Acababan de desembocar en lo que, inequívocamente, era el curso del Bora. Atravesaba la franja de cañas un cauce amplio, y tan pronto entraron en él y doblaron un recodo, se abrió ante sus ojos la ilimitada perspectiva del lago… Agua dorada en una extensión que los ojos no alcanzaban a abarcar, quebrada únicamente por un par de islotes coronados de árboles. A ambos lados del cauce había bajíos, marcados por juncos, que se adentraban en el lago. Se abría ante ellos un inmenso espejo de agua clara, de sesenta y cinco kilómetros de ancho por ciento treinta de largo, sin rocas, ni bancos, ni nenúfares, ni cañas, ni manglares que obstaculizaran el paso… La sensación de libertad y desahogo era sencillamente deliciosa. Sentíanse como animales escapados de una jaula. Amarrados entre las cañas, con La Reina de África meciéndose al compás de un hilo de corriente procedente del lago, esa noche durmieron más tranquilos, aunque atormentados por ranas y mosquitos como no lo habían sido durante días.
Tampoco a la mañana siguiente se discutió el torpedeamiento de la Königin Luise. Para la manera metódica de pensar de Rose, era necesario completar un paso antes de dar el siguiente.
—Limpiaremos la lancha —dijo—. No puedo soportar esta suciedad.
En verdad, a la luz brillante del sol, el barro y el desorden en el interior de la embarcación daban horror. Rose no podía pensar ni hacer planes rodeada de tanto alboroto, le irritaba insoportablemente los nervios. No importaba que La Reina de África fuera a volar pronto en pedazos, inmolada contra un costado de la Königin Luise. Rose no podía tolerar innecesariamente dos o tres días más entre esa inmundicia.
El agua del lago era clara y limpia. Poco a poco lavaron toda la embarcación, aun cuando ello significó ir moviendo las cosas al progresar la faena. Allnutt levantó las tablas del piso y enjuagó la maloliente sentina, en tanto Rose, arrodillada a popa, lavaba las alfombras, las prendas de vestir y los cacharros. Era un día espléndido, y bajo su sol, hasta la más gruesa de las alfombras se secaba en pocos momentos. Fue un interludio doméstico y un descanso muy beneficioso para Rose; tal vez no fuera mera coincidencia el que ninguno de los dos tuviera esa mañana el cotidiano acceso de malaria.
Al atender Rose a su aseo personal por primera vez desde que entraran en el oscuro túnel de mangles, volvió a sentir el placer del roce de una bata limpia y fresca sobre su cuerpo recién bañado. Así era, en efecto, ya que Rose había dado al fin el paso postergado continuamente en los días de la misión… Ya no llevaba ropa interior. Las más de esas prendas las había inutilizado en el servicio de la lancha —empleándolas para resguardarse las manos al enderezar el árbol de la hélice, etcétera…— y el resto lo había dedicado al uso de Allnutt, cuyas prendas propias, reducidas a jirones, ya no podían ponerse, tanto que ahora debía andar castamente cubierto con una camisa y unos calzones de Rose; el modesto festón del escote y las alforzas y volados en torno de sus muslos formaban cómico contraste con sus formas desmirriadas y nada femeninas.
Quizá fuera como resultado de estas preocupaciones de gente civilizada, que Rose pensara esa noche en algo que se le había ido de la mente desde el abandono de la misión. Más tarde llegó a creer que el propio Dios había ido a despertarla de su letargo, y el solo pensarlo hacía trepidar sus senos y pulsar con violencia la sangre en sus venas; luego, cuando va no se creía tan inspirada, lo atribuía todo a su otro yo, o a su conciencia.
No había rezado una plegaria desde el instante que subiera a bordo de La Reina de África, ni se había acordado desde entonces de la existencia de Dios. Se incorporó sobresaltada, sorprendida por la realidad de su impiedad, sintiéndose barrida por olas tras olas de remordimiento y de temor divino a la vez. No alcanzaba a comprender cómo el Dios al que ella adoraba no le había mandado un rayo, de los tantos que habían rasgado el cielo en esos últimos meses, para aniquilarla. La embargaba una angustia atroz, y temía que Él la castigase sin darle tiempo de aplacar Su ira. Se arrodilló y juntó las manos y dobló la cabeza sobre el pecho, rezando en su arrepentimiento.
Allnutt, al despertar en la oscuridad, vio a la penitente Rose a la luz lunar, y la vio alzar el rostro al cielo, con las mejillas bañadas en lágrimas y los labios en frenético movimiento. El cuadro le inspiró reverente temor. Él no acostumbraba rezar, ni lo había hecho jamás. El hecho de que Rose fuese capaz de rezar y llorar su congoja le demostraba la superioridad de la arcilla de que ella estaba hecha, aunque era una superioridad que le constaba desde hacía mucho tiempo. Estaba contento con dejar a Rose implorar el amparo divino, así como le había dejado pilotar la nave en los rápidos del Ulanga. No era fácil interrumpir el sueño de Allnutt. Sus ojos volvieron a cerrarse y, dejando a Rose sola con su angustia, volvió a dormirse.
En ese momento sublime, Rose no habría sabido qué hacer de las palabras de confortación de Allnutt; era asunto entre ella y Dios. No quedaba traza de la mujer de nervios de acero, que bajó La Reina de África por el Ulanga, en la figura sollozante que imploraba el perdón de Dios. No podía ofrecer una componenda con Dios, prometer un comportamiento piadoso a cambio de la remisión de sus pecados: su preparación espiritual no se lo permitía. Sólo le quedaba formularse el propósito de someterse a dura penitencia, e implorar el perdón como favor discrecional del austero Dios, el Dios de su hermano. En su angustia, no sabía si llegaría a merecer el perdón; ni cuántos años de fuego del infierno tendría que soportar por tantos días de olvido.
Peor aún, ignoraba si Dios, ofendido, la castigaría, haciendo fracasar la expedición en que estaba empeñada, lo que hubiera sido un castigo condigno, ya que la expedición era la causante de su negligencia. Sentía todo un sabor bíblico que la atormentaba con esta aprensión. Redoblada así su angustia, pidió e imploró para que Dios propiciara el viaje de La Reina de África, y concediera a Allnutt y a ella el hallar la Königin Luise y hundirla, para que la odiada bandera de la cruz de hierro desapareciera de las aguas del lago Wittelsbach y los aliados vieran abierto el camino para la conquista del África Oriental alemana. Alcanzó un estado de extraña exaltación en sus dudas y su temor divino; las articulaciones de los dedos le crujían bajo la violencia con que los trataba. Fue en ese instante que recordó otro pecado más… aún peor, el mayor de todos los pecados para las mentes frías de quienes habíanle enseñado religión, un pecado cuyo nombre sólo había pronunciado leyendo la Biblia en alta voz. Se había acostado con un hombre, contraviniendo el precepto religioso. Recordó con horror las torpezas cometidas con ese hombre, su libertino desenfreno. Sentíase aún más abochornada por haber gozado en ello, cosa que ninguna mujer debiera hacer jamás…
Dirigió la mirada a la figura pálida, de vagos contornos, de Allnutt, dormido en el fondo de la embarcación, y a su vista reaccionó. No podía, no podía absolutamente, sentirse rea de pecado respecto de ese hombre. Era tan marido suyo como el marido de cualquier mujer casada, a pesar de los formalismos que tanto ella como Charlie habían dejado de observar. Este pensamiento le infundió ánimo, aunque no la elevó —o hundió— al punto de ver en el sacramento un mero formalismo. Dejóse transportar insensiblemente a la herejía de creer que la voz de la naturaleza pudiera ser demasiado poderosa para ella, y, de ser así, no debía sentirse culpable. Buena parte del remordimiento y el terror desaparecieron entonces de su mente, y fue recobrando la calma. Pronunció la última plegaria con la razón y el sentimiento, y pidió gracias y favores como lo hubiera hecho un amigo a otro amigo. La sinceridad de su convicción de que cuanto planeaba hacer en bien de Inglaterra era justo, vino a rescatarla de su estado de postración espiritual, de manera que la esperanza y la confianza retornaron en gratas oleadas, a pesar de la debilidad que la angustia del primer momento había traído a su cuerpo enfermo. Descendió así en ella, finalmente, una certidumbre de rectitud tan firme e irracional como su primitiva convicción de haber pecado. Luego se acostó de nuevo a dormir, recobrada la serenidad, completamente convencida, una vez más, acerca de la justicia de la hazaña que haría para su patria y de la certidumbre del éxito. La sola diferencia perceptible que la atormentadora experiencia produjo en su conducta fue que, a la mañana siguiente, al levantarse, rezó por unos instantes, hincada de rodillas y con la cabeza doblada sobre el pecho, en tanto Allnutt se movía tímidamente en la cubierta de proa. Recobrada su personalidad, tenía el ceño abierto y los lineamientos del rostro normales al levantarse después de la plegaria y pasear la mirada por el ahora dilatado horizonte.
Divisó, allá lejos, algo que no era agua ni cañas ni cielo ni islas. Ni era una nube, sino un penacho de humo negro y, debajo, un punto blanco. El corazón le dio un brinco en el pecho, mas no por ello perdió Rose su serenidad.
—Charlie —llamó, sin delatar emoción alguna—. Ven aquí. ¿Qué es aquello?
Una mirada fue suficiente para Allnutt, como lo había sido para Rose.
—Es la Luisa.
La exaltación patriótica afectaba a Allnutt tanto como ocurre con las muchedumbres aficionadas al fútbol, constituidas usualmente por miles de personas como él. No podía haber palabras demasiado hirientes para el otro bando, sólo porque era el otro bando. Aun cuando Allnutt no había tenido ocasión de contagiarse de la propaganda que arreciaba en esos momentos en la prensa británica, a la vista de la Königin Luise tornóse tan furiosamente germanófobo como cualquier empleado jubilado y rechoncho, seguro de no ser llamado a las armas.
—Sí —dijo, erguido en la regala—. Desde luego, es la Luisa. ¡Los muy bestias! ¡Los muy cerdos!
Sacudió el puño en la dirección al punto blanco.
—¿Qué rumbo llevan? —preguntó Rose, interrumpiendo la retahíla de insultos.
Allnutt miró a la distancia, mas Rose se le adelantó.
—¡Vienen para acá! —exclamó ella, y una vez más hizo un esfuerzo para ocultar su súbita emoción—. No deben vernos aquí —prosiguió, sin alterar el tono de su voz—. ¿No nos podemos ocultar entre las cañas?
Allnutt ya estaba dando saltos y tumbos por la embarcación, levantando objetos y volviendo a dejarlos caer de sus manos. La situación no era como para que un hombre como él pudiese conservar la calma.
—Pueden ver la chimenea y la toldilla —dijo Allnutt en un intervalo de lucidez. El montaje de la chimenea y de los puntales de la toldilla había formado parte de la limpieza de la tarde anterior.
Por toda respuesta, Rose arrancó nuevamente de sus soportes los jirones que formaban la toldilla.
—Te sobra tiempo para bajar la chimenea —dijo ella—. No alcanzan a verla todavía, y tenemos el juncal de por medio. Yo me encargo de los puntales. Dame el destornillador.
Rose tenía bastante presencia de ánimo como para darse cuenta de que si un barco del tamaño de la Königin Luise era apenas un punto para ellos, ellos debían resultar aún más pequeños para los alemanes.
Con el aparejo desarmado, La Reina de África tenía una obra muerta de apenas un metro; estarían, pues, a buen recaudo en el juncal, a menos que se los buscara especialmente… y Rose sabía que los alemanes no tenían la menor idea de que La Reina de África estaba en el lago. De pie en la regala, estudió detenidamente la Königin Luise. Estaba acercándose bordeando por el sur la margen del lago. De un punto que era, habíase convertido en dos, al aparecer la quilla debajo del alto puente. Pasaría una hora antes de que alcanzara la boca del río y pudiera ver a La Reina de África junto a las cañas.
—Entremos ahora la lancha —dijo ella.
Hicieron girar la embarcación hasta enderezar la proa en dirección del cañaveral. Tirando con los bicheros de las raíces de los juncos, la internaron hasta la mitad, pero la popa continuaba descubierta sobre el cauce.
—Tendrás que cortar unas cañas. ¿Estará muy hondo el barro? —preguntó Rose.
Allnutt sondeó el lecho en torno de la proa, para luego contemplar, con mirada dudosa, el resultado.
—Apresúrate —prorrumpió Rose, y Allnutt, cuchillo en mano, saltó por la proa a cortar cañas. Se hundió en el barro, con el agua a la altura de los hombros dificultando sus movimientos, pero cortó todas las cañas que quedaban al alcance de sus manos lo más bajo posible. Luego, asido de la amarra de proa, y con la ayuda de Rose, pudo zafarse de la presa del barro y subir a bordo, quedando echado de través en la cubierta de proa, en tanto Rose entraba La Reina de África en el claro abierto en las cañas.
—Queda todavía una parte a la vista —dijo Rose—. Unos golpes más, y ya está.
Allnutt volvió a saltar abajo y a cortar cañas. Cuando hubo terminado y vuelto a subir a bordo, entre ambos arrastraron la lancha hasta lo permitido por el claro abierto, y las cañas empujadas a los costados volvieron a cerrarse detrás de la popa, ocultando toda la embarcación.
—Estaríamos más seguros metiéndonos un poco más adentro —dijo Rose, y Allnutt, sin pronunciar palabra, bajó una vez más al río.
El espacio ganado esta vez fue suficiente. La Reina de África estaba ahora rodeada de cañas. Cubría la popa un espesor de varias cañas, que la ponían al abrigo de sorpresas, salvo la observación de cerca, aun si —lo cual era claramente improbable— la Königin Luise creyera conveniente acercarse al canal bordeado de cañas para entrar en el delta.
Desde la regala, Rose y Allnutt alcanzaban a ver por encima de las cañas. La Königin Luise navegaba firmemente en su curso, a un par de kilómetros de los traicioneros bajíos de la orilla. Estaba ahora en un punto casi opuesto a la boca del riachuelo y no denotaba intención de cambiar de derrota. Estuvieron observándola unos cinco minutos: era una hermosa embarcación, su brillante pintura blanca reflejándose en el pálido azul de las aguas. Una insignia flameaba desde un palo al costado de la chimenea; a popa flotaba el pabellón de la Armada imperial alemana, con su cruz negra. Sobre el puente de proa se distinguía el cañón de seis libras, que daba a los alemanes el control del lago Wittelsbach. Ningún dhow árabe, ni ninguna canoa podía asomar la nariz fuera de los arroyos y canales del lago sin permiso de la Königin Luise.
Acababa de trasponer el canal, siempre manteniendo el rumbo al sur. No corrían, pues, peligro de ser descubiertos; la cañonera estaba en un crucero de inspección por el lago, para asegurarse de que nadie burlaba furtivamente su autoridad. Rose la siguió con la mirada y cuando la hubo perdido de vista se dejó caer pesadamente sobre la cubierta.
—Ha vuelto mi malaria —dijo, agotada.
Tenía el rostro alargado y aprensivo, como resultado del dolor que había estado soportando en las articulaciones; los dientes le castañeteaban. Allnutt la envolvió en las alfombras e hizo los preparativos a la espera de la fiebre, que no tardaría en arreciar.
—También empieza la mía —dijo al rato él.
Pronto estaban ambos postrados y sacudidos por escalofríos, gimiendo sumisamente bajo el sol abrasador.