CAPÍTULO X

Al descanso de la noche sucedió la febril actividad del día. No bien el sol hubo escalado las copas más altas de la selva, comenzó a derramar fuego con loca violencia sobre la pequeña embarcación perdida en la inmensidad del río. Era menester atender sin pérdida de tiempo a este aspecto de la situación. La molestia de la inmovilidad bajo el sol hizo que la reacción inmediata de la pareja fuesen los preparativos para buscar un lugar menos bochornoso, aun conociendo por experiencia el escaso alivio que les traería el movimiento… El efecto podía ser contraproducente, debido a la necesidad de encender el hogar de la caldera.

Continuaron bajando el anchuroso río negro. Todo allí era silencio y quietud; al acercarse, la superficie se tornaba brillante, con reflejos azogados. Tras su paso, la estela dejaba una cuña de agua alborotada, que se abría casi hasta donde alcanzaba la mirada, para morir, al fin, en las márgenes pobladas de juncos. Continuaron avanzando en medio de una atmósfera sofocante, torciendo sin cesar el rumbo por los vanos recodos del curso. Había una calígine que tornaba la distancia irreal e indistinta.

Rose dirigió La Reina de África hacia una nueva curva. La vaharina era allí más espesa; no podía determinar si, al cabo de ese trecho, el río giraba a la izquierda o a la derecha. Mas poco importaba ya; el curso era ancho y profundo. Serena, se mantenía en medio de la corriente, a un cuarto de milla de ambas orillas. Estaba así segura de advertir a tiempo la dirección de la próxima vuelta.

Muy lentamente, fue advirtiendo que el lecho del río se había ensanchado. En esa caliginosa atmósfera las márgenes parecían estar lo mismo a media que a un cuarto de milla de distancia. No cabía duda, empero, de que ambas orillas se habían alejado. Sin preocuparse, Rose mantuvo La Reina de África en el rumbo elegido, con la proa apuntada hacia la selva indistinta de enfrente, segura de que pronto se abriría ante ella el siguiente trecho recto.

Mas iba ya para media hora de navegación y no divisaba el cambio de dirección. Estaban ya sobre el verde oscuro de la selva y la faja verde brillante de juncales. Rose alcanzaba a dominar con cierta precisión una vasta extensión que no ofrecía una solución de continuidad. Al llegar a la conclusión de que el curso habíase vuelto casi sobre sí mismo, giró el timón a estribor para acercarse de nuevo a la margen izquierda. El paisaje no ofrecía ningún goce estético; no había allí sino la ininterrumpida faja de cañas y juncos y la selva eterna; además, algo en la línea del horizonte parecía sugerirle que el río no tenía por ese lado camino de salida.

Hubo un instante en que acudió a su mente la idea de que el río moría en ese paraje, mas la dejó en seguida de lado por inverosímil. Los ríos mueren así cuando se pierden en las arenas del desierto, y no en comarcas lluviosas como ésa. Estaban en el África Oriental alemana, no en el Sahara. Giró la cabeza para contemplar la ruta recorrida, pero el último trecho de cauce relativamente angosto había quedado unas tres millas atrás, bajo en el horizonte indistinto, envuelto en la bruma.

Un solo camino prometía una solución. Volvió a girar el timón para dirigir a La Reina de África directamente hacia el borde de la franja de juncos. Si navegaba pegada a la orilla, no tardaría en descubrir el río, dondequiera que éste desembocase.

—¿Crees que éste es el delta, cariño? —exclamó Allnutt. Estaba de pie en la borda, observando el inmenso espejo del agua.

—No sé —contestó Rose, y agregó, obstinada—: Pronto lo sabrás.

Su noción de un delta era la de un dédalo de canales e islas, no un ancho lago de nueve kilómetros y sin salida a la vista.

Navegaron largo rato sin apartarse de los juncales. De pronto los ojos de Rose, adiestrados en largas jornadas de observar la superficie, advirtieron un cambio en el carácter del curso. El color negro del agua era aquí diferente, más subido que antes. Era un líquido sin vida, estancado. Largas franjas caracoleantes en la superficie indicaban algún remolino infinitamente lento en profundidad. Los objetos flotantes, troncos y ramas, abundaban más que en otros sitios. Parecía, en realidad, que todas las señales anunciaran la muerte del río, desafiando todas las leyes conocidas de la naturaleza.

—No acierto a figurarme dónde diablos nos hemos metido —dijo Allnutt—. De todos modos, hay aquí un montón de leña seca. Paremos y carguemos lo que podamos.

No era tarea fácil recoger una carga completa de combustible de todas las clases que Allnutt buscaba, desde las ramas resecas capaces de dar una súbita llama viva, hasta los trozos sólidos productores de brasa duradera. Allnutt pescaba la leña en el agua, levantando mosquitos, que aun aquí, a una milla de tierra firme, abundaban; alborotaba a una inmensa fauna semiacuática, al levantar la leña a bordo. La hachó para dejarla en trozos adecuados, como mejor podía, en la embarcación, y la puso a secar sobre las tablas del piso. Un par de horas de aquel sol endiablado sobraron para orear y convertir en elementos de fácil combustión hasta aquellos trozos saturados de humedad.

—Creo que ya tenemos bastante, Rosie —dijo Allnutt al cabo.

Continuaron su itinerario rozando las cañas. Rose no ignoraba que estaba llevando el timón a babor. Había que describir una amplia curva por la orilla del lago; una mirada al sol le indicó que estaban llevando una orientación casi opuesta a la que les había servido de entrada. Por la margen izquierda la franja de cañas se ensanchaba tanto por momentos que la selva casi quedaba fuera del alcance de la vista. No obstante, puesto que todo río con un cauce de media milla de ancho tiene que rematar en algo, Rose avanzaba confiada, aunque con la incertidumbre de recibir de un momento a otro alguna sorpresa. Detalle extraño: aquello continuaba sin cambios al correr de la tarde. Aparecía de tanto en tanto algún angosto canal a través de las cañas, mas eran apenas zanjones cubiertos de vegetación. No eran pasos limpios de juncos y cañas, sino que la vegetación era allí más rala, siendo tal vez puntos donde el cauce era más hondo y sólo los tallos más altos alcanzaban a asomar fuera del agua. La selva estaba demasiado distante y densa para que pudiera servir de indicación.

La única interrupción de la monotonía del viaje fue la aparición de una manada de hipopótamos, unos veinte en total, que huyeron aterrorizados a ocultarse entre las cañas, hasta que, para quedar a cubierto de toda contingencia, desaparecieron bajo la superficie, borrando toda señal de su existencia. Rose se dejó distraer apenas un instante por las bestias. El problema del extraordinario comportamiento del río la tenía absorta en conjeturas. Tenía el timón aún a babor para navegar a prudente distancia de la orilla. Por la orientación solar supo que se hallaban sobre la misma línea que cuando había notado por primera vez el ensanchamiento del río: habían navegado describiendo un círculo casi completo.

Para confirmar esta opinión, dirigió la mirada a estribor, a la margen opuesta, que hasta un cuarto de hora antes quedaba casi fuera del alcance de la vista, y que se acercaba ahora por momentos; al cabo de otros diez minutos, la triste sospecha quedaba confirmada. Estaban de regreso a la boca del río, en el punto de entrada al lago. No había sino que girar el timón a estribor para enfrentar la corriente y los rápidos de donde habían salido. Fue para Rose un momento de desagradable sorpresa. Un par de semanas antes hubiera llorado de humillación y desencanto, mas sus fibras se habían acerado entretanto; tras tantas peripecias, los ríos africanos ya no la amedrentaban.

Su error era perfectamente excusable, ya que el itinerario del Bora y de algunos otros cursos que desaguan en el lago Wittelsbach es extravagante, a consecuencia de la abundante vegetación acuática del África tropical. Los riachos del delta del Bora son angostos, embancados de sedimentos, dragados apenas por una leve corriente, condición ideal en ese clima para la proliferación de la vegetación acuática. Los cauces están, pues, casi obstruidos con cañas y carrizos y la corriente reducida a estancarse, haciendo que el río se halle represado en su desembocadura.

Como consecuencia de esta situación el curso queda aprisionado, formando una laguna detrás de su delta. El pequeño aumento de fuerza del caudal que finalmente se produce, constriñe al agua a salir de su lecho por zanjones que serpentean por el delta en vías de precaria formación; la laguna misma aumenta de extensión con el firme aporte del río, hasta que, finalmente, debe doblar el flanco del delta por uno u otro lado, y forzar un paso de retorno al lago, formando una nueva desembocadura. Allí se hunde el nivel del lecho de la laguna, la corriente disminuye de velocidad a través de este nuevo curso, y todo el proceso vuelve a repetirse, de modo que, con el andar de los siglos, el delta se agranda por todos sus lados.

En el año 1914, cuando Rose y Allnutt bajaron el Ulanga, hacía quince años que el Bora había abierto una nueva desembocadura, la laguna cubría casi su máxima extensión y los pocos y tortuosos riachos que seguían aún abiertos estaban cubiertos de vegetación; no había, pues, nada de extraño en que Rose dejara de advertirlos. No era Rose tan tonta como en ese momento creía serlo.

En cierto modo, la estupidez de Allnutt le traía alivio. Él, absorto en la supervisión de la marcha de la máquina, había apenas prestado atención al derrotero seguido. Cuando Rose le gritó que parara la máquina se mostró sorprendido. Paseando la mirada por las dilatadas orillas, no atinaba a reconocerlas. Creyó que Rose había hallado una salida al lago, al cual hubiera entrado por una boca desconocida. Sólo cuando ella le pidió que echara el ancla para dar fondo, y le indicó que la leve corriente que apenas se percibía corría en dirección opuesta a la que debían seguir, admitió su error.

—Todas estas malditas orillas son iguales para mí —observó.

—Así me parece a mí también —dijo Rose, harto decepcionada, mas Allnutt no perdió su alegre optimismo.

—De todos modos —comentó Allnutt—, aquí hemos llegado. Tenemos un fondeadero para la noche, Rosie. Sin mosquitos. Pongámonos cómodos y olvidemos estas cosas hasta mañana.

—Muy bien —dijo Rose.

No obstante, seguía erguida en la proa, apoyando una mano en el puntal de la toldilla, en tanto tenía la otra a modo de visera, avizorando a través de la laguna la lejana orilla opuesta, envuelta en una calima grisácea.

—Allí debe de estar la salida —se dijo—. Una red de cauces. Noté varios a través de los cañaverales allá donde vimos los hipopótamos y no les hice caso. Mañana nos meteremos en el más promisorio, y de algún modo saldremos. El lago no ha de estar muy lejos.

Si tantos exploradores ingleses hubieran retrocedido a la vista de imposibilidades aparentes, el Imperio Británico no habría llegado ni a la mitad de lo que a la sazón era.

No caracterizaba a esa noche la calma que hiciera tan apacible la anterior. Rose no estaba conforme con lo logrado hasta el omento, y experimentaba la vaga inquietud del piloto desorientado. No estando habituada a los fracasos, sentíase como obligada a pedirse razón a sí misma. Ni siquiera tras dos horas de descanso, a la sombra del reparo que Allnutt había montado tan pacientemente, hicieron recuperar a Rose su optimismo. Pero crecía en ella la firme determinación de abrirse paso a través del delta a toda costa, o morir en el intento; resolución ésta que endureció sus facciones y tornó su conversación con Allnutt un tanto abstraída. El sueño tardó esa noche en llegar.

No menos molesto era el croar de las ranas entre los cañaverales. Debía haber una colonia de millones de batracios, para quienes, presumiblemente, las aguas estancadas eran convenientes para el desove. Croaban al unísono; Rose alcanzaba a distinguir claramente dos tonos, uno muy bajo, cuyo volumen no sufría alteración, y otro alto, que subía y se esfumaba con monótona irregularidad. A pesar de la distancia de la embarcación, desde los juncales el ruido llegaba hasta allí a ras del agua, y tan fuerte como el de gruesas olas rompiendo contra un arrecife, con parecidas variaciones de tono y volumen. Era un ruido irritante que no cesó en toda la noche.

No molestaba sin embargo a Allnutt, para quien no existía ruido que pudiese turbar su descanso. Su beatífico sueño era, para la vigilia de Rose, tan exasperante como el croar de las ranas. Ella, acostada en un charco de sudor, en una atmósfera sofocante, se sentía molesta, incómoda, nerviosa. Si hubiera sido mujer regañona o tiránica, se habría portado como una arpía a la mañana siguiente, mas su educación austera le impedía entregarse a extravagancias tales como el abuso de poder. Ni siquiera sabía que era capaz de regañar; nunca había gozado del inefable placer de dar rienda suelta al mal humor.

Mostrábase, en cambio, ruda e impaciente, y luego de una mirada de soslayo en respuesta a una contestación brusca a su locuacidad, Allnutt creyó prudente guardar silencio. Meneando la cabeza, se sentía lleno de sabiduría al cavilar sobre la mente inescrutable de la mujer, y, para no prolongar el estado de tirantez, trató de apresurar el levantamiento del vapor en la caldera y preparar la embarcación para la partida.

Rose dirigió La Reina de África, a través de la laguna, hacia el sitio donde, según sus cálculos, debería hallar un paso por el delta. La baja franja de árboles frente a la línea del horizonte fue tornándose más y más distinta por momentos, y pronto pudieron divisar el fresco y lozano verde de las cañas.

—Reduce la marcha —gritó Rose, y la máquina disminuyó los golpes del émbolo al cerrar Allnutt el regulador.

Tomó un rumbo lo más cercano posible a los juncos y papiros, sabiendo que era arriesgado a pesar del aspecto atrayente de los cañaverales. Estos surgían del agua cenagosa en matas compactas, culminando cada tallo en un bonito penacho; aparte de algunas pocas, descarriadas, las matas se mantenían unidas hasta las cimas, y más cerca de la orilla se hacían tan tupidas, que tornaban imposible todo intento de paso a través de ellas. No sabía Rose que acaso estas mismas especies fueran las que proveyeron los juncos de la cesta en que Moisés se mantuvo a flote en el Nilo, ni que la sabiduría del mundo tuviera una gran deuda con ellas por el papel que sus tallos habían dado a la antigüedad… Además, de haberlo sabido, no le hubiera importado. Rose tenía la mente puesta en una vía de salida…

Dos veces vaciló al acercarse a puntos donde las cañas no crecían tan espesas, pero siguió adelante en ambos casos; había que considerar el canal a través de la selva que cubría el delta. Esas indicaciones triviales de un camino de agua significaban que su continuación a través del delta podía resultar obstruida. Pronto habrían de llegar a un pasaje más ancho, de líneas más netas. Rose hurgó en su memoria hasta decidir que ese paso era tan bueno, al menos, como cualquiera de los notados el día anterior. Maniobró el gobernalle y puso proa en dirección a esa nueva vía.

Nerviosamente, Allnutt cerró la válvula hasta disminuir casi completamente la rotación de la hélice, y La Reina de África se deslizó por entre las cañas a paso de tortuga. Rose asintió con un movimiento de cabeza aprobando la precaución tomada por Allnutt, pues tampoco ella quería correr riesgos con una hélice remendada. El canal se mantenía medianamente libre de cañas en su tortuoso itinerario. A veces, una mata rozaba la borda con chasquidos infernales; Allnutt, doblado sobre ésta, sondeaba con el bichero la profundidad del lecho.

Parecía providencial que las cañas rehusaran crecer en aguas apenas más profundas que el calado de La Reina de África.

Llegaron al punto inevitable en que el canal se bifurcaba; hubo, pues, que decidirse por uno de los dos caminos. Rose oteó unos instantes por sobre el mar de cañas hasta el borde de la selva y dirigió la proa hacia el que le pareció más promisorio. Avanzaron. Por ambas bandas los juncos y los papiros se hacían más tupidos a cada paso. La Reina de África parecía insegura en su avance. Al notar algo extraño, Allnutt alargó apresuradamente la mano hasta la válvula y cerró el paso del vapor.

—Hemos varado, cariño —dijo él. Parecía insegura en su avance; notando algo extraño, Allnutt alargó apresuradamente la mano hasta el regulador y cerró el paso del vapor. —Hemos varado, querida —dijo él.

—Ya lo he notado —respondió Rose, rudamente—. Pero tenemos que seguir.

Allnutt, con el bichero, hurgó en el fondo, que era profundo y de barro semilíquido. No había posibilidad alguna de bajar al agua y remolcar la embarcación, que fue la primera idea que se le ocurrió. Para convencer a Rose de la situación, Allnutt le mostró el bichero, que chorreaba barro.

—Tendremos que tirar de ella, agarrándonos de las cañas —propuso resueltamente Rose—. El fondo de la lancha se deslizará por el barro, sin utilizar la hélice.

No tardaron en dar comienzo a la faena. Rose tiraba de las cañas y Allnutt empleaba el bichero de la mejor manera posible. Su técnica mejoró rápidamente a fuerza de experiencia y pruebas. La caña de papiro parte de una raíz larga y sólida, que se hunde profundamente en el barro antes de doblarse hacia arriba y formar la cabeza. A horcajadas en la proa, Allnutt tiraba el bichero adelante y hurgaba hasta hallar un tenedero para el gancho, para luego arrastrar la lancha cosa de medio metro a través de la ciénaga. Acto seguido debía abandonar esa raíz, para ir en busca de una nueva y ganar así unos palmos más.

El calor entre las cañas era terrible; no eran lo suficientemente altas como para resguardarlos del sol del mediodía, aunque sí les cortaban la leve brisa que soplaba en esos momentos. Y pronto fueron descubiertos por los insectos: enjambres de moscas y mosquitos sedientos de sangre. El trabajo era pesado y agotador. Dos horas de él dejaron a Allnutt fatigado y sin aliento; al abrir la boca para respirar soltaba maldiciones, porque se le llenaba de insectos.

—Lo siento, señorita —dijo al fin, con tono de disculpa—. No puedo seguir en esto, de ninguna manera.

El rostro que miraba a Rose estaba empapado de transpiración, como si acabase de salir de debajo de una ducha; jirones de ropas que cubrían su cuerpo. Ni él ni ella notaron el empleo de la palabra «señorita»… Era muy propio de la bestia de carga en que se había convertido.

—Muy bien —dijo Rose—, dame el bichero.

—Es un trabajo pesado —dijo Allnutt, con un tono de protesta en su voz.

Rose, sin hacerle caso, pasó por su lado y trepó a la pequeña cubierta de proa, blandiendo el bichero. Allnutt ensayó un amago de protesta, pero se contuvo. Estaba demasiado agotado para ello. Sólo atinó a echarse sobre el piso de la embarcación, chorreando sudor. Por amor a Rose había trabajado hasta caer exhausto. Ella encontró la tarea decididamente agotadora. Hallar un agarradero para el bichero era de por sí un esfuerzo. Hacer que la embarcación se moviera sobre la ciénaga y las raíces de las cañas exigía el empleo de cada partícula de sus energías…, un esfuerzo convulsivo, seguido inmediatamente de otro, y otro, interminablemente.

Al rato, ella también estaba rendida de cansancio. Por fin, tiró ruidosamente el bichero y se dejó rodar hasta el combés de la embarcación, con las ropas empapadas colgándole en jirones por el cuerpo. Las moscas la seguían en miríadas.

—Continuaremos mañana —dijo, con la voz entrecortada por la falta de aliento. Allnutt abrió los ojos para mirarla al volver lentamente en sí.

Las cañas que los rodeaban eran más altas ahora, puesto que en su marcha con este nuevo medio de tracción habían dejado virtualmente atrás los papiros y entrado en el terreno de otro género; el sol había bajado en el horizonte. Estaban, al fin, amparados por la sombra; la embarcación, antes caliente como una parrilla al fuego, fue tornándose casi soportable; pero las moscas y los mosquitos picaban ahora más que nunca. Tras un rato de descanso, Rose recuperó las suficientes fuerzas como para dedicarse a descubrir cuán lejos estaban aún de la orilla. Trepó al trancanil, pero las cañas, ahora gigantescas, formaban una barrera infranqueable a su mirada; no veía más que cañas y cielo. ¿Cuánto se habrían internado? ¿Qué distancia los separaba aún de la selva? De seguro que no habían imaginado que les llevaría todo un día trasponer una franja de juncos y papiros de un par de kilómetros de ancho, pero allí estaban aún, al cabo de la primera jornada, a mitad de camino, sin una señal que indicase la posibilidad de salir algún día del atolladero. ¡Qué importaba!… Mañana continuarían abriéndose camino…

Cualquier persona con menos ánimos que Rose hubiera empezado a preguntarse qué sería de ellos de no existir una vía de salida. La posibilidad de hacer retroceder la lancha por la vía recorrida no era factible. Se quedarían allí hasta morir de hambre, como animales encerrados en una trampa, o hasta ahogarse en la ciénaga entre las cañas al intentar abrirse paso hasta la orilla del lago. Pero Rose no se dejaba intimidar por aprensiones de esa naturaleza. Estaba tan resuelta, que las posibilidades, en tanto tales, no la alarmaban. Era como el general ideal de Napoleón: no se detenía a imaginar lo que pudiera ocurrir; así como también había actuado, a lo largo de todo el trayecto, según el aforismo de «no perder una hora» de Nelson. Si al seguir los consejos del más grande soldado y el más grande marino de la historia, aunque fuere inconscientemente, el éxito coronaba esa campaña anfibia, el mérito sería de ambos. Y si fracasaban, no sería por cobardía de su parte y por no agotar todos los recursos… Así pensaba Rose mientras luchaba con las moscas.