El presidente del Tribunal observaba al prisionero con curiosidad. Trataba de representárselo no como ahora lo veía, sino como pudiera ser con vestimenta de gente civilizada. Trataba de descartar la mata de cabello enredado y la barba larga, diciéndose a sí mismo que presentaba un rostro común, capaz de pasar inadvertido en cualquier momento por la Kurfurstendamm. El prisionero tenía traza de estar enfermo. Se notaba inconfundiblemente, aparte de su aspecto de hombre físicamente agotado y desanimado, que su endeblez era debida tanto a la enfermedad como al cansancio. El presidente del Tribunal se dijo para sí que si nunca hubiera visto las características de la malaria reflejadas en un rostro humano, allí las tendría en sus formas más acentuadas.
Los trapos que cubrían al prisionero añadían dramatismo a su aspecto… Aquí el presidente se inclinó hacia adelante — la espalda de su toga, empapada de sudor, se había pegado en el respaldo de la silla— y observó con redoblada atención que la andrajosa camisa que llevaba el hombre tenía el escote festoneado. Los cortos pantalones tenían a su vez alforzas y frunces. El presidente volvió a echarse sobre el respaldo; no cabía duda de que lo que el hombre llevaba era ropa interior de mujer. Eso tornaba el caso más interesante; el prisionero podía estar loco o… como quiera que fuese, no podía tratarse de un simple caso de espionaje, según él se había anticipado. Acaso hubiera alguna circunstancia en descargo del prisionero.
El oficial que actuaba de fiscal hizo su requisitoria: había que guardar las formalidades, aun cuando ello implicara decir al Tribunal cosas conocidas. El prisionero había sido descubierto en la isla Prinz Eitel al amanecer y, perseguido y arrestado inmediatamente, no había sabido dar la razón de su presencia allí. El Tribunal tenía ya conocimiento de esa circunstancia, puesto que el mismo presidente lo había avistado desde la cubierta de la Königin Luise, y el otro miembro lo había interrogado.
El fiscal señaló que en la isla estaban almacenadas las reservas de combustible para la Königin Luise, que cualquier persona mal intencionada hubiera podido destruir fácilmente; esta circunstancia se sumaba al hecho de que la isla ofrecía oportunidades ideales para vigilar los movimientos de la Königin Luise. Pero era apenas necesario hacer hincapié en esto, por cuanto el prisionero, evidentemente extranjero, había sido arrestado en una zona que estaba prohibida a toda persona ajena a las fuerzas de Su Majestad Imperial el Kaiser, según la proclama de Su Excelencia el General Barón Von Hanneken, y por ello habíase hecho pasible de la pena de muerte. El oficial hizo el ocioso agregado de que un tribunal de dos oficiales, tal como al que él se dirigía en ese momento, constituido en Corte marcial, era competente para dictar sentencia de muerte por espionaje.
La requisitoria irritó al presidente, quien consideró como impertinencia de parte de un mero subteniente recordar a su comandante cuáles eran los límites de sus atribuciones. Las conocía desde hacía tiempo, y el Tribunal marcial estaba constituido por orden suya. El oficialito terminaría, sin duda, por recordarle el hecho de ser capitán de la Königin Luise y otras nimiedades por el estilo. El presidente se volvió hacia el oficial encargado de la defensa del acusado.
Pero el subteniente Schumann se encontraba desorientado. Era un oficial de escasas luces, aunque el único disponible. De los seis oficiales de la Königin Luise, uno estaba de guardia en cubierta y uno en la sala de máquinas, dos formaban la Corte marcial y uno actuaba de fiscal, quedando sólo el viejo Schumann para encargarse de la defensa. Tras balbucir unas pocas palabras, se detuvo, como con la lengua paralizada. No era capaz de vencer su timidez al hablar en público. El presidente del Tribunal miró al prisionero con aire inquisitivo.
Allnutt estaba demasiado aturdido, agotado y enfermo para advertir lo que acaecía a su alrededor. Se daba cuenta, hasta cierto grado, de que estaba ante una especie de tribunal — la actitud de los dos oficiales de uniforme blanco y galones y botones dorados se lo indicaba —, mas no se percataba específicamente de los cargos que pesaban sobre su cabeza, ni de la pena que pudiera infligírsele. Poco le importaba, de todos modos. ¿Qué cosa peor podía acaecerle ahora que había perdido a su Rosie y a La Reina de África, y había fracasado la gran empresa? Estaba enfermo, y hubiera preferido estar muerto.
Levantó la cabeza para mirar al presidente de la Corte, y luego paseó la mirada en torno, fijándola en el fiscal y el oficial de la defensa. Era evidente que esperaban alguna palabra suya. Le pareció demasiado trabajo; por otra parte, no lo hubieran comprendido. Volvió a clavar la mirada en el suelo y, falto de equilibrio, se bamboleó sobre sus pies.
El presidente, consciente de su obligación, pensó que, a falta de otra persona, le correspondía averiguar las circunstancias que pudieran abonar a favor del acusado. Se inclinó hacia adelante y golpeó la mesa secamente con el lápiz. —¿De qué nacionalidad es usted? —preguntó en alemán. Allnutt lo miró con expresión boba. —¿Belga? — insistió el presidente—. ¿Inglés?
—Inglés —dijo—. Británico.
—¿Su nombre? —preguntó el presidente en alemán, y luego, haciendo un esfuerzo por recordar el poco inglés que sabía, repitió la pregunta.
—Charles Allnutt —respondió el prisionero. Llevó largo rato anotar el nombre correctamente deletreado por Allnutt en inglés y, traducirlo al alemán.
—¿Qué… hacía… usted… en la… isla? —preguntó el presidente. No le sorprendía que el prisionero no le comprendiera. De pronto se le ocurrió la idea de que el hombre supiera swahili, la lengua franca del África Oriental y Central, mezcla de bantú y de árabe, que él empleaba para hacerse entender por sus marineros africanos. Al dirigirle la misma pregunta en swahili, las facciones del prisionero se iluminaron con un rayo de comprensión, pero inmediatamente se ocultaron bajo un disfraz de estupidez. El presidente de la Corte insistió en su pregunta, en swahili, acerca de lo que hacía el prisionero en la isla.
—Nada — dijo Allnutt secamente. No tenía la menor intención de mencionar la aventura de La Reina de África. —Nada —repitió, en respuesta a una nueva pregunta.
El presidente de la Corte exhaló un breve suspiro. Tendría que acceder a la petición de pena de muerte… Ya lo había hecho una vez desde el estallido de las hostilidades, y el desdichado mestizo árabe había estado colgado de la horca durante varios días sobre la margen del lago, para escarmiento de otros espías…, pero los cuerpos se descomponen rápidamente en climas tropicales.
Estaba ocupado en esos pensamientos cuando oyó un movimiento de gente fuera de la pequeña cabina. Se abrió la puerta y entró un suboficial de color, arrastrando de la mano a una nueva presa. A la vista de la prisionera, el presidente se puso de pie, inclinando la cabeza para no dar contra el techo; se trataba de una dama, blanca. Caíanle sobre el rostro largos mechones de cabello castaño, y por toda indumentaria llevaba una simple bata, cuyo escote, rasgado, revelaba dos senos que turbaron al presidente.
El suboficial explicó que la mujer había sido aprehendida en otra de las islas, y, con ella, otro objeto. Mostró un salvavidas, sobre el cual se leía el nombre de Reina de África.
—¡Reina de África! —dijo el presidente para sí mismo, hurgando en su memoria en busca de algo casi olvidado.
Abrió el cajón de su escritorio y revolvió los papeles hasta dar con lo que buscaba. Era un duplicado de una notificación enviada por Von Hanneken al capitán de la reserva. Hasta ese momento, la noticia de la desaparición de la lancha en el Ulanga superior había carecido de interés para el capitán de la Königin Luise, mas ahora el asunto cambiaba de aspecto. Volvió a mirar a la prisionera, y sintió por segunda vez esa turbación de los sentidos a la vista de aquel cuerpo semidesnudo. Ella, a su vez, recogía los harapos en torno suyo. El capitán impartió una orden al oficial que actuaba de fiscal, quien se levantó y se dirigió hacia un armario — la cabina donde estaban reunidos servía de guardarropa y a la vez de cabina para tres oficiales—, de donde sacó una chaqueta blanca de uniforme, que alcanzó a Rose, y le ayudó a ponérsela. La actitud produjo un reflejo de cortesía y deferencia en los hombres; con gesto idéntico habían ayudado a damas a ponerse sus capas en la Opera.
—¡Una silla! —ordenó el capitán, y el oficial defensor se apresuró a ofrecer la suya.
—¡Salgan! —dijo el capitán a los marineros de color, quienes se retiraron, dejando mayor lugar en el ámbito sofocante de la cabina.
—Y ahora, distinguida señora… —comenzó el capitán, quien acababa de adivinarlo casi todo: los dos prisioneros no podían ser sino el mecánico de la mina y la hermana del misionero. Quizás habiendo abandonado su lancha en el Ulanga superior, habían bajado al lago en canoa y naufragado en la tormenta de la noche anterior, al intentar cruzar el lago para pasar al Congo Belga. Comenzó, pues, a interrogar a Rose en swahili; fue para ella un inmenso alivio hallar que, a través de las variantes alemanas de ese dialecto, comprendería algo de alemán… Aquellas tediosas horas transcurridas entre gramática y diccionario bajo la sarcástica tutoría de Samuel daban al fin su fruto.
La mayor de las sorpresas fue el enterarse que Allnutt y Rose habían bajado La Reina de África por los rápidos del Ulanga y la habían llevado luego a través del delta del Bora.
—Pero, mi distinguida señora… —protestó el capitán. Lo que decía la mujer era, bien que increíble, innegable. El capitán miró a Rose maravillado. Había oído de labios del mismo Spengler un relato de los rápidos y el delta…
—Debió de ser muy peligroso —dijo el capitán.
Rose se encogió de hombros. Qué importaba. Nada importaba ya. Le había alegrado ver a Allnutt en la cabina, pero, ahora que La Reina de África estaba perdida y la Königin Luise continuaba dueña del lago, hasta su amor por él parecía muerto.
El capitán había oído hablar del estoicismo y la capacidad de la mujer inglesa; ahí tenía una prueba palmaria.
De todos modos, no se trataba ya de un caso de espionaje ni de la consiguiente pena de muerte. No podía ahorcar al uno sin el otro, y en su vida hubiera pensado ahorcar a Rose. No lo hubiera hecho aún sabiéndola culpable; eran tan raras las mujeres blancas en el África Central, que le hubiera parecido un delito monstruoso. Perol ante todo, la mujer había traído una lancha de vapor desde el Ulanga superior hasta el lago, y él sentía por esa hazaña una profunda admiración. Quedóse un rato contemplándola, admirado.
—Pero, ¿por qué —preguntó— su amigo no nos lo dijo antes?
Al volverse Rose hacia Allnutt, advirtió el estado de postración en que éste se hallaba, bamboleándose como si fuera a caerse. Todos sus instintos de mujer despertaron al verlo así. Se levantó de su silla y acudió a su lado con gesto protector.
—Está enfermo y cansado —exclamó. Y agregó, indignada—: Debiera estar en cama.
Allnutt se apoyó en Rose, en tanto ella se afanaba por decir en alemán y swahili lo que pensaba de hombres capaces de tratar a una persona en aquel estado tan desconsideradamente. Rose le acarició la cara hirsuta y le murmuró palabras de cariño. En su chaqueta blanca de uniforme masculino y su falda hecha jirones, Rose ofrecía un aspecto interesante, a pesar de los efectos de la malaria.
—Pero usted, señora —dijo el capitán—, también usted está enferma. Rose no se molestó en responderle.
El capitán, mirando a los demás circunstantes, dijo con tono brusco:
—El Tribunal queda disuelto.
Su colega y los dos oficiales que actuaban respectivamente de fiscal y de defensor se pusieron de pie y saludaron. Salieron de la cabina, mientras el capitán, golpeaba meditabundo con su lápiz, tratando de tomar una decisión. Había que internar a los dos prisioneros; eso era lo menos que hubiera hecho Von Hanneken si los hubiera tenido en tierra firme. Pero estaban ambos enfermos y podían sucumbir en el encierro. No era correcto que dos personas que habían cumplido tan grande hazaña debieran morir en manos enemigas. Todas las leyes de la caballerosidad le dictaban que le correspondía hacer algo más para ellos. En el África Oriental alemana no debía de haber muchas comodidades para prisioneros civiles. ¿Y qué diferencia podía traer la falta de un hombre y una mujer enfermos al equilibrio de una guerra entre dos naciones?
Von Hanneken se pondría furioso al saberlo, pero, al fin y al cabo, el capitán de la Königin Luise era dueño de sus actos en el lago y a nadie debía rendir cuenta de lo que hiciera a bordo de su barco. Antes de que el último en salir de la cabina, el tímido Schumann, cerrara la puerta tras sí, ya tenía tomada su resolución.