CAPÍTULO VIII

Quizá todo fuera inevitable. Habían sido llevados a esa situación por la conjunción de demasiadas circunstancias… la soledad, la proximidad inevitable, los peligros desafiados y salvados juntos, los cuerpos rebosantes de vida. Los mismos altercados habían contribuido a ello. La inculcada gazmoñería de Rose había quedado extirpada de cuajo durante esos días transcurridos, vividos en estrecho contacto con un hombre, y sólo el afectado resguardo de sus virtudes había interpuesto una barrera entre ambos. No queda sitio para la falsa modestia ni el pudor en una pequeña embarcación. Rose estaba hecha para el amor. Ya en otra ocasión, avergonzada de él, lo había rehuido, horrorizada, apartando sus ojos de la verdad; mas no le había sido posible contener su clamor en la salvaje belleza del Ulanga. Y una vez que hubo comenzado a hacerle concesiones, Allnutt habíase vuelto un chico simpático. Era tan irresponsable de sus debilidades como un niño. A decir verdad, sus flaquezas tenían cierto encanto para Rose. Quizá el oportuno gesto de acudir a ella con la astillita en el pie había derribado la última barrera del recato de ésta. Y ella quería prodigarse, y darse nuevamente. Estaba en su naturaleza.

Ni tan siquiera la diferencia de rango social se interponía entre ellos. A pesar de su condición de hermana de un ministro de la religión, Rose era hija de un pequeño comerciante. El acento cockney de Allnutt difería de su gangueo provinciano, pero no la irritaba. Estaba habituada a encontrarse sobre bases de igualdad social con gente de acento similar. Si Rose y Allnutt se hubiesen conocido en Inglaterra y decidido casarse, el círculo en que ella se movía acaso no lo hubiera visto con buenos ojos; pero lo más que la gente hubiera pensado es que ella descendía un peldaño en la escala social.

Más importante que todo ello, quizá, era la influencia de la doctrina de la imperfección del varón, que Rose había asimilado durante su doncellez. Su madre, sus tías, todas las comadres del barrio, nutrían un desdén supremo por los maridos vistos como criaturas domésticas. Eran descuidados, desatentos y desaseados. Incapaces de arreglar un cuarto o cocinar un plato; por no hablar de sus pataletas. Las mujeres tenían que dedicar sus vidas a desbrozarles el camino y a allanarles todas las dificultades de la vida diaria. Pero era al propio tiempo artículo de fe que estas criaturas incomprensibles fueran los señores de la creación, para quienes lo bueno de este mundo era siempre poco. Para ellos debía quedar reservada la mejor porción de la cena; para no interrumpir su siesta, había que caminar por la casa de puntillas las tardes domingueras. Sus triviales malestares exigían prodigarse en cuidados y mimos; había que aguantar con paciencia sus ratos de mal humor y tolerarles enojos e insultos. En realidad —acaso estuviera ahí la explicación del estado de cosas— los hombres eran, en su inescrutable singularidad y en la innegable deferencia que se les acordaba, miniaturas del Todopoderoso a quien las mujeres adoraban en los templos.

Siendo así, Rose no buscaba la perfección en el hombre amado. Daba por descontado que no lo respetaría; no lo hubiera querido tanto de existir tal condición. Si, según el testimonio de su experiencia, se embriagaba, y no le atraía el peligro, se parecería a la dispéptica malignidad de su padre, o al hábito de malgastar dinero en apuestas de su tío Alberto o a los accesos de frío malhumor de Samuel. No era ya cuestión de saberlo todo y perdonarlo todo, sino de saberlo todo fuera de que ella tenía derecho a perdonar. Y estas flaquezas del compañero ejercían una atracción insidiosa en el aspecto material de su naturaleza; así como la endeblez de su constitución física y la mala suerte que siempre lo había perseguido. Lo deseaba en una manera diferente, que alentaba los clamores de su cuerpo emancipado. Al aplacarse en él la llama de la pasión, acariciando con los labios la garganta alabastrina de ella, murmuró unas palabras de cariño, incomprensibles y soñolientas; Rose, extasiada, comenzó a mecerlo en sus robustos brazos.

Allnutt rebosaba de contento. Hiciera lo que hiciera en el ardor de la pasión, estaba tan necesitado de una madre como de una amante. El mecerse en los brazos de Rose le proporcionaba un alivio que no había experimentado en su vida. Era la certeza de poder confiar en ella como no había confiado en ninguna otra mujer antes. Todas las frustraciones y la tensión de su vida se despejaban al apoyar la sien en el túrgido seno de Rose.

La sensatez no les llegó hasta bien entrada la mañana, y era una sensatez a medias. Hubo un momento, al clarear el día entre las altas barrancas, que Rose se sintió invadida de sonrojo al acudirle a la memoria su ligereza de la noche anterior y llenarle de inquietud su condición de soltera; mas los labios de Allnutt estaban sobre los suyos y los brazos de ella ceñían el cuerpo de efebo de él: bullía la sangre en sus venas y se desvanecieron sus recuerdos e inquietudes al atraer al varón hacia sí. Hubo un instante de ruborosa perplejidad al tener que admitir que no conocía el nombre de su amado, y, cuando lo supo, tímidamente, paladeó las sílabas: «Charlie», dijo, como lo haría una colegiala, y le pareció muy bonito.

Al volverse ya incontrolable el deseo de una taza de té —luego de la noche de amor Rose experimentaba una sed parecida a la que había sentido después de una jornada de navegar entre los rápidos— quiso ser ella la primera en levantarse y preparar el desayuno. Aquella convención del «mejor bocado» ejercía aún poderoso influjo en su mente. No había opuesto el menor reparo en que Allnutt, su ayudante, preparase las comidas, pero le parecía mal que Charlie —a quien para sí misma ya llamaba «marido», no conociendo el calificativo de «amante»— debiera molestarse en atender a quehaceres domésticos. Se sintió halagada cuando él insistió en ayudarla; el corazón le dio un vuelco de alegría, y no supo contener la carcajada ante un par de chanzas de Allnutt.

De todos modos, y de una manera completamente exenta de experiencia, Rose sabía apreciar la diferencia entre quehacer y placer. Concluido el almuerzo, volvió a hacerse cargo del mando de la expedición sin vacilar un instante. Tenía por descontado que proseguirían la empresa, y que no se detendrían hasta torpedear a la Königin Luise. Tampoco se le ocurrió a Allnutt sacar provecho de una situación de privilegio rehusando proseguir. Era hombre hecho para ceder los pantalones a la mujer. Ahí estaba para confirmarlo el éxito obtenido hasta ahora bajo la égida femenina, y, tras lo sucedido la noche anterior, el ascendiente de Rose sobre él era completo. Él, por su parte, sentíase feliz de poder cargar toda la responsabilidad sobre los hombros de ella y aguardar resignadamente lo que el destino dispusiese. Recogió leña y levantó vapor con la indiferencia que engendra la rutina.

En el momento de la partida ninguno de ellos titubeó. Rose lo vio acercarse murmurando con voz quebrada:

—Dame otro beso, muchacha.

Y Rose le echó los brazos al cuello, susurrando:

—Charlie, Charlie querido.

Le dio unas palmaditas en la espalda y miró a su alrededor, a la belleza del paisaje donde acababa de ofrendar su virginidad; sus ojos estaban húmedos. Luego soltaron amarras, Allnutt hizo retroceder la embarcación hasta el curso principal, y unos segundos más tarde estaban a merced del loco entrechocar de las corrientes del Ulanga, culebreando entre precipicios. En un instante de diálogo cuerdo, Allnutt había sugerido, esa mañana, la posibilidad de haber salvado ya la última catarata y de que el río se acercara al llano que daba al lago. Se había equivocado. Después de unos diez minutos de loca carrera sin obstáculos, llegó a los oídos de Rose el fragor ya familiar de una próxima catarata. Era menester aprestar los sentidos y empuñar el timón con firmeza; no perder de vista el curso que había que recorrer; tomar el rumbo marcado por la corriente, el tortuoso y esquivo rumbo de las rocas, sin recodos bruscos, que Rose debió elegir en los fugaces segundos entre la visión de la caída y el instante en que La Reina de África comenzó a guiñar entre las primeras olas que se entrechocaban.

De esta manera, ensordecidos y salpicados, bajaron, como cabalgando, las corrientes vertiginosas. Asombrados, eludieron uno tras otro los peligros mortales que los acechaban, aunque fuera demasiado pretender que tan buena suerte durara indefinidamente. De pronto, se hallaron frente a un estrechamiento, donde la corriente no dejaba ni siquiera un palmo por banda para el paso de la embarcación. Rose atinó a enderezar la proa hacia el punto donde la turbulencia de las espumas presentaba un nivel más bajo, y, fijándose en las rocas que sobresalían, pudo ver el curso del agua, que burbujeaba entre ellas. La Reina de África hundió la proa y fue a estrellarse contra un vórtice de corrientes encontradas. Hizo un movimiento de zarandeo; una columna de agua se desprendió de la proa y fue a dar en extremo de la chimenea. Rose conservó la serenidad, y vio que la corriente se ensanchaba unos metros más abajo. Mas de pronto, mientras se debatía en la correntada, la sacudió un fragor bajo sus pies, seguido de una vibración que pareció partir la embarcación en pedazos. Con instinto práctico de mecánico, Allnutt cortó el vapor.

—¡No la pares, Charlie! —gritó Rose.

Allnutt abrió apenas el regulador. Se repitió la vibración desoladora, mas, al parecer, la hélice seguía girando. La Reina de África mantenía el rumbo con dificultad, en tanto Allnutt rogaba a Dios que el agua no rasgase el fondo de la embarcación. Rose, volviendo la mirada hacia un costado, advirtió que ahora avanzaban más despacio, mientras las aguas corrían arrebatadoras. No ignoraba que era menester detenerse cuanto antes, pero se enfrenta al eterno problema de encontrar un remanso en el estrecho desfiladero embestido por el torrente. Con todo, había que buscar dónde amarrar antes de la próxima catarata. Con la escasa velocidad que La Reina de África llevaba ahora, no le sería posible gobernar su rumbo en otro trance de apremio; además, girando el gobernalle, advirtió que algo serio ocurría en su mecanismo. La hélice tendía a hacer guiñar la embarcación como si fuera un cangrejo, y para contrarrestar ese movimiento hacía falta un timoneo constante. Las barrancas se deslizaban a ambos lados. La martilleante vibración bajo los pies parecía hacerse más intensa por momentos; Rose tenía que luchar para mantener la embarcación en mitad de la corriente. Mucho más adelante, iban surgiendo a flor de agua las acostumbradas rocas obscuras, coronadas de espuma. Tenían que fondear. Allá abajo, a la izquierda, un saliente rocoso de la barranca prometía unos metros de abrigo en el remanso formado a su espalda.

—¡Charlie! —gritó por encimas del mugido del río.

Allnutt la oyó y comprendió sus gestos. Había que calcular la operación al segundo. Si viraban demasiado pronto, irían a estrellarse contra la roca; si dudaban un instante, perderían la última oportunidad y serían arrebatados, popa adelante, por la catarata. Rose tenía que calcular también la reducida velocidad de la embarcación, el nuevo efecto de torsión de la hélice y la aceleración de la corriente al aproximarse al precipicio. Apretando los labios, empujó el timón y se quedó transfigurada observando ansiosamente la proa al tomar el recodo.

Hubiera sido demasiado pedir una maniobra plenamente lograda. La proa viró bien detrás de la mole de piedra, pero la vuelta no fue completa. Parte de la popa recibía aún la embestida del recial, en tanto que la punta trataba de entrar en el ángulo. De pronto escoró y comenzó a balancearse peligrosamente. Una masa de agua entró a borbotones por el filo de la borda. Se apagó el fuego de la caldera entre una cegadora nube de vapor, y un golpe ahogado se hizo oír por encima de la confusión de sonidos reinante.

Allnutt atinó a hacer a tiempo algo que salvó la situación. Tomando el cabo de una amarra, en un abrir y cerra de ojos, saltó de la lancha como un atleta; hundiéndose hasta la cintura en el furioso remolino, puso el hombro bajo la proa y forcejeó como un Hércules. Zafó la proa y la embarcación se enderezó, tres cuartos de su interior llenos de agua; el tiro de la corriente comenzaba ahora a arrastrarla hacia abajo, hacia el precipicio. Allnutt saltó entonces sobre la roca sin soltar la amarra. Se afianzó en la piedra y sus espaldas crujieron mientras el cabo se estiraba bajo la tensión. Resbaló, pero tuvo tiempo de volver a hacer pie. Con otro esfuerzo hercúleo logró pasar una vuelta de cuerda en torno de una nariz de piedra, y se asió desesperadamente de la misma. Lentamente, la embarcación giró sobre sí misma, arrimándose a la orilla, y el tiro de la amarra se aflojó al equilibrarse el reflujo con la corriente. Cinco segundos después, la lancha estaba a cubierto de contingencias, recogida en el pequeño remanso trasero a la roca, cargada con toda el agua que podía llevar a bordo sin hundirse, en tanto Allnutt ataba amarra tras amarra a las piedras, y Rose, sobre el banco, a popa, chapoteaba en el agua. Dirigió una sonrisa a su compañero; estaba un poco mareada por el peligro corrido. Seguía obsesionada por la imagen y la impresión de aquella ola verde abordando a La Reina de África. Allnutt, sentado en una piedra, le devolvió la sonrisa.

—Casi nos la pegan esta vez —dijo; ella no oyó las palabras a causa del ruido del río, pero vio que no estaba asustado.

Allnutt iba tomándole gusto a estos peligros fluviales —el navegar por los rápidos puede llegar a convertirse en hábito tan insidioso como tomar morfina—, aparte de su flamante felicidad en compañía de Rose.

Ella se había sentado en el filo de la borda y tenía los pies a flor de agua. No quería delatar su ligero malestar; habíase hecho la resolución de mantenerse indiferente.

Allnutt subió a bordo de un salto.

—¡Canastos!, ¡qué tremolina! —dijo—. Pienso en lo que habremos perdido…

—Achiquemos el agua y veamos —dijo Rose.

Allnutt se plantó en el combés y trató de pescar el balde. Estaba bajo el banco; entregó el utensilio a Rose, en tanto se disponía a sacar del armario una amplia jofaina para él. Antes de iniciar la faena de achique, Rose se levantó la falda hasta los muslos, como una niña que se dispusiera a jugar en una playa marina; la sensación de intimidad con Charlie, mezcla de picardía y modestia, le resultaba arrebatadoramente placentera.

Con la acción del balde y la palangana no tardó en bajar el nivel del agua en la lancha; luego Rose armó la caprichosa bomba de mano y dio cuenta del agua que quedaba debajo del piso.

—¡Eh, que eso lo hago yo, Rosie!.

—No, tú te sientas a descansar —repuso ella—. No vayas a pescar un resfriado.

Bombear el agua de la embarcación era la faena más cercana al aseo de un aposento que Rose pudiera hallar en su vida doméstica. Y por cierto que no era quehacer masculino.

—Lo primero que hay que averiguar es —dijo Allnutt, al irse acabando el achique—, cuánta agua entra.

Bombearon alternativamente hasta la última gota. Luego Allnutt levantó un par de tablas de la cubierta. Media hora de espera reveló que la vía de agua era muy pequeña.

—¡Canastos! —dijo Allnutt—. Esto está mejor de lo que esperábamos. Por lo visto no hemos perdido nada, sólo le hemos rascado la panza. Hubiera apostado que tenía un rasgón en algún sitio, después de las que pasamos.

—¿Qué era todo ese matraqueo antes de parar? —preguntó Rose.

—Eso está por verse aún, Rosie —repuso Allnutt.

Había un tono sincero en la voz del mecánico. Se temía lo peor, y no quería causar un triste desencanto en Rose. Había examinado el costado del desfiladero y hallado alivio en el hecho de verlo accesible. Si La Reina de África estaba tan molida como él temía, tendrían que trepar por allí y vagar por la selva hasta ser encontrados por los alemanes, o hasta perecer de hambre. Era un galardón para su reencontrado espíritu varonil el no delatar en la voz las dudas que sentía.

—¿Cómo vamos a hacer eso, querido? —preguntó Rose.

Allnutt miró el escarpado despeñadero en el cual estaba amarrada la lancha y el suave remanso a sus pies.

—Tendré que bajar a ver —dijo él—. Creo que no queda más remedio.

El paredón caía a plomo sobre el río. Había poco más de un metro de agua por el lado de la orilla y dos metros por el otro, según comprobó Allnutt con el bichero.

—Allá voy —dijo Allnutt, quitándose camiseta y pantalones. Las prendas estaban ya empapadas, pero es contrario al instinto humano tirarse al agua con la ropa puesta—. Tú mantente alerta con el cabo, por si hubiera alguna corriente traicionera allá abajo.

Rose, asomada anhelante por la borda, vio cómo el cuerpo desnudo de Allnutt desaparecía bajo el casco de la embarcación, con los pies a la vista, pataleando tranquilizadores. Luego aumentó el pataleo al forcejear para salir de allí abajo. Se paró sobre el lecho pedregoso, junto a la lancha, el cabello chorreando agua.

—¿Has visto algo, cariño? —preguntó Rose, inclinándose ansiosa sobre él.

—Sí —repuso. No añadió nada más antes de volver a bordo; necesitaba tiempo para reponerse. Rose, sentada a su lado, aguardaba. Alargó su mano seca para estrechar la de Allnutt empapada.

—El árbol está torcido como un tirabuzón —dijo Allnutt, triste—. Y se ha roto una pala de la hélice.

Rose quiso calcular la magnitud del desastre por el tono de voz empleado por él, pero lo subestimó.

—Habrá que arreglarlo, entonces —dijo.

—¿Arreglarlo? —exclamó Allnutt, y se echó a reír amargamente. En su imaginación ya estaban ambos vagando por la selva, enfermos y hambrientos. Rose no atinaba a despegar los labios ante el desaliento que delataba el tono de voz de Allnutt—. Debemos haber golpeado la hélice contra una piedra —prosiguió, hablando más para sí que para Rose—. No hay señales en la obra viva. Sabe Dios cómo el árbol ha podido aguantar hasta aquí. Está hecho un maldito caracol.

—No te preocupes, cariño —dijo Rose. El empleo de las palabras «Dios» y «maldito» era tan natural allí, enfrentados como estaban con hechos primitivos, que Rose apenas lo advirtió, como tampoco reparó en la desnudez de Charlie—. Pongámonos algo seco encima, y comamos un bocado, que luego tendremos tiempo de hablar de eso.

Su idea no podía ser más oportuna. Las simples operaciones de tender a secar prendas mojadas y sacar latas pringosas de las cajas de provisiones, aliviaron mucho los irritados nervios de Allnutt. Luego, ingeridos los alimentos, con el té y la carne envasada formando aborrecible mezcla en el estómago, se sintió mejor. Rose volvió a abrir el tema vital.

—¿Qué tendremos que hacer ahora, antes de seguir adelante? —preguntó.

—Te diré lo que hay que hacer —dijo Allnutt—. Si tuviéramos un taller aquí y un varadero, y si pasara por aquí una estafeta postal, podríamos sacar esta vieja tinaja al varadero y desarmar el árbol, que luego podríamos poner en la forja tratando de enderezarlo. No sé si lo conseguiríamos; no soy herrero. Luego, podríamos escribirles a los fabricantes para que nos mandasen una hélice. Como la embarcación ésta no tiene más de veinte años, tal vez tengan una en el depósito. Durante la espera, podríamos limpiar el casco y pintarlo. Entonces estaría todo listo para instalar el nuevo árbol y la nueva hélice, botar la lancha y seguir adelante como si nada hubiera pasado. Pero como no tenemos nada de nada, nada podemos.

Imágenes ominosas de la selva seguían acudiendo en tropel a la mente de Allnutt. La absoluta ignorancia de Rose en materia de mecánica la libraba de caer en la desesperación. A pesar de la depresión de Allnutt, ella tenía una confianza sublime en su capacidad; después de todo, lo había visto salir airoso de todas las pruebas en lo que a su profesión se refería. El problema de poner en funcionamiento una embarcación de vapor averiada equivalía, en su mente, a, digamos, las dificultades que ella hubiese tenido que vencer al verse de pronto llamada a dirigir un hogar extraño cuyas mujeres estuviesen postradas en cama: descubrir el lugar de cada cosa, tratar con comerciantes extraños y acostumbrarse a las mañas de los hombres de esa casa. Ella hubiera acometido la empresa con absoluta confianza, así como cualquier otro quehacer hogareño. Quizá hubiera tenido que echar mano de sustitutos que aborrecía; lo mismo podría hacer Allnutt. En su estrecho ámbito de acción desconocía la palabra «imposible». Ni concebía que un hombre hallara algún imposible en su propia esfera, siempre que se le acicateara y se le diera buena comida.

—¿No se puede desarmar el árbol sin sacar la lancha a la orilla? —preguntó ella.

—¡Hum! No sé. Podría ser —repuso Allnutt—. Hay que meterse bajo el agua y sacar la hélice. Quizá pudiera…

—Bueno, pues; sacando el árbol a la orilla podrías enderezarlo.

—Qué esperanza —rebatió Allnutt—. No tengo fragua, no tengo bigornia, no tengo carbón, no tengo nada; y no soy herrero, ya te lo he dicho.

Rose estaba hurgando en su memoria en busca de lo que había visto del oficio en África.

—Vi a un obrero masai una vez. Usaba carbón de leña, que mantenía encendido en el cuenco de una gruesa piedra. Un muchacho le aventaba el carbón.

—Sí, también lo he visto yo, pero aquí hay que usar fuelles —repuso Allnutt—. ¿Hacer uno? Es tan fácil.

—Si crees que con eso sería mejor… —observó Rose.

—¿Cómo vamos a hacer carbón? —preguntó Allnutt. No pudo evitar, por mucho que lo detestara, entrar en la discusión, aun pareciéndole todo puramente académico… «Claro como el agua», como él gustaba de calificarlo para su coleto.

—¿Carbón? —repitió Rose distraída—. Se prende fuego a una especie de grandes montones de cosas; leña, desde luego, ¡qué tonta soy!, y después de quemada la pira queda carbón dentro. Lo he visto hacer.

—Podríamos probar —dijo Allnutt—. Hay montones de leña traída por la corriente y diseminada por toda la orilla.

—Pues, entonces… —dijo Rose, sumergiéndose con más fervor en la discusión.

No era tarea fácil convencer a Allnutt. Su experiencia en los talleres le había insuflado un profundo prejuicio contra toda chapucería, así como contra los trabajos hechos sin arte ni pulcritud. Su preparación había sido amparada justamente por herramientas perfectas y accesorios adecuados; en los días de su aprendizaje de taller la ingeniería mecánica había progresado gran trecho desde los tiempos en que Stephenson se consideraba dichoso con tal de que los émbolos de su Rocket ajustaran en los cilindros con una holgura de media pulgada tan sólo.

No obstante, halagado por la sublime confianza de Rose y espoleado por la urgencia de la situación, fue persuadiéndose poco a poco, hasta sentirse casi dispuesto a poner la mano en el árbol de la hélice. Luego desechó de pronto la idea, por absurda. ¡Qué tonto era! Había olvidada la dificultad que tornaba inútil todo el proyecto.

—No —dijo—. No hay caso, Rosie querida. Me olvidaba de lo principal. La hélice no funcionará con una pala de menos.

—Pudo andar un trecho después de rota —arguyó Rose.

—Sí —debió admitir Allnutt—; pero… —suspiró de impaciencia al tener que hablar de mecánica con una persona que nada entendía—. Hay un esfuerzo de torsión —insistió él—; no está equilibrada…

Cualquier mecánico hubiera comprendido cabalmente lo que Allnutt quería significar. Si una hélice de tres palas pierde una, restan solamente dos adheridas a un tercio de la circunferencia del árbol, y nada en los restantes dos tercios. Toda la resistencia opuesta a su rotación bajo el agua queda, por consiguiente, concentrada en un pequeño sector del árbol, tornando imposible el giro del eje. La máquina hubiera sufrido las consecuencias, y el efecto que tendría en un árbol recién salido de manos de un herrero improvisado es más para ser imaginado que descrito. Si aguantara la rotura, pronto quedaría de nuevo como el tirabuzón de la lancha de Allnutt.

—Entonces, será cosa de hacer otra pala —dijo Rose, al fin—. Hay un montón de chapas y cosas que podrás utilizar para ello.

—¿Y atarla con alambre, supongo? —repuso socarronamente Allnutt, quien no pudo contener una amplia sonrisa al ver que la ironía de su observación no había sido captada.

—Sí —dijo Rose—. Si crees que con eso bastaría, de acuerdo. Pero, ¿no podías pegarla de algún modo? «Soldarla». Es así como se dice, ¿no?

—¡Canastos! —exclamó Allnutt—. Eres de lo que no hay, Rosie. De veras que…

La imaginación de Allnutt se solazaba con la idea de forjar una pala de hélice con hierro de desecho para montar luego la remendada hélice en un árbol recalentado, y pretender que La Reina de África desafiara así los rápidos. No podía contenerse, y Rose tuvo que reír con él. Allnutt lo veía todo tan cómico que olvidó por unos momentos la seriedad de la situación. Un instante después estaban abrazados —ninguno de ellos sabía cómo había ocurrido—, besándose como puede besarse una pareja el segundo día de su luna de miel. Se amaban, y las sombras de sus cuitas se esfumaron durante un largo rato. De todos modos, Rose volvió a sacar a colación el tema estando Allnutt en sus brazos.

—¿Por qué te reías así cuando hablé de soldar la hélice? —preguntó, seria—. ¿No se dice así? De todas formas, cariño, ya sabes lo que quiero decir, ¿no?

—Sin duda —dijo Allnutt—. Escúchame un momento.

No había manera de neutralizar a Rose, y él hubiera sido la última persona en pretenderlo. Además, el ánimo jovial de Allnutt no podía menos que tomar vuelo bajo la influencia del obstinado optimismo de Rose. El desastre ocurrido lo hubiera hundido en la más negra desesperación si no la hubiera tenido a su lado —desesperación que, tal vez, se habría traducido en no levantar un dedo para zafarse del aprieto—. Tal y como estaban las cosas, la discusión concluyó con la inevitable aceptación por Allnutt de los disparatados argumentos de Rose y la consabida frase de que «vería lo que se podía hacer»; igual que un marido calzonazos hubiera hecho en la vida civilizada al condescender con los deseos de la esposa de comprar un nuevo tresillo para el salón. Y de esa primera concesión nació la ardua tarea de semanas en que se embarcaron.

El primer rayo de esperanza se presentó ya al dar el primer paso, cuando Allnutt, después de mucho penar bajo el agua y con los pulmones a punto de estallarle, logró desarmar la hélice y subirla a bordo. La pala no se había roto muy a ras del árbol; había dejado un muñón de unos cinco centímetros o más. Le pareció, pues, menos inverosímil que antes añadirle una nueva pala; la hélice era de bronce, desde luego, y como la complementaria tendría que ser de hierro, no había forma de soldarla. Allnutt dejó la hélice y bajó nuevamente para tratar de desarmar el árbol; si éste no permitía una reparación, no valía la pena perder tiempo en aquélla.

Resultó tarea realmente extraordinaria y prolongada liberar el árbol de su emplazamiento, debido, en parte, a la necesidad de utilizar dos pares de manos, uno dentro y otro fuera del casco, y Rose tuvo que aprender previamente el manejo de las llaves y de un extenso código de señales para que Allnutt, sumergido en el agua, bajo la embarcación, pudiera comunicarle las operaciones que había que realizar.

La necesidad de estas señales fue surgiendo a medida que avanzaban las dificultades, y hubo momentos de desesperación antes de que aquello marchara.

El árbol estaba doblado en dos sitios, arriba y abajo de la abrazadera que lo mantenía en posición a unos sesenta centímetros de la salida del casquillo, cerca de la hélice. No había manera de hacerlo deslizar por los cojinetes, ya fuera en una dirección o en otra, según comprobó Allnutt tras un par de intentos. Por lo tanto, tuvo que trabajar con llave y destornillador bajo el agua, desarmando completamente la abrazadera, y, puesto que no la había visto en su vida y teniéndola que reconocer por el tacto, no era de sorprender que le llevara un tiempo agotador. Se paraba al lado de la embarcación, con el destornillador en la mano y la llave al cinto, respiraba profundamente y se sumergía con rapidez, para buscar sin pérdida de tiempo el soporte y trabajar en él durante unos pocos segundos antes de quemar el oxígeno en sus pulmones y tener que salir de nuevo.

La Reina de África estaba amarrada en aguas medianamente tranquilas en el remanso detrás de la saliente, pero un metro o dos más allá discurría una corriente de siete nudos; a veces, algún capricho de ésta se expresaba en un furibundo remolino bajo el agua, que propinaba bandazos a la lancha y volteaba al pobre Allnutt, quien tenía que asirse desesperadamente para no dejarse arrastrar por el recial, desde donde no hubiera salido con vida. En una de estas remolinadas se le cayó un tornillo, que, como no había manera de suplirlo debía ser necesariamente recuperado. Le llevó buen rato el hurgar entre las piedras debajo del casco para encontrarlo.

Antes de concluir el trabajo, Allnutt había adquirido una sorprendente habilidad para contener el aliento, y como resultado de sumergirse y exponerse al sol repetidamente durante días, acabó pelándose el torso en grandes parches. Fue un momento importante para Rose cuando, doblada sobre el árbol en el fondo de la quilla, vio que éste, finalmente, se deslizaba por los casquillos, y que Allnutt, chorreando agua, salía a un costado con la pieza en las manos.

Allnutt meneaba la cabeza, observando las torceduras que ahora se mostraban claramente a la luz del día —el terminal casi afectaba un ángulo recto—, mas de todos modos no cejó la pareja en su intención de enderezarlo.

La visión de las torceduras trajo en cierto grado un alivio a los temores de Allnutt. El hecho de que el metal se torciera en lugar de romperse, revelaba que su temple era tal que no sufriría mucho con el trabajo de herrero improvisado que Allnutt se disponía a realizar en él… No ignoraba que sus conocimientos del arte de templar metales era sumamente rudimentario. Se resignaba filosóficamente, diciéndose a si mismo que, al fin y al cabo, no estaba tratando una pieza de acero, y que si no empleaba temperaturas absurdamente altas y lo calentaba con cuidado, no habría de perjudicarlo.

Lejos estaban del peligro de usar altas temperaturas, según echarían de ver luego. Sus intentos de hacer carbón se tradujeron en lamentables fracasos. Cuando intentaron repetir lo que habían visto en materia de carbones, se convencieron de que habían mirado sin ver. Todo lo que sacaron de diversas carboneras fueron montones de cenizas blancas y unos tizones de combustión incompleta, que sólo una persona compasiva hubiera llamado carbón. Desesperado, Allnutt resolvió intentar obtener la suficiente temperatura directamente de la leña, aventando la llama con fuelles. Aprestó uno sin mucho trabajo, utilizando un par de tablillas, unos centímetros de tubería y un par de guantes altos de cabritilla, que Rose había guardado en una caja de lata durante sus diez años en África, sin usarlos siquiera una vez. Cuando, al fin, hallaron una estructura adecuada para el hogar de piedras apiladas, Allnutt tuvo la satisfacción de comprobar que, soplando furiosamente con el fuelle, se podía caldear el rígido árbol hasta doblegar su rigidez, golpeándolo con su ligero martillo de mano. Se chamuscaron de lo lindo atizando y removiendo el muy inflamable e inconsistente combustible; el metal se ablandó lo suficiente como para dejarse moldear, mientras Allnutt hacía las paces con el arte de la chapucería.

No obstante, bajo el soplo de los fuelles, que Rose con la cara ardiente, de rodillas, accionaba frenéticamente, aquella fragua abierta consumía leña en un grado increíble. No habían avanzado mucho en su faena, y ya tenían recogido hasta el último trozo de leña accesible en salientes, entrantes y recodos de las barrancas. Debieron, pues, escalar el despeñadero y entrar en la selva. Allá arriba, el calor abrasaba, fueron atacados por insectos de toda laya, se agotaron y rasgaron sus ropas al abrirse paso entre el matorral. Nadie hubiera podido descender la barranca con una carga de leña al hombro; debieron, pues, arrastrar los hatos hasta el borde y dejarlos caer al río; uno o dos se enredaron en salientes inaccesibles y debieron darlos por perdidos, aunque estuvieran a la vista. Con todo, lograron aprovechar más de la mitad de la leña recogida en la selva.

Detalle singular: vivieron con alegría de niños esos días de raras faenas. El trabajo pesado condecía con ambos, y tan pronto Allnutt se hubo contagiado de la pasión de Rose por completar el trabajo, los unió un interés común todas las horas del día. Y al cabo de la jornada los aguardaba la bendita satisfacción de dejar el trabajo a la caída de la tarde y gozarse en el sentimiento de amistad y camaradería que los acercaba hasta el deseo, y el encuentro ardiente de manos y labios. Rose jamás había experimentado tanta dicha en su vida, ni tal vez tampoco Allnutt. Reían y chanceaban juntos; Rose nunca había jugueteado y reído tanto en sus treinta y tres años de existencia. Su padre se había dedicado a la atención de su tienda, como él —su hermano—, a la religión. No había sospechado antes que la amistad y la broma pudieran ir de la mano con objetivos serios de la vida, como no había sospechado el placer de la carne. Existía el sabor de algo plenamente logrado en esa camaradería.

Poco a poco fue enderezándose el eje torcido. El paciente calentamiento y el incansable martillar rindieron lo esperado. Desaparecidas las torceduras mayores, Allnutt concentró su atención en las menores. Utilizó un cordel tirante para verificar la derechura del árbol, y tan preciso iba saliendo todo, que se preparó un calibre de alambre para medir el diámetro. Llegó finalmente la ansiada mañana en que su sentido de lo exacto estuvo satisfecho; dio la pieza por lo más perfecta que le permitía su artesanía. Pudo así dejarla a un lado y concentrar su atención en la faena infinitamente más penosa de la pala de la hélice.

Utilizó para ésta medio tubo de caldera que tenía de repuesto. El trabajo en el árbol habíale enseñado muchos secretos de práctica de fragua, y la experiencia que luego adquirió con la hélice completó virtualmente su adiestramiento. Bajo el apremio de la necesidad, y con el estímulo que le venía de la inquebrantable fe de Rose en su habilidad, Allnutt improvisó toda suerte de recursos para trabajar aquel tubo de caldera; cabría decir que reinventó una serie de procesos. Soldó un extremo del tubo a una robusta plancha, trabajó en ella, la batió y le dio forma hasta que, poco a poco, fue pareciéndose a las otras dos palas, que eran sus modelos.

La garganta del Ulanga retumbaba con los martillazos. Rose era la atenta y eficiente ayudante. Atendía el fuego, manejaba el fuelle y, con las manos envueltas en trapos, sostenía el extremo sólo nominalmente frío del tubo, siguiendo las indicaciones de Allnutt. Se le llenaban las narices del olor a tela chamuscada, sus dedos estaban cubiertos de quemaduras y no le quedaban, ni a ella ni a Allnutt, prendas de vestir que no estuviesen chamuscadas y rasgadas; debieron abandonar el vano empeño de cubrir sus cuerpos, hecho del que ella gozó sin rebozo.

Era anhelante su interés por la conformación de la nueva pala; las discusiones entre ambos se sucedían acerca de la mejor manera de zanjar las dificultades que se iban presentando. Allnutt estaba henchido de orgullo y se regodeaba en el placer primitivo de hacer tantas cosas con sus propias manos.

—Si mi padre —dijo Allnutt una vez— me hubiese puesto a herrero cuando chico, estoy seguro que nunca habría venido a África. ¡Vaya! Quizá sí…

Allnutt dejó que su imaginación lo transportara a un barrio de tiendas para obreros de Londres, un sábado por la noche, fragante de olor a pescado frito, deslumbrante de luces y atestado de gentío. Experimentó una emoción de nostalgia antes de volver a la realidad del desfiladero, con sus rocas de color rojo pálido, el río vocinglero, la luz deslumbrante, La Reina de África meciéndose en el remanso y a Rose a su lado.

—Pero entonces no me habría encontrado contigo, querida Rose —prosiguió. Palpó el embrión de la pala de hélice—. Ni hubiera hecho todo esto. Vale la pena; claro que lo vale.

Allnutt no hubiera cambiado a Rose por todos los puestos de pescado frito del mundo.

Pronto la nueva pieza exigió mediciones y calibraciones precisas, tanto era lo que se asemejaba ya a sus compañeras. Allnutt debió inventar y construir nuevos calibres de singular conformación para tener la certeza de que reproducía con exactitud la curvatura y el contorno de las palas, y antes de dar acabada esta parte del trabajo, dirigió su atención al otro lado de la pieza, preparando un zócalo para ajustar sobre el muñón roto y practicando perforaciones para abulonar el complemento. Llegó al fin el instante de insertar la nueva pala en el zócalo, y Rose pudo presenciar una demostración práctica de remachado; Allnutt había hecho los remaches con trozos de clavos gruesos, y le correspondió a ella un arduo rato oficiando de «aguantadora».

Ya estaba la nueva pala en posición, exacta copia de la desaparecida y, aparentemente segura a los ojos de Allnutt, pero él no se dio por satisfecho. Conocía la torsión ejercida sobre una pala de hélice en rápida rotación, y el resultante esfuerzo de la base sobre la precaria junta. A riesgo de reducir la eficiencia de la hélice misma, unió las tres paletas mediante una serie de triángulos hechos con alambres retorcidos. Con ello lograría distribuir el esfuerzo a toda la hélice.

—Con esto debería andar —dijo Allnutt—. Esperemos que lo haga.

El montar la hélice en el árbol, colocar éste en los casquillos, y volver a su sitio la pieza entera, requirió un nuevo período de actividad subacuática.

—Pobre de mí —dijo Allnutt, saliendo chorreando agua por el costado de La Reina de África—; debí meterme a buzo, no a maldito herrero. Dame la otra llave, Rosie, le echaremos otra mano.

Allnutt estaba ya muy en el corazón de Rosie, y sus salidas le sabían llenas de humor.

Una vez que el árbol y la hélice estuvieran montados en su sitio, no habría manera de ensayar su funcionamiento, y al soltar las amarras, quedarían a la merced de la correntada lo quisiesen o no. Allnutt levantó vapor en la caldera e hizo girar la hélice unas cuantas revoluciones, hasta que los cabos de las amarras adquirieron la tensión necesaria; luego pasó a popa, para unas revoluciones más. Sabía ahora que árbol y hélice giraban, mas distaba de ser final y segura la prueba. No sabía por ejemplo, si la hélice soportaría el esfuerzo máximo, ni si el árbol no se pandearía bajo el ímpetu de un golpe de vapor. Eso tendrían que averiguarlo entre los rápidos y las cascadas, con una muerte segura si el trabajo de Allnutt fallaba en ese trance.

La noche anterior, ambos habían imaginado esa situación, pero ni uno ni otro la había mencionado. Abrazados, húmedos los ojos de Rose, sintiéndolo a él ávido y poseedor.

Cada uno se consumía en el temor de perder el otro. Por la mañana habían reconocido el peligro tácitamente, bien que sin comentarlo. Con la presión a punto, la carga de leña completa, estaban prontos para la partida. Allnutt miró en torno, por última vez, a la fragua hecha de piedras superpuestas, a su yunque, también pétreo, al montón de cenizas que marcaba el lugar de una de sus fracasadas carboneras. Volvióse hacia ella, erguida y con los ojos abiertos junto al timón; Rose no podía hablar, atinaba tan sólo a menear la cabeza.

Sin agregar palabra, Allnutt soltó los cabos y mantuvo La Reina de África dominada con el bichero, en tanto Rose escrutaba la ruta a seguir.

—¡Vamos! —exclamó Rose, y su voz restalló al proferir la orden. Mas el sonido apenas alcanzó el oído de Allnutt, ahogado por el rumor de las aguas y el silbido del vapor.

Allnutt empujó con el bichero para desatracar, y no bien la proa se halló sobre la correntada, abrió el regulador.

—Adiós, cariño —dijo Allnutt, doblado sobre la máquina.

—Adiós, amor —dijo Rose, atenta al timón.

No oyeron el saludo, ni desearon que se oyera; un sublime valor los animaba.

La Reina de África se introdujo cabeceando en el torrente arrollador. Por un instante, creyeron ambos que algo grave sucedía al no oírse el matraqueo del árbol: estaba más derecho que antes del desastre. Árbol y hélice recibieron firmes los embates de la correntada. La lancha viró al enfrentarse de proa con el recial, y Rose maniobró con destreza. Al instante ya estaban nuevamente como volando en alas de la corriente, la mirada de Allnutt fija en la máquina y Rose al timón, avizorando serena, escogiendo el derrotero entre las montañas de espuma de la cascada que rugía delante.