales exornados con colorines y estrellas, y el músico los designaba por sus nombres. Pero los espectadores preferían contemplar a Napoleón. Vestía un capote gris, y en una mano sostenía un minúsculo catalejo que, de vez en cuando, levantaba a la altura de los ojos y volvía a bajar. Al frente de aquellas elevadas personalidades estaba un rapazuelo sorprendente, desarrapado y con el pelo al aire, que reía adelantando una hortera que sostenía en la mano para pedir dinero. Cuando las monedas caían en el platillo, daba un rápido tirón y vaciaba el dinero en un cajoncito. ¡Qué maravilla! El rapaz era vivaracho y parecía reír con mayor fuerza cada vez que adelantaba la hortera en demanda de más dinero.
El músico tocaba marchas, valses y melodías que resbalaban sobre los oyentes y el caserío; un perro que, a corta distancia, estaba sentado sobre la nieve, ladraba con la cabeza levantada hacia el cielo. Día inolvidable aquel.
Cuando se hubo agotado el dinero y el rapazuelo cesó en sus movimientos, se le ocurrió a una chiquilla ofrecer un botón de metal que se apresuró a depositar en el platillo. Era el único botón que poseía; pero no dinero, y ocurrió algo sencillamente maravilloso: El rapaz de la hortera se volvió rápidamente hacia el lado opuesto y arrojó el botón a la nieve. El asombro impuso silencio a todo el mundo por unos instantes. ¡Por todos los santos! ¿Era de carne y hueso aquella figurilla? Rio la mujer joven y depositó otro botón en la hortera, que igualmente fue arrojado a cierta distancia. Todos rieron de buena gana. Pero la chiquilla se arrodilló encima de la nieve en busca de su despreciado botón de metal.
La broma fue degenerando a tal extremo que los espectadores acabaron por depositar en el platillo objetos sin ningún valor, alfileres, piedrecillas, astillas de madera, que el diminuto mendigo rechazaba impaciente, hasta que los importunos desistieron de su porfía. ¿Sería tal vez el muñeco la única inteligencia allí presente? El músico cesó de tocar, volvió a subir la tapa y destornilló el manubrio, profiriendo hondos suspiros.
—¿Por qué lleva usted semejante compañero? —le interrogó Eduardo muy serio.
El músico se explicó como mejor supo:
—El organillo es de los dos. Pero mi camarada es muy malo, tan malo que una vez me dio una cuchillada en el ojo.
El músico no se atrevía a enseñar a Napoleón ni a las otras figuras en presencia de su compañero, quien, por ser muy impulsivo, hubiera sido capaz de destruir el teatro entero.
—¿De qué tierra sois? —preguntó Eduardo.
—De Armenia.
—¿Dónde está eso?
—Muy lejos de aquí. Hay que atravesar muchos países, muchas montañas y grandes mares. Un año de viaje hasta allí…
—Entrad, os daremos algo de comer —le dijo la mujer joven.
En su compañía entraron tantos cuantos permitía la capacidad de la estancia, y los demás hubieron de resignarse a mirar desde fuera, por las ventanas. Nada más quedaba por ver en aquel hombre, quien, sentado en el interior, con cabeza humillada, excitaba la compasión general. Vieron cómo musitaba una oración antes de empezar a comer arenque, patatas y sopa de cebada; cuando hubo terminado el yantar, repitió el rezo y se dispuso a ausentarse, deshaciéndose en gestos de agradecimiento.
La joven dueña de la casa le dijo:
—Si tuviese café, os daría una taza.
—Yo tengo en casa —advirtió otra mujer servicial.
—Entonces, préstame una cucharada.
Las mujeres estaban empeñadas en retenerlo, deseosas de alejarle de su inhumano camarada el mayor tiempo posible.
—¿A dónde ha ido? —le preguntaban.
Nadie supo dar razón. El hombre del manubrio, tampoco.
—Quizás ahora lo pierda de vista para siempre.
—¡Ah, no!
El pobre hombre movía la cabeza suspirando, se puso a agitar los pies, dándose golpes con las botas.
Le preguntaron si tenía frío en los pies y dijo que sí. También se interesaron por sus calcetines, que, respondió, estaban rotos y tenían agujeros.
Las mujeres se miraron unas a otras, moviendo tristemente la cabeza, y la joven, al parecer la de más posibilidades, le buscó un par de medias nuevas —de las que alcanzan hasta la rodilla— y se las dio. Tenían arriba un borde azul y eran buenas y bonitas.
—¡Ah, Ana María! ¡Siempre serás la misma! —murmuraron las otras mujeres, admiradas.
—¡Ponéoslas! —le dijo Ana María.
El hombre se resistía, y revelando no tener corazón para malbaratar aquellas medias, las llevó a su mejilla y las guardó después en el pecho. Todos los corazones se conmovieron.
Alguien asistía a la escena, desde un ángulo de la estancia, que tomó una determinación: era Eduardo. Dio el organillero gracias por todo y colgándose el organillo a la espalda salió trotando.
—¡Dios os acompañe! —le gritaron las mujeres.
Eduardo le siguió discretamente a alguna distancia. Cuando el hombre hubo alcanzado el bosque, se volvió lentamente y descubrió a Eduardo.
—¿A dónde vas? —le preguntó.
—A ninguna parte —respondió Eduardo.
—¿A ninguna parte? ¿De veras?
Eduardo declaró:
—Quiero defenderte contra tu camarada.
—¿Defenderme? ¡Vamos…!
—¡Le romperé la crisma!
El hombre sonrió.
—Mi camarada tiene una fuerza enorme, es húngaro, de raza guerrera, y lleva puñal.
Eduardo no se dejó intimidar por eso; pasó por su lado y prosiguió caminando delante de él.
—¡Tonto! ¡Tozudo! —le gritó el hombre, poniéndose repentinamente hosco—. ¡Vuelve a tu casa! ¿Qué te reclama aquí?
De pronto, de entre un boscaje de enebros, surgió el camarada. Primero, observó la situación e interpeló luego al músico. Este respondió y ambos a una rompieron a reír.
Eduardo se detuvo a contemplarlos con gesto asombrado. El húngaro avanzó hacia él con aire amenazador, insuficiente, empero, para intimidar al muchacho; pero también el organillero se le acercó, después de haber depositado en tierra la caja, dispuesto a increparle:
—¿Qué significa esto?
La cabeza de Eduardo no estaba acostumbrada a trabajar con ideas turbias. El muchacho era torpe en letras y números; pero estaba dotado de buenos puños, y cuando se enardecía era valeroso. Esta vez retrocedió.
Los forasteros no se preocuparon de él y lo deja ron plantado en su sitio. Cogió el músico un puñado de nieve y se lavó la mancha de sangre de la mejilla, en el sitio que le indicaba su camarada. Terminada esta operación, abrieron el cajón del organillo y contaron las monedas; también la media salió a luz y pasó al saco del húngaro.
Entonces, el músico volvió a depositar la carga sobre sus espaldas, saludaron ambos a Eduardo con un movimiento de cabeza y se pusieron en marcha camino del Norte, hacia el poblado inmediato.
Eduardo no acertó a comprender la conducta de los dos forasteros, esta vez menos que la anterior, y les vio partir con ojos de mansedumbre. Sin embargo, al darse cuenta, por fin, de la burla, hurgó con afán en la nieve y modeló una pelota; y cuando estuvo bien dura, la dejó rodar sobré la nieve.
Era ya muy otro cuando llegó a su aldea, alicaído, descontento de sí mismo y desalentado. Fue en busca de la chiquilla que todavía estaba registrando la nieve, y le preguntó:
—¿No has encontrado el botón?
—No —respondió la niña.
—No te preocupes por ello.
Ella no respondió; pero reanudó la búsqueda.
Eduardo era asaz torpe con los libros en la mano, tanto, que en la escuela desempeñaba un tristísimo papel; pero, en cambio, no carecía de instinto, a juzgar por los síntomas: Fue al emplazamiento donde había estado plantado el organillo, midió el terreno con los ojos, para apreciar la distancia que pudiera alcanzar el botón al ser arrojado, y se puso a buscarlo. La niña se le incorporó, animada por renaciente esperanza:
—El botón tiene una corona —decía ella.
Mientras estaban buscando, de una de las viviendas llamaron a la chiquilla.
—¿Dónde estás, Ragna?
Ragna no contestó. Esgrimiendo ambos sendas astillas de madera, estuvieron cavando en la nieve pacientemente, hasta descubrir el botón; ella lo encontró, y con grandes demostraciones de alegría corrió a su hogar.
Los sucesos de aquel día marcaron una etapa en la vida de Eduardo. Ciertamente, la escena de que fuera testigo en el bosque no le había sugerido ninguna conclusión inmediata ni definitiva; pero se incrustó en su cerebro como base para futuras experiencias. El invierno siguiente, le alistaron de «medio» hombre para la pesca de los islotes, no obstante hallarse todavía en expectativa de la confirmación. Esto le realzaba en grado sumo, pues muchachos mayores que él quedaban en sus casas. La salida ejerció benéfico influjo en su ánimo, contribuyendo a disminuir el laconismo del muchacho, que también tendría ahora ocasión de referir algo a los demás.
Al llegar la primavera, fracasó en el examen para la confirmación. Esto era bochornoso a ojos de todo el mundo, mayormente para un padre y una madre que eran devotos y conocedores de las letras, cuyo hijo tendría que ir a la escuela otro año más, circunstancia que le infligió honda depresión de ánimo. Cuando hubo alcanzado los quince años de edad, recibió la confirmación y pudo ser alistado desde entonces entre los mayores, en cierto modo. Era muy torpe en la lectura, y los libracos temblaban en sus manos; pero había adquirido corpulencia y fortaleza, siendo asimismo enérgico en el trabajo, noble y bonachón. Constituía un sólido apoyo para sus progenitores y hermanos.
Un mozo regresó al pueblo. Venía de tierras re motas. Se llamaba Augusto, y no tenía padres. En verdad, era originario de otro distrito, pero criado aquí; pasó varios años es el mar y había tenido ocasión de ver muchos países; los relatos de su vida estaban preñados de milagros y maravillas. No era rico ni presumía de tal; pero poseía un precioso traje azul, una cadena de plata colgada del reloj y algunos escudos en el bolsillo. No teniendo parientes inmediatos, se aposentó en la vivienda de la mujer que le había criado. Solía dejarse ver por todas partes en la comarca y siempre era recibido con agrado, bien acogido por las mozas y admirado por los chicuelos, que escuchaban sus relatos con la boca abierta. Entre él y Eduardo se estableció franca amistad, que tuvo el siguiente origen:
Augusto había sido víctima de un accidente desgraciado a bordo de un buque, del que escapara con una herida en la boca y algunos dientes menos. Esta mutilación la disimulaba con su espeso bigote, amén de una hilera de dientes de oro. Eduardo jamás había visto dientes tan magníficos, y acarició la esperanza de comprarse algún día una dentadura semejante, cuando tuviera dinero propio. Augusto le reveló el lugar donde había comprado sus dientes de oro, y le dijo el precio. No había sido grano de anís, pues le fue forzoso ahorrar durante meses y años antes de sufragarse tamaño lujo. Las mozas no tu vieron nada que alegar contra los dientes de Augusto; pero los mozos empezaron a reírse en son de mofa. La envidia había prendido en ellos, despertando su malevolencia contra Augusto que, apenas llegado, atrajo a todas las mozas en torno suyo.
Este ominoso sentimiento fue degenerando con el tiempo. Los mozos escarnecían al marinero, llegando incluso a ganar a las mozas a su causa, a tal punto que hasta Ana María, la joven casada, le gritó un día a oídos de todo el mundo que no abriera tanto la boca cuando riese.
—¿Por qué no? —preguntó Augusto.
—No es necesario que enseñes tus dientes.
Esto provocó la risa de muchos, y Augusto —bonachón e indiferente como suele serlo la gente de mar— nada replicó.
En cambio, Eduardo no soportó el diálogo de buen grado. Revolviéndose, pues, contra la joven casada, le imprecó:
—No debiste regalar las medias al hombre del organillo.
—¿Por qué no? —preguntó Ana María vacilante.
—¿Qué medias? —indagó Carol, su marido.
—Unas medias nuevas que le regaló al hombre del organillo —declaró Eduardo.
Ana María fue a ocuparse en algo junto a la ventana, y preguntó desde allí:
—¿Por qué no debí habérselas regalado?
—Porque no las necesitaba. Las vendió por dieciocho chelines en el caserío de arriba.
—¿Qué sabes tú?
—Lo sé muy bien. No ha querido trotar con ellas. Vi las medias allá arriba.
—Al fin y al cabo, esto a ti no te importa.
Su marido volvió a terciar:
—¿Se puede saber de qué medias se trata?
El marido recibió la explicación arrugando el entrecejo, y Ana María rompió a llorar. El marido se lamentaba:
—De manera que esto sucedió el año pasado, cuando vine a casa y no tenías medias para cambiarte las puestas. Por lo visto eres tan rica que puedes permitirte el lujo de regalar medias.
—Ahora, me arrepiento —dijo Ana María entre sollozos.
Un pariente de ella, llamado Teodoro, juzgó conveniente intervenir:
—Sea lo que sea, a ti nadie te dio vela en este entierro, Eduardo.
—Perfectamente. Y a ti ¿qué te importa la dentadura de oro de Augusto?
—¡Mira el asqueroso! —exclamó Teodoro—. Ha olvidado que el párroco le dio calabazas antes de confirmarlo.
Pálido de cólera y con mirada centelleante, replicó Eduardo:
—¿Sabes qué has olvidado? Pues que tienes una hernia y que usas braguero.
Teodoro abandonó su asiento con cara de malos presagios; pero Carol le obligó a sentarse otra vez. De todos modos, Eduardo no hubiera retrocedido ante Teodoro; estaba acalorado y no paraba mientes en nada ni en nadie.
El joven Teodoro volvió a tomar la palabra para declarar que todavía tenía la dentadura sana, sin necesidad de acudir al herrero. A lo que Eduardo replicó que nunca podría llevar unos dientes como los de Augusto.
No queriendo Teodoro darse todavía por vencido, ensartó un sinfín de exabruptos. Con toda seguridad, no habría sido tardo en callar de no haberle hostigado Eduardo, quien no se avenía al silencio.
A partir de aquel día, Augusto y Eduardo fue ron compañeros de pesca. Regresaban a casa con alguna merluza o besugo, sin mostrarse avaros de su pesca, de la que solían hacer partícipes a los demás, una vez cubierta su personal provisión cotidiana. Muchas fueron las mujeres que hubieron de estarles agradecidas por ello todo el otoño.
Al llegar la época de la pesca en las islas, Eduardo preguntó un día a su camarada:
—¿Te alistaste ya?
—No —respondió Augusto—. Nadie me ha dicho nada todavía.
—¿Por qué no lo pides tú?
—No. Ningún patrón me quiere.
—Entonces, ¿qué piensas hacer este invierno?
—Volver al mar —respondió Augusto.
—¡Si pudiera acompañarte! —exclamó Eduardo.
Ninguno de los dos salió, aquel invierno. Eduardo no fue ni siquiera a las islas, no obstante haber podido disfrutar de enganche de hombre «entero». Esto desilusionó a su padre quien percibía un modesto salario por la vigilancia de la línea telegráfica del extenso distrito; y como carecía de ahorros, el sustento de Eduardo representaba una pesada carga para él. Pero ya era tarde para remediar la falta de reflexión del muchacho. Augusto se decidió por fin a recorrer la comarca comprando pieles y pellejos, y Eduardo le acompañaba, ayudándole a transportarlos.
Quedó probado que Augusto no carecía de buena provisión de escudos. A Eduardo le ofreció un salario equivalente a la jornada de invierno de un hombre en las islas. Sus tratos eran del todo leales, y Eduardo no perdió nada en ellos. Además, aprendía mucho junto a Augusto, al que consideraba circunnavegante de lustre y hombre maravilloso.
Las más veces, mercaban pieles de ternera; de vez en cuando, de oveja; de vaca, de tarde en tarde. Entre la población canina de todo el distrito sé propagó una enfermedad importada por un perro forastero, lo que motivó que Augusto y Eduardo, únicos hombres que habían quedado aquel invierno, fueran solicitados para degollar algún que otro animal, que despellejaban, guardando la piel a cambio de su faena.
¿Era entendido Augusto en el comercio de pieles? «Algo entendía en semejante tráfico», —afirmaba.
Entre los múltiples oficios que había ejercido en sus peregrinaciones por tierras lejanas, figuraban el de rabadán en los apriscos de Australia.
Próxima ya la Cuaresma, Augusto dio mayor amplitud a su comercio, y se hizo comprador de pieles de valía, como nutria, zorro y armiño. Adquirió una escopeta y una trampa y se dedicó a la caza, con fructífero resultado, en aquella comarca donde hacía mucho tiempo que no había resonado el eco de un solo disparo. Zorros y nutrias abundaban a por fía. A veces, Augusto cobraba zorros azules y nutrias; pero su mayor orgullo estribaba en apoderar se de un armiño, cuya piel —refería a Eduardo— se emplea en la confección de mantos reales; aquel animal era difícil de sorprender, por su excesiva timidez.
Así fueron sucediéndose los días, ocupados los dos compañeros en la obtención de las pieles, que extendían en las paredes o colocaban estiradas en pértigas, puestas a secar al viento; y cuando estaban secas, las seleccionaban y arrollaban. Cuando, en primavera, retornaron los hombres de las islas, habían depositado sinnúmero de pieles en los graneros y cobertizos que hallaron vacíos. No habían conseguido cazar ningún armiño; pero un día, roto ya el hielo, se embarcaron con ánimo de cazar aves marinas y sorprendieron una foca, que era huésped raro en su fiordo. La piel cobrada era excelente.
La gente acogía con estoicismo la industria peletera de Augusto:
—¿Por qué no compras pieles de rata? —le preguntó con ironía el joven Teodoro.
Como el tráfico de Augusto era nuevo y completamente desconocido en la comarca, un día en que quiso agenciarse una barca para transportar las pie les al mercado, Carol, dueño de la lancha, le contestó que obraría más prudentemente renunciando al viaje, pues no llegaría a cobrar ni el dinero indispensable para pagar el flete. Pero Augusto sabía lo que hacía; por algo se había puesto ya en contacto con la importante razón social «Klem, Hansen & Co.», curtidores establecidos en Trondhjem, cuya marca redonda, impresa en cuero azulado para suelas, era bien conocida en todo el Norte. Allí le habían facilitado a Augusto las instrucciones precisas, Es más, el verano próximo, la casa «Klem Hansen & Co.» pensaba establecerse en el Norte, para abrir un puesto de venta en el mercado de Stokmarknes, que era adonde debía llevar sus pieles Augusto. Pero este carecía de barca.
Augusto comprendió que los ánimos le eran ad versos. Los demás mozos habían retornado ya de las islas con los bolsillos provistos de dinero y portadores de toda clase de mercancías, al paso que él no poseía otra cosa que sus pieles almacenadas en diversos graneros del poblado, después de haber pagado por ellas hasta el último chelín.
El día que la barca de ocho remos, que su dueño se disponía a arrumbar en la atarazana hasta el re torno del invierno, arribó de la pesca en las islas, Augusto intentó agenciársela; pero el dueño se la negó, alegando que era una barca nueva y cara, que todavía no había acabado de pagar, y se lamentó que, debido a la compra de aparejos, velamen y jarcias y ancla, tuviera todavía tantas deudas pendientes. Augusto dio algunos pasos en el prado, volvió de nuevo, y le dijo:
—¿Quieres vender la barca? —¿Venderla? ¿Pretendes acaso comprármela?
—Tú lo has dicho —respondió Augusto.
Carol abrió la boca, sorprendido.
—¿Eh…? ¿Comprármela?
Eduardo estaba presente, y también abrió la boca, admirado.
Cuando aquel hombre oyó que Augusto era tan rico como para comprar una barca de ocho remos con todos sus aparejos, sintió bullir en su cabeza un sinfín de ideas y regresó a su casa sin poder vencer su desasosiego. Esto fue la comidilla pública en toda la comarca, y Augusto volvió a batir en toda la línea a la gente moza de aquella ciudad.
—¡Diablo! ¿Habrá regresado este marinero forrado de dinero? El dueño de la barca se sintió conciliador, fue en busca de Augusto y le dijo:
—No puedo venderte la barca, pues la necesito para ganarme el pan. Pero si la necesitas, te la dejaré para el viaje.
—¿En alquiler? No, prefiero comprártela —respondió Augusto, dispuesto a zarandear a su interlocutor por todo lo alto.
Carol se lamentó mansamente:
—No es posible.
Estuvieron discutiendo durante un buen rato.
—¿Qué harías con la barca cuando hayas acabado el viaje?
—Venderla, a su vez, en el mercado.
—¿Ahora, que no estamos en invierno, ni hay pesca en las islas? —decía Carol—. No conseguirás vender una barca tan grande.
Efectivamente, Augusto reconoció que el otro tenía razón; pero él no dejaba, también, de tener sus motivos personales…
—¿Qué motivos?
Augusto dejó entrever su aprieto. Había invertido todo su dinero en las pieles, por lo que no podía pagar el modesto flete.
El otro no volvía de su asombro:
—¿En qué quedamos? ¿Tienes dinero para pagar la barca?
—¡Ya lo creo! —respondió Augusto—. No lo digas a nadie. Tengo algunos billetes de los grandes, pero para pagarte el flete, preciso cambiarlos de ante mano.
A esto, replicó Carol, absolutamente convencido:
—Entonces, ya me pagarás cuando hayas cambiado tu dinero en el mercado.
Cerraron el trato, y ambos camaradas, Augusto y Eduardo, cargaron las pieles en la barca, hicieron acopio de provisiones de boca y desplegaron la vela con rumbo a Stokmarknes. Lo prudente hubiera sido llevar consigo otro tripulante más, en una barca tan grande; pero era verano, el tiempo apacible y no concibieron temor alguno.
Mientras se dirigieron hacia el oeste, hasta más allá del fiordo, la travesía se deslizó sin novedad. En la estación reinante soplaba viento favorable y lucía el sol día y noche. Se relevaban a los remos por turno y dormitaban tumbados sobre las pieles. Augusto remaba cantando y enhebrando soliloquios en inglés, y cuando Eduardo, al despertar, le miraba, lanzaba tacos de alegría, congratulándose del viaje tan magnífico y afirmando que casi podrían atravesar de un salto el Atlántico.
Augusto tenía ojos azules marinos, y esto era todo. Dios sabía si habría en él algo más. Causaba la impresión de ser capaz de hacer de todo un poco con las manos o con la cabeza. Así era, en efecto, pero no parecía haber descubierto ni inventado nada. En aquellos mismos momentos se sentía del todo feliz, que era, y se decía, una delicia incomparable dejarse deslizar indolentemente sobre las aguas a impulso de la vela, teniendo, además, la seguridad de ganar algún dinero.
Habían bogado con rumbo demasiado al Norte, y divisaron la isla de Hind; allí, el viento era fresco, de noche; pero el oleaje no se agitaba con fuerza excesiva. Augusto empuñaba los remos. ¿Eh? ¡Soplaba bien el viento! No estaba familiarizado con aquel velamen y empezaba a marearse. Cosa sorprendente.
De pronto, empezó a chorrear agua, se desató el viento y se obscureció el sol; él volvió la cabeza atrás y descubrió un cielo muy sombrío. Todavía les quedaba por bogar un buen trecho de mar abierto, en plena galerna. Augusto despertó a gritos a Eduardo; este se levantó:
—¿Así pilotas la barca? —le gritó.
—Quiero virar —respondió Augusto, miedoso y mareado.
Eduardo, exclamó:
—¿Estás loco? ¿Cómo quieres virar contra viento?
—No sé… —dijo Augusto, intimidado.
—¡Desguinda la jarcia! —ordenó Eduardo.
Amainó la lona, arrancando dos velas de una vez.
No, aquel velero no era un buque grande. Pero Augusto no conseguía mantenerse en pie. Capaz tan sólo de permanecer sentado, tenía que maniobrar tumbado y a duras penas podía arrodillarse, en caso de extrema necesidad, a costa de grandes esfuerzos. El hombre de mar temía por su vida, en aquel trance.
—¡Dios santo! ¿Cómo acabará esto? —se lamen taba.
—Bogando —aconsejó Eduardo.
Así lo hicieron. La embarcación había hecho agua, pero volvió a deslizarse sobre el mar. Era preciso abordar a todo trance el Raftsund.
A Augusto se le fueron las ganas de hablar. Completamente desconcertado, gritó a Eduardo:
—Esto es un castigo que me manda Dios.
—¿Por qué? —pareció preguntar con el gesto Eduardo.
—Figúrate, Eduardo, que ni siquiera tengo dinero para pagar el flete de la barca, y mentí al decirle a Carol que se la quería comprar.
—¿Que no tenías dinero?
—No —contestó Augusto—. ¡Ahora que Dios nos asista!
Eduardo no estaba satisfecho de las maniobras de su compañero. Entraba mucha agua a bordo y ahora las olas comenzaban a encresparse en demasía.
—¡Amura! —ordenó imperiosamente a su compañero el muchacho de dieciséis años, empuñando los remos con resolución, para hendirlos en las aguas enérgicamente dos veces seguidas sobre cada ola que se erguía.
Augusto, que estaba sentado delante, recibía, de vez en cuando, el agua sobre sus espaldas, que, sin embargo, ahora no penetraba ya en la barca.
—Has gobernado torpemente y tus pieles están mojadas —le increpó Eduardo, convencido.
No se recató en decírselo.
—¡Ah! ¡Que se vayan las pieles al diablo, con tal de que podamos salvar la vida! —replicó Augusto.
—Amaina la sobremesana —gritó Eduardo.
Augusto ejecutaba cuanto el otro le ordenaba, satisfecho de poder obedecer. Era su costumbre. Efectivamente, Augusto había sido marinero, y dijo verdad; pero llevando a bordo de un buque vida pasiva e indiferente, de paciente obediencia, a cambio de un placentero vegetar. Por otro lado, había cambiado con frecuencia de oficio y beneficio. Él se justificaba declarando no tener oficio exclusivo, lo que le permitía desempeñarlos todos, incluso en tierra firme, y, si fuera necesario, también bajo tierra, en una mina. Así solía decirlo, con acento de ingenua modestia, que, en el fondo, era franca fanfarronada. Acá, laboró la tierra siguiendo el arado; allá, fue albañil, frecuentaba las tabernas y ponía raras veces los pies en una iglesia. En todas partes, había sido uno de tantos, y, por consiguiente, un mandado. Vivió algunos días felices en tierras costeñas, donde holgaba la ropa y bastaba agitar la arboleda con las manos para alimentarse con sus frutos. Otra vez, en cambio, había visitado una ciudad azotada por el frío, donde la comida era tan cara que el hígado era el más económico entre los platos de carne. ¿Era, pues, posible exigirle demasiado? Lo mismo que otros mozos de idéntico pelaje que él, de vez en cuando hubo necesidad de salir de apuros con engaños. Esto lo confesaba, acompañado de una carcajada; pero Augusto no había matado nunca a nadie… ¡nunca! Lo afirmaba con acento sincero y solemne, y posiblemente decía verdad. En cambio, el remordimiento de sus picardías pasadas le asaltaba siempre que vislumbraba un peligro que le hacía temblar de miedo.
Una tras otra, fueron amainadas todas las velas; bogaban, pues, con los mástiles desnudos y la embarcación no obedecía a los remos. Augusto permanecía sentado delante, en la punta extrema, pálido y chorreante, sin cesar de acumular en su conciencia nuevas cuentas pendientes con Dios; también confesó lo de los dientes que no había pagado, pues sólo dio un reducido número de monedas y desapareció de la ciudad y del país.
—Ahora preferiría que estuvieran en el fondo del mar —decía, tratando de arrancárselos de la boca.
—Más valdría que te decidieses a achicar el agua que ha entrado a bordo —le dijo Eduardo, creciéndose.
Su propia estimación había ascendido varios grados a la vista de la humillación de su camarada. Sentado a los remos, era patrón en la barca.
—¿Para qué apurar el agua? —exclamó Augusto, abandonando toda esperanza—. Vamos de mal en peor y no veo salvación.
—Eres un Bodöque —le increpó Eduardo—. ¿No ves que pongo rumbo a un refugio?
Augusto volvió a obedecer, y echó el agua por la borda como mejor podía; pero su pensamiento volaba hacia ultratumba. Hasta sus oídos habían llegado rumores de una vida posterior a la muerte y se disponía a aprovechar sus últimos momentos para arrepentirse contrito de sus pecados y congraciarse con Dios.
—¡Ya no recuerdo nada más! —dijo al poner punto a sus confesiones.
Así estuvieron bogando durante una hora, cercana la medianoche, en una mar encolerizada y sin la caricia de los rayos del sol. Había pasado la galerna, pero el cielo proseguía oculto tras un denso celaje negro y azulado que pendía como una perenne amenaza. La boga era insegura en tal penumbra y en aguas que ninguno de los dos conocía. Eduardo gobernaba obedeciendo a su instinto, con el pensamiento puesto en la costa que se divisaba a estribor. Aún no habían perdido de vista la isla de Hind. Ahora, urgía descubrir una ensenada, cualquier agujero por donde poder deslizar la barca. La costa que se extendía a babor ofrecía refugio acogedor; no obstante, el viento adverso hacía difícil el abordaje; eran los montes del archipiélago.
—No estamos tan lejos de tierra, al fin y al cabo —exclamó Augusto.
Le había penetrado un rayo de esperanza y, confesados ya todos sus pecados, se sentía más aliviado.
De pronto, retumbó el ronco rodar de un trueno. Eduardo lanzó, rápido, una mirada atrás; algunas piedras rebotaban contra las pieles. El aullido de una ráfaga envolvió el trinquete. Eduardo no fue suficientemente rápido en amainar la escota y la barca se inclinó pesadamente, En aquel mismo momento, se abatió sobre los navegantes furiosa lluvia de granizo.
Perdido de nuevo el valor, Augusto clamó, con el rostro levantado a los cielos:
—¡Sálvanos, Señor! ¡Si es preciso, confesaré que he cometido doscientos pecados más!
—¡Achica el agua! —ordenó Eduardo.
Augusto no le oyó.
—Cuando bajamos con permiso a tierra —gritaba en el paroxismo de la humillación—, cuando estuvimos en aquella isla de negros y la encontramos, éramos cuatro hombres…
—¡Achica el agua! —le gritó Eduardo.
Augusto se apoderó del balde, incapaz, empero, de servirse de él, agarrotado por tantos recuerdos pecaminosos que le hacían balancear la cabeza.
—¡Nos hundimos! —gritó.
Estaban muy cerca de tierra. El espanto que asaltó a Eduardo, al darse cuenta de que no había reparado en la fuerte resaca repelente, fue tremendo.
—¡Iza una vela! —gritó fuera de sí, proponiéndose imprimir mayor velocidad a la embarcación para deslizarse fuera de la rompiente.
Augusto se dio cuenta de la situación, al tiempo que ejecutaba la orden; la barca obedeció a los remos. Transcurrió un cuarto de hora, y casi media embarcación se llenó de agua, que Augusto, por su propio impulso, se aplicó a arrojar por la borda. Si Augusto hubiera podido abandonar los remos, de buen grado hubiera arrojado varias pieles al mar; pero ello requería desmochar primero los cables, con la consiguiente pérdida de un tiempo precioso; no se atrevió a confiar la tarea a Augusto, carente este ya de energías. Por eso hubo de contentarse con infundir ánimos a su camarada:
—¡Así, así, achica el agua!
Al cabo de unos instantes, descubrieron una in cisión en la isla: esto era algo. Volvieron a ver otra incisión que se abría, ofreciendo acceso a una cueva tenebrosa, y, entonces, Eduardo, abarcando con los remos la mayor superficie de agua posible, empujó con energía sobre el declive, bogando hacia la gruta. Empresa temeraria, que podría conducirles a la perdición y hacerles saltar hechos astillas; pero, des conocedores ambos de aquella costa, no podían hacer más que confiarse al destino. La valentía de Eduardo, al que los nervios sostenían, estaba agotada, y ya no le sería posible mantenerse por más tiempo en tan esforzada lucha con la furia del mar. Su rostro estaba lívido. En cuanto Augusto descubrió tierra por ambos lados, volvió a reaccionar, re cobrando ánimos. Cesó de achicar el agua y se apoderó de una pica, acechando, sentado, con ávida expectación, la coyuntura de ponerse a salvo en el momento de varar.
—Tan pronto te dé un grito, echarás el ancla en el acto —le ordenó Eduardo, atento todavía a todo.
No tuvieron necesidad de echar el ancla. Una suerte inaudita les acompañó en aquel trance, y no embarrancaron. Aquel agujero tenebroso, perforado en la isla, se desviaba en curva, dando entrada a una ensenada en la que flotaba reposadamente otra barca de cuatro remos, sin más sostén que el de un ancla en aquellas aguas apacibles. El viento había dejado de soplar y hubieron de bogar con los remos para abordar la costa.
Estaban salvados.
Ahora, bien podía Eduardo mostrarse arrogante de su hazaña; pero sus labios, amoratados y sin sangre, agarrotados por el frío, no profirieron palabra alguna. Augusto hizo lo que era del caso: arrastró un cable a tierra, para sostener la embarcación, achicó toda el agua que la inundaba y extendió las velas en la orilla. Cuando hubo terminado aquel trabajo, Eduardo, que había vuelto a recobrarse y se esforzaba por aparecer sereno, le dijo:
—¿Negros, decías tú? ¿Qué negros eran esos?
—¡Ah! Era en tierras tropicales —respondió Augusto, intimidado y moviendo la cabeza—. ¡Aquí, no viene al caso!
A Eduardo le asaltó la tentación de buscar las cosquillas a su camarada para demostrarle que no era cosa fácil salir de apuros, pero le contuvo el respeto que le tenía y la inoportunidad del momento. No se sentía con fuerzas para ello, ni le sostenía ya la energía que le había amparado durante el tormentoso viaje. Al poner pie en tierra, se sintió desfallecer; se derrumbó, presa de vómitos, ante los compadecidos ojos de Augusto, quien se apresuró a atenderle solícito, en cuanto se dio cuenta de su lastimoso estado.
—¿Te sientes mal? —le preguntó.
—No —respondió Eduardo.
Y empezó a vomitar.
El paraje parecía estar lejos de poblado. Sólo se veía un barracón, atrancado con un candado de madera. Augusto quiso forzar la puerta, pero Eduardo se opuso. Optaron por refugiarse en lugar propicio, al abrigo del viento. Comieron de sus provisiones y aguardaron el nacimiento del nuevo día. Eduardo re cobró poco a poco su aplomo y pidió aclaración a su compañero sobre las confesiones que se le habían escapado durante la tormenta, pero Augusto respondió con evasivas. Eduardo no había cumplido en balde los dieciséis años, y no podía olvidar lo de la negrita.
—¿Qué le hicisteis a la negra? —inquirió.
—¿Qué le hicimos? ¡Nada!
—Vosotros erais cuatro y ella estaba sola.
—Cómo, ¿cuatro he dicho? No sé por qué lo preguntas. Además, era una niña. Ya comprenderás que no le hicimos nada. La encontramos en el camino.
—¿No gritó? —preguntó Eduardo.
Augusto no respondió. En cambio, dijo:
—No era mayor que Ragna, la de casa. Pero en los países tropicales, en la niñez, alcanzan la pubertad. Se casan a la edad de Ragna. Se ven cosas sorprendentes en las tierras cálidas. ¡Mira! ¡Ya vuelve a salir el sol!
Augusto fue en busca de las pieles que estaban más mojadas y las extendió en tierra para secarlas. Había confesado sus pecados, se sentía otra vez en peligro y volvió de nuevo al trabajo.
A la noche siguiente, se alejaron de la isla, favorecidos por un tiempo inmejorable. Como ya no soplaba el viento, hubieron de coger los remos; pero, al salir del Raftsund, encontraron viento favorable.