A la mañana siguiente vieron a la Königin Luise zarpar de su fondeadero y dirigirse hacia el norte, en su interminable ronda del lago.
—Estaremos listos para la vuelta —dijo Rose, con voz tensa.
—Desde luego —aseguró Allnutt.
Ayudado por Rose, desembarazó Allnutt los dos pesados cilindros de gas, que estaban cubiertos de trastos en el fondo de la embarcación, y los hizo correr hasta el combés. Estaban cubiertos de herrumbre, mas tan espesa era la pared de acero que hubieran resistido, aún durante meses, expuestos a la intemperie como estaban. Allnutt abrió los grifos; el aire se llenó de un silbido explosivo al liberarse el gas comprimido en los tubos y las agujas de los manómetros retrocedieron a cero. Al bajar el silbido, Allnutt se puso a trabajar con sus herramientas para desmontar el capuchón de cada tubo. Quedó en cada uno un orificio redondo en comunicación directa con la cámara vacía.
Luego abrieron cuidadosamente las cajas de explosivos. Estaban empaquetados a la manera de gruesas velas de cera de un color amarillo pálido, envueltas éstas en papel aceitado. Allnutt, metódica y cautelosamente, comenzó a llenar los tubos, introduciendo el brazo en su interior hasta donde alcanzaba.
—¡Hum! —exclamó—. Hubiera preferido que no estuvieran sueltos así.
Miró en torno en busca de material de relleno, y, por un momento, pareció dudar, mas su ingeniosidad había sido estimulada por las recientes necesidades de hallar sustitutivos.
—¡Barro! ¡Excelente relleno! —profirió, satisfecho.
Se acercó a la proa y, desde la borda, fue sacando puñados de barro negro, que depositaba en la cubierta para utilizarlo luego, una vez oreado y casi seco.
—Yo puedo hacer eso —dijo Rose, tan pronto advirtió el propósito de su compañero.
Formaba bolas con el hediondo fango negro, que luego, en la cubierta caliente por el sol, amasaba hasta endurecerlas. Llevó a Allnutt la primera tanda de los pegajosos amasijos así formados, y volvió a proa para continuar la operación. Poco a poco, los cilindros fueron llenándose. Allnutt cementaba firmemente con barro cada capa de explosivos. Cuando los cilindros estuvieron llenos hasta el cuello, se enderezó para aliviar el agudo dolor que sentía en las espaldas.
—Es un trabajo bien hecho —declaró con orgullo, contemplando su labor de toda una mañana, y Rose no pudo menos de asentir, al contemplar a su vez aquellos instrumentos de la muerte sobre las tablas del piso. Ninguno de los dos veía en la situación nada de fantástico.
—Tendremos que preparar esos detonadores ahora —propuso Allnutt—. Tengo una idea. Se me ocurrió anoche.
Del armario donde guardaba sus artículos de tocador sacó un revólver, que tenía cubierto de grasa para preservarlo de la humedad. Rose miró, asombrada, el arma; no estaba enterada de que hubiera un arma a bordo.
—Tenía que tener esto —explicó Allnutt—. Llevaba mucho oro a bordo en algunos de los viajes que hacía a Limbasi. Cien onzas y a veces más. Pero nunca tuve que usarlo contra nadie.
—Me alegra que no hayas tenido que hacerlo —observó Rose. Para ella, matar a un hombre en tiempo de paz era un crimen más horrendo que volar un barco en la guerra. Allnutt sacó el cargador del revólver y en seguida volvió a guardar el arma en el armario.
—Veamos ahora —dijo, meditabundo.
Rose siguió con mirada atenta cómo la idea iba tomando forma material bajo las manos de su compañero. Llevó tiempo construir lo que Allnutt se proponía… Había otras cosas que atender, las comidas, el sueño, la malaria, y transcurrieron así los dos días del cálculo de Allnutt.
Primero tuvo que dar forma con el cuchillo muy laboriosamente por cierto, a dos discos de madera dura, para poderlos atornillar ajustadamente a las bocas de los cilindros. Luego, en cada disco practicó tres orificios, de una sección capaz de recibir, bajo presión, los cartuchos de las balas de revólver. Estando los discos en posición en los cuellos de los cilindros, el extremo de cada cápsula estaría en contacto con la pólvora.
El resto del trabajo fue infinitamente más minucioso y delicado, y Allnutt debió descartar varias piezas antes de darse por satisfecho. Preparó otros discos de madera, iguales a los anteriores, pero de otro tipo de madera. No quería que fuese ni dura ni podrida; buscaba una fibra que pudiese ser atravesada fácilmente por un clavo, pero cuya consistencia permitiese al clavo torcerse. Practicó diversos experimentos, introduciendo clavos en maderas de diferente dureza antes de decidirse por utilizar una de las tablas del piso de la embarcación.
Rose no atinaba a darse cuenta del motivo de experimentos tan prolijos, conformándose con observar, sentada al lado de Allnutt, y alcanzarle herramientas y objetos que le pedía, mientras él trabajaba bajo los rayos del sol, rodeado por enjambres de mosquitos.
Una vez cortados los nuevos discos, Allnutt los comparó cuidadosamente con los anteriores, y tomó nota con exactitud de la posición en que los fulminantes descansarían contra ellos. En estos puntos debían entrar los clavos, a través de los nuevos discos, y Allnutt, como precaución final, les limó las puntas, afilándolas al máximo de agudeza. Introdujo los clavos en los discos con sumo cuidado, en los puntos ya marcados, y por el lado opuesto cortó pequeños redondeles de madera donde habrían de encajar las bases de los cartuchos, de modo que, una vez completado el trabajo, las puntas de los clavos aparecerían cual brillantes limaduras de metal en medio de cada depresión de la madera, en tanto, por el otro lado, sus cabezas sobresalían unos tres centímetros.
Finalmente, unió entre sí, mediante tornillos, los dos pares de discos.
—Ya está —dijo Allnutt.
Cada par de redondeles formaba ahora un solo disco. Por un lado asomaban las puntas de los clavos, descansando contra las cápsulas la base de los cartuchos, cuyas balas eran visibles por el lado opuesto. Era fácil apreciar que, estando el disco en posición en el cuello del cilindro, y el cilindro proyectado delante de la proa de La Reina de África, la lancha se convertiría en un torpedo autopropulsado. Dirigiéndola a su máxima velocidad contra el costado de un buque, los clavos percutirían fuertemente contra los fulminantes, que estallarían en medio del alto explosivo cargado en los cilindros de gas.
—No creo que pudiera haberlo hecho mejor —expresó Allnutt, como disculpándose—. No tienen por qué fallar.
Había tres cartuchos en la cabeza de cada cilindro, de los cuales, uno al menos, debía estallar; y eran dos cilindros, con unos cincuenta kilos de explosivo en cada uno… Un solo cilindro, fallando el otro, debiera dar cuenta de un barco como la Königin Luise.
—Sí —dijo Rose, con la gravedad de semblante que la situación requería—. No deberían fallar. Hablaban ambos con la seriedad de dos niños discutiendo la construcción de un castillo de arena.
—No puedo montarlos en los cilindros todavía —explicó Allnutt—. No hay que fiarse. Pondremos primero en posición los cilindros y dejaremos los detonadores para lo último. Estos pueden colocarse una vez que estemos listos para salir, después de sacar la lancha de entre las cañas.
—Sí —asintió Rose —. Será de noche, no olvides. ¿Te las ingeniarás lo mismo en la oscuridad?
—Eso es lo grave; tendré que ingeniármelas —repuso Allnutt—. Sí, podré hacerlo.
Rose se formó un cuadro mental de la partida: sería, sin duda, harto arriesgado tratar de empujar La Reina de África en la oscuridad, con dos torpedos capaces de explotar al más leve contacto haciendo punta en la proa.
Allnutt guardó los detonadores en el armario con sumo cuidado, y luego se dedicó a pensar en el resto de los preparativos necesarios para la difícil empresa.
—Es imprescindible que la explosión se produzca lo más cerca de la línea de flotación —dijo él—. No podrá ser demasiada baja. Creo que lo mejor será empezar a hacer esos agujeros.
Fue una tarea pesada, agotadora, tosca, el abrir dos troneras en la proa de La Reina de África, una a cada lado, justamente encima de la línea de flotación. Una vez terminada la operación, Rose y Allnutt arrastraron hasta allí los cilindros, cuyas cabezas introdujeron en los oficios, hasta hacerlos sobresalir unos cuarenta centímetros de la parte más avanzada de la embarcación. Luego, Allnutt rellenó con trozos de madera y trapos los intersticios que habían quedado entre los cilindros y los respectivos orificios.
—No importa que haga agua —dijo él—. Entrará alguna salpicadura solamente, porque la proa se levanta al avanzar. Ahora nos resta apuntalar sólidamente la base de cada cilindro.
Utilizando listones de madera del embalaje de las provisiones, fue formando un sólido punto de apoyo en la culata de los cilindros, que reforzó clavando listón sobre listón y apilándoles encima todo cuanto le vino a mano. Cuanto más firme estuviese la base de los cilindros, tanto más efectiva habría de ser la explosión contra el costado de la Königin Luise. Una vez que ya no tuvo más objetos para agregar, Allnutt se sentó a descansar.
—Bueno, nena —dijo—, ya está todo hecho. Todo. Estamos prontos.
Fue un momento solemne. La culminación de todos sus esfuerzos, tras el descenso por los rápidos del Ulanga, el guante arrojado a los alemanes en Shona, la reparación de la hélice, las fatigas indecibles en la laguna de los nenúfares y los momentos de angustia transcurridos en el delta, estaba a la vista.
—¡Caramba! —dijo Allnutt con aire nostálgico—. No nos han dejado un minuto para nosotros. ¡Qué vacaciones!…
Rose le perdonó la frescura de la exclamación.
Habiendo completado el trabajo tan rápidamente, debían ahora soportar el tormento de la espera. Ninguna tarea especial reclamaba ya su atención inmediata, por primera vez desde aquella triste ocasión —que ambos deseaban olvidar ansiosamente— en que Rose rehusara hablar a Allnutt. No habían tenido desde entonces un minuto de holganza; experimentaban una sensación de vacío al contemplar los días de espera, aun cuando vivían en la aprensión de que pudieran ser los últimos.
Esos días finales ejercieron un efecto aterrador en el ánimo de Allnutt. Hubo un momento en que sintió que su resolución flaqueaba. Experimentaba la sensación de un hombre condenado a vivir en una celda, esperando el cumplimiento de la pena capital. Había leído acerca de ajusticiamientos cuando muchacho, en Inglaterra, en las ediciones dominicales de los diarios sensacionalistas, que eran toda su lectura. En cierto modo, lo que le amedrentaba era el recuerdo de lo leído, no la idea de la explosión inminente… Lo privaba de su recién adquirida virilidad, retrotrayéndolo a los días de su primera juventud, y ello lo acercaba aún más a Rose, con una necesidad no experimentada hasta entonces, que ella comprendía maravillosamente y por ello lo mimaba y consolaba.
El sol los hería sin piedad; carecían hasta del precario reparo de la toldilla, la cual hubiera podido denunciarlos, al quedar visible por encima de los juncos. Cada hora estaba preñada de monotonía y hastío; ni faltaba el espectro de la posibilidad de llegar al fastidio y a aborrecerse recíprocamente, agazapados como estaban allí en el juncal, cual fosa sepulcral. Sentían el peligro, y luchaban para ahuyentarlo. Hasta las tormentas llegaron a constituir un alivio; venían precedidas de nubarrones negros y de un viento huracanado que sacudía las aguas del lago, llevando hasta sus oídos el fragor de las olas rompiendo contra la orilla. El lago se cubría de crestas espumosas, y al refugio entre las cañas llegaba la violencia de las aguas, que sacudía La Reina de África. Para dominar el hastío se dedicaron a revisar detenidamente la máquina, asegurándose de tal modo que funcionaría debidamente en su último viaje. Allnutt se introdujo en el barro debajo de la embarcación, para ratificar, por el tacto, que la hélice y el árbol estaban en buenas condiciones. A lo largo de la jornada, todos los días, uno u otro subía de rato en rato a la regala, mirando por encima de las cañas, escrutando el horizonte en busca de la Königin Luise. Vieron un par de canoas —pudo haber sido la misma dos veces— navegando por lo que debía de ser el paso principal a través de las islas, pero durante algunos días no advirtieron ningún otro signo de vida en el lago. Hasta llegaron a dudar de que la Königin Luise volviese a anclar en las islas. Perdida la costumbre de llevar cuenta del transcurso del tiempo, ya no estaban seguros de los días pasados desde aquel en que vieron a la cañonera por última vez. Después de los cálculos más escrupulosos, no pudiendo ponerse de acuerdo sobre el punto, comenzaron a mirarse el uno al otro, pensando si no sería mejor salir del escondite y costear el lago en busca de su víctima. En los momentos de mayor pesimismo, llegaron a dudar de que llegaría alguna vez el momento de llevar a cabo la empresa.
Hasta que una mañana, al mirar como de costumbre por encima de las cañas, la vieron como la primera vez, un penacho de humo y un punto blanco, bajando por el norte. Igual que la vez anterior, pasó cerca de ellos hacia el sur y desapareció debajo de la línea del horizonte. Las horas fueron pasando lenta y angustiosamente, hasta que por la tarde reapareció en su viaje de retorno, y tuvieron entonces la seguridad de que iría a fondear entre las islas. Allnutt había acertado en su suposición acerca de los hábitos metódicos de los alemanes. En su meticulosa ronda del lago, jamás omitían un viaje periódico a ese sitio, el rincón más desolado del Wittelsbach, para cerciorarse de que todo marchaba bien por ese lado, aun sabiendo que los intransitables cenagales del delta del Bora y la selva primitiva que los rodeaba tornaban imposible toda amenaza al dominio alemán del lago.
Allnutt y Rose observaron el regreso de la Königin Luise de su crucero al sur, y la vieron enderezar hacia las islas; luego, al caer del día, la cañonera se detuvo en el punto en que había fondeado la vez anterior. El corazón de ambos latía violentamente. Fue en ese momento que la cuestión debatida de manera académica durante la semana anterior, y pendiente aún de una conclusión satisfactoria, se resolvió por sí misma. Acababan de apartar la mirada de la Königin Luise, y se disponían a iniciar los preparativos para el ataque, cuando se encontraron asidos de la mano y mirándose en los ojos. ¡El uno sabía lo que ocurría en ese instante en el pensamiento del otro!
—Rosie, chiquilla —dijo Allnutt, con la voz cascada por la emoción—. Iremos juntos, ¿verdad?
Rose asintió con la cabeza.
—Sí, querido —repuso ella—. Lo prefiero así.
Enfrentada con la necesidad de una decisión perentoria, Rose se había resuelto sin dificultad. Compartirían, pues, todos los peligros, correrían los mismos riesgos, hombro con hombro, en el momento en que La Reina de África fuera a estrellar sus torpedos contra el costado de la Königin Luise. Ninguno de los dos quería soportar la tortura de la separación en el instante supremo. Lograron sonreír ante la perspectiva de pasar a la eternidad juntos.
Iba oscureciendo. La luna nueva bajaba en el horizonte; pronto quedarían sólo las estrellas para alumbrar su ruta.
—Conviene prepararnos ahora —dijo Rose —. Adiós, querido.
—Adiós, amada mía.
Los preparativos les llevaron largo rato, como lo habían anticipado. Tenían toda la noche por delante, pero sabiendo que debían obrar por sorpresa, pensaron que la mejor hora sería antes del alba. Allnutt debió bajar una vez más al barro líquido y cortar las cañas que cubrían la popa de La Reina de África antes de disponerse a sacar la embarcación al riacho… las cañas que se habían quebrado bajo la proa se resistían obstinadamente a dar paso a la popa y a la hélice.
Una vez fuera del juncal, amarraron la embarcación a una tupida mata de plantas acuáticas. Allnutt extrajo tranquilamente los detonadores de su armario y bajó una vez más por la proa. Se demoró largo rato en el cauce, hundido en el barro, mientras ajustaba los detonadores en los cuellos de los cilindros. Las precarias roscas que había tallado con el cuchillo en torno de los discos se resistían a encajar en las de los cilindros. Allnutt debió forcejear no poco: en la oscuridad, su tarea era peligrosa y lenta, pues se trataba de forzar un detonador en contacto con cincuenta kilos de poderoso explosivo. Rose estaba junto a él, asomada por la borda, ayudándolo en todo cuanto era necesario. Si la mano de Allnutt hubiese llegado a oprimir la cabeza de uno de los clavos, ambos hubieran volado en pedazos, y la Königin Luise hubiera continuado reinando soberana en las aguas del lago.
El hecho de que La Reina de África cabeceara levemente a causa de una ligera crecida del lago, perjudicó la tarea de Allnutt, llevándole más tiempo del necesario. Finalmente, en la más densa oscuridad, Rose lo vio retroceder, por temor a tocar las puntas de los torpedos, y volverse luego para subir por una banda. Asiendo las manos en la borda, y formando palanca con los brazos, subió a bordo, chorreando agua y barro.
—Listo —susurró… No podían menos de hablar con voz sumisa, dominados como estaban por la obsesión del cometido que tenían por delante.
Allnutt, tanteando, fue armando de nuevo la chimenea, haciendo algunos leves ruidos con la llave al apretar las tuercas de los estays. Todo llevó su tiempo.
El hogar de la caldera tenía completa su carga de combustible —la cantidad que habían acumulado días antes— y los fósforos estaban en su sitio; Allnutt encendió la leña seca menuda y volvió a cerrar la portezuela para acentuar el tiro. Se sabía de memoria los lugares donde poner las manos a fin de elegir los diferentes tipos de leña necesaria para su viaje hasta la Königin Luise.
Se había levantado viento, y La Reina de África cabeceaba pronunciadamente, abatida por la corriente. El ruido de la chimenea parecía estrepitoso para sus oídos anhelantes, y cuando, al volver Allnutt a cargar el hogar, salió por la chimenea una andanada de chispas que fueron llevadas por el viento, Rose, que nunca lo había advertido antes —sólo había navegado de día —, temió que pudieran ser vistos. Refirió a su compañero, siempre con voz sumisa, sus temores.
—No se puede evitar, señorita, en ciertos casos —fue su respuesta, también susurrada —. Trataré de que no ocurra al acercarnos a la Luisa.
La máquina comenzaba a quejarse y sisear; de haber sido de día, hubieran visto cómo salía vapor por las juntas imperfectas.
—¡Chisss! —chistó Allnutt, entre dientes.
—Muy bien —contestó Rose.
Allnutt desató la amarra de banda y asió el bichero. Un buen empujón contra una mata de cañas envió la lancha en medio de la corriente; dejó Allnutt caer el bichero y tanteó hasta encontrar el alimentador, cuya válvula abrió. La hélice inició su pulsar rítmico y la máquina sus apagadas emboladas. Rose, al timón, hizo virar la embarcación, enderezándola hacia el lago. Estaban en marcha, listos a dar el golpe para la «tierra de esperanza y la gloria», como rezaba el canto que Rose había entonado cuando niña en el coro de la capilla de su pueblo. Se habían propuesto extender los confines de esa patria, haciéndola aún más poderosa.
La Reina de África avanzaba ahora dueña del lago, meta alcanzada tras tantos peligros y tan duro trabajo. Proyectándose por la proa, dos torpedos apuntaban hacia adelante, cargados con cien kilos de alto explosivo, capaz de estallar al más leve contacto. Acurrucado junto a la máquina estaba Allnutt, todo oídos, tratando de juzgar de ese modo lo que estuviera acostumbrado a hacer con los ojos… presión, nivel de agua y lubricación. Rose, de pie en la popa, aguzaba la mirada para no perder de vista la débil luz que señalaba la presencia de la Königin Luise; no se veían ya estrellas en el cielo.
A la luz del día, hubieran advertido que en el cielo se acumulaban grandes nubarrones, mientras la atmósfera iba cargándose de electricidad. De haber tenido alguna experiencia en navegación lacustre, hubieran adivinado las consecuencias del viento ominoso que soplaba; en su ignorancia, no advirtieron la velocidad increíble con que el huracán —desencadenado en las montañas del Norte —agitaba las poco profundas aguas del lago, tornándolas en furia endiablada.
Como Rose había hecho su aprendizaje en cursos fluviales, no se le ocurrió sospechar peligros donde no había ni rocas ni vegetación ni rápidos. Cuando La Reina de África comenzó a cabecear y a dar bandazos en las aguas revueltas del lago, no se preocupó siquiera. No sabía que el escaso calado impedía a la lancha navegar en aguas agitadas, ni que su poca obra muerta y su fondo chato la tornaban en un barco totalmente incapaz de navegar en las condiciones en que debía hacerlo en ese momento. Hallaban por momentos más difícil mantener el equilibrio en los violentos bandazos y cabeceos.
En la oscuridad no habla manera de anticiparse a su extravagante zigzaguear. Las olas se estrellaban contra sus chatos costados; las crestas rebasaban la borda, pero tales cosas eran, en la opinión de Rose, propias de aguas abiertas. No sentía, pues, ningún temor.
El viento pareció amainar durante unos momentos, pero las olas seguían arreciando furibundas. De pronto, un relámpago enceguecedor rasgó la oscuridad durante un segundo, revelando a los ojos de ambos la furia de la tempestad; el trueno que siguió fue un golpe seco, como el de mil cañones disparados a una. Y comenzó la lluvia, el viento, desde ángulos insospechados clavando sus garras en la superficie ya agitada del lago, levantando montañas de agua, en tanto el rayo seguía lanzando sus dardos luminosos y el trueno rugiendo endiabladamente. Con el cambio de dirección del viento, La Reina de África comenzó a dar pantocazos, embicando la proa y bajándola con estrépito devastador. Afortunadamente, Allnutt había elegido un tipo de fulminante seguro; cualquier otro hubiera podido ser actuado por las olas, que, si bien podían zarandear una embarcación de dos toneladas como si fuera una cáscara de nuez, no podían hundir un clavo en la madera.
La oscuridad era total; Rose no lograba determinar si el agua que la golpeaba desde todos lados era lluvia, roción o crestas de olas. Todo cuanto podía hacer era mantener la mano firme sobre la caña del timón y no perder ella misma el equilibrio. No había manera de ver las luces de la Königin Luise.
Allnutt se había acercado a Rose y le introdujo el brazo por el grueso salvavidas, que siempre había parecido un bulto innecesario del equipo de la lancha. De pronto, en ese zozobrar endiablado, un cachón gigantesco arrancó a Allnutt de su Rose, quien lo llamó en vano. Luego ella sintió un torrente de agua fría invadirla hasta la cintura, y olas que la golpeaban en la cara y agua que le llenaba las narices y la ahogaba…
La Reina de África se había hundido; con ello concluía el valiente intento de torpedear a la Königin Luise. Cual si hubiera sido desencadenada por los dioses propicios a Alemania, la tempestad se apaciguó con el hundimiento de La Reina de África, y las aguas turbulentas se volvieron mansas, así como sucedió muchos siglos antes en otro mar interior, el de Galilea.