A la madrugada siguiente quedaba sólo por cruzar, al rayo abrasador del sol naciente, una estrecha franja de nenúfares. La atravesaron, luchando contra los obstáculos con renovadas esperanzas, sin perder de vista el punto en que los nenúfares cesaban y comenzaba un nuevo canal a través del delta, seguros de que no podía haber otra traba a la navegación tan enconada como las raíces de esas ninfáceas.
El delta del Bora es una ciénaga cubierta de manglares, ya que el agua del lago Wittelsbach, aunque potable, es ligeramente salobre, lo suficiente para crecer en ella algunas especies de mangle; donde crece esta planta muere toda otra vegetación. Además, al comenzar estos arbustos cesaron los nenúfares bruscamente, ya que no hubieran tenido vida posible a la tupida sombra de aquellos.
Alcanzaron la boca del canal y otearon a lo largo de su curso. Semejaba un largo túnel; sólo algunos escasos rayos de luz penetraban a través de su espeso follaje. Un hedor como de caléndulas en putrefacción hería el olfato. Las paredes y el techo del túnel estaban formados por raíces y ramas de mangles, enredados en un fantasmagórico conglomerado de formas, tan salvaje como sólo podría concebirlo una pesadilla.
No obstante, la repelente fealdad del lugar no difería para ellos de la belleza de los nenúfares. Tras los días de viaje, estaban obsesionados por el deseo de seguir adelante. Tan firme determinación habían tomado de dar cima a la aventura emprendida, que nada que presentase dificultades para la navegación podía ser atrayente, en tanto que no podía haber lugar feo si su paso era fácil. Cuando salieron del último abrazo de los nenúfares, ambos a una, cesaron de remar para mirar el agua.
—¡Caramba! —dijo Allnutt, con tono de fastidio en la voz—. Ahora tenemos hierbas.
La hierba que partía del fondo del lecho semejaba a la que crece lozana en un prado umbroso y fresco. El agua formaba cuerpo con la vegetación. La única característica alentadora a la mirada era que las largas hebras apuntaban en la dirección seguida por ellos, señal inequívoca de que había alguna ligera corriente en el cauce, y, precisamente, ellos querían dar con el sitio donde desembocaba aquella corriente.
—No hay manera de usar el vapor aquí —dijo Allnutt—. La hélice no gira en esta basura.
Rose miró a la maraña de mangles, a lo largo de la orilla del pantano de los nenúfares. Existía la posibilidad de buscar alguna otra salida a través del delta, pero temían que cualquier otro camino estuviera igualmente atascado por la vegetación, y todo intento por encontrar otro paso hubiera significado largas horas de lento remar a través de los nenúfares. Tomó su decisión con ponderada lentitud:
—Vamos —fue todo cuanto dijo. Nunca había oído hablar del consejo de lord Fisher de «no dar nunca explicaciones», pero obró de conformidad con él por instinto.
Volvieron a su faena, y La Reina de África entró en la ciénaga de los mangarles con la lentitud que hay que esperar de una lancha de vapor movida por un remo y por una rama que cumplía la función de éste.
Era una región donde el agua luchaba tenazmente por defenderse contra la tierra que invadía lentamente su jurisdicción. Entre las raíces de los mangles que los rodeaban podían verse charcos de agua oscura internándose en el riacho; el barro donde crecían los árboles era casi líquido e igualmente oscuro. El aire rezumaba humedad. Todo estaba empapado y, sin embargo, al abrigo de los árboles tenían la impresión de estar en un horno. La respiración se hacía penosa.
—¿Qué te parece si volviéramos a usar el gancho, Rosie? —propuso Allnutt, quien se resistía a dejarse descorazonar por la lobreguez del lugar—. Así avanzaríamos un poquito mejor.
—Los dos podríamos usar aquí el gancho —propuso ella—. ¿No puedes hacer uno?
—Fácilmente —repuso él. Rose se sintió dichosa de tener un ayudante tan hábil.
Pronto salió de sus manos un bichero, formado con un hierro angular de un larguero de la toldilla y atado luego al mango por medio de un alambre.
Utilizando cada uno un bichero, el progreso se hizo menos lento. Hombro con hombro a proa, enganchando una raíz de mangle desde un costado u otro, o una rama arriba, avanzaban zigzagueando a paso de tortuga. Calculando que la extensión de la ciénaga de los mangles fuera de unos quince kilómetros, dejando un margen del cincuenta por ciento extra para las curvas y marchando a tres cuartos de kilómetro por hora (ésa era, aproximadamente, su velocidad), en algo más de treinta horas tendrían salvado el trecho. Les llevó mucho más, a pesar de todo.
Primero, los obstáculos del cenagoso y enmarañado riacho, al entrar, y luego, a cada doscientos metros. La Reina de África se detuvo con una sacudida y una vibración que pronto se les hizo familiar… Algún tronco hundido en el agua cruzaba el cauce. Tenían, pues, que ubicarlo y sondearlo a lo largo. A veces, cuando la suerte los acompañaba, el lecho estaba lo suficientemente profundo en algún punto como para permitir el paso de la embarcación sin rozarlo; de lo contrario, tenían que buscar algún otro medio para salvar el impedimento. La chimenea cayó al dar contra las primeras ramas bajas; a fin de no ver trabada la marcha de la embarcación por las ramas colgantes, Allnutt la desarmó, como asimismo los puntales de la toldilla.
Generalmente, al hallar el cauce bloqueado, lograban hallar alguna vía de salida a través de los lagunajos que formaban una especie de canal lateral aquí y allí, mas llevar La Reina de África a través de ellos requería esfuerzos convulsivos, la necesidad de saltar al agua y forcejear en el barro para virar la lancha en los recodos. Era como si La Reina de África reptara sobre el barro y las raíces, haciendo volver a la memoria de Rose las palabras de mal augurio de Allnutt acerca de bajar al agua y arrastrarla.
Cuando no había manera de salvar el obstáculo cambiando de rumbo, tenían que quitar el tronco, o lo que fuera, del medio: cerciorarse primero de su peso y sus tentáculos; sondear con los bicheros, desplazándolo los pocos centímetros necesarios, con esfuerzos que, en esa atmósfera de baño turco, les hacían sentir como si los corazones les fueran a estallar. Pusieron su ingenio a prueba para encontrar medios de armar aparejos en las ramas de arriba y atar sogas en los obstáculos de abajo, para poder levantar y sacar del paso los objetos molestos. Y Allnutt debió por fuerza vencer su aborrecimiento de las sanguijuelas… En una ocasión, él y Rose tuvieron que estar un par de horas entre el barro y el agua, cortando con cuchillos una raíz sumergida que obstruía el único camino por donde podía pasar La Reina de África.
Fueron horas de pesadilla, transcurridas entre la suciedad, el barro y el hedor a vegetación putrefacta. Por mucho que extremaran el cuidado, el barro fue cubriendo poco a poco la embarcación y sus cuerpos, y, con el barro, venía el tufo nauseabundo. Era un sitio crepuscular, donde había que mirar cada cosa dos veces para reconocerla; como cada paso podía irritar a una serpiente, cuya mordedura hubiera traído una muerte segura, sus movimientos en el fango debían ser por fuerza cautelosos.
Lo peor de todo era la malaria. La sangre de ambos acaso ya estuviera infectada en el bajo Bora, antes de que entraran en el delta, pero fue en el delta donde se hicieron sentir sus efectos. El acceso de todas las mañanas los postraba casi simultáneamente. De pronto se sentían invadidos por un frío paralizador, y los dientes comenzaban a castañetearles violentamente, hasta que, en la culminación de la crisis, quedaban completamente extenuados, con los rostros alargados y surcados de arrugas y las uñas moradas de frío. Acostados lado a lado en el fondo de la embarcación, rodeados por la silenciosa selva de mangles, se apretaban contra sus cuerpos las escasas prendas, sucias de barro, a pesar del bochornoso calor húmedo, que la fiebre no les dejaba sentir. Luego, al cabo de un rato, pasaba el frío y la fiebre tomaba su lugar, una fiebre de pesadilla, con delirio, sed y un dolor atroz en las articulaciones, hasta que, cuando ya se creían llegados al agotamiento, comenzaba la bendita traspiración, desaparecía la fiebre, y podían dormir un par de horas, para luego despertar con algunas fuerzas para moverse y continuar la dura faena de arrastrar a La Reina de África por el delta del Bora.
Rose y también Alnutt, tomaba su dosis de quinina del botiquín que ella había traído en su baúl de lata; de no haber sido por ese recurso, hubieran muerto seguramente, y La Reina de África, entre los mangles, hubiera sido su osario.
Nunca vieron el sol estando en esa crepuscular tierra de pesadilla; el curso doblaba y se retorcía hasta hacerles perder todo sentido de la dirección; habían renunciado a saber hacia qué punto de la brújula se dirigían. Cuando finalmente la corriente que seguían se unió a otra, tuvieron que asegurarse de la dirección que tomaban las aguas de ésta para determinar su propio rumbo, y en los lugares donde la oscuridad no permitía siquiera el crecimiento de gramíneas acuáticas, según acaecía de vez en cuando, se valían de la dirección que en la escasa corriente adoptaba algún trocito de madera puesto sobre la superficie… movimiento apenas perceptible, de no más de unos metros la hora.
Lo peor lo pasaron en las dos ocasiones en que perdieron contacto con el hilo del curso, como resultado de los rodeos que debieron dar para eludir obstáculos que, de otra manera, hubieran resultado insalvables. Cosa muy fácil de ocurrir, por otra parte en un lugar donde cada maraña de raíces aéreas era igual a la otra, donde la luz era débil y nada había que ayudase a orientar el rumbo, y donde dar un traspié en los islotes de fango significaba hundirse en la ciénaga hasta la cintura y salir con la piel rasgada por las raíces. Desorientados de ese modo, sólo atinaban a luchar para ganar un charco tras otro y desbrozar penosamente con el hacha un camino. Era alcanzar el cielo el reencontrarse con un lóbrego túnel enmarañado de raíces que permitiera avanzar unos cincuenta metros de un tirón, sin verse detenidos por algún obstáculo.
Perdieron toda cuenta del tiempo en ese cenagal. Las jornadas iban sucediéndose cada una con su carga de escalofríos y fiebre; era de día cuando había suficiente luz como para distinguir los objetos, y de noche cuando la luz crepuscular disminuía tanto que ya no permitía avanzar otro paso, pero nunca llegaron a saber cuántos días pasaron en ese estado. Comían poco, y aquel poco se impregnaba del tufo a marisma antes de llevarlo a la boca. Era una vida peor que la de muchas bestias, pues a ningún animal se le hubiera obligado a pasear La Reina de África a través de los manglares… sin un momento de descuido, por el temor de averiar la preciosa hélice.
No importaba que Allnutt hiciese pie en el barro resbaladizo, que el ángulo de tracción de la soga fuese embarazoso ni la inminencia de un acceso de malaria. La lancha tenía que ser girada suavemente en los recodos, centímetro a centímetro, sin tirones, en previsión de que durante su avance lateral diese de costado contra algún raigón oculto. No había manera de permitirse la satisfacción de dar un tirón violento a la soga o pegar una remada animosa.
No se dieron cuenta de las primeras señales propicias de su progreso. El canal por el que navegaban no se diferenciaba de los otros, y al unirse a otro, supusieron como cientos de veces antes, que se bifurcaría más adelante. Mas cuando vieron que se abría ante ellos un cauce aún mayor, se llenaron de renovada esperanza. Las ramas que formaban espeso techo sobre sus cabezas comenzaron a ralear; el cauce se ahondó y ensanchó, y aun cuando la vegetación acuática continuaba invadiendo el curso, ello constituía un inconveniente fácilmente salvable después de los obstáculos que habían tenido que vencer antes; tenían adquirida, además, una extraordinaria destreza en la operación de hacer avanzar La Reina de África a fuerza de bichero. No se atrevieron a expresarse recíprocamente sus renacidas esperanzas al ver que el estrecho canal acababa de abrirse unos tres metros por cada banda.
Luego se despejó la maraña, hasta dar entrada a la luz directa, y Allnutt no pudo ya contenerse, aun a riesgo de romper el hechizo que los poseía en ese instante.
—Rosie —dijo—, ¿crees que al fin hemos salido?
Rose titubeó antes de responder. No creía aún lo que veían sus ojos. Antes de contestar, se asió de una raíz aérea y, de un fuerte tirón, hizo avanzar a La Reina de África, libremente un trecho.
—Sí —dijo al fin—. Creo que hemos salido.
Se dirigieron una amplia sonrisa desde los costados opuestas de la embarcación. Estaban con una traza que daba horror, a pesar de haberse acostumbrado a ello. Embadurnados de barro… El largo cabello castaño de Rose y el menos largo de Allnutt, y la barba de éste, que había crecido nuevamente desde que estaban en el delta, formaban burujos. Su permanencia en la semioscuridad había cambiado el color tostado de su tez en un amarillento enfermizo, acentuado por la malaria. Tenían las mejillas y los ojos hundidos, y los rasgones en sus sucias prendas dejaban ver la piel amarilla y los huesos como forzando una salida a través de ella. La lancha y todo lo que ella contenía estaba cubierta de barro, traído en los presurosos saltos a bordo, tras efectuar maniobras difíciles entre el fango. Semejaban salvajes enfermos de la Edad de Piedra, más bien que productos de nuestra civilización. Aun así, no dejaban de sonreírse el uno al otro.
Luego, el cauce torció, y ante ellos se presentó un cuadro en el que los mangles cedían a otra planta su dominio del lugar.
—¡Cañas! —susurró Allnutt, como si temiese equivocarse—. ¡Cañas!
Había conocido las cañas antes, y las prefería a los mangles. Rose, de puntillas sobre el banco, inspeccionaba las aguas por encima de los penachos.
—El lago está ahí, al otro lado —dijo ella.
Enseguida, la mente de Rose comenzó a fraguar ideas y proyectos, como si acabase de enterarse de la llegada de un huésped inesperado para el almuerzo.
—¿Cuánta leña tenemos?
—Mucha —repuso Allnutt, recorriendo a ojo de buen cubero las pilas en el combés—. Bastante para medio día.
—Nos hace falta aún más —dijo Rose, imperativamente.
Una vez en el lago no contarían con los medios de surtirse de leña que habían tenido hasta entonces. La Reina de África podría hallarse más tarde ante dificultades de reabastecimiento de combustible muy superiores a las sufridas por Muller y Von Spee. Quedaba un solo esfuerzo por realizar, para el cual La Reina de África debería estar equipada lo más completamente posible.
—Paremos aquí y completemos la carga de leña.
Para Allnutt, decididamente, y para ella en cierto grado, la resolución era penosa. Ambos, ahora que habían visto el cielo azul y un horizonte amplio, sentíanse presas de un pánico salvaje. Estaban ansiosos por encontrar un camino de salida de aquellos odiosos manglares, sin un segundo de demora. La idea de quedarse una hora más en esa oscura maraña los horrorizaba; sin duda, si Allnutt hubiese estado solo, habría dado vapor a la máquina y dejado la cuestión del combustible para que se resolviese en su oportunidad. Pero así como estaban las cosas, se inclinó ante la autoridad de Rose y, si vaciló, lo hizo en bien de ambos.
—La leña verde no le hará mucha gracia a la caldera, ¿lo sabes? —dijo.
—Será mejor que nada —contestó Rose—. Cuento con que tendremos un par de días antes de usarla, y tiempo para que se seque un poco.
Al decir esto, intercambiaron una mirada. Hasta allí el viaje había tenido un solo objeto: el torpedeamiento de la Königin Luise. Ese objetivo que al principio pareciera tan locamente fantástico para Allnutt, estaba ahora a la vista; había dejado de pensar en él durante semanas enteras, pero se acercaba el momento en que tendría que considerar el proyecto seriamente. No obstante, aún no podía pensar en ello independientemente; sólo atinaba a decirse que muy pronto tendría que tomar una resolución sobre el asunto. Por el momento no se le ocurría una idea clara. Amarró La Reina de África a los mangles, tomó el hacha y dio contra los troncos tiernos y pulposos, hasta tener una buena pila en el combés. Al fin, podrían abandonar los manglares y refugiarse en el promisorio santuario de las cañas.