CAPÍTULO XVII

El puesto de oficial naval superior de Port Albert, en el Congo Belga, era de creación reciente. En verdad, el cargo existía desde la noche anterior. Debido a circunstancias propias de la guerra, el oficial naval al mando de ese puerto belga era un teniente de navío inglés, quien se paseaba por el muelle, inspeccionando la preparación de una flotilla a su mando. Ésta sólo constaba de dos lanchas de motor, y lo de «flotilla» le quedaba un tanto holgado; pero las lanchas habían costado en sangre, sudor y dinero más que si fueran cazatorpederos normales, pues habían sido traídas desde Inglaterra y transportadas por tierra a través de la jungla, por ferrocarril, y luego por agua hasta el puerto donde ahora estaban atracadas.

Eran lanchas de treinta nudos de velocidad, armadas —una vez completado el montaje— con un cañón automático de tres libras. Con sus treinta nudos y sus cañones no tardarían en dar cuenta de la Königin Luise, cuya velocidad máxima era de nueve nudos, y su cañón lento y anticuado, de seis libras.

El teniente de navío recorría impaciente el muelle, ansioso por poner manos a la obra, ahora que había concluido el penoso trabajo del transporte. Le fastidiaba el que aún hubiera aguas donde el pabellón de S. M. Británica no reinase supremo. Ansiaba el momento de salir a dar caza a la Königin Luise. Recorrió con la mirada las aguas del lago y se detuvo de pronto. Era humo lo que veía en el horizonte y, debajo, un punto blanco. Mientras estaba observando, un alférez llegó corriendo hasta él con un par de prismáticos en la mano.

—Tenemos a la Königin Luise a la vista, señor —dijo jadeante, al tiempo que le ofrecía las lentes.

El teniente de navío observó a través de ellas la embarcación que se acercaba.

—Parece dispuesta a combatir, por el número de banderas que lleva desplegadas —dijo—. Un momento. No es el pabellón alemán el que lleva en el palo de trinquete.

El alférez miró a su vez con los prismáticos.

—Creo… —dijo, y volvió a mirar.

—Es una bandera blanca —dijo, al fin.

—También me lo parece a mí —dijo el teniente de navío, y los dos oficiales se miraron confusos.

Ambos habían oído relatos —que años más tarde se arrepentirían de haber creído— acerca del uso indebido de la bandera blanca por parte de los alemanes.

—Quisiera saber qué se proponen —murmuró el teniente—; quizá…

No había necesidad de una explicación, aun habiendo tiempo. Si los alemanes se habían enterado de la llegada de las lanchas de motor a la orilla del lago, les quedaba una última oportunidad para retener el dominio de éste. Un ataque sorpresivo —para el cual la bandera blanca podía servir de admirable disfraz—, un par de cañonazos bien colocados, y la Königin Luise podría reasumir imbatible su ronda del lago. El teniente echó a correr precipitadamente por el muelle y subió la rampa que llevaba al puesto de observación de la batería de defensa. El capitán de artillería belga estaba en su puesto, mirando a su vez con unos gemelos; debajo estaban emplazadas las dos piezas de artillería de montaña que guardaban el puerto.

—Si vienen con ideas raras —dijo el teniente—, van a arrepentirse. Les puedo enderezar una de esas piezas de montaña, si estos belgas no son capaces de hacerlo.

Pero los alemanes no tenían, al parecer, ideas raras. El teniente de navío inglés acababa de hablar cuando la Königin Luise viró poniendo el costado hacia el puerto, aguas afuera del alcance de su propio cañón. Los oficiales del puesto de observación vieron el humo blanco de una explosión en la proa de la cañonera, y oyeron el ruido apagado de un disparo de cañón. Luego la bandera blanca bajó a media asta, y subió nuevamente al tope.

—Eso significa que piden parlamento —dijo el teniente de navío, quien nunca había utilizado la palabra «parlamento» antes, pero no halló en ese momento otra adecuada a la circunstancia.

—Iré yo —decidió. No era de los que enviaban a otros a cumplir cometidos peligrosos, y el peligro existía allí realmente, con o sin bandera de parlamento.

—Usted se queda aquí —prosiguió el teniente, dirigiéndose al alférez—. Queda usted al mando durante mi ausencia. Si ve la necesidad de hacer fuego, hágalo sin misericordia… no se preocupe por mí. ¿Me comprende?

El alférez asintió con la cabeza.

—Tendré que ir en una de esas canoas —ordenó señalando un grupo de botes indígenas amarrados en el lado opuesto del muelle, donde habían estado en los últimos meses, por temor a la Königin Luise, y que ahora servían para disfrazar la actividad que tenía lugar en torno de las lanchas motorizadas. Se detuvo para escoger mejor las frases hechas de su precario francés.

Mon capitaine —comenzó dirigiéndose al capitán belga—, voulez-vous…

No continuaremos describiendo las proezas lingüísticas del inglés.

El alférez quedóse observando con los prismáticos la canoa que partía, impulsada por indígenas en dirección de la cañonera alemana. El teniente de navío, sentado en la popa, había tenido la precaución de cambiar su chaqueta de uniforme por una blusa de dril blanco.

El alférez lo vio virar hacia la embarcación enemiga, que no era más grande, en apariencia, que un remolcador pintado de blanco de las aguas del Támesis. Pronto no quedó visible de la canoa más que su vela amarilla; vio que se acercaba a la cañonera y que la vela desaparecía como si la hubiesen plegado al arrimarse al costado del navío enemigo. Hubo una espera ansiosa. Luego, al fin, volvió a aparecer la vela de la canoa. Regresaban. Hubo una nueva bocanada de humo al disparar la Königin Luise el saludo de partida; luego dobló la proa, enderezándola hacia la invisible orilla alemana del lago. La escena había tenido un toque de la caballerosidad formalista propio de las guerras napoleónicas.

Cuando la Königin Luise se hubo alejado y su casco quedado debajo de la línea del horizonte, y en tanto la canoa se aproximaba a la orilla, el alférez dejó su lugar de observación y bajó al muelle para recibir a su superior. El bote llegó a marchas forzadas, y la tripulación nativa recogió la vela al deslizarse la embarcación suavemente al costado del muelle. El teniente de navío estaba de pie en la popa. En el fondo descansaban dos nuevos ocupantes, a quienes el alférez miró sorprendido. La mujer vestía una bata hecha de tela de colores vivos —que un tiempo habla formado parte de la toldilla de la Königin Luise— y una chaqueta blanca de lino, cuyos botones y entorchados dorados delataban su procedencia. El otro, a quien el alférez apenas dirigió la mirada, tan asombrado había quedado con la vista de la mujer, vestía una camiseta y un par de «shorts» de los que llevaban los marineros nativos de la marina de guerra.

—Haga traer unas angarillas —pidió el teniente de navío, sin ofrecer otra explicación—. Están en un estado lastimoso.

Ambos sufrían un acceso de malaria y estaban casi inconscientes. El alférez los hizo desembarcar, envueltos en mantas, y luego se quedó mirando en torno suyo, sin saber qué hacer con ellos. Finalmente, pensó ubicarlos en una de las tiendas de campaña destinadas a los marineros ingleses, ya que Port Albert no es sino un racimo de sucias chozas indígenas.

—Estarán bien dentro de un par de horas —dijo el teniente médico, después de examinarlos.

—¡Cristo sabe lo que habré de hacer con ellos! —dijo el teniente de navío agriamente—. No es éste lugar para mujeres enfermas.

—¿Quién diablos es ella? —preguntó el alférez.

—La mujer de una misión, o qué sé yo… La Königin Luise la encontró perdida en una isla del lago; habían naufragado tratando de escaparse hacia este lado.

—Muy decentes han sido los hunos al traerla acá.

—Sí —dijo el comandante de la plaza, secamente. Era muy propio de un suboficial expresarse de esa manera, como que no tenía que resolver él los problemas de alojamiento, alimentación, sanidad… en fin, todo lo que atañe al mando de una base, por pequeña que ella sea, cuyas líneas de comunicaciones tienen miles de kilómetros de longitud.

—Quizá puedan darnos informaciones útiles acerca de los hunos —dijo el alférez.

—¿Podemos preguntarles? —prorrumpió el médico—. Bandera de parlamento y todo, yo ignoro las formas en estos casos.

—¡Oh!, puede preguntarles cuanto quiera —repuso el teniente—. Nada se opone a ello. Pero no va a conseguir nada de interés. Todavía me queda por conocer una mujer espantademonios que sirva para otra cosa que para dar dolores de cabeza.

Cuando los oficiales pudieron interrogar a Rose y a Allnutt acerca de las instalaciones militares alemanas, hallaron que era muy poco lo que sabían decirles. Von Hanneken estaba rodeado de desierto y tenía movilizado todo hombre y mujer de la zona, con el propósito de responder a cualquier fuerza atacante, circunstancia que los ingleses ya conocían.

El médico preguntó con curiosidad profesional acerca de la difusión de la encefalitis letárgica entre las fuerzas alemanas, pero tampoco pudieron darle datos sobre ese punto. El alférez quiso conocer detalles de la tripulación de la cañonera alemana y de su equipo a bordo; ni Allnutt ni Rose fueron capaces de aportar más de lo que ya se sabía por conducto del Almirantazgo y del gobierno belga.

El teniente comandante de la base proyectó su mirada hacia el futuro, más allá de la batalla que habría de decidir el dominio del lago, cuando una flotilla de canoas, escoltadas por las lanchas motorizadas, habría de transportar un ejército invasor que daría cuenta para siempre de las fuerzas de Von Hanneken. Preguntó si los alemanes habían hecho preparativos activos para resistir un desembarco en la ribera del lago bajo su dominio.

—No he visto nada —dijo Allnutt.

Rose comprendió el objeto de la pregunta mejor que su compañero.

—Sería imposible desembarcar en cualquiera de los puntos por donde hemos pasado nosotros —dijo ella—. Es un delta cenagoso y cubierto de plantas acuáticas, infestado de malaria, sin vías de salida posibles.

—No —convino el teniente, quien, como oficial inteligente que era, había estudiado la técnica de las operaciones combinadas—. No creo que sea posible si es como usted dice. ¿Cómo pudieron bajar hasta el lago, entonces?

La pregunta era de mera cortesía.

—Bajamos por el río Ulanga —contestó Rose.

—¿Seguro? —la noticia no era de extraordinario interés para el teniente—. No sabía que fuera navegable —agregó.

—Claro que no lo es —interpuso Allnutt.

No logró ser más explícito acerca del asunto; las fuentes de su locuacidad se habían secado en presencia de aquellos oficiales en brillantes uniformes blancos, que hablaban con voces cultivadas y usaban maneras remilgadas. Rose sentíase también como aturdida e incómoda ante esos caballeros de verdad, estando por otra parte furiosa consigo misma a causa del absurdo fracaso en que habían terminado todas sus esperanzas. Desde luego que ignoraba quiénes eran los oficiales que la interrogaban y qué armas estaban preparando para luchar con el enemigo. Los oficiales navales no se sienten como para explicar a todo el mundo las empresas que están en víspera de llevar a cabo.

—Eso es interesante —dijo el teniente de navío, con un tono de voz que discordaba con sus palabras—. Más tarde me hablarán más detalladamente acerca del asunto.

Había que disculpar al oficial su falta de interés por las insignificantes aventuras de las dos personas, gente vulgar por otra parte, que habían cometido la tontería de perder hasta la embarcación. Al día siguiente debía conducir su flotilla al combate, logrando a edad tan temprana la ambición de todo oficial naval, y el asunto requería toda su atención.

—Será como dicen —manifestó al que lo acompañaba, al salir de la tienda—. No inspiran confianza. Podría ser una maña del viejo Von Hanneken para poner a salvo a dos amigos suyos. No saldrán de esa tienda hasta que la Königin Luise esté en el fondo del lago. No parecen casados, y aun cuando han estado viviendo juntos unas cuantas semanas, es poco decente que la marina real los aloje juntos en una misma tienda. Pero no tengo otra, ni quiero amontonar a mi gente más de lo que está. Tendré que sacar un hombre del trabajo y ponerlo de guardia fuera de la tienda. No me fío de los indígenas. No valen un comino. Entiéndete tú del asunto, ¿quieres, Bones? Tengo que dar un vistazo al emplazamiento del cañón en la Matilda.