Luego, bien entrada la tarde, cuando hubo pasado el acceso de malaria, Rose pudo volver a andar, aunque con paso inseguro. Sólo entonces comenzó a salir Allnutt del hondo sueño reparador que sigue a la fiebre malárica en los casos benignos. La primera cosa que hizo Rose fue lo de todo aquel que despierta a bordo de una embarcación luego de un intervalo sin guardia. Subió al punto más alto y miró en torno, escudriñando el horizonte por sobre las cañas.
Allá lejos, al sur, volvió a ver el penacho de humo y el punto blanco. Se hizo la idea, que descartó en seguida, de que la Königin Luise seguía en su derrota de la mañana Pero no; la cañonera regresaba; debía de haber navegado hasta perderse de vista al sur y ahora volvía sobre sus pasos. Allnutt fue a colocarse al lado de Rose y, sin decirse palabra, quedáronse ambos observando a la Königin Luise, cuyo casco fue agrandándose y tornándose más visible a medida que se acercaba a lo largo de la orilla. Fue Allnutt quien rompió el silencio:
—¿Crees que estará buscándonos? —preguntó, con voz cascada.
—No —dijo Rose sin titubear—. De ningún modo. Está patrullando la costa; eso es todo.
En Rose privaba la fe sobre el raciocinio. Su misión se tornaría de difícil realización si los alemanes estuviesen acechándolos… Eso no podía ser.
—¡Ojalá tengas razón! —repuso Allnutt—. En realidad, yo también soy de la misma opinión.
—¡Ahora cambia de ruta! —exclamó de pronto Rose.
La Königin Luise había torcido apenas el rumbo, para seguir un tanto alejada de la costa.
—Se ve bien que no está buscándonos —dijo Allnutt.
No la perdieron de vista un momento mientras cruzaba el lago, dirigiéndose hacia las islas que quedaban enfrente.
—¿Qué irá a hacer? —se preguntó Allnutt, pero esta vez fue él quien primero acertó en la intención de los tripulantes de la nave enemiga—. Van a fondear y pernoctar allí —exclamó—. ¡Mira!
Fue arriado el pabellón, lo cual estaba de acuerdo con el reglamento de la Armada alemana.
—¿Has oído algo? —preguntó Allnutt.
—No.
—Creí oír clarines.
Allnutt no hubiera podido oír un toque de trompeta a una distancia de más de seis kilómetros, ni siquiera a favor de la quietud reinante, mas no cabían dudas de que a esa hora, poco más o menos, sonaban los bronces en la Königin Luise.
Aun cuando la tripulación de la cañonera constaba de seis oficiales blancos y veintidós marineros de color, todo se haría a su bordo según cuadraba a los exigentes reglamentos de la armada a la cual pertenecía.
—Ahí los tienes. Y ahí se quedan —dijo Allnutt—. Buen fondeadero entre las islas. Ya los veremos zarpar por la mañana.
Bajó de la regala, mientras Rose se detenía mirando unos instantes más. El sol acababa de ponerse en una improvisada llamarada de colores; el cielo se fue oscureciendo hasta borrar el punto blanco que formaba la cañonera. No podía Rose aceptar con la tranquilidad de Allnutt la inevitabilidad de la inacción. Pisaban el umbral de los acontecimientos finales: era llegado el momento de prepararse, y madurar los planes y rendir el tributo prometido a la patria, aun cuando la aventura pareciera más fantástica ahora que vista desde la brumosa distancia del Ulanga superior.
—Deberíamos haber estado preparados para actuar hoy —dijo Rose, volviéndose agriamente hacia Allnutt, de quien sólo alcanzaba a ver el brillo del pitillo encendido.
Allnutt, tras otra chupada a su cigarrillo, reveló una idea luminosa.
—¡Mira! —dijo—, no te preocupes. He estado pensando. Van a volver pronto por aquí. Verás, si no. Estos alemanes son así. Organizan sistemas y no se apartan de ellos en toda la vida. Los lunes en un sitio, los martes en otro y los miércoles quizás les toque aquí… no sé qué día es hoy. Los domingos por la tarde creo que pasan por Port Livingstone, donde pernoctan y pasan el día siguiente. Luego recomienzan la vuelta, ¿me entiendes?
Allnutt era sin duda el psicólogo de la pareja. Lo que decía estaba tan de acuerdo con lo experimentado por Rose en los sistemas oficiales germanos, que ella no pudo sino convenir con la opinión de su compañero. Allnutt prosiguió, dispuesto a afianzar su teoría con ejemplos.
—Allá en la mina —dijo—, el viejo Kaufman, el inspector cuya ocupación era ver que la mina fuera explotada correctamente —y no creas que esas reglas no tienen nada de bueno—, se presentaba allí una vez a la semana, como si fuera un reloj. Siempre sabían cuándo llegaba, los belgas digo, y tenían todo preparadito para él. Llegaba, echaba un vistazo alrededor, bebía una copa, y se volvía a ir lo más contento, con sus áscaris y sus peones. Me daba una risa…
—Ah, sí, recuerdo —dijo Rose, con el pensamiento ausente. Ahora recordaba que Samuel solía mofarse de la rigidez de los reglamentos y la rutina alemanes. No cabían dudas de que si la Königin Luise había fondeado una vez en las islas, volvería a hacerlo. Así pues, su plan iba tomando forma.
—Charlie —dijo, con voz melosa.
—¿Qué, nena?
—Tienes que ir preparando esos torpedos. Mañana, temprano, al amanecer. ¿Cuánto tiempo te llevarán?
—Puedo meter eso en los tubos en menos que canta un gallo, por así decirlo. En cuanto a los detonadores, no sé. Tengo que hacerlos, ¿comprendes? Pueden llevarme dos días, fácilmente. La verdad, no me he hecho una idea aún… Luego tenemos que hacer esos agujeros en la proa…, eso se hace rápido. Tendría que estar listo en un par de días. Todo. Si la malaria no ataca demasiado fuerte. El asunto está en los detonadores.
—Muy bien —había algo que no era natural en el tono de voz de Rose.
—Rosie, querida —dijo Allnutt—, Rosie.
—¿Qué, amor?
—Yo sé lo que piensas. No tienes por qué ocultármelo —de no haber sido por su discordante acento cockney, la voz de Allnutt, tan suave, hubiera podido tomarse por la de algún actor representando en escena un papel sentimental. Asió la mano de Rose y la estrechó fuertemente, sin ser correspondido—. No, ahora no tienes por qué ocultármelo, querida mía —repitió. Aun en ese instante, el saberse cockney turbó su pensamiento, y no pudo borrar de su voz la emoción que lo embargaba. Entre ellos dos no existía ni la licencia desenfrenada de gente primitiva ni ese imperio sobre la propia persona que se adquiere frecuentando las altas capas sociales—. Tú quieres salir con La Reina de África la próxima noche que vuelva la Luisa por aquí, ¿no es verdad, nena?
—Sí.
—Creo que allí tenemos la mejor oportunidad —afirmó él —. No nos puede fallar. Allnutt se mantuvo callado un par de segundos, preparándose para reforzar su argumento.
—No es necesario que tú vengas. No hay necesidad de que los dos… vayamos. Lo puedo hacer yo solo, fácilmente.
—De ninguna manera —insistió Rose—. No sería justo. A ti te toca quedarte aquí. Yo puedo llevar la lancha hasta las islas. Es lo que tenía pensado hacer.
—Comprendo —confesó Allnutt, sorprendido—, pero tendría que ser yo… Además, con esos malditos…
Por el singular argumento que desarrolló en seguida era evidente que Allnutt estaba dispuesto a sacrificar su vida, que tan preciosa le pareciera días antes. Ese plan de Rose, tan sorprendentemente materializado hasta ese punto, habíase tornado palpitante de vida en él, como pieza de una máquina; ése sería tal vez el símil más en concordancia con la idiosincrasia de Allnutt. Dejarlo incompleto, seria un absurdo ya inconcebible.
Por otra parte, la vista de la Königin Luise navegando ufana por el lago había herido su amor propio. Estaba inflamado de patriotismo, pronto para cualquier sacrificio, con tal de tumbar aquel «carrito de patatas»… Tal vez las relaciones de Allnutt con la gente de ese pueblo habían sido poco afortunadas; los alemanes son una raza capaz de hacerse odiar, cuando, como en esos días, odiar era fácil. Su conducta, en extraño contraste con su cobardía de meses atrás, denotaba una fiera temeridad.
Acaso nadie sea capaz de comprender el estado de ánimo del hombre que se ofrece voluntariamente para un acto de guerra en el que le puede ir la vida, pero no puede negarse que tales voluntarios existen, según lo han probado y siguen probándolo muchos penosos hechos históricos.
Allnutt trató de razonar fríamente con Rose. Aun cuando ambos hubieran dejado de lado el primitivo plan de enviar a La Reina de África, en su último viaje, sin piloto a bordo —Rose le conocía algunas mañas que la hacían desconfiar—, Allnutt trató de argumentar que él no correría ningún riesgo en la empresa. Podría lanzarse al agua desde la popa unos segundos antes del choque, tan pronto como estuviese seguro del impacto. Incluso si se quedaba al timón —según pensaba hacer, para mayor seguridad—, la explosión a proa no lo afectaría… Hasta tuvo el atrevimiento de afirmar que sabía muy bien el poder de los explosivos, y que podía calcular fácilmente el efecto que tendrían unos cien kilos del que llevaban a bordo al estallar de una vez. En verdad, estuvo a punto de insinuar que la voladura de la Königin Luise sería una operación sin riesgo alguno, mas se contuvo al advertir que con ello favorecía el argumento de Rose.
Todo terminó, como no podía ser de otro modo, conviniendo en ir ambos a poner cima a la empresa. No cabía duda de que la mayor esperanza de éxito radicaba en hallarse el uno al gobierno de la lancha y el otro atendiendo la máquina. Otro punto en el que convinieron ambos fue que, al llegar a unos cincuenta metros de la Königin Luise, uno de los dos se lanzaría al agua con el salvavidas; pero Allnutt lo hizo en el entendimiento de que sería Rose quien lo haría, en tanto ella pensaba que sería Allnutt.
—No falta más de una semana —dijo Allnutt, meditabundo.
Experimentaban un anticipo del hecho final que, si no del todo agradable, no les disgustaba. Habiendo trabajado como negros durante semanas enteras, arriesgado sus vidas, siempre con el objetivo fijo en sus mentes, estaban poseídos por la idea de que nada podía ya hacer peligrar la consumación de la empresa. Y en Rose ardía la llama de un patriotismo fanático. Tan convencida estaba de la justicia de la acción emprendida, y de su necesidad, que todo otro factor —aun la seguridad personal de Charlie— carecía de peso. Conciliaba su conciencia con el peligro de Charlie como si se tratase de una enfermedad grave, o de algo completamente necesario e inevitable. La conquista del África Oriental alemana era inconmensurablemente más importante que sus vidas… tan inconmensurablemente que nunca se le ocurrió poner en la balanza los dos factores. Se le iluminaba el rostro y sentía que la sangre le ardía en las mejillas al pensar en el triunfo de Inglaterra.
Se puso de pie en la oscuridad, con Allnutt a su lado, y, mirando por sobre las cañas, inspeccionó el lago. Las estrellas del cielo se reflejaban pálidas en el agua. La luna no había salido aún. Pero allá enfrente se veía un haz de débiles luces que ni eran estrellas ni sus reflejos. Rose asió fuertemente el brazo de Allnutt.
—Son ellos, no hay duda —dijo Allnutt.
Sólo entonces se dio cuenta Rose de lo que un marino experimentado hubiera advertido desde el primer momento; si los alemanes hubieran tomado la precaución de apagar todas las luces al fondear, hubiera sido casi imposible dar con ellos de noche. Mas estando como estaban en el único barco del lago, y a cuarenta millas por tierra del punto enemigo más próximo, no tenían, naturalmente, necesidad de preocuparse.
La vista de las luces tornaba el éxito absolutamente seguro, justamente en el momento en que Rose se daba cuenta de la posibilidad de que, de no haber sido por esa circunstancia, acaso la empresa hubiera fracasado. Experimentó un cálido sentimiento de gratitud hacia el destino, que se les mostraba tan propicio. Frente al futuro, todavía lleno de peligros, pero con la seguridad del triunfo, Rose se asía de su amado con ardor. El amor por él y el apasionamiento por la causa de su patria se mezclaban inextricablemente, extrañamente. Lo besó a la luz de las estrellas, como Juana de Arco pudiera haber besado una reliquia sagrada.