CAPÍTULO VII

Al despertar a la madrugada siguiente, pareció como si ese hartazgo ya le hubiera llegado. Mirar los peligros pasados es tarea muy diferente a la de hacer conjeturas sobre los que nos aguardan a un paso. Observando las aguas turbulentas de la caída, y la catarata rocosa que aún tenían que salvar, Allnutt sintió miedo. Experimentaba una sensación de vacío y de náusea en el estómago y una peregrina picazón como si le clavaran agujas en los muslos y las plantas de los pies. Los próximos cincuenta metros podrían aprisionar y zarandear la embarcación entre las rocas, y él y Rose se verían arrastrados por el recial, golpeados y ahogados. Le entraba el agua por las narices sólo de pensarlo. Desayunó sin apetito.

Le quedaba, sin embargo, un vago consuelo; era la certeza de que nada les restaba fuera de seguir adelante. Detenidos allí sucumbirían por hambre una vez agotadas las provisiones de boca. La única vía de escape abierta era corriente abajo, a través de la garganta. El ensordecedor ruido de las aguas hacía difícil formular juicios despejados. Allnutt levantó vapor en la caldera, cargó leña y soltó las amarras con una sensación de irrealidad, como si todo cuanto estaba haciendo le fuera ajeno.

Rose subió a la regala y se hizo cargo una vez más del timón. Examinó los flujos y reflujos del remanso donde estaban amarrados, alargó el cuello para inspeccionar el salto de agua que los aguardaba un trecho más abajo. Su semblante no delataba temor alguno. Una grata expectación le agitaba el pecho; el solo acto de empuñar la caña del timón hacía que su corazón apresurara sus latidos. Se entendió por señas con Alnutt: un movimiento de la mano hacia un costado y éste despegó cautelosamente la embarcación del amarradero; un ademán como llamándolo, y Allnutt dio marcha atrás con pocas revoluciones, lo suficiente como para liberar la proa. Observando el reflujo, Rose hizo retroceder la lancha lentamente hacia la cascada. Luego, al hacerle señas de seguir adelante, Allnutt puso en marcha la hélice. La Reina de África avanzó despacio; el eje de la hélice vibraba debajo. Rose empujó el timón; la lancha viró y, con un bandazo, se halló en medio de la corriente principal, para volar al instante sobre el torrente. Comenzaba otro día de alocada carrera.

La capacidad de pensar con la rapidez del rayo surgió en la mente de Rose al lanzarse a la corriente. Para ella, se había convertido en un juego de niños percibir el agua espumosa arremolinándose en torno a las piedras, calcular la velocidad de la corriente y de la embarcación o iniciar el viraje y esperar el bandazo que traería el reflujo del agua desde la roca que estaba salvando; todo ello mientras planeaba el ataque a la siguiente. La gran ola estacionaria que denunciaba una roca a flor de agua la descubría ella de manera instintiva. Mecánicamente, decidía cuánto podía aproximarse a ella y cuál sería el efecto de la contracorriente.

Más tarde, una vez concluido el descenso del río, Rose se dio cuenta de que que no podía recordar con la claridad del primero los detalles del segundo día de navegación entre los rápidos. Aquellos primeros rápidos se habían grabado en su memoria con fidelidad suma; podía recordar cada recodo, cada piedra, cada remolino; se los representaba con sólo cerrar los ojos. En cambio, las imágenes del segundo día volvían con vaguedad y confusión. Rose recordaba claramente la primera catarata; las siguientes acudían a su memoria bajo las forma de rugientes cintas de agua blanca. Recordaba las salpicaduras que le rociaban continuamente el rostro, y los recodos pavorosos… no recordaba su número. La mente se le había acostumbrado a todo aquel infierno.

No obstante, la emoción no había cedido un instante. La llenaba de alborozo clavar la proa de la embarcación en las olas. Sin sospechar siquiera que la frágil estructura de La Reina de África pudiese estar siendo sometida a fatal prueba por tanto golpe, hallaba un placer inmenso en lanzar la lancha contra las duras masas líquidas en movimiento que marcaban la conjunción de dos corrientes; sentirla respingar y guiñar bajos sus pies; ver las dos alas blancas alzarse a ambos costados de la proa. Pero la sensación suprema era la rápida subida de la popa de La Reina de África luego de alcanzada la cresta de una de esas largas y empinadas caídas de agua verde, cuando descendía la loma líquida con la muerte en ambas bandas y la destrucción que parecía esperarla al final del salto.

Hacia el atardecer pareció haberse agotado la serie de cataratas. El río ensanchó su lecho un tanto, pero las barrancas, aunque no tan altas, presentaban aún una pavorosa verticalidad. Entre estos paredones, el río se lanzaba con reciedumbre pasmosa, sin obstáculos. Quedaba ahora tiempo para pensar y gozar del espectáculo y la acción, abandonarse al estremecimiento de guiar La Reina de África cuando, al resbalar en los recodos, era empujada por las corrientes hasta que la orilla externa se acercaba peligrosamente al codo del piloto. El propio Allnutt, advirtiendo la repentina lisura del paisaje, suspendió su rígida concentración en el funcionamiento de la máquina y levantó la cabeza. Observó pasmado los precipicios que iban quedando atrás por ambos costados, maravillándose de la soltura con que la embarcación salvaba las curvas. Había algo aterradoramente bello en la acción. La sensación de angustia que le constreñía el pecho al observar aquella carrera, le infundía una extraña satisfacción. Estaba henchido del orgullo del éxito.

El espejo de agua mansa que buscaban para fondear se presentó en esta porción del río libre de caídas. Vertía aquí su caudal un tributario del Ulanga; no de la manera corriente, sino en dos saltos de agua, que, a media altura de la barranca, desde unos quince metros, se precipitaban a plomo sobre el curso principal. Rose apenas había tenido tiempo de advertir su presencia, virar en seco para no caer debajo de las columnas de agua y sufrir tan sólo el efecto del roción, cuando vio que un súbito ensanche del lecho le brindaba un remanso para amarrar sólo unos metros más abajo, allí donde la corriente había abierto una ensenada en la margen blanda del río. Gritó para atraer la atención de su compañero, le hizo señas para que pusiera la máquina a media velocidad y diera luego marcha atrás. El bichero le sirvió a Allnutt para maniobrar, y un segundo después La Reina de África se mecía, sosegada, al abrigo de la pared de piedra que formaba una de las márgenes del río. Mientras Rose inspeccionaba los alrededores, Allnutt amarró la embarcación.

—¡Qué bonito! —exclamó Rose sin advertirlo.

No había reparado antes en tanta belleza; lo único que le había preocupado hasta allí eran los remolinos. Acababan de atar las amarras en lo que debía de ser uno de los rincones más seductores del África. Las barrancas no eran allí despeñaderos abruptos; se abrían en numerosas salientes y entrantes en la roca, y allí crecían flores en festones sobre las paredes bañadas de sol. Desde la cresta hasta el nivel del agua, la piedra se presentaba engalanada con el místico azul de las flores. Un poco más arriba se ofrecía el espectáculo del curso tributario, que se despeñaba entre montañas de espuma. Un haz de rayos de sol africano se introducía por el filo de la garganta convirtiendo en arco iris danzante las aguas en suspenso en torno de la cascada. El ruido de la caída no era ensordecedor; para oídos ya hechos al bramido de las cataratas del Ulanga, el cantarino fluir del río junto al improvisado puerto semejaba un placentero acompañamiento musical. Al abrigo de la pétrea margen se gozaba de una sensación de frescura, con la corriente de aguas verdes desatada en veloz carrera a sólo unos pasos de la lancha. Las barrancas las formaban rocas rojas, pardas y grises, que tapizaban los claros no cubiertos por las flores, presentando un aspecto de pulida lisura. No había allí polvo acumulado, ni moscas ni mosquitos. No hacía allí más calor que en una tarde de verano en Inglaterra.

Hasta entonces, Rose no había hallado placer en la contemplación del paisaje por el paisaje, ni había sorprendido nunca a Samuel haciéndolo. Si, siendo muchacha, en Inglaterra, hubiese visto una enredadera de campanillas azules —tal vez Rose no tuvo jamás ocasión de extasiarse ante una enredadera de campanillas—, y le hubiese dado un vuelco el corazón, habría mirado este fenómeno con suspicacia, como un síntoma de frivolidad de espíritu rayana en la liviandad. Samuel era mezquino y práctico en ciertas cosas.

Mas Rose estaba ya libre de Samuel y de su temperamento gris y bilioso; y era la suya una libertad tanto más insidiosa como inconsciente. Sentada en la popa, se sumergía en la dulce belleza del entorno, sonriendo al juego de colores del arco iris de la cascada. Su imaginación jugaba con el recuerdo, con el anchuroso y soleado curso del Ulanga superior, con las cascadas y los peligros que habían salvado.

Y lo colmaba todo una ulterior sensación de dicha: el estremecimiento del triunfo. Rose no ignoraba que traer La Reina de África a través de los rápidos era una hazaña, algo que en su actual estado emocional ponía por encima de cualquier acierto culinario, y también —es de temerse— de la conquista de un alma impía para la verdadera fe. Por primera vez en su vida sentíase satisfecha de sí misma, sensación que la embriagaba más por lo novedosa. Su cuerpo rebosaba vitalidad.

Allnutt volvió a subir a la lancha desde la orilla. Cojeaba un poco.

—¿Quisiera mirarme este pie, señorita? —dijo—. Se me metió una astillita, y no sé si la he sacado del todo.

—Desde luego.

Se sentó en el filo de la borda, e hizo el movimiento de quitarse sus zapatillas de lona, pero Rose fue más rápida. De rodillas le quitó el calzado y tomó el minúsculo y en cierto grado bien formado pie en sus manos. Encontrado el orificio de entrada, lo presionó con las yemas de los dedos, en tanto Allnutt se retorcía por las cosquillas. La sangre salía limpia.

—No, no ha quedado nada dentro —dijo ella, y soltó el pie. Era la primera vez que lo tocaba desde que salieran de la misión.

—Gracias, señorita.

Allnutt paseaba la mirada por las flores colgantes, mientras Rose se demoraba arrodillada a sus pies.

—¡Canastos! ¿No es bonito todo esto? —exclamó Allnutt. Ya su voz no delataba temor alguno y elevaba el tono apenas sobre el ruido de las aguas.

Las largas veinticuatro horas pasadas en el retumbante fragor de las cataratas parecían haber traído confusión a las ideas. Ninguno de los dos pensaba con claridad. Sentíanse ambos extrañamente dichosos y sociables; pero, al mismo tiempo, no se les escapaba que algo que sentían como al alcance de la mano faltaba allí. Rose contemplaba el rostro de Allnutt mientras él miraba la naturaleza. Había algo de tentador, de atrayente, de infantil en la sonrisa aturdida del hombrecillo. Hubiera querido continuar mirándolo, pero luego desechó la idea, puesto que no satisfacía plenamente su estado de ánimo, aunque no sabía explicarse de otro modo lo que le ocurría. Ambos respiraban más hondo que de costumbre, como si estuviesen sometidos a un trabajo invisible.

—Esa caída de allí —dijo Allnutt, titubeante— me recuerda…

No llegó a decir lo que le recordaba la caída. Miró a Rose a su lado, cuyos senos casi lo rozaban. Él, rebosante también de vida e inspirado por la imponente belleza del lugar, sin poder contenerse, no supo lo que hacía al poner suavemente la mano en torno de la garganta atezada y fresca de Rose. Ella le tomó ambas manos, para prolongar el contacto; él se dobló sobre las rodillas y sus cuerpos se hallaron juntos. Rose sentía los besos, y el pulso impetuoso y la cabeza transformada en un torbellino. Sintió tirones en sus ropas, que no hubiera podido impedir aun queriéndolo. Tuvo conciencia de un agudo dolor que le hizo echar los brazos en torno del delgado torso de Allnutt y apretarlo contra sí, contra sus senos, mientras él hacía su voluntad… y la de ella.