CAPÍTULO XI

No hubo necesidad de amarrar la lancha durante la noche. Ninguna manifestación normal de la naturaleza la hubiera movido de entre las altas cañas. El viento que acompañó la tronada apenas fue oído por Rose y Charlie. Inclinaba las cañas sobre la embarcación, mas, sentados bajo el arco que formaban éstas, no eran alcanzados por las ráfagas. Tuvieron que soportar todas las incomodidades de la lluvia, que cayó a cántaros sobre ambos en la oscuridad, pero aun en condiciones tan lastimosas la pasión dominante de la singular pareja no dejó de transportarlos una vez más.

—Esta lluvia me sugiere una cosa —dijo Allnutt durante una pausa—. Puede ahondar el lecho de este cauce… si es que se le puede llamar cauce. Esta tarde no calábamos nada. Un par de centímetros sería una diferencia enorme. Nunca será mucho lo que llueva.

Luego, bien entrada la noche, largo rato después de que hubiera cesado de llover, cuando Allnutt ya dormía a pesar de los mosquitos, Rose advirtió de pronto un leve ruido, apenas un murmullo, que sólo el oído de la fe pudo captar a través del zumbido de la nube de mosquitos. Era el agua, que corría en torno de la lancha. El murmullo llegaba de todas direcciones, más sumiso que el más leve soplo…, agua que se escurría por entre las cañas al levantarse el nivel de la laguna, impulsada por el agua recogida por el Bora, que ahora traía al lago. Rose estuvo a punto de despertar a Allnutt para que también él escuchase, pero se abstuvo de hacerlo, contentándose con formularse el propósito de partir a primera hora la mañana, antes de que el agua acumulada se perdiese en el delta… Siempre en guardia para salir cada mañana lo más temprano posible, era difícil comprender qué significaba para Rose el «a primera hora».

Hubo una variante esa mañana en la rutina diaria; no tuvieron que perder tiempo en encender la caldera y levantar vapor. El sol estaba aún detrás de las altas cañas cuando se dispusieron a partir, y antes de que Allnutt se trasladase a proa para reasumir su tarea del día anterior, Rose estaba ya al timón, escrutando a través de las cañas, ansiosa por descubrir un rumbo.

No se podía negar que estaban en una vía de agua cubierta por las cañas, camino indefinido del que sólo se percibía una línea tortuosa, sobre la cual las cañas crecían más ralas, pero exhibiendo señales inequívocas de conducir a una salida.

—Creo que nos hemos zafado de la varada —dijo Allnutt con aire satisfecho, al levantar el bichero.

Buscó un agarradero para el gancho y tiró; parecía más libre que ayer, el movimiento de la lancha.

—No hay duda —manifestó Allnutt—. Tenemos toda el agua que necesitamos. Si no fuera por estas malditas cañas…

El cauce era más angosto en ese punto que en la boca de entrada, y las cañas se enredaban en los costados al avanzar. Algunas eran aplastadas debajo de la lancha, con el resultado de que, a cada tirón, era mayor la resistencia que se debía vencer; a veces, retrocedía unos centímetros, lo cual tenía un efecto desalentador, mientras Allnutt buscaba un nuevo punto de enganche. La resistencia ofrecida por las cañas, empero, era menos obstinada que la del fango del día anterior, y Rose podía prestar alguna ayuda corriendo de un costado al otro, para librar la embarcación de las cañas que impedían su avance.

Fueron arrastrándose así, lentamente, pero sin perder la esperanza. De cuanto podían orientarse por el sol, no cabía duda de que, por el rumbo que seguían, irían a desembocar al delta. De pronto Allnutt dejé escapar un grito de alegría.

—¡Aquí hay otro canal! —Rose se enderezó a proa para mirar.

Estaba en lo cierto. El riacho por el que navegaban se unía en ángulo recto, a través de las cañas, a un paso de agua de características similares. El curso que formaba la confluencia de ambos era más amplio, de lineamientos más definidos, libre de cañas. Mirando sus aguas oscuras, vieron que los fragmentos flotantes estaban en movimiento…; con la lentitud con que se mueve una tortuga, pero movimiento, a pesar de todo.

—¡Caramba! —exclamó Allnutt—. No pierdas de vista esa correntada, Rosie, cariño. Pronto tendremos los rápidos.

Aún le quedaba a Rose suficiente humor para soltar la risa.

Allnutt arrastró La Reina de África al nuevo canal. Resultó una sensación deliciosa sentir la lancha nuevamente libre, aun cuando no pudiera moverse más de un par de centímetros hacia una u otra banda. Allnutt tomó una raíz con el gancho del bichero y pegó un tirón; la lancha avanzó un metro, y —lo que le procuró un alegrón— se mantuvo en movimiento, deslizándose suavemente mientras él buscaba febrilmente un nuevo punto donde afianzarse.

—¡Caramba! Ahora avanzamos a razón de nudos.

Un trecho más adelante, al doblar un recodo del curso, Rose divisó los árboles del delta, pero en seguida vio obstruida la vista por las altas cañas. La próxima curva los enfrentó de nuevo con el delta, no más de unos doscientos metros enfrente. Rose no apartó la mirada de ese punto al acercarse a él. El paso a través de las cañas se ensanchó sin que lo advirtiesen. Luego, de pronto, el curso quedó libre de juncos y otras cañas, y La Reina de África fue avanzando a la deriva un par de metros, para detenerse completamente al fin. Habían entrado en un amplio pantano, bordeado por árboles de copas de un verde oscuro; la superficie del agua estaba cubierta por nenúfares de flores rosadas y blancas, tan compactos que toda la extensión del espejo de agua formaba una sólida masa de vegetación acuática.

Tras haber estado a la sombra verde de papiros y juncos, el sol los cegaba; les llevó un buen rato acostumbrar a los ojos a las nuevas condiciones.

—Éste es el delta, desde luego —dijo Allnutt, olfateando.

Llegaba hasta ellos, a través de las aguas, un olor húmedo a vegetación putrefacta; la orilla opuesta era una furiosa maraña de árboles, cuyos troncos retorcidos coronados de plantas trepadoras recordaban las peores pesadillas.

—No existe la menor esperanza de llevar esta vieja tinaja a través de esa maraña —comentó Allnutt.

—Hay un paso por aquel lado —prorrumpió Rose, señalando con el dedo—. ¡Mira!

Había realmente un angosto paso, a través de la tupida vegetación de la selva, en la orilla de enfrente; una alfombra de nenúfares cubría con sus flores blancas la boca de entrada.

—Quizás tengas razón —dijo Allnutt—. La cosa es llegar hasta allí…

Recordaba, al hablar de ese modo, el último estanque cubierto de nenúfares que hallaran aguas arriba del Ulanga, para salir del cual habían tenido no poco trabajo. Aquí tenían que atravesar unos cien metros de aguas cubiertas por la vegetación.

—Probemos —propuso Rose.

Desde luego que que vamos a probar —respondió Allnutt, un tanto picado.

No fue fácil. Nada de lo hecho en ese viaje hasta el lago había sido fácil. Los nenúfares cedían al primer tirón del gancho del bichero, no ofreciendo una resistencia capaz de vencer el peso de la lancha. Se adherían, en cambio, tan tenazmente a la embarcación que impedían su avance tanto como las cañas.

Por el modo de avanzar de la lancha, Allnutt tuvo el oscuro presentimiento de que las plantas se enredaban en la hélice —la preciosa hélice con una paleta remendada— y el timón. El fondo era tan líquido, que tampoco ofrecía ninguna resistencia al empuje del bichero utilizado como palanca, y, al sacar el palo del agua, la lancha retrocedía a veces tanto como lo que acababa de avanzar. Cientos de burbujas de gas pestífero subían a la superficie siempre que el gancho tocaba el fondo; el hedor era atroz.

—¿No podríamos usar los remos? —propuso Rose.

El tiempo volaba con la rapidez con que solía hacerlo cuando el progreso era lento, y casi no se habían apartado de la entrada al pantano.

—Podríamos —repuso Allnutt.

Una de las piezas del equipo de La Reina de África era un remo de canoa. Allnutt fue a buscarlo y lo entregó a Rose. Para sí, buscó entre la leña una rama larga, con el mismo objeto.

Con los remos, la marcha se hizo un tanto menos lenta. Bogando en medio de aquella vegetación no era cosa de meter la punta del remo y tirar. Había que buscar un claro y hundir el palo verticalmente, lo más adelante posible, tirando de él con cuidado, sin revirarlo, para no correr el riesgo, al sacarlo del agua, de tener que recurrir al cuchillo para librarlo de raíces y plantas.

No era un medio de tracción ideal, había que admitirlo. Rose empleó al menos un minuto, tirando arduamente, para acercar a su lado el racimo de flores que advirtió a proa. Por otra parte, La Reina de África no era embarcación hecha para el empleo de remos. Sentada en el banco de popa, Rose trabajaba incómoda y torcida de costado; a los pocos minutos de manejar el remo, comenzó a sentir un dolor agudísimo debajo del omóplato, como el causado por la peor de las indigestiones. Tenían que alternarse, ella y Allnutt, para no cansarse demasiado.

Tan lentamente avanzaban, que cuando la embarcación se detuvo totalmente ninguno de los dos lo advirtió, y continuaron remando hasta que, sospechando lo que ocurría, se miraron, empapados de sudor como estaban, y descubrieron que los dos habían estado pensando la misma cosa.

—Estamos enredados en algo —dijo Allnutt.

—Sí.

—Es la hélice, ¡pobre vieja! No me extraña, con esta maraña…

Juntos, miraron desde el costado, pero no había manera de juzgar la situación desde allí.

—Sólo hay una solución —exclamó Allnutt al fin. Extrajo el cuchillo, lo abrió y observó el filo—. Una zambullida es el siguiente número del programa, señoras y señores —dijo irónicamente, tratando de sonreír al anunciar su propósito.

Rose quiso oponerse; corría peligro entre la masa de plantas acuáticas, mas era claro que Allnutt tenía que afrontar el peligro, o se quedarían allí para siempre.

—Tendremos que andar con mucho cuidado —fue todo cuanto supo decir.

—Sí.

Allnutt tomó una cuerda.

—Me la ataré a la cintura —dijo él al quitarse las ropas—. Tú cuentas treinta desde el momento en que me sumerja, y si al cabo de la cuenta no ves seña de que vaya a salir, tira de la soga con toda tu fuerza, tira y vuelve a tirar.

—Muy bien —asintió Rose.

Allnutt, sentado desnudo en el filo de la borda, giró sobre sí para sacar las piernas afuera.

—Tierra de cocodrilos es ésta, ¿no? —comentó, y luego, viendo la expresión en el rostro de Rose, añadió rápidamente—: No, no lo es. No hay cocodrilo capaz de meterse entre este mar de plantas.

Con todo, no estaba muy seguro de su afirmación. En la tarea que estaba por intentar, Allnutt se elevaba a la cumbre del heroísmo; ni Rose hubiera sido capaz de imaginar el miedo que lo embargaba, pero lo que ahora lo tornaba temerario era la reacción lógica de su anterior cobardía. Cuchillo en mano, se lanzó al agua. Aferrado a la borda, respiró profundamente una media docena de veces, para hundir en seguida la cabeza bajo la embarcación. Sus piernas desaparecieron bajo la alfombra de nenúfares, en tanto Rose contaba con labios temblorosos. Al llegar a treinta, comenzó a tirar de la soga, y exhaló un suspiro de alivio al ver aparecer a Allnutt, quien, envuelto en raíces y plantas, debió sacar una mano enguantada de nenúfares para despojarse de la máscara de igual hechura antes de poder respirar o ver.

—Hay una maraña como un colmenar, alrededor de la hélice —dijo Allnutt al boquear para tomar aliento—. La mitad de las raíces del lago están prendidas de ella.

—¿No habrá manera de limpiarla?

—Ah, sí. Se puede cortar muy fácilmente. Ya había hecho buena parte del trabajo cuando tuve que salir… Bueno, vamos a volver.

Al emerger del agua por cuarta vez, Allnutt sonrió satisfecho.

—Todo limpio —dijo—. Toma el cuchillo, moza guapa. Voy a subir.

Trepó a bordo con la ayuda de Rose. El agua le chorreaba del cuerpo y del bosque de raíces y plantas que lo cubrían. Rose se apresuró solícita para ayudarlo a limpiarse. De pronto dejó escapar una exclamación de asombro, que fue inmediatamente repetida como un eco por Allnutt:

—¡Mira a estas miserables! —dijo Allnutt—. Cuidaba de emplear blasfemias que a Rose no le parecieran tales, puesto que le eran desconocidas.

El cuerpo de Allnutt estaba cubierto de sanguijuelas adheridas a la piel, más de veinte en total, que iban inflándose de sangre mientras Rose las miraba. Causaban asco, y Allnutt sintió más pánico que si hubieran sido cocodrilos.

—¿No puedes arrancarlas? —preguntó con voz quebrada—. ¡Ay, malditas sabandijas!

Rose recordó que si se arranca una sanguijuela antes de que se harte de sangre, se corre el riesgo de que deje la boca en la herida y pueda provocar una intoxicación sanguínea.

—Con la sal salen —dijo ella, y corrió hacia el sitio donde guardaban la lata de la sal.

Un poco de sal húmeda restregada en los anélidos dio un resultado mágico. Cada una, sucesivamente, se retorció un instante, se estiró y volvió a encogerse, para luego caer, hecha una bola, en el piso de la embarcación. Allnutt pisoteó la primera, frenético de miedo, y la sangre —la suya— y otro líquido salpicó en todas direcciones. Rose levantó el cuerpo aplastado de ésa y las otras sanguijuelas con una astilla y las arrojó al agua. La sangre continuó manando libremente de las mordeduras triangulares, secándose en manchas moradas en su cuerpo, bajo el sol abrasador; pasaron unos minutos antes de que las heridas se coagularan. Allnutt, mientras tanto, se estremecía de asco. Odiaba a las sanguijuelas más que a cualquier otra cosa en el mundo.

—Salgamos cuanto antes de aquí —fue la única respuesta que pudo dar a las ansiosas preguntas de Rose.

Cruzaron remando el pantano de nenúfares. Con el caer de la tarde, algunas de las flores rosadas comenzaban a cerrar sus pétalos, mientras que otras flores, de un color verde hiedra con un leve matiz de azul en la punta de los pétalos, se empezaban a abrir. La alfombra de nenúfares era una bonita vista, mas ninguno de los dos tenía ojos para apreciar la belleza. Estaban sumidos en una condición de desanimada estupidez, con las mentes embotadas por el sol; no se dirigían la palabra ni al cambiarse de lugar para remar. El cruce del pantano fue tan lento como el paso de una babosa que atraviesa un jardín. Hundían los remos y tiraban de ellos como artefactos mecánicos, salvo los momentos en que las raíces que se adherían a las puntas de los remos rompían el ritmo.

El sol iba bajando sobre la línea del horizonte; junto a la orilla del pantano habíase formado una franja de sombra a la que iban acercándose lentamente. Con extremada lentitud, la proa de La Reina de África ganó la línea de la sombra. Allnutt continuó remando hasta agotar sus últimas fuerzas, y luego, al deslizarse la sombra hasta popa, donde ellos remaban, dejó caer al suelo el palo que le servía de remo.

—No puedo más —dijo, y se recostó sobre el banco. Casi llorando por el agotamiento, apartó el rostro de la mirada de Rose, avergonzado de que ella pudiese verlo en ese estado. Más tarde, sin embargo, después de que hubo comido y bebido, recobró sus ánimos de buen cockney, a pesar del tormento de los mosquitos.

—Lo que hace falta aquí, ¿sabes?, es una linda catarata —dijo Allnutt—, como la primera después de Shona. Hubiéramos llegado aquí desde el otro lado de las cañas en un par de minutos, o algo así, en vez de tardar dos días, y estar aún en veremos.

Al caer de la noche, volvió su vena jocosa.

—Hemos navegado a vapor, hemos remado y la hemos empujado y la hemos arrastrado con el bichero. La que nos falta hacer todavía es remolcarla tirando de ella… Me parece que ése ha de ser el próximo paso.

Rose recordó esas palabras al día siguiente, pensando que Allnutt había provocado a la Providencia al proferirlas.