Ese día pasaron el punto donde el río Ulanga cambia de nombre para tomar el de Bora. El sitio exacto no está marcado en ningún mapa, por la sencilla razón de que no se ha levantado aún un mapa de la región, salvo los burdos croquis trazados por Spengler. Antes de que Spengler y sus remeros swahilis lograran bajar el río en canoa, nadie sabía, aunque lo sospechara, que el caudaloso y arrollador curso que recorría el altiplano y desaparecía en las gargantas de Shona, era el mismo que resurgía en la enmarañada jungla de valle de la Gran Falla, a unas cien millas de Shona, para perderse luego en el vasto delta que se había formado en la ribera del lago.
A la población nativa nunca le había preocupado el asunto, hasta que llegaron los alemanes. El delta del Bora era, a la sazón, un pantano infestado de malaria; los rápidos del Ulanga eran lo que Allnutt y Rose acababan de reconocer. Ninguna persona cuerda hubiera perdido un minuto de tiempo en cualquiera de ellos, y puesto que no había vínculo practicable entre el curso superior y el inferior, carecía de importancia el que llevaran diferentes nombres.
Al fin y al cabo, la diferencia toponímica se justificaba por la diferencia de carácter. Era fácil advertir la diferencia entre el lecho escarpado del valle de la Gran Falla y el lecho bajo cerca del lago. Disminuía la velocidad de la corriente, y las barrancas que la canalizaban cambiaban asimismo.
Ha de saberse que el Ulanga, con su corriente arrolladora, se carga de toda clase de detritos, y acarrea consigo el fondo del cauce. Al llegar al llano, toda esa materia en suspensión se deposita en forma de fango o grava; el río ensancha su lecho, se puebla de islas, halla para sí nuevas rutas cenagosas. Se supone que al formarse, el lago debería haberse acercado a las estribaciones del valle de la Gran Falla para descansar en ellas; mas durante una eternidad de siglos, el Ulanga —el Bora, según debemos llamarlo ahora— fue depositando sus masas de tierra en el límite de sus aguas, hasta formar un delta inmenso, de unas treinta millas de lado por cada una de sus tres aristas, que se vuelca en el lago, en un terreno sombrío, pantanoso, anfibio, mitad ciénaga negra y mitad agua, despidiendo miasmas en el vaho del calor tropical, cubierto de densa vegetación, virtualmente sin vida animal e infestado de insectos pestíferos.
Rose y Allnutt no tardaron en advertir que la transición era inminente. En un largo trecho, la correntada no amainaba, y el caudal era irregular, pero las barrancas que lo canalizaban bajaban rápidamente de elevación, haciéndose menos escarpadas, hasta desembocar en un valle plano, cubierto por una selva enredada de trepadoras. Al salir de la sombra, el sol los golpeó con abrumadora violencia, como no lo habían sentido ciertamente en los desfiladeros del curso superior. El calor era insoportable. A pesar de estar en rápido movimiento de avance en aquella atmósfera sofocante, pronto se vieron bañados por un sudor renuente a evaporarse, que se escurría por el cuerpo, formando charcos en el suelo o corriendo en arroyuelos, que les entraba por los ojos, irritándolos.
Rose se enjugaba la cara mientras maniobraba La Reina de África por el último tramo de rápidos, no ya por las cascadas bramantes que conociera más arriba, sino por un canal ancho y poco profundo, donde el agua corría con reciedumbre engañadora, y donde los troncos de árboles y los bajíos tomaban el lugar de las rocas coronadas de espuma. Era siempre menester el cálculo rápido y la maniobra experta, porque los bajíos surgían de pronto en medio del cauce y los hondos canales se abrían en dos o tres cauces, la corriente ganaba en reciedumbre y perdía calado a cada paso, hasta que, una vez pasada la capa rocosa, el caudal, escurriéndose sobre un escarpado filo de roca, se convertía en agua relativamente profunda y de curso bastante lento.
El cambio de color del río y nuevas señales de peligro, en forma de rutilantes escarceos del agua, anunciaron a Rose tras un corto respiro una nueva serie de bajos inminentes; debió, pues, planear un curso para una media milla, ensartando lechos de suficiente calado, como a través de un laberinto, hasta la lejana línea del límite con el agua tranquila. Tenía aprendido lo suficiente ya para saber que si elegía un canal que muriera en algún bajo torrentoso se verían arrastrados hasta varar en el fondo, con la hélice y el árbol dañados de nuevo, y, probablemente, dada la fuerza de la corriente, la embarcación se vería virada en redondo, sepultada por las aguas caudalosas, tumbada y hecha pedazos, en tanto ella y Charlie… No permitía que su mente se detuviera en conjeturas, pero fijaba su atención, cejijunta, atendiendo a que los canales elegidos no terminaran en una trampa.
El tiempo cambió tan repentinamente como el valle de la Gran Falla. El cielo se cubrió de enormes nubarrones negros, intensificando la humedad del calor hasta tornarlo sofocante. Pronto comenzaron los relámpagos y truenos, y el fuerte aguacero que se desencadenó borró el paisaje, a modo de espesa bruma. Al primer amago de temporal, Rose había comenzado a acostar La Reina de África a la ribera, y ya caían los primeros goterones cuando Allnutt logró enganchar el bichero en el tronco de un grueso árbol que, casi sin vida, se mantenía precariamente en el filo del cauce con la mitad de sus raíces descubiertas. El río le había roído la tierra alrededor, dejándolo como una isla coronada de agua oscura y torrentosa; atraídos por las amarras a ese fondeadero, hicieron puerto allí hasta la terminación del temporal.
La luz era gris y amenazadora, el trueno rugía sin cesar, acompañado por el ininterrumpido guiño del relámpago. No obstante, el tamborileo de la lluvia sobre la embarcación y el mugido del río eran tan altos como el propio trueno. El agua golpeaba a la pareja sin piedad, anonadándola. Carecían hasta del toldo, que les hubiera podido brindar su precario abrigo. Todo cuanto pudieron hacer fue sentarse a esperar, experimentando una sensación parecida a la de estar bajo una potente ducha tibia que ni siquiera les permitía abrir los ojos.
El viento cálido que azotaba a la lluvia zarandeaba a La Reina de África en torno a sus amarras a pesar de la fuerza de la corriente, y, antes de que el nublado hubiera concluido, soplaba desde dos tercios de la rosa de los vientos, sacudiendo peligrosamente la lancha, de tal modo que Allnutt, enceguecido y anonadado como estaba, debió utilizar el bichero para mantener la embarcación a distancia de la orilla ya que corría riesgo de ser golpeada, poniendo así en peligro el árbol y la hélice. El temporal pasó tan de súbito como había comenzado, el viento amainó, y el sol de primera tarde convirtió la superficie del río en una caldera de vapor; Allnutt y Rose tuvieron que armar la bomba de achique y sacar el agua, que inundaba el piso.
Tras el cese de la lluvia llegaron los mosquitos: en enjambres, sedientos de sangre, llenando el aire con sus zumbidos gemebundos. Ni siquiera el conocimiento que de estas plagas habían dado a Rose y a Allnutt tantos años de residencia en el curso superior del río, les sirvió para combatir el ataque de las especies del valle inferior. Eran diez, veinte veces más insidiosos y crueles que los del Ulanga; además, su relativa ausencia en las hondas gargantas les había hecho perder el hábito, tornándolos más susceptibles aún. Los atacó un nuevo género de mosca, negra y diminuta, que picaba como una aguja candente y dejaba una gota de sangre en cada picadura; tan numerosas eran como cualquiera de las decenas de especies de moscas y mosquitos que, formando enjambre, zumbaban en torno de la embarcación, dándoles en los ojos y entrándoles en las narices y la boca, clavándose en cualquier pedazo de piel descubierta. Era un verdadero tormento estar vivo.
Ni con la llegada del anochecer y la oscuridad que descendió de repente sobre el lugar se debilitaron sus ataques. Parecía imposible pretender pegar un ojo en aquel infierno de calor pegajoso, bajo la tortura constante de tantos demonios alados. El recuerdo de la agradable frescura de la noche anterior, de la cama libre de insectos, acostados lado a lado en dichosa intimidad, parecía la vaga reminiscencia de un sueño lejano. Esa noche rehuían el contacto, retorciéndose en la molesta yacija como sobre un asador. El sueño parecía inconciliable y, sin embargo, ambos estaban agotados por las peripecias y la agitación del día.
A cierta hora de la noche, Allnutt se levantó y comenzó a moverse en busca de algo.
—¡Eh! —dijo—, probemos esto. Rosie. No podrá ser peor que lo que tenemos.
Había encontrado la vieja lona de la toldilla, que tendió sobre ambos, aunque con la casi certeza de que se sofocarían allí debajo. Se envolvieron las cabezas, chorreando transpiración y respirando con dificultad. Mas el calor era más soportable que los insectos. Lograron dormirse al fin, medio cocidos y medio sofocados; y al despertar con el clarear del día, sintieron las cabezas doloridas, entumecidas las articulaciones y las gargantas tan secas y constreñidas que no les permitían tragar la saliva. Los mosquitos seguían atacando. Tuvieron que empantanarse en la ciénaga miasmática para conseguir leña, a pesar de que sólo articular los miembros era penoso de por sí; les llevó una media docena de viajes hacer que La Reina de África estuviera provista de combustible como para otra jornada. El sol ardía tanto ya a esa hora que las tablas del piso de la embarcación escocían en las plantas de los pies, y sólo las callosas manos de Allnutt podían tocar los objetos metálicos. No comprendía Rose cómo aquel hombre podía soportar los rayos del sol además del calor que despedía la caldera; a ella le sobraba con las ráfagas que le llegaban de la caldera, como lenguas de fuego.
No obstante, el retomar la marcha trajo algún alivio. La velocidad de La Reina de África era suficiente como para dejar atrás los enjambres, y una vez en medio del cauce, de una anchura de media milla, estuvieron libres de las malditas plagas. Siquiera por esa ventaja valía la pena soportar el martilleo del sol.
Iba haciéndose notorio rápidamente un cambio en el carácter del río y de las riberas. El agua, que había recuperado el tinte pardo familiar del valle superior, iba tornándose más y más oscura, hasta lanzar reflejos casi negros. La corriente era harto más lenta, y a media mañana salvaron el último de los rápidos del tipo que habían encontrado con tanta frecuencia el día anterior. Eso indicaba el último costurón a lo ancho del lecho del río; era evidente que habían bajado al fondo del valle. No amenazaban ya los troncos y otros obstáculos semisumergidos; el río alcanzaba una hondura considerable. Con su media milla de anchura y veinte metros de profundidad, la corriente debía por fuerza amainar hasta tornarse casi imperceptible, aunque un ingeniero de hidráulica hubiera dicho que el volumen de agua que pasaba por un determinado punto en un tiempo dado, equivalía al que fluía antes allá arriba por entre los barrancos casi juntas.
Ambas riberas se presentaban ahora bordeadas de cañas de papiro y juncos; un poco más hacia tierra adentro, anchas fajas de otras cañas indicaban los cenagales, y más lejos aún, se levantaba la selva, negra e impenetrable. En el centro del curso del río reinaba absoluto silencio, fuera del ruido de la máquina y del chapaleo de las olas; La Reina de África abría un ancho surco en el agua negra, bajo un sol abrasador. En ese inmenso espejo de agua les parecía navegar a la velocidad de una babosa; el río hacía codos que llevaba horas enteras el salvarlos… vueltas sin motivo aparente, puesto que las riberas no cambiaban su chata monotonía.
Aunque no había ya necesidad de cuidarse de obstáculos ocultos ni de rápidos, era menester, de parte de Rose, mantener cierto grado de atención. La superficie del río presentaba, de trecho en trecho, manchas consistentes en objetos flotantes, hojarasca, ramas, troncos y cañas y juncos, que podían dañar la hélice; la corriente era allí demasiado lenta como para arrojar esos estorbos a la orilla. Era, en cierto modo, un alivio, dentro de la monotonía del manejo, observar la aparición de troncos que flotaban casi sumergidos; pronto Rose comenzó a timonear para aproximarse a cada sucesiva masa flotante, permitiendo que Allnutt recogiese aquellos trozos de leña de tamaño adecuado para quemar en el hogar. Ello satisfacía de un modo inefable el sentido de economía innato en Rose, ya que así tornaba La Reina de África aún más independiente de tierra firme; en verdad, según se decía a sí misma, convenía mantener la carga de leña lo más completa posible, en vista de la naturaleza cenagosa y casi inaccesible de las márgenes. El combustible que de este modo recogían era suficiente para cubrir el consumo, aunque no tanto como para dejar intacta la pila inicial.
Ya la monótona jornada de sol y río iba tocando a su fin. Allnutt se corrió a popa con una idea luminosa:
—No necesitamos arrimarnos a la orilla esta noche, Rosie —dijo—. Éste es un fondo fangoso y podemos echar otra vez el ancla. Voto por fondear aquí. Los mosquitos no nos van a encontrar en medio del río. Creo que no queremos otra noche como la pasada, si podemos evitarla.
—¿Fondear aquí? —dijo Rose. No se le había ocurrido tal posibilidad. Cinco metros había sido la mayor distancia que los había separado de la orilla al pernoctar en algún brazo de río en el curso superior. Le parecía singular detenerse en medio de la corriente, a unos cuatrocientos metros de tierra, pero tampoco veía ninguna razón en contra.
—De acuerdo —repuso ella, luego de reflexionar unos instantes.
—Entonces echo más leña, y ¿dónde…?
«Anclamos» iba a decir Allnutt, pero no tuvo tiempo de pronunciar la palabra: una crisis de orden menor en la máquina reclamó su repentina atención. Una vez al lado de ella, volvióse para dirigir a Rose una sonrisa tranquilizadora.
El golpe del émbolo fue haciéndose poco a poco más lento, y la marcha de La Reina de África fue disminuyendo, hasta tornarse casi imperceptible. Allnutt se adelantó a proa y soltó el ancla, que arrastró tras de sí la cadena, cuyo estruendo infernal reverberó por el río, ahuyentando a bandadas de pájaros en sus márgenes.
—No estoy seguro si toca el fondo —dijo Allnutt resignadamente—. Pero no importa. Si derivamos, el ancla nos detendrá antes de que la corriente nos lleve contra algún obstáculo. Nada hay que nos pueda hacer daño en veinte metros de agua a la redonda. Ahora, por el amor de Cristo, busquemos algún medio de conseguir un poco de sombra. He visto tanto este sol, que me sobra para toda mi vida.
Aunque el día tocaba a su término, el sol seguía golpeando cruelmente con sus rayos abrasadores; Allnutt tendió los restos de la lona sobre sus cabezas, y una alfombra entre los puntales de la toldilla. Tuvieron así un jirón de sombra a popa, donde poder recostarse con los ojos a salvo del del enceguecedor reflejo solar. Según Allnutt habla vaticinado, el sitio estaba casi libre de mosquitos; los pocos que los molestaban pasaban casi desapercibidos para quienes habían luchado con millones de ellos la noche anterior.
Rose y Allnutt pudieron tolerar, una vez más, el contacto de sus cuerpos; pudieron besarse y dormir abrazados. Rose atrajo hacia su pecho la cabeza de Allnutt y lo estrechó en un nuevo arrebato de pasión. Más tarde, sosegados sus ímpetus, pudieron conversar pacíficamente, en tono íntimo, como convenía al silencio sobrecogedor del río.
—Bien —dijo Allnutt—. Lo hemos hecho, Rosie. Bajamos el Ulanga, al fin. No lo creía, sinceramente… Fuiste tú quien lo quiso. De no haber sido por ti, mi dulce corazón, no estaríamos aquí a estas horas. ¿No te sientes orgullosa de ti misma, querida?
—No —exclamó Rose con vehemencia—. Desde luego que no. Fuiste tú. Basta con mirar cómo arreglaste la máquina y la hélice. Eso no lo hice yo, ¡no!
Rose tenía plena conciencia de lo que decía. A decir verdad, comenzaba a olvidar el tiempo en que Allnutt había flaqueado, y ella había tenido que apelar al silencio para forzarlo a continuar el viaje. En cierto modo, podía excusarle su actitud, puesto que tantas cosas habían acaecido desde entonces; si Rose no hubiera llevado la cuenta de que habían transcurrido apenas tres semanas desde el comienzo de la aventura, habría calculado que llevaban al menos tres meses navegando. Mas su olvido se debía a otra causa; olvidaba porque así lo quería. Ahora que tenia un hombre, suyo, le parecía innatural el haber olvidado su femineidad hasta el punto de dirigir planes, doblegar a Allnutt y otras cosas. Era a Charlie a quien correspondía el mérito de todo.
—No creo —dijo Rose, plenamente persuadida de cuanto afirmaba— que otro hombre hubiera hecho lo que tú.
—No creo que otro lo hubiera intentado —corrigió Allnutt, lo cual pareció muy de buen tono para Rose, quien sonrió satisfecha.
—Tendremos una buena cena esta noche —dijo Rose, levantándose de su asiento—. No, no te muevas, querido. Quédate tranquilo y fúmate tu apetecido pitillo.
Fue sabrosa la cena: todos los exquisitos bocados en conserva que el gerente belga de la mina recibía quincenalmente con las provisiones: sopa de tomate, langostas, espárragos, una lata de damascos en leche condensada y una de bizcochos. Abrieron una latita de paté de foie gras, mas como no les gustase a ninguno de los dos, por mutuo consentimiento, la lata a medio consumir fue a parar al río. Y luego, sorbiendo té, se sintieron persuadidos de que habían cenado opíparamente. Pertenecían a la generación y a la clase educadas en la idea de que toda comida realmente escogida debía salir de latas, y sus años en África no los habían hecho cambiar de opinión.
Al envolverlos la noche, el río se extendió por ambas bandas de la embarcación, inmensurable y dilatado a la luz de las estrellas. El agua semejaba cristal negro, sin escarceo en la superficie, y hondo; las estrellas brillaban en su interior como objetos reales. Cayeron ambos en un estado de ensoñación, en el que se sintieron como suspendidos en el aire, con estrellas arriba y estrellas abajo; el suave balanceo de la embarcación, al compás del movimiento que ellos le impartían, acentuaba la ilusión.
—Amor mío —dijo Allnutt, la cabeza apoyada en el hueco del hombro de Rose—. ¿No es divino esto?
Rose convino en la apreciación con un gruñidito.
A pesar de esa paz hipnótica, a pesar del amor que el uno sentía por el otro, en los corazones de ambos se mantenía firme la idea de la guerra. La elevada resolución de limpiar el lago de los enemigos de Inglaterra, bien que callada, ardía en el pecho de Rose con una llama más viva que nunca. Von Hanneken no permanecería mucho tiempo más flameando la bandera con la cruz de hierro en el lago Wittelbash si estaba en su mano el impedirlo. De rato en rato, pensaba con calmosa confianza, en aquellos cilindros de gas y en las cajas de explosivos allí en la proa, así como en otras circunstancias hubiera pensado en un armario con un estante repleto de jabón reservado y listo para el lavado primaveral. No había prosopopeya en su pretensión, ni deseo de oscurecer la fama de Florence Nightingale, Grace Darling o Juana de Arco. Era un deber que se había impuesto, comparable con el femenino quehacer de lavar platos. Rose no le pedía a la vida más que algo que hacer.
En cuanto a los pormenores, correspondía a Charlie cuidar de ellos… Mechas y explosivos eran cosas de hombre. Charlie se encargaría de ellos, y lo haría todo bien. Era, pues, un gesto perfectamente natural que, al pensar en la capacidad de Charlie para armar un torpedo, lo estrechara más frenéticamente aún, obteniendo de él, por toda respuesta, un gruñido de pacífica satisfacción.
Nacido para obedecer, no le quedaba a Allnutt voluntad propia. La poca que había tenido habíase esfumado al segundo día de bajar por los rápidos del Ulanga, cuando Rose le había abierto milagrosamente sus brazos. Estaba contento con tener alguien a quien admirar y obedecer. Aun cuando Rose no estuviera picada por la vanidad de emular a Juana de Arco, se le parecía en el poder que ejercía sobre su compañero. Los últimos días transcurridos a su lado, Allnutt los había vivido como embrujado. El ánimo impávido con que ella desafiaba la violenta corriente ejercían en él una fascinación irresistible.
Persistía en su retina mental el cuadro, una composición de cientos de miradas ansiosas por encima de sus hombros, de Rose frente al timón, vigilante e impávida entre el rumor frenético de las cascadas; era el denuedo, no la atención, lo que le había impresionado más profundamente. Ni al romperse la hélice se había desmoralizado: la fe de Rose no había sufrido un punto ni siquiera entonces. No había dudado un instante de la capacidad de él en repararla, y he ahí el resultado: tenía razón. Allnutt estaba seguro, a esas horas, de que Rose tenía razón una vez más en el propósito de torpedear la Königin Luise, y estaba asimismo pronto a seguirla en cualquier aventura, por descabellada que le pareciese.
La intimidad en la que ella lo admitía, su ternura para con él, contribuían a crearle ese estado de ánimo. Ninguna otra mujer había sido tan tierna en la vida de Charlie Allnutt: ni su alcoholizada madre, ni las mujerzuelas de East End, ni las esclavas prostitutas de Port Said, ni siquiera Carrie, la amante negra de la mina, por quien se creía traicionado con los sucios peones nativos. Rose era dulce, tierna y maternal, y en todas estas cualidades era distinta de las otras. Estando junto a ella podía dejar de pensar en sus cuitas. Qué le importaba ahora el ser un fracasado, si ella era indulgente con él y se abstenía de reprochárselo.
Cuando ella estrechaba el abrazo, le daba una seguridad aún más plena en sí mismo, y su beso le traía paz y confortación.